images

AGUA TONTITA

de Carmen Gómez Ojea.

1

Mi madre no era mi madre ni mi padre mi padre ni nada era como creía.

A los ocho años, mi vida cambió para mejor, bueno, siendo justa debo decir que, a esa edad, dejé de vivir horriblemente mal para llevar una existencia llena de todo lo que una niña necesita y desea. Eso ocurrió el día en que mi padre y mi madre me vendieron. Ella, a la que en el poblado de chabolas donde nací llamaban la Gorrina gorrona -entonces ignoraba que lo primero quiere decir cerda y lo segundo aprovechada y pedigüeña- era una mujer siempre enfurecida, constantemente rabiosa y, conmigo, más que con nadie-. Mi padre, que llevaba el apodo del Chute, siempre tenía los ojos llorosos y enrojecidos, pero no por sus muchas penas que le hicieran llorar a menudo, sino porque se bebía todo lo que ganaba. Yo no comprendía qué quería decir aquello, porque no me cabía en la cabeza que le fuera posible beberse el dinero que le pagaba el Charro por robar para él desde ladrillos de las obras de las calles hasta bancos de madera de los parques que, a hachazos, convertía en tablones. Luego me enteré de que lo empleaba en vino y orujo y también en jugar a las cartas.

Mis hermanas y hermanos eran demasiados, tantos que no aprendí los nombres de todos. Tampoco sabía cuál era el mío, porque en casa era Esa y la Coja de la Gorrina o La boba del Chute era como me llamaba la gente del poblado.

Aquella mañana de invierno, en la que sentía tan inerte la pierna sana como la muerta, mi madre me despertó muy temprano y, como no lograba despabilarme, me sopló en la cara primero y, a continuación, ya que el soplido había sido inútil, me metió un par de buenos meneos, sin éxito alguno, por lo que me arreó un par de guantazos en cada mejilla, a la vez que me chillaba más furibunda de lo habitual:

-¡Despierta, despierta, hija del demonio!

Abrí los ojos y la miré sin duda con mi cara de boba y me gritó que me levantara del suelo, donde dormía tapada con un saco que olía a patatas podridas que se sacaban de los contenedores situados delante de los supermercados y que, cocidas con laurel, eran nuestra comida y cena diarias.

Bostecé haciendo mucho ruido, con lo que me gané un nuevo tortazo. Después me restregó la cara con un trapo mojado y muy frío, me puso un vestido que era un disfraz de hada que alguien había tirado a la basura y que me quedaba enorme, pero no protesté ni dije ni mu, para que no me pegara de nuevo; y me dio dos calcetines desiguales, uno blanco y el otro amarronado, que eran demasiado grandes para mis pies, tanto como los zapatos negros, que forró poniéndoles en las punteras unos papeles, para que nos los perdiera por el camino.

Todo esto transcurrió en silencio por parte suya y de la mía. Al final me dijo:

-Mírame, mírame a los ojos, hija de Satanás, y abre tus orejas de burra y escúchame: Voy a llevarte a una casa, que no es una casa como esta, porque esto no tiene nada de casa, sino de basurero y de almacén de mierda; y en esa casa, adonde vas a ir conmigo, vive su dueña, doña Ciruela, bueno, se llama doña Cirila. Tu madre, sí, no me mires así… Tu madre, tu verdadera madre que era… Era un tesoro, la maravilla de las maravillas, la joya más preciosa del universo, mi hija, sí, mi hija, porque yo, a ver si te enteras ya de una vez, soy tu abuela. Pues, a lo que iba, mi corazón, mi reina, la que te dio la vida se fue de mi lado pensando que podría comerse el mundo y el mundo se la zampó a ella. Terminó trabajando en casa de doña Ciruela, que de verdad es doña Cirila, a la que debes tratar de usted y llamar siempre señora, y decirle a todo lo que te diga sí, señora, no, señora, gracias, señora, ahora mismo, señora… No lo olvides, si no quieres que te despelleje viva con mis propias uñas. Y allí, en esa casa, tu madre conoció a un maldito que la enredó, la envolvió, y le dio palabra de casamiento y, sí, la verdad es que se casaron, pero sin celebrarlo, seguro que para no invitarnos a la boda a nosotros, la familia pordiosera de ella, de la que el muy señoritingo se avergonzaba, y naciste tú, y el maldito no quiso saber nada de ti, después de lo de mi guapísima Rubí, tu madre, que era la niña más alegre, buena, buenísima y preciosa. Y también doña Ciruela, a la que fui arrastrándome como una culebra a contarle la verdad, se hizo la sorda. Ni escucharme quiso. Me dio con la puerta en las narices, no talmente como te lo digo, sino con sus ojos fríos de pez muerto, llenos de desprecio; pero ahora las cosas son diferentes: fue ella la que me llamó para decirme que quiere tenerte a su lado. Eres su sobrina-nieta, ya ves qué cosa, y ella es tu tía-abuela. Le dije que no te soltaba si no me daba la cantidad que me debía por haberte mantenido todos estos años, sin recibir de ella ni de su sobrino, tu maldito padre verdadero, ni un céntimo, y me la dio sin rechistar, claro que no le dije que eras coja, boba y no sé con certeza si fea, fea de verdad, aunque estoy segura de que no hay una cría más rara que tú.

Me peinó, me repeinó, me pegó los bucles alborotados con sus dedos mojados en saliva y hasta me echó un poco de colonia de Marcela, una de mis hermanas que, al parecer, se habían convertido en mis tías. Marcela y su gemela Elisa se dedicaban a chorizar en las tiendas lo que pudieran pillar, sobre todo eran especialistas en apoderarse con toda limpieza de los productos de la sección de perfumería de los hipermercados. Y me obligó a desayunar, cosa que jamás hacía, de modo que mi primera comida de la jornada eran las patatas con laurel y, en raras ocasiones acompañadas de tocino, de la comida del mediodía. Entonces me infló de pan y mortadela con aceitunas que me dejó en la boca un sabor ácido y abrasador, para que mi dueña, la mujer que me había comprado – me aclaró-, la tía del maldito que era mi padre y que había dejado tirada a mi madre, una santa, tan buena, tan guapa, su niña adorada, su esperanza, su orgullo, no pensara que había comprado a una muerta de hambre.

Me pregunté qué le habría pasado a mi madre, dónde estaría… viva o muerta. Adivinó mi pensamiento y, de forma salvaje, me clavó en el corazón unas palabras terribles que me hicieron un daño tremendo y me causaron un dolor insoportable.

-No, no pienses que se ahorcó o se tiró al mar o se bebió matarratas, porque se había quedado sola con una hija boba y coja y fea y muda. A Rubí la mataste tú durante el parto, porque eras cabezona y pesaste más de cuatro kilos, pero en realidad ya la había herido de muerte el maldito de tu padre, cuando desapareció unos meses después de casarse con ella.

Era verdad lo que acababa de decir de mí: era boba, coja y fea, pero no muda del todo. Empecé a cojear y a dejar de hablar una noche en que el Chute, mi padre que era en realidad mi abuelo, estaba desmontando un teléfono móvil que debía haber robado y lo puse muy nervioso, porque empecé a cantar oyendo las gotas de lluvia estrellándose contra la hojalata del techo.

-Vas a llevarlas, como sigas berreando, hija de perra- me dijo entre dientes-.

Pero seguí con mi canturreo, aunque más bajito:

- El agua de la lluvia cae cuando el cielo llora, porque me ve muy triste, ya que vivo tan sola.

Entonces lanzó el teléfono al suelo, lo pisó con rabia, me agarró por los pelos, me levantó con una mano hasta la altura de su cara y con la otra empezó a darme y darme puñetazos, hasta que me dejó caer a sus pies y se desabrochó el cinturón y me golpeó con la hebilla morrocotuda de grande y pesada y el manojo de llaves que le colgaban de la correa. Por último me dio una patada con todas sus fuerzas y ganas en la cadera y me dejó coja.

Tenía entonces cuatro años y me consolaba mucho inventar canciones que me cantaba para no sentirme tan sola y tan hambrienta de palabras, de besos, abrazos, caricias, allí, bajo aquel techo de hojalata, en medio de aquella familia que me daba miedo, porque era un estorbo en sus vidas y había aprendido que lo que estorbaba terminaba roto o tirado al montón de la basura de lo que nadie quería en el poblado. El Chute trataba muy mal a los demás y ellos descargaban su rabia en mí, de manera que yo recibía golpes de todo el mundo.

Y de todo aquel descubrimiento sobre mi vida, lo que más me gustó fue saber que Rubí, mi verdadera madre, no pudo saber que yo, su hija, era imbécil y fea, ni tampoco le dio tiempo a enterarse de que su padre, mi abuelo, una noche me dejó muda por un tiempo y con una pierna inútil de una patada, porque le molestaba que cantara, aunque no logró romperme del todo, solo dejarme sin habla durante un mes o por ahí y con la cadera rota y la pierna muerta; el corazón no me lo partió, porque él mismo y los otros ya me lo habían roto.

En la calle hacía mucho frío, pero yo sentía la cara ardiendo por la bufanda de lana que picaba, que la Gorrina Gorrona me había puesto atada el cuello y me tapaba la boca, dejándome solo descubiertos los ojos. Sin embargo, mis pies estaban helados, porque aquellos calcetines de desigual color eran muy finitos y me quedaban grandes y los papeles que ella me había metido en los zapatos se habían arrugado y me lastimaban los pies, pero no le dije nada, para no recibir un guantazo. Sin embargo, cuando salimos de casa no tuve más remedio que caminar de puntillas para sentir menos el dolor, pero tenía que arrastrar también mi pierna mala, más inútil que nunca, por el frío.

-Vamos, vamos, espabila o las llevas. Anda bien y no como si fueras pisando huevos. Venga, obedece y no me obligues a meterte una torta de despedida.

Apreté los dientes y obedecí.