Javier Sáez de Ibarra

 

 

Mirar al agua
Cuentos plásticos

 

 

 

 

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Javier Sáez de Ibarra, Mirar al agua

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-542-2

 

© Javier Sáez de Ibarra, 2009

© De la ilustración de cubierta: Jorge Cano, 2009

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 121

 

 

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El día 16 de marzo de 2009, un jurado compuesto por José Trillo, presidente del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, José María Merino, escritor y presidente del jurado, Eloy Tizón, escritor, y Ana María Shua, escritora, además de Juan Casamayor, director de la Editorial Páginas de Espuma, y Alfonso J. Sánchez, secretario general del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, en calidad de secretario del jurado, ambos con voz pero sin voto, otorgó el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, por unanimidad, a Mirar al agua. Cuentos plásticos, de Javier Sáez de Ibarra.

 

 

 

 

 

 

 

Para Viviana. Para Leyre

 

 

 

 

 

 

La nuestra se percibe ya como una época en la cual el arte –o, mejor, la cultura visual– le ofrece a la literatura la posibilidad de continuar, desde otras perspectivas, sus labores narrativas o sus tareas como cartero de la sabiduría. El choque entre estos ámbitos producirá seguramente una nueva poética del siglo que empieza.

Iván de la Nuez

 

 

 

La tristeza es, de hecho, nuestra verdad. Porque está hecha por nosotros. Yo trato de compensar, de curar esa tristeza que deriva de una falta de amor en el mundo. Creo que incluso se podría hacer una lectura política de mi obra. Porque lo que quiero es cambiar el mundo.

Sean Scully

 

Mirar al agua

 

Pues la tal Graciela se vuelve de golpe y me suelta:

–Si no te gusta, vete, y nos ahorramos los resoplidos.

Para qué iba a contestar. Se veía que la tía estaba muy enfadada, así que mejor dejarlo. Conque se da la vuelta y sigue de charla con sus amigas. Es lo que más me jodió, que siguiera como si tal cosa; y encima Chus me dice que qué pasa conmigo. Pero Ángel también se había burlado, sobre todo al principio, y a él no le había dicho nada. Y esa vez por lo menos sí que tenía razón en reírme, porque había que ver aquel mamarracho de muñeco con forma de bebé de color verde, ¡y con pirulís de colores en los ojos!

La verdad que me sentó mal; le dije a Ramiro que se viniera conmigo a tomar algo, pero él se lo trataba de hacer con una de las chicas y no quiso. Así que como recular ya no podía porque fui tan tonto de decirlo en voz alta, a los veinte minutos me tienes en la barra con un copazo.

Tomando algo es un decir. No me apetecía beber solo, además era temprano. Esa Graciela se había pasado conmigo; que me hacía gracia era verdad, pero yo tenía derecho a expresar mi opinión lo mismo que cualquiera. Y sólo habíamos visto unos cuadros espantosos, cosas raras tiradas por el suelo, maquinitas absurdas y vídeos sin sentido. Que yo no digo que entienda como ella, pero sé reconocer el arte si lo veo; y casi todo lo que exponían allí lo hace hasta un mono si lo dejan. Me eché mi risa, imaginándomelo con sus pinceles, las pinturas, la tela; un letrero de «Artista trabajando», y una panda de pirados mirando y aplaudiendo detrás de los barrotes.

¿Y yo iba a quedar mal por no seguirles la corriente? Si sabía que Ramiro y Ángel pensaban lo mismo. ¡Estaban disimulando!

Pensé que hablarían mal de mí, y me dio rabia.

Pero tenían razón; me había comportado como un idiota. Íbamos a la exposición para ligar con aquellas tías, ahora ellos se las estaban trabajando y yo allí solo perdiendo el tiempo. La semana anterior me había cortado el pelo; y esa tarde estrenaba una camisa y una corbata; ¿de qué me servían ahora? Por abrir la bocaza.

En fin. Dejé que pasara un rato y luego fui a buscarlos; habíamos dicho que veríamos los pabellones G y H, y luego los E y F. Era la feria más grande que había visto en mi vida, y toda de arte. Tardaría bastante en encontrarlos.

Un sábado por la tarde, en vez de ir de copas o al fútbol, todos aquellos tíos allí mirando cuadros y charlando de que si esto o lo otro. Encima con su aire de marciano. Afortunadamente, se veían tías buenas y daba gusto pasear por los pabellones. Aunque muy raras, eso sí, porque parece que no había término medio: o vestidas todo de negro, o con demasiados colores; te mezclaban una chaqueta con una falda de lino; unas con ropa holgada que no dejaban ver el cuerpo, o con escotazos; el pelo mechado... Ahora, casi todas tenían algo especial en la mirada, difícil de explicar, como más despierta, bonita; digo que porque serían artistas o estudiantes. Para verlo. Sin duda, lo mejor de la exposición eran las chorbas.

Cuando miré el reloj daban las siete. Tenía que volver para que no creyeran que me había mosqueado por lo de antes. Me puse a buscarlos un poco nervioso ya porque no los encontraba. En esto que por fin veo a una que se llamaba Paula y que iba con Chus, y detrás a Ramiro que se había arrimado a la rubia. Seguro que de lo que hablaban no tenía nada que ver con lo que estaban viendo. Mientras que la amiga Graciela se había quedado atrás, mirando sus cuadritos así y asá, no se le perdiera un detalle.

No sabía cómo acercarme para no llamar demasiado la atención; sobre todo para no molestar a mis amigos. Conque me doy cuenta de que me va a tocar quedarme con la lista. Me dije, yo no le pido perdón si ella no se disculpa. También podía hacer como que me interesaba su rollo, a ver por dónde salía ella. Le demostraría que no me afectaba lo que me había hecho. Al final, y como temí, me encuentro otra vez en la casilla cero: al lado de Graciela que, la verdad sea dicha, estaba guapa tan concentrada mirando una de las obras.

Era un cuadro por llamarlo de alguna manera: cubierto de clavos y con muchos hilos de colores de un lado a otro. A mí me parecía una mierda, pero no iba a decírselo viendo su interés. Así que le suelto:

–Esos hilos da igual donde vayan, porque no forman ninguna figura.

La tía no responde; se me queda mirando como si fuera un subnormal, y me dice:

–Sí, es una disposición arbitraria... no creo que importe.

Luego pega la media vuelta y sigue adelante. Reaccioné al momento y me fui tras ella. No iba a aceptar que me dejara después de hablarme en ese tono, creyéndose la tía que por saber del tema podía despreciarme.

Ella iba a lo suyo. Se paseaba por los paneles de los stands; y de vez en cuando se paraba delante de alguna obra, la miraba despacio, se fijaba en un lado, en otro, se acercaba y se alejaba como si hubiera algún secreto. Y sin abrir la boca. Menudo rollo; pero yo no tenía opciones.

En esto que llama a una de sus amigas para que se acerque a ver algo, y Chus viene con ella. Se ponen a hablar las dos; y él me da una palmada como de broma y me dice:

–¡Qué!, ¿dónde te has metido?

–Por ahí, viendo cosas.

Me da otra palmadita, pero sin mirarme a los ojos.

–La has cagado.

Y en vez de seguir hablando, se pone a decirles algo a ellas. Me vinieron un montón de cosas a la cabeza al mismo tiempo. Que era estúpido, que mis amigos pasaban de mí, que creerían que había puesto en peligro nuestros planes. Me quedé rígido. Menos mal que no duró mucho. Se miraron los tres de forma rara y, entonces, Chus y la otra chica se marchan como si se despegaran de mí; al mismo tiempo, Graciela echa a andar en otra dirección.

Me vi solo otra vez. No sabía qué hacer, si quedarme quieto, si correr detrás de ellos; tampoco iba a seguir a Graciela. Estaba bloqueado. ¿Por qué habíamos ido a aquella maldita exposición? ¿Por qué siempre era yo tan torpe? Me puse enfermo, temí quedarme sin nadie en medio de aquellas salas. Hasta sentí que me dolía la rabia.

Entonces, Graciela se volvió un poco. No supe si porque quería sacudirse el pelo o para invitarme; pero sin esperar nada me adelanté hasta ella, disimulando lo que sentía. Me pareció que no le molestaba que yo la acompañase.

–Yo no entiendo mucho –le dije. Ella sonrió:

–No es mal punto de partida.

Le aclaré que había muchas cosas que no me gustaban. Me responde.

–Hay bastante porquería.

Cuando me di cuenta nos habíamos metido por uno de los pabellones.

En una pared encontramos una hilera con más de veinte fotos pegadas; eran imágenes de guerra: tanques, casas bombardeadas, carreteras destrozadas, aviones tirando bombas... Al lado un cartel que decía: «Cómo se construye la realidad», o algo parecido.

–Por ejemplo... esto –decidió ella.

A mí no me desagradaba. No se veían muertos, pero las fotos estaban bien hechas. Y siguió:

–Son fotos documentales. Se supone que el artista quiere criticar la producción de imágenes pero es muy superficial, no las analiza ni examina los recursos...

Yo no entendía qué quería decir; pero parecía completamente segura de sí misma.

–Ya –dije.

–Es puramente espectacular, decorativo. Una infamia.

No iba a replicar que me parecían las fotos de una película...

Recorrimos otros lugares. Ella empezó a comentar algunas de las cosas que veíamos. Cuadros, esculturas, lo que llamó instalaciones, incluso vídeos. Yo también hacía algún comentario, nos reíamos. Se notaba que ella adoraba el arte, pero tenía sentido del humor. Y yo traté de no pasarme diciendo chorradas; sólo para crear buen ambiente.

En esto llegamos a un sector y veo un Lego gigante, lo menos de tres metros. Le digo que yo había jugado con esos muñecos. «No sería con ese», me contesta. Era un soldado de muy mal aspecto, con un corte en la cara, que llevaba un machete y apuntaba con una pistola a la cabeza de otro de rodillas y en camisa que estaba como suplicando. Graciela leyó en voz alta el cartel:

–«Nadín Ospina, Juguetes para Colombia». Un día el artista vio a su hija con esos muñecos: unos eran guerrilleros y otros gente de piel blanca vestida con bata: médicos, enfermeras... Comprendió que su hija tenía que jugar con imágenes estereotipadas; y de que así la sometían a una forma de colonialismo. ¿Entiendes? –le dije que sí–. Él quiere subvertirlo, presenta a un terrorista y a su víctima como si fueran algo típico de su país; para desvelar los prejuicios de los espectadores.

Me había sorprendido su explicación.

–¿Y cómo sabes tú eso?

–Lo leí en una entrevista –rió.

–Pues yo no veo nada.

–Claro –me dijo–. Mirar no es sólo cuestión de los ojos; debe intervenir la capacidad asociativa.

No sonaba pedante.

–Se mira con el cerebro. O no se ve en absoluto.

La lección acabó ahí, porque se dio cuenta de que se estaba poniendo en plan profesora.

Llevábamos un rato largo; a su lado el tiempo se me pasaba de otra manera. Por otra parte, ni rastro de mis amigos, debía estar cada uno montándoselo con su elegida.

Mucho público ya se había marchado, y los pabellones que se iban quedando medio vacíos daban como una cierta tristeza. Sin embargo, yo me encontraba a gusto.

–Vamos a ver a Plessi –propuso ella.

Recorrimos el pabellón y llegamos a una esquina donde había varias habitaciones, separadas del resto con cortinas. Entramos en una. Al principio no se veía mucho; luego los ojos se te acostumbraban. La sala estaba en penumbra, iluminada solamente por unas luces amarillas que había en el suelo. Aquello tenía aire de iglesia. Avanzamos, y hacia el fondo vi la pantalla grande de un televisor con unas letras fluorescentes en color azul:

 

RETAW

 

 

Nos quedamos quietos. Yo traté de leerlas: Maler, Mater; pensé si sería un idioma raro.

–Mira –me dijo Graciela.

Me esforcé. Eran tubos luminosos como los de cualquier casa, aunque azules, que salían en una televisión. Las letras brillaban, se veían bien. Pero sin sentido. Y en esto me doy cuenta.

Debajo, un poco delante, se reflejaban las letras invertidas y se podía entender:

 

WATER

 

Habían colocado un recipiente grande con agua bajo la pantalla.

Nos quedamos mirando. En ese momento, empecé a entender algo y se lo dije:

–Directamente no se puede... en la televisión no se ve nada, como si dijéramos que no tiene lógica mirar ahí –me entusiasmó mi propia idea–: se comprende sólo cuando se refleja. Hay que leer en el agua.

–Aunque fluctúen las letras... –añadió ella.

–Ya. La visión no es perfecta... Pero es la forma verdadera, ¿no?

Ella dijo:

–No sé si la verdadera... porque el agua se mueve, y hace que nuestra visión varíe. Nunca termina de concretarse.

–Con todo ocurre lo mismo –seguí yo–: da igual lo que se diga, ¿no? Si miras al sitio equivocado, te quedas sin comprender.

No nos movimos, contemplando las imágenes. Me sentía tranquilo en aquella sala en silencio. Deseé que no viniera nadie a molestarnos y se lo dije a Graciela:

–Me gusta este lugar.

–Bueno –susurró–. Podemos quedarnos todo el tiempo que quieras.

 

Un hombre pone un cuadro

 

 

 

Yo pinto por capas. Una capa sobre otra que van contando una historia invisible del proceso. No se ve, pero es evidente

en la corporalidad de la superficie.

Sean Scully

 

 

 

1.

Una pared amarilla.

Rectangular, limpia. Vacía.

Un espacio plano.

Una pantalla. Un lienzo. Un telón.

La pared de una casa.

 

2.

Aparece un hombre con una banqueta, avanza. Lleva también un martillo, y algo más en esa mano.

Cuando llega hasta la pared coloca la banqueta en el suelo y deja el martillo sobre ella, pero se vence de un lado y cae –su mano aletea por agarrarlo–, se estampa contra el parqué. Una mínima parte de la madera se astilla. Maldice el hombre.

Se le ha caído el martillo, ha estropeado el suelo de madera sin remedio. El hombre ha maldecido.

Mira al suelo. El daño ya está hecho. Agarra el martillo por el hierro. Lo pone encima de la banqueta, con furia.

Luego separa sus dedos, se desprenden un puñado de clavos y alcayatas, cinco, seis, llevando algo del sudor de la mano. Uno o dos ruedan por la banqueta, tropiezan entre ellos, se cae alguno.

Una línea recta hasta el suelo, otra vez. Se queda ahí.

El hombre vuelve a maldecir. Los recoge, los coloca en su sitio.

Al hombre se le ha caído el martillo, se le han caído unos clavos. Recoge uno y otros penosamente. Ha tenido que maldecir. Todo ha quedado después sobre la banqueta, como en su idea del principio.

 

3.

El silencio de la habitación.

Fondo de ruidos difusos, mínimos.

Los pasos lentos por poco no inaudibles de las zapatillas. La estampida del martillo al caer: ¡pam! El juramento. El golpe del martillo al ser colocado con rabia sobre la banqueta. El leve canto de lluvia de los clavos y las alcayatas en ella. El suave contacto de algún clavo con el suelo.

Una palabra de disgusto del hombre. Otra más.

Un suspiro humano.

 

4.

El hombre de espaldas con un metro que ha sacado de un bolsillo mide la pared: primero la horizontal; corre la banqueta con las dos manos para que no se caiga nada de lo que hay encima; cambia de procedimiento, deposita todas esas cosas en el suelo para poder subirse; luego la vertical. Usa un lápiz pequeño, mordisqueado, que saca del mismo bolsillo, para hacer infinitesimales marcas en la pared; primero en un lado más a la izquierda, después en un lado más a la derecha, con cuidado de que queden a la misma altura. A ver.

Después se aleja y ve el resultado de conjunto: los lugares de los puntos, la relación entre ellos y con la superficie total de la pared. Ha creído que todo estaba bien.

Pero el hombre no se ha puesto contento. Está triste.

 

5.

El hombre va a colocar una fotografía de 28 × 35 cm; no es demasiado grande, teniendo en cuenta que aparecerá sola. El marco suma dos centímetros más por cada lado. En total, tenemos 32 centímetros de ancho para el cuadro con la foto. Si en horizontal la pared mide 2,65 m,
quedan 1,165 por cada lado. El margen superior no le preocupa, lo calcula de manera aproximada, basta con que el cuadro quede a la altura de los ojos. Lo que importa es colocarlo exactamente en el centro. Por eso ha tomado todas las precauciones en la medición, no sólo de centímetros, sino incluso milímetros, y hasta los espacios entre ellos; si bien, considerando el grosor del clavo o de la alcayata, no hace falta tanta exactitud.

Todo va bien en cuanto a la parte numérica.

Sobre lo estético, qué decir, es tan discutible. Dadas las dimensiones de la pared, dos cuadros quizá resultarían mejor que uno: grande y pequeño, por ejemplo, o iguales, para crear tres espacios. Los dos con marcos de color lila, complementario del amarillo, o granate, o negro (quizá muy llamativo). Uno solo y de ese tamaño, en cambio, no sé, parece arriesgado.

 

6.

Ahora viene el momento delicado: clavar la alcayata. Conque allá vamos. Ha cogido el martillo, se aseguró antes de que la cabeza estuviese bien encajada en el mango. Apoya la punta de la alcayata sobre el punto de lápiz. Hace una pausa. Empieza a dar unos golpecitos en la alcayata: tic tic tic. Comprueba que la alcayata vaya recta. Parece que sí. Más golpecitos, tic tic tic, son demasiado flojos y la alcayata apenas ha entrado. Vamos, decisión. Asegura los dedos sudorosos pulgar e índice en el menudo espacio de la alcayata, con cuidado de no darse, con cuidado de que no se le caiga la alcayata, con cuidado. Golpea un poquito más fuerte la alcayata. Tac tac tac. Sin pasarse. ¡Tac!

¡Mierda! Se ha caído la alcayata.

Agáchate. Recoge la alcayata. Tranquilo, no le ha pasado nada al suelo. Mira la pared, ¿cómo está? Apenas se ha desconchado (además, luego lo cubre el cuadro; pero queda hecho una guarrería). Maldito sudor, sécate la frente, y sobre todo los dedos, que se te ha resbalado por eso. No pienses en que eres torpe, necesitas concentración. Mira la alcayata. Se ha doblado la parte que se golpea, ¿no? Tampoco tiene importancia. ¿No te gusta? Cámbiala entonces. Bueno. Coloca la punta sobre la marca. Bien. Pero aleja los dedos, así, un poco más, no te hagas daño. Tic. Afirma la posición. Ahora con energía. Pero junta los dos dedos, hombre. Tac. ¡Ah! Ya te has dado.

 

7.

Deja caer el chorro de agua fría sobre el dedo herido. No siente ningún dolor. Un pellizco nada más, pero se ha puesto rojo.

Es que sólo se dan los gilipollas.

Ahora hay que secarlo bien o estamos en las mismas: se le va a escurrir la alcayata.

No sé ni colgar un cuadro, hay que ser inútil.

Se seca las manos. Mirándose en el espejo se queda con aspecto de fracasado. La luz amarillenta de arriba tampoco lo favorece. Un hombre como ese parece incapaz de hacer la mínima operación doméstica. Le falta la confianza. Y así no hay manera.

¡Si pudiera pedirle a alguien este favor! Pero a quién llamas. Para esto no voy a contratar a un albañil. No vendría.

Las manos van entrando en calor; el cuarto de baño, más bien pequeño, le hace sudar. Se seca el rostro. Sabe que debe volver y acabar la tarea, no la va a dejar a medias.

El hombre se lamenta: palabras extenuadas más que de furia. No sabemos qué sentirá. Vaya tipo inoperante. Sale del baño como una oveja para el matadero, con la toalla en la mano, que se le ha olvidado dejarla. Se da cuenta cuando ya va por el pasillo y la tira al entrar en el comedor. No te digo, rebota en el brazo del sillón como una pelota y cae al suelo.

 

8.

La pared como el telón de un escenario. Tengo que hacerlo.

El hombre tiene que entrar, de espaldas, y llegar hasta ella. Si es fácil. El espacio está marcado: el roto –pequeño– a la izquierda y el punto de lápiz prácticamente a la misma altura a la derecha. Lo que llevo lo he hecho bien. El taburete a un lado, con el martillo aciago encima; clavos y alcayatas en el suelo, el lápiz, el metro. Todo listo, vamos.

Parece que cuando se suba a la banqueta se subirá al cadalso.

 

9.

Es una fotografía, todavía envuelta en un fino papel con la firma de la casa donde se la enmarcaron. Empezó a quitarle el celo, pero se arrepintió y la dejó sin abrir sobre el sofá hasta el momento de colgarla.

El hombre vuelve a la carga: toma el martillo, recoge la alcayata, mira el lugar, se seca las manos, se sube, etcétera.

La foto es de su hijo. Tomada durante unas vacaciones. Bueno. Dos días antes de que muriera, con veinte años. Caminaba por el paseo marítimo cuando un coche lo aplastó contra una cabina. La cabeza no podía ni mirarse, el pecho hundido, las piernas destrozadas. El conductor, de su misma edad, conducía borracho. Y no eran ni las diez de la noche. (Para qué vamos a inventar algo peor).

El hombre mueve sus caderas, se asegura de que la banqueta está bien asentada. Parece que sí.

En la foto el chico sonríe forzadamente; su padre le había pedido que lo hiciera para no salir serio como siempre. En el preciso momento en que empezaba a hacerle caso, él disparó. Tu mejor retrato, le dijo al verlo, orgulloso. Orgulloso también su hijo.

Relaja los músculos de los brazos como si se le acalambraran o le dolieran, la falta de práctica, el miedo a equivocarse.

Los llamaron y fueron corriendo; no a un hospital, sino al anatómico forense a reconocer el cadáver, a aceptar un bulto bajo una sábana en una camilla como a su verdadero hijo, quieto, insensible. Su mujer al principio no quería entrar, le recomendaron que no lo hiciera. Luego ella insistió. Pasó adentro. En fin.

 

10.

Hoy es sábado por la mañana, casi mediodía. La gente de por aquí aprovecha para comprar, limpiar la casa, lavar el coche o dar una vuelta antes de comer. Si hace bueno, los jardines y plazas, los paseos y las pistas deportivas se llenan de chicos o alguna que otra familia. No se trabaja.

Algunos, hombres sobre todo, dedican la mañana a los pequeños arreglos del hogar; a veces para eso deben salir a la ferretería y para cuando vuelven y se ponen es la hora de comer y surge alguna desavenencia con la esposa: si se hubiera levantado antes como le pidió.

Ellos tres llevaban una vida corriente, como la que se ha descrito. Cuando el hijo desapareció, la mujer se quedaba en casa por las mañanas; se marchaba él solo a por el pan y el periódico, de paso recorría algunas calles, se distraía. Ella dejaba las persianas bajadas, o porque entraba mucho el sol o porque hacía viento. Discutían, por ese motivo.

 

11.

Ayer viernes su mujer se marchó de casa. Después de diez meses despidiéndose, como un acto de resistencia para no celebrar el aniversario.

Él pasó la noche solo. Tomó un par de vasos de ron después de la cena, nada más. Recordaba que al día siguiente le tendrían ya el cuadro; había pensado levantarse, ir a recogerlo a la tienda, ponerlo. Lo hizo tal y como lo había visto en sus planes, pensados recostado en el sofá, ensimismado, mientras miraba la televisión y sus programas, después de llorar tras la cena, con el segundo vaso.

Pero ahora todo estaba saliendo al revés.

Él quería hacerlo con dignidad. Uno pensaría que estas cosas deben tener incluso su lado solemne. Quiere tener esa foto de su hijo, la última, en la pared del salón, donde va a estar sola, más o menos centrada, presidiendo su hogar. (Una idea que su mujer le había dicho que rechazaba por completo). Sin embargo, las circunstancias no acompañan. Estaba claro. Sus dedos seguían sudorosos y torpes, acumulados en el angosto hueco entre la alcayata y la pared, con la otra mano tenía que blandir el martillo, con firmeza, y golpear en la laminilla, recto y suave pero no blandamente para que entrase...

 

12.

Si reparamos en los objetos, nada hay más corriente que ese conjunto de herramientas.