José María Merino

 

 

La glorieta

de los fugitivos

 

 

 

 

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José María Merino, La glorieta de los fugitivos

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-573-6

 

© José María Merino, 2007

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 83

 

 

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Trance gozoso, este de andar buscándole, imaginándole, un nombre a la criatura: microrrelato, minificción, ¿por qué no nanocuento?

Mientras le encontramos el nombre, con esta sensación incomparable de ir descubriendo la realidad de un nuevo continente, ojalá su pequeño fulgor, desde brevísimos textos literarios, palpitantes de ficción verdadera, ilumine intensas fascinaciones narrativas

 

José María Merino

primera parte:
CIENTO ONCE FUGITIVOS

I. De Días imaginarios

Acechos cercanos

 

Las tazas tienen el asa a la izquierda, pero los tazos la tienen a la derecha. Los cucharos ofrecen una concavidad menor que las cucharas. Las púas de los tenedores son menos afiladas que las de las tenedoras. ¿Qué resultará cuando empiecen a reproducirse? Eso que parecen desvanecimientos del azogue, no son sino los ojuelos con que los espejos nos miran. En el extremo de los brazos de los sillones permanecen disimuladas unas largas garras. Los colchones ocultan los estómagos y los intestinos de las camas. Por ahora, se han alimentado de sueños. Fue comprendiendo poco a poco que los objetos domésticos parecían inertes, pero que estaban al acecho. La noche de fin de año abandonó la casa con toda su investigación. Cuando lo encontraron en la habitación del hotel, el agua rebosante del baño casi había disuelto la tinta de los documentos. Enroscada con fuerza en el cuello, la goma de la ducha parecía una serpiente.

Carrusel aéreo

 

¿De modo que también han retrasado su vuelo? Pues entonces tenemos tiempo de sobra. Ya le dije que yo he sufrido muchas de estas huelgas. Había pasado varias cuando en una de ellas, esperando la oportunidad de la salida en el aeropuerto de Pamplona, conocí a Judith, una barcelonesa que trabaja en asuntos parecidos a los míos. Nos caímos bien y fuimos intimando, nos hicimos lo que se pudiera llamar novios, y el puente aéreo nos unía los fines de semana. Después de un tiempo, cuando parecía claro que estábamos hechos el uno para el otro, una de estas huelgas retrasó nuestra cita durante más de un día. Tuve que pasar demasiadas horas sólo en el aeropuerto, pero allí estaba Milagros, una malagueña profesora de francés. Simpatizamos, y conocerla me hizo reflexionar sobre mi proyectado matrimonio con Judith. Después del verano, ya salía con Milagros. También nos veíamos sólo de vez en cuando, pero esas relacionas tienen siempre mucho incentivo para vivirlas. La cosa había cuajado entre nosotros, y yo preparaba mi viaje para conocer a su familia, cuando otra huelga me retuvo en Barajas. Entonces conocí a Alma, una jovencísima bióloga sueca. ¿Usted ha oído hablar del flechazo? Fue eso, exactamente. Me encontraba con Alma mucho menos de lo que lo había hecho con las otras, pero lo nuestro sí que era pasión, sobre todo en vacaciones. Precisamente unas vacaciones interrumpió mi encuentro con Alma una de estas dichosas huelgas, y ella debió de conocer a alguien más interesante que yo mientras esperaba, el caso es que cuando nos vimos me dijo que lo nuestro quedaba cancelado. Estuve sin novia una temporada, pero otra huelga me hizo pasar unas cuantas horas en el bar con una gallega de nombre Margariña. Mi corazón se enamoró otra vez, qué quiere que le diga, y mi viaje de hoy es para buscar piso, porque estoy pensando trasladarme a Pontevedra y casarme con ella. Antes eran los dioses, hoy son esos pilotos. Cambia la cara, pero siguen siendo las manos del destino. Menos mal que la espera se hace muy agradable, y hasta se agradece, cuando uno tiene la suerte de conocer a una mujer tan guapa y tan simpática como usted.

Otra historia navideña

 

Entre los inmigrantes que habían arribado ilegalmente en la embarcación figuraban también dos subsaharianos, un hombre y una mujer en avanzado estado de gestación. Los agentes que suscriben siguieron su rastro por la rambla de Cala Carbón, desde la playa hasta unos antiguos establos que se encuentran unos cien metros al norte de la carretera del faro. Cuando los agentes llegaron, ya se había producido el alumbramiento. Unos pastores que tienen sus rebaños en la zona habían prestado auxilio a los dos subsaharianos, que presentaban síntomas de agotamiento y deshidratación. El niño ha muerto.

Lejanías

 

No hay demasiada gente y puedo ver con claridad a la mujer desde el mismo momento en que entra en el vagón. Hay algo raro en sus ropas y en su actitud. Cubre su cabeza con una pañoleta oscura, las puntas atadas en la nuca, y los hombros con una toquilla parda. Salvo por los zapatos deportivos, parecería una campesina de otra época. De uno de sus hombros cuelga una especie de zurrón, y lleva en una mano un vaso de plástico, mientras enarbola en la otra un objeto que no puedo distinguir todavía. Con voz aguda, trémula, y con aire de súplica, la mujer inicia una larga parrafada, en la que sólo se entienden dos palabras, una que se parece a «señores» y otra que habla de alguna parte de la Europa del sur oriental. Algunos pasajeros buscan monedas en los bolsillos y las depositan en el vaso de la mujer. Cuando está más cerca, puedo ver que el objeto que presenta es la fotografía de un grupito de personas. Entonces percibo un movimiento en la mujer que va sentada a mi lado, y me encojo con gesto instintivo, imaginando que ha movido sus brazos para buscar en su bolso alguna limosna con destino a la exótica pedigüeña. Mi vecina lleva un bolso de lona viejo y viste un abrigo bastante raído. Sin embargo, su gesto no indicaba ninguna búsqueda en su bolso, sino un movimiento del cuerpo, el de ponerse en pie. Lo hace, y casi al mismo tiempo empieza a dar voces rabiosas, en un idioma también desconocido, dirigidas a la mujer que viene por el pasillo con su vaso de plástico y su fotografía. La otra se queda quieta, atónita, pero enseguida responde a las imprecaciones de mi vecina con gritos destemplados. Separadas por un pequeño espacio, ambas mujeres se gritan, se recriminan, tal vez se insultan, en esa lengua extranjera, incomprensible. El metro se ha detenido en una estación y, como si la parada marcase la culminación de una crisis, las mujeres se callan, se miran, y de repente echan ambas a llorar, una frente a la otra, con largos gemidos la mendiga, con hondos sollozos mi vecina, mientras el resto de los pasajeros, sin comprender nada, sentimos pasar a nuestro lado el ángel de la desolación.

De fauna doméstica

 

Por el momento, las pruebas de su existencia parecen ser determinadas señales físicas que los investigadores menos escépticos defienden como evidencias: la exhalación de su aliento, huellas de su cuerpo, su color, su olor, su canto. De su silenciosa respiración sería testimonio la leve corriente de aire que, a veces, percibimos en la nuca o en las orejas, aunque en la casa todas las ventanas estén cerradas. La precisión del soplo vendría a ser indicio de un largo apéndice que pudiéramos llamar nasal, quizá retráctil. Un reflejo de su color lograría asomar en la penumbra del pasillo, o de las alcobas, a la hora vespertina, con el sol declinante: el suave resplandor nacarado, parecido a la ceguera de los espejos, que denunciaría un cuerpo blanquecino, cubierto de pellejo, plumón o escamas, capaz de reflejar la luz con mayor intensidad que una piel desnuda y mate. Que su cuerpo puede cambiar de tamaño lo confirmarían las diversas señales que se consideran suyas, tanto esas huellas que deforman sin motivo aparente la larga superficie de las colchas o la panza de los cojines, como las pequeñas oquedades que suelen aparecer en la harina, el azúcar o el pimentón cuando abrimos el bote que los guarda. Su olor, aunque diverso, es característico: no del todo agradable, pero tampoco hediondo, es ese que puede sorprendernos de repente en casa, sin que seamos capaces de descubrir su procedencia. Al parecer, su canto imita con tal certeza los sonidos de la rutina cotidiana, que es casi imposible distinguirlo del goteo del grifo, la descarga de una cisterna, el tictac de un viejo reloj, el rumor del tráfico en la calle o el súbito zumbido de la lava­dora. Nunca se han encontrado rastros inconfundibles de sus pisadas, y hay quien sugiere que se movería volando o reptando. Su capacidad de volar corroboraría lo plumoso del cuerpo; la alternativa nos induciría a suponerlo cubierto de pellejo peludo o de piel escamosa. Nadie ha podido conocer de qué se alimenta y tampoco se han hallado sus excrementos. Hay quien propone que se nutriría de nuestras exhalaciones psíquicas, quizá mientras dormimos. Se adapta bien a las casas donde abundan los libros: las pequeñas arrugas y raspaduras de ciertas páginas y cubiertas, las manchitas que deforman algunas letras, serían señal de que los utiliza como guarida. La cualidad que puede atribuírsele sin confusión ni engaño es la invisibilidad, única evidencia que nadie, hasta ahora, ha conseguido refutar.

Ensoñaciones

 

16 de enero. Has viajado hasta esa ciudad para presentar la novela de un colega amigo que ha recibido un premio literario. Descansas en la cama del hotel antes de que tenga lugar el acto. Suena el ruido, bastante molesto, del sistema de acondicionamiento de aire. Aunque has viajado solo, parece que hay alguien en el cuarto de baño, y aceptas esa presencia con la apatía ante los hechos insólitos propia de los sueños. La presentación se celebrará a las siete treinta, pero por esa torpeza y esa lentitud invencibles comunes también a los sueños, te retrasas. Sales al fin del hotel, hay mucha gente en la calle, buscas el lugar, dan las ocho, las nueve, no eres capaz de encontrarlo. Comprendes que estás perdido, sientes desasosiego, y en ese momento despiertas. Te levantas a oscuras, sales de la habitación, buscas a tientas tu mesa en el estudio de tu casa, enciendes la luz y, medio dormido todavía, anotas ese sueño que tanto te ha desazonado. Vuelves a la cama esperando seguir soñando el mismo sueño que, dentro de su capacidad para inquietarte, tenía intensidad y certeza. Estás en la cama del hotel, pero, aunque has viajado solo, notas que hay alguien más en la cama. Extiendes la mano y percibes un cuerpo. Enciendes la luz. En la cama, a tu lado, hay un anciano, con aspecto de vagabundo, de mendigo, que parece estar muerto. Sales de la habitación. Entras en el estudio de tu casa, para llamar a la policía. El cuaderno de notas donde anotaste el sueño no está sobre la mesa, y comprendes que todo ha sido un sueño. Vuelves a la cama, donde no hay nadie. Suena con firmeza el dichoso sistema de climatización del hotel. Se acerca la hora en que debes asistir al acto de presentación de la novela premiada.

Después del accidente

 

No sientes el silencio de la noche porque dentro de ti continúan vibrando todos los sonidos del accidente, el chirrido del frenazo, el golpe contra la barrera, el retumbar del vehículo al despe­ñarse. Y escuchas el murmullo de la radio, una voz ininteligible, mientras la luz cada vez más débil de los faros hace brillar la escarcha en los matorrales. Hay también otros brillos y, desde el lugar que ocupa tu cuerpo, caído fuera del coche, comprendes de repente que son los reflejos de esa iluminación escasa en unos ojos. «¡Laura!», exclamas aterrorizado, incorporándote. Entonces los ves. Sobre sus uniformes reluce la fosforescencia de unos cascos que parecen enormes y extraños en la negrura. «No te preocupes por ella», dice el más alto, con voz serena, «eres tú quien debe venir con nosotros. Ella está viva».

Rebajas

 

Lleva muchos años trabajando en esos grandes almacenes, y ha ascendido ya a la jefatura de una sección. Las fechas previas a las vacaciones son para todos los empleados un tiempo agobiante, acaso el más duro del año, pues les obliga a un esfuerzo mayor de lo habitual frente a los innumerables compradores. Las ventas ordinarias rematan con las ventas de rebajas, tras una jornada agotadora en que debe cambiarse el orden de los artículos, y sus precios. Él vive los días de rebajas con una intuición de pesadilla ante esa aglomeración de gente a la que mueve un afán que parece angustioso, significativo acaso de una búsqueda que va mucho más allá del precio favorable o de la ganga. Tal sensación de mal sueño surgió en él muchos años antes, pero hace solamente dos que se hizo más intensa, con la aparición de la Vieja Pálida, una anciana flaca, ves­tida con una gabardina pasada de moda, las manos en los bolsillos, el rostro lleno de arrugas, desvaído y cremoso el color de sus iris, una pañoleta oscura cubriendo sus cabellos. Era inevitable verla deambular con su andar lento entre los ansiosos clientes, ajena al bullicio, como si hubiese entrado allí por casualidad. El segundo año, el primer día de rebajas, cuando volvió a aparecer la Vieja Pálida, él la recordó claramente, y su impresión de estar soñando se hizo más aguda ante el aspecto fantasmal de la anciana, que de nuevo recorría los pasillos con lentitud, entre el ajetreo y el nerviosismo de los buscadores de chollos, sin alterar su gesto severo ni su ademán hierático. En aquella ocasión ya no pudo olvidarlo, y la figura de la Vieja Pálida se convirtió en una referencia de las rebajas, una aparición que ponía una nota lúgubre en el entusiasmo consumista. Esta vez, tras abrirse las puertas de los almacenes, ha penetrado la tromba agitada de la muchedumbre, y la Vieja Pálida está de nue­vo ahí, vestida con su gabardina arcaica, las manos ocultas en los bolsillos y los ojillos adolecidos de una blancura triste. Pero esta vez él se decide, venciendo su resistencia, y se acerca a la anciana. «¿Está usted buscando alguna cosa?», pregunta, y la anciana, con voz exhausta y chirriante, que parece provenir del lugar donde el tiempo no existe, responde: «Te estoy buscando a ti».

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