Cubierta

Gabriella Campbell
y José Antonio Cotrina

EL FIN DE
LOS SUEÑOS

Plataforma Editorial Neo

Este es para Carmen y Carlos

PRÓLOGO

–Dígame, caballero, ¿qué desea soñar esta noche? –le preguntó la mujer tras el mostrador–. Tenemos las últimas novedades del mercado. Acabamos de recibir una hornada de secuencias eróticas de alta gama. Los sueños más calientes al alcance de su mano. Satisfacción garantizada –añadió con una sonrisa cómplice.

Tenía la piel oscura y los ojos verdes; su belleza salvaje tenía algo de depredador al acecho que en otro momento lo habría cohibido. Ahora no. Jeremías estaba demasiado aturdido por lo que creía haber descubierto como para permitir que la hermosura de la dependienta del soñadero lo alterara. No podían haberlo hecho, pensó por enésima vez, aturdido. No podían haberse atrevido.

Dio un paso al frente, y algo en su gesto puso de inmediato en guardia a la mujer.

–He oído que tienen la última pesadilla de Garibaldi. –A su pesar, la voz le salió estrangulada, sobre todo al pronunciar el nombre del artesano onírico–. Eso es lo que quiero soñar.

La expresión de la mujer cambió al instante.

–Lamento decirle que le han informado mal –señaló con frialdad–. Aquí no trabajamos esa clase de género.

–Lo hacen, claro que lo hacen, aunque entiendo que no sea un servicio que ofrezcan así como así –insistió él mientras buscaba la cartera en el interior de su chaqueta. La abrió y le mostró sus credenciales–. No soy un cliente más, señorita –anunció en tono autoritario–. No se equivoque. Quiero acceso a la última pesadilla de Garibaldi. Puedo pagarla, se lo aseguro.

–No lo pongo en duda –dijo ella. Lo miraba con evidente interés, aunque no tan impresionada como le habría gustado.

Se produjo un silencio incómodo que quedó roto por el zumbido de un intercomunicador tras el mostrador. La mujer le sonrió a modo de disculpa y descolgó el pequeño teléfono. No habló, pero algo en su forma de mirarlo mientras escuchaba le dejó claro que aquella comunicación estaba relacionada con él. El soñadero debía de estar monitorizado, comprendió. Le costó un gran esfuerzo no mirar alrededor para intentar localizar las cámaras. No pensaba dejarse amilanar.

La dependienta asintió, colgó el intercomunicador y volvió a vestir su rostro con la sonrisa seductora. Jeremías no pudo evitar fijarse en que el matiz depredador había aumentado. Solo le faltaba relamerse mientras lo miraba.

–Comprenderá usted que debemos extremar las precauciones a la hora de mover cierto tipo de sueños –le confesó–. Entendemos que algunos de nuestros clientes tengan intereses que se escapan de nuestro catálogo habitual. –Se inclinó tras el mostrador, abrió uno de los cajones y extrajo una caja negra de aspecto inocente. Pulsó un código en el teclado integrado en la tapa y esta se deslizó a un lado, dejando ver tres cánulas de memoria, de un negro brillante, todas con una «G» grabada en plata en su superficie–. Aquí no juzgamos a nadie, solo intentamos satisfacer los deseos de nuestra clientela en la medida de nuestras posibilidades. –Sujetó una de las cápsulas entre el índice y el pulgar. Sus uñas brillaban como recién bañadas en sangre arterial–. Serán quinientos ebos por una hora de pesadilla, si es capaz de aguantar tanto tiempo, claro. –Jeremías realizó un gesto afirmativo. Esa era una parte importante del juego: resistir durante el mayor tiempo posible las pesadillas de pago, no ceder al impulso de escapar, por muy terrible que fuera la experiencia–. El sueño viene con salida de emergencia, por supuesto –le aseguró–. Si en algún momento quiere despertar, la palabra clave que debe verbalizar es «mandrágora».

–Mandrágora.

La mujer asintió. Hizo ademán de tenderle la cápsula de memoria, pero a medio camino retiró la mano.

–Le advierto que la pesadilla está protegida contra cualquier tipo de manipulación o copia. Ni siquiera podría salir de estas dependencias con ella, un pulso magnético borraría su contenido nada más atravesar el umbral. –Acto seguido, le pasó la cánula. Jeremías la tomó en su mano con repugnancia, como si se tratara de algún tipo de insecto venenoso–. Tenemos varias cabinas libres en estos momentos. Escoja la que más le guste –le dijo la mujer mientras señalaba hacia el pasillo que nacía en una arcada a la derecha del mostrador.

Hacia allí fue.

El lugar estaba decorado con sobriedad, casi con aire de clínica. La manufactura de sueños era ilegal, una actividad prohibida desde hacía diez años, aunque era fácil encontrar locales como aquel, dedicados al alquiler y, a veces, la elaboración de productos oníricos. Los descontentos y los amantes de las conspiraciones señalaban que el propio Gobierno no solo permitía la existencia de tales locales, sino que además sacaba una interesante tajada bajo manga de ellos. Para él, aquello no era un rumor, era un hecho contrastado, no en vano trabajaba para el Departamento de Descanso y Bienestar, el organismo gubernamental que regulaba y, en la práctica, monopolizaba todo lo relacionado con los sueños y su comercio.

Apretó con fuerza la cápsula en su mano mientras accedía a una de las cabinas. La frialdad del pasillo quedaba allí desterrada, todo era comodidad y calidez. Entró en un pequeño habitáculo de imitación de madera, alfombrado, con un sillón de cuero abatible en el centro y una estantería repleta de libros en un lateral. Se detuvo unos instantes, intentó asimilar todo lo que había a su alrededor. Ojeó los estantes y su contenido. Como había sospechado, los libros no eran más que burdas imitaciones, tacos sólidos de vinilo con títulos y portadas clásicas. Al cabo de unos segundos, se acomodó en el sillón. Había una diadema metálica graduable engarzada sobre uno de los brazos. Se quedó mirándola un instante y se preguntó si estaba seguro de lo que iba a hacer. Asintió. No le quedaba otro remedio; había ido demasiado lejos como para echarse atrás. Tenía que confirmar sus sospechas. Tenía que saber. Desenganchó la diadema y se la colocó en la frente. Tras darse ánimos, insertó el sueño de Garibaldi en el aparato.

Se quedó dormido al instante.


Cuando abrió los ojos, estaba en su apartamento. No recordaba haber tomado el tren, ni haber salido de la estancia de paneles baratos. Se preguntó cuánto podría costar cubrir una pared entera de paneles de madera real. Una pequeña fortuna, sin duda. Pero aquí, en su apartamento, sentado en su sofá favorito, todas las paredes estaban recubiertas de exquisito pino barnizado. Frunció el ceño, ¿lo habrían ascendido? ¿Le habrían subido el sueldo? ¿Cuándo las había cambiado? Por alguna razón no conseguía recordarlo.

Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que no estaba solo en el salón. Frente a él, había una mujer sentada en una silla curva de diseño, de amplia cabecera ergonómica y patas retorcidas; en ese mueble se había gastado el salario de un mes. Y ahora, en aquel salón recubierto de madera, se le antojó deslucido, una silla obsoleta y culpable, fruto de un gasto impulsivo y de una moda que había desaparecido en pocas semanas. La mujer era Clara, su esposa. Llevaba unos zapatos de tacón nuevos, tornasolados con destellos rojos. Esos zapatos habían costado más que la silla.

Clara no lo miraba a él. Tenía un bebé en brazos, el mismo bebé que había nacido muerto y que la había matado a ella hacía cuatro años. Jeremías sintió crecer la rabia en su interior. Se desenrolló como un ovillo, como alambre de espino; se extendió alrededor de sus órganos internos, anudándose a ellos. Ahogó un grito. Ahora que el bebé estaba vivo, les tocaría pagar las multas y tasas por aquel hijo no programado, ¿y qué más gastos tendrían? ¿Cuánta ropa de diseño para el infante no deseado? ¿Cuántos impuestos en educación, cuánta inversión en alimento, juguetes y clases extracurriculares? Intentó mirar a los ojos a su esposa, quería ver en ellos culpabilidad, alguna señal de que reconocía su imprudencia. Los desembolsos sin sentido, el embarazo, la muerte en la clínica privada… los recuerdos se amontonaban y amenazaban con hacer que estallara de furia. Quería enfrentarse a sus ojos, sí, pero no los encontraba. Clara tenía la cabeza girada. Le mostraba el cuello, la nuca, su perfecto recogido de cabello castaño con reflejos caoba.

Se levantó y se acercó, con un movimiento brusco y torpe. Ella continuaba quieta, la criatura en brazos, dándole la espalda. Jeremías la aferró del hombro para obligarla a volverse y enseñarle sus arrepentidos ojos verdes. Pero, al voltear su torso, la cabeza permaneció inmóvil, de tal manera que seguía mirando el pasador negro de ébano de su recogido. Furioso, comenzó a zarandearla, pero permanecía virada, inalterable. Intentó rodearla, encararla desde el otro lado, pero, al moverse, el cuerpo en la silla rotó a su vez, mostrándole, obstinado, la parte de atrás de la cabeza. La tomó entre las manos y comenzó a rotarla, pero al hacerlo se giraba el cuerpo: el cuello y el pelo quedaban de nuevo en la misma posición, como una muñeca de cuello articulable. Jeremías gruñó y la apartó de sí de un empujón. La vio caer como un peso muerto, la cabeza aún ladeada, su rostro inalcanzable. De sus manos cayó el bebé. Oyó un crujido insoportable cuando la criatura entró en contacto con el suelo, como si en vez de carne y hueso se quebrara porcelana. Acto seguido, la cabeza reventó.

El ruido de la explosión fue una tortura en sí mismo: una especie de succión cruzada con el reventar de un globo. Le dio la impresión de que el tiempo transcurrido entre que la cabeza tocó el suelo y se produjo el estallido fue de varios segundos, tal vez minutos, de terrible anticipación, de angustiosa espera. Intentó cerrar los ojos, pero estos se mantenían abiertos, sin parpadear, testigos del espectáculo. Aunque el cuerpo inerte de su mujer cubría gran parte de la escena, alcanzó a ver el líquido que corría bajo el tronco, una mezcla espantosa de sangre, grumos y masa encefálica. Y lo peor, sin duda lo peor, era el atisbo de movimiento que aún percibía en el cuerpo, ya descabezado, de la criatura.

No sin esfuerzo, consiguió darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta. Solo había tres o cuatro pasos, pero sus piernas pesaban, se negaban a colaborar en la huida. Tras él oía como el bebé, armado tan solo con un cuerpo incompleto, se incorporaba y comenzaba a reptar. Resultaba inconcebible que aquella criatura pudiera gatear, cuando él había tardado eras en dar un solo paso. Agotado, incapaz de avanzar, se detuvo en seco. Recordó el pequeño féretro, junto al ataúd más grande de su esposa. Recordó los llantos en el funeral. Recordó que en su casa no había laminado de madera, ni costaba tanto llegar hasta las puertas. Recordó que los bebés no gatean cuando les revienta la cabeza. ¡Era un sueño! ¡Tenía que serlo! También recordó la cápsula, a la mujer de sonrisa lasciva. ¡Estaba dentro de un sueño de Garibaldi! Su respiración era trabajosa y su corazón parecía tener vida propia, separada de su voluntad. Jeremías había querido experimentar aquella pesadilla en sus propias carnes, pero ya había llegado el momento de salir de allí. Con cada nuevo sonido procedente de la criatura acéfala, más se aceleraba su corazón. Registró, alarmado, los archivos de su memoria en busca de la puerta de salida. ¡Mandrágora! ¡La palabra clave era mandrágora! Abrió la boca y la gritó, o más bien intentó gritarla, con la escasa fuerza de la que disponían sus pulmones. «¡Mandrágora, mandrágora, mandrágora!», Jeremías insistía, una y otra vez, conforme oía al niño, cada vez más cerca, que se arrastraba entre un charco de líquido espeso e indescriptible, sus manitas y rodillas chapoteando sobre el suelo viscoso.

El último pensamiento de Jeremías, antes de sentir los fríos y pegajosos dedos de su hijo alrededor del tobillo, justo por encima del calcetín, contra su piel desnuda, no fue la palabra «mandrágora». El último pensamiento de Jeremías fue, de hecho, una pregunta. Se preguntó si el infarto que estaba sufriendo en sueños estaría sufriéndolo también allí fuera, en la cabina de paneles de madera de imitación, en el local de alquiler de sueños. En la vida real.

SOÑAMOS PARA TI

–Le encanta el mar. No hay nada en este mundo que le guste tanto como el mar –decía el anciano–. Ni siquiera yo –murmuró, y, por primera vez desde que había llegado, asomó a sus labios algo semejante a una sonrisa–. Vivíamos junto a la bahía y casi todas las mañanas dábamos un paseo por la playa. Luego llegó la guerra y lo envenenó todo. Recuerdo como miraba las olas, como se le perdía la vista entre ellas… ¿Podría haber algo de eso? ¿Podría estar con ella dentro del sueño?

Ismael asintió.

–Sin problemas –le aseguró–. Es fácil hacer aparecer a las personas más cercanas al soñador. Mucho más si el escenario donde va a transcurrir el sueño es un lugar de vivencias comunes. –Sin darse cuenta estaba usando la misma jerga que empleaba su padre en esas mismas ocasiones. «El modo vendedor», lo llamaban, en broma.

Echó un vistazo a las notas que había tomado. No eran demasiadas: «Anciano agradable, con olor a naftalina. Te caería bien. Busca un sueño terapéutico básico para su mujer enferma. Un paseo al anochecer por la playa. Dice que le gustaría acompañarla». Se removió en la silla, le había temblado el pulso al escribir las últimas frases.

–¿Cuánto me costaría lo que llevamos hasta ahora? –preguntó el anciano.

–De momento es un sueño de una única escena y le cobraríamos tarifa reducida. ¿Quiere añadir algún detalle más?

El anciano negó con la cabeza.

–Con eso bastará. Lo que quiero es que ella lo pase bien. Quiero que lo disfrute. Que parezca real… –Se le estranguló la voz al decir aquello.

–Lo parecerá y lo disfrutará –le aseguró Ismael con una sonrisa–. Nuestros sueños están cien por cien garantizados. –«O todo lo garantizada que pueda estar una actividad ilegal», pensó para sí–. Mi padre lo programará esta tarde y podrá usted venir a buscarlo mañana a primera hora, ¿de acuerdo?

El anciano afirmó que así sería y se despidió de manera educada. Ismael lo siguió con la mirada mientras se marchaba: caminaba despacio, como si cada paso le supusiera un gran esfuerzo. Y ese andar agotado no tenía nada que ver con la edad; su padre había caminado del mismo modo tras la muerte de su madre; de hecho, seguía haciéndolo. Al mismo tiempo que el anciano salía de la tienda, el griterío del mercado se coló dentro y se impuso al frenético tictac de los relojes que abarrotaban el local. Una vez que la puerta se cerró, la escandalera de fuera quedó silenciada. Ismael volvió a mirar las notas que había tomado. Suspiró, arrugó el papel y lo tiró a la papelera.

Se pasó una mano por el pelo. Los relojes continuaban con su monótono soniquete; estos no solo podían encontrarse en la tienda, se repartían por todos los rincones de la casa, de la que también formaba parte la relojería. A Ismael nunca le había molestado su ruido; hasta hacía bien poco, le había resultado consolador escucharlo. Cuando era niño y algo lo asustaba, su madre le pedía que prestara atención a esos tics y tacs, a esa melodía básica de dos movimientos que llegaba de todas partes a un tiempo.

–¿Oyes eso? –le preguntaba–. Son los latidos de los corazones del ejército que cuida de ti. Aquí estás a salvo, Ismael. Los relojes nunca permitirán que te pase nada malo.

Pero no habían podido protegerla a ella. Su madre había muerto unos meses atrás en un estúpido accidente ferroviario: un vagón de un tren ligero descarriló por ir demasiado rápido y se precipitó al vacío. Ella ni siquiera iba en ese tren, solo estaba bajo las vías, de camino al mercado. Y, de pronto, su padre y él se habían quedado solos, abandonados en un mundo irreal, hecho de ausencia y pena. Y aunque el sonido de los relojes seguía sin molestarlo, ya no lo consolaba; al contrario, si les prestaba demasiada atención lo embargaba una tristeza desoladora.

Salió del mostrador, puso el cartel de CERRADO en la puerta y tecleó el código de seguridad que protegía el local. Era una tienda pequeña, con cientos de relojes antiguos de todo tipo repartidos por vitrinas y estantes. Había relojes de pared, de pulsera, de cadena… cientos de ellos, todos en marcha y todos marcando horas diferentes; hasta se podía ver una réplica en escala de la torre del Big Ben en una esquina. Su abuelo había sido un ávido coleccionista de cualquier artilugio ideado para medir el tiempo y, a su muerte, su colección había pasado a su padre. En ella había verdaderas joyas, pero, a pesar de lo que pudiera parecer aquella relojería, no era una tienda al uso, era una tapadera; allí lo que se expendía en realidad eran sueños, sueños ilegales. Sueños que su padre, uno de los más reputados artesanos oníricos de la ciudad, programaba y vendía desde hacía años. «Soñamos para ti»: ese había sido el lema del negocio hasta que, tras la epidemia onírica provocada por Armind Zola, el Gobierno prohibió la artesanía del sueño y se vieron forzados a pasar a la clandestinidad.

Ismael apagó las luces y entró en las dependencias habitadas a través del diminuto almacén de la relojería. Era una casa vieja, de suelo y paredes de plástico desvencijado y metacrilato, enterrada en los bajos de uno de los grandes rascacielos de Ciudad Resurrección. El piso crujía bajo sus pies y, a veces, toda la estructura temblaba y retumbaba marcando el paso de los grandes trenes que circulaban en las alturas. Accionó el interruptor del pasillo y, bajo la luz parpadeante de las bombillas, se acercó a la puerta de la habitación de su padre. No se había molestado en cerrarla y pudo verlo, tumbado en ropa interior en la cama, la cabeza oculta por un casco onírico trucado, un aparato obsoleto manipulado hasta convertirse en una verdadera bomba tecnológica. Se le encogió el corazón al verlo así. Su padre siempre había despreciado a los adictos al sueño, a aquellos que preferían vivir recluidos en un mundo onírico que en la realidad, pero la muerte de su madre lo había convertido en aquello que tanto odiaba. El tiempo que no pasaba dormido lo pasaba trabajando en sueños donde recordar a su madre; por enésima vez, se dijo a sí mismo que pronto encontraría el valor necesario para enfrentarse a él e intentar traerlo de vuelta a la realidad. Pero no sería hoy.

Además, de manera incongruente, se sentía culpable por no estar tan afectado por la pérdida como su padre. Seguía echándola en falta, por supuesto, y tenía la impresión de que continuaría siendo así durante el resto de su vida, pero aquel dolor terrible, aquel vacío que le había taladrado las entrañas durante las primeras semanas, se había suavizado, o, quizá, se había acostumbrado a él. Y por eso no podía dejar de preguntarse si acaso la había querido menos que su padre.

Cerró la puerta de la habitación, negó con la cabeza y entró en el taller de sueños. Era un diminuto cubículo con un escritorio y una pequeña silla en su centro, rodeados ambos de un caos de monitores, cables, teclados y los más diversos periféricos. Ismael se sentó ante el monitor principal, lo encendió y comenzó a trabajar. Lo primero que hizo fue acceder a la biblioteca de sueños. Era una copia pirata de la biblioteca oficial del Departamento de Descanso y Bienestar. Abrió el buscador y comenzó a pensar qué elementos usar mientras escribía, a velocidad de vértigo, el código básico del programa.

Ismael había heredado de su padre no solo el pelo moreno revuelto y la nariz prominente, también la facilidad para programar sueños. Era un artesano onírico nato, tanto que, a pesar de tener solo quince años, ya había ayudado a su padre en encargos de alto nivel.

Ismael era hijo de su época, un hijo de la revolución onírica. Esta había surgido en los últimos compases de la guerra que había asolado el planeta durante tantos años; en un principio la investigación se había centrado en conseguir soldados perfectos, hombres y mujeres siempre alertas que jamás necesitaran dormir. Cuando la guerra terminó, la revolución comenzó a extenderse a la población civil. El primer núcleo urbano con red onírica propia había sido Ciudad Resurrección, no en vano había sido en uno de los acuartelamientos de la ciudad donde se había comenzado a experimentar con la nueva tecnología. A día de hoy, se estimaba que un ochenta y cinco por ciento de la población de la ciudad se conectaba de manera esporádica a la nube de sueños generada por el Departamento de Descanso y Bienestar, la red onírica escaneaba sus cerebros y les regalaba un sueño corto, creado de forma específica para cada individuo, que recargaba sus pilas de manera absoluta. En Ciudad Resurrección eran muy pocos los que dormían ya de forma natural, ¿por qué hacerlo? ¿Por qué desconectar la mente durante ocho valiosas horas cuando, gracias a la tecnología, bastaba una hora de sueño inducido cada día para mantenerse en condiciones óptimas?

Ismael se centró en el trabajo.

Una vez perfilados los cimientos del sueño, fue añadiendo los patrones que descargaba de la biblioteca del Departamento de Descanso y Bienestar: playa, arena, nubes, brisa, gaviotas, olor a sal, crepúsculo, estrellas… Le llevó un buen rato seleccionar los elementos que iban a aparecer en escena, unos eran comunes y generales, otros, escritos por él, activarían los centros de memoria del soñador para que fuera este quien los integrara en el resultado final. Ismael compiló y ensambló, depuró códigos…

Como siempre que programaba sueños, el mundo a su alrededor fue desvaneciéndose, se convirtió en simple ruido de fondo, un lugar lejano al que apenas lo unían lazos. Cuando quiso darse cuenta ya había pasado una hora y media y tenía terminado el primer bosquejo. Recordó el día en que estuvo más de doce horas en aquella misma habitación, sumido de lleno en la construcción de un mundo fantástico poblado de dragones inteligentes en guerra constante contra hechiceros humanos. Fue su padre quien lo obligó a parar y, cuando apartó la mirada del monitor para mirarlo, durante un segundo no fue capaz de reconocerlo.

Introdujo un dispositivo de memoria en el puerto de la computadora y cargó el boceto del sueño en él. Tenía que comprobar que era funcional, y el modo más seguro de hacerlo era probarlo consigo mismo. A continuación, buscó una diadema de pruebas entre el desorden de aparatos de la mesa. Se la ciñó a la frente, sacó el dispositivo de memoria del ordenador y lo introdujo en el puerto de la diadema. Al momento, el sueño se descargó en su cerebro.

Se quedó dormido al instante y, al instante también, comenzó a soñar. Nada más cerrar los ojos en el mundo real los abrió en el generado por el sueño. La escena apareció de golpe, sin transiciones ni fluctuación alguna. Estaba encarado hacia el mar y la vista arrebataba el aliento. Era de un portentoso azul oscuro, salpicado por las líneas paralelas de las olas que se aproximaban a la playa. En nada se parecía aquel lugar a la bahía real, ahora pasto de las ruinas y la contaminación. Sobre él se extendía el cielo, un incendio de tonos rojos y anaranjados demasiado recargado para su gusto, tendría que suavizarlo. En lo alto, las nubes se desplazaban hacia el este con parsimonia. Una en particular, con forma de mariposa, avanzaba más rápido que las demás, como si viajara en brazos de un viento diferente.

Estaba descalzo en el sueño, con los pies medio hundidos en la arena. Había alguien a su lado, mirando también al mar. Notaba su cercanía, su calor, hasta alcanzaba a oír su respiración sosegada. Ese elemento en cuestión no estaba entresacado de la biblioteca, ese elemento procedía de su mente, del mismo modo en que sería la mente del soñador la que lo integraría en su sueño a partir de sus propios recuerdos.

–¿No vas a decirme nada? –dijo la presencia junto a él. Era la voz de su madre. No podía ser nadie más. El patrón que había programado estaba preparado para buscar a la persona más cercana al sujeto–. ¿No vas a mirarme siquiera?

Lo hizo, por supuesto. Y verla ahí, tal como la recordaba, radiante, hizo que se estremeciera. Entonces comprendió qué era lo que llevaba a su padre a buscarla una y otra vez en sueños.

–Eres una proyección de mi subconsciente –dijo él. Tenía que decirlo en voz alta para exorcizar el maremágnum de sentimientos que lo asaltaba–. Lo sabes, ¿verdad?

–Soy más que eso –contestó ella–. Soy lo que has perdido. Pero también soy lo que has tenido. No lo olvides nunca. –Los ojos oscuros de su madre lo contemplaban con un cariño infinito.

–Te echo de menos. –Ismael tenía un nudo en la garganta.

–Si no fuera así, ¿qué clase de hijo serías?

–Pero también echo de menos a papá. Y no sé qué hacer.

–Haz que vuelva –le instó ella con una sonrisa–. No puede hacerlo solo. Se ha perdido muy lejos de aquí y tendrás que ayudarlo a… –Calló de repente. La brisa agitó su cabello rubio e hizo ondear su blusa. Entrecerró los ojos–. Algo está mal en este sueño –anunció–. ¿Lo notas? Algo ajeno. Y crece por momentos. Viene hacia nosotros.

Ismael negó con la cabeza. Era imposible que un elemento extraño se hubiera introducido en el programa. El entorno era seguro por completo, pero era su subconsciente el que estaba hablando.

–Está todo controlado –dijo–. Estamos en el bosquejo de un sueño simple, apenas tiene líneas de código. No puede… –Fue entonces cuando la vio. Una mariposa volaba sobre las olas, una mariposa de alas iridiscentes que se aproximaba hacia él con una languidez extraña, cansada. Aún estaba lejos, pero por la magia de los sueños era capaz de verla en todos sus detalles. No podía ser. Él no había implementado mariposas. Y de haberlo hecho no las habría puesto a volar a tal distancia de la costa. ¿Qué sentido tenía eso?

Recordó la nube que había visto deambular en el cielo y la buscó con la mirada. No la encontró.

La mariposa se acercaba despacio sobre las aguas, perfecta, hermosa. Las sombras a su alrededor vibraron levemente, como si algo estuviera dibujando en la noche con un color más oscuro que el negro. Y, de pronto, la mariposa se convirtió en un colgante de plata en el cuello de alguien que caminaba sobre las aguas. Una figura humana se había materializado desde la nada. Ismael retrocedió un paso, incrédulo. Del horizonte brotó la curva del sol. El sueño pasaba, sin solución de continuidad, del crepúsculo al amanecer.

Era una joven quien se aproximaba, una joven morena, de tez pálida. Al verla llegar, todas sus dudas, todos sus miedos, se desvanecieron.

En aquella muchacha no había nada de peculiar, pero aun así, aun así…

Era ella. No, era todas ellas. Todas las chicas a las que había mirado y admirado a lo largo de su vida. Era Isabella, la compañera de clase a la que durante meses había amado en silencio, en secreto. Era Laura, la hija del zapatero, que una tarde, jugando a juegos que no terminaban de comprender, lo besó en los labios. Era Maddie y Ariadna. Era Saffron. Era Celia. Era Sara… Era todas las mujeres que podían aguardarlo en el futuro; todos los escalofríos, todo el amor y todo el deseo por venir; todo eso contenido, absolutamente todo, en un cuerpo pequeño, frágil, perfecto en su imperfección… Aquella muchacha le hizo olvidar que, junto a él, estaba su madre muerta.

La joven dejó de caminar por el mar para hacerlo por la playa. Y seguía acercándose y no había otra cosa que él deseara más. Necesitaba tenerla frente a frente, necesitaba mirarla a los ojos y comprobar que era real. Al fin, tras una angustiosa espera, la tuvo a un paso de distancia. Era más baja que él, pero aun así su presencia lo eclipsaba.

–¿Quién eres? –preguntó Ismael.

–Sálvame –le pidió ella. En su voz había tanta angustia, tanto miedo, que él estuvo a punto de gritar–. Por favor, por todo lo que quieras, por todo lo que ames… No me dejes aquí, no me dejes en esta oscuridad. Sálvame.

–Yo… –Negó con la cabeza, no comprendía nada–. ¿Salvarte? ¿De qué? ¿De quién? Dime cómo y lo haré. Tan solo dime cómo.

Pero la joven no contestó a sus preguntas. En cambio, hizo algo milagroso, algo que nunca en su vida (aunque esta fuera tan larga que se pudiera llegar a confundir con la eternidad) iba a olvidar.

Lo besó.

EL MELOCOTÓN NO ES UN COLOR

En el mismo instante en que sus labios se rozaron, Anna supo que algo no iba bien. El aroma, parecido a las frambuesas, era demasiado vívido, demasiado real. Los mechones de cabello azabache que caían alrededor de su rostro acariciaban, de manera íntima, casi incómoda, una piel poco acostumbrada al contacto físico. Aquella presencia, aquel calor, todo era sobresaliente en un entorno al que ya se había acostumbrado en sus sueños habituales, un entorno que solía ser aséptico y frío, casi mecánico.


El sueño había empezado de un modo que ya le era familiar, diseñado con toda probabilidad para liberar el estrés acumulado por su próximo examen. Había soñado que se hallaba en el aula, ese horrible lugar al que la obligaban a ir dos veces por semana, en aras de lo que su madre denominaba «una educación social». Estaba rodeada de otros alumnos que acudían a examinarse, lo cual era extraño, ya que por lo general las pruebas las realizaba de manera individual con un tutor virtual, pero los sueños tendían a entremezclar situaciones y entornos por razones de economía de espacio y tiempo. Las filas de pupitres, alineadas a la perfección y repletas de adolescentes de todo tipo y tamaño, la cercaban, y reconoció en una de ellas a varios de sus compañeros habituales. Sammy, su mejor amigo, también estaba allí. Era pequeño y bajito, con la piel clara salpicada de diminutas pecas y una media sonrisa, dispuesta a convertirse en carcajada a la menor ocasión; eso sí, su habitual cabello rojizo aparecía en esta escena teñido de un desagradable tono verdoso. Y como en todos los sueños diseñados para rebajar la desazón de la vida real, aparecerían elementos asfixiantes o embarazosos, de eso podía estar segura. Anna se examinó a fondo. ¿Zapatillas de andar por casa? No, esta vez sus pies andaban cómodos en sus zapatos favoritos. ¿Iba sin camiseta, en ropa interior o desnuda? No, iba bien protegida, con un agradable vestido suelto de color melocotón que le llegaba hasta las rodillas. Casi podía oír la voz de Sammy de fondo, «el melocotón no es un color, es una fruta».

El elemento angustioso sería, por supuesto, el propio examen. En este tipo de sueño, Anna no habría estudiado suficiente, o las preguntas carecerían de sentido, o harían referencia a contenidos que no había llegado a aprender. La pantalla parpadearía, insistente, empeñada en mostrarle ecuaciones de imposible resolución, apartados a desarrollar sobre temas extraños de los que nunca había oído; o la engañaría con preguntas de apariencia fácil ante las que se quedaría en blanco. Pero en este sueño no, en este sueño el examen era justo lo esperado y Anna sonrió; a veces los sueños podían ser tan predecibles y repetitivos que las variaciones eran de agradecer. Se sentó. Junto a su pupitre había una ventana. Por ella, cómo no, se veían niños jugando, niños que se lanzaban una pelota que representaba la libertad y la diversión que a ella en esos momentos le negaban. El cielo, de un azul demasiado intenso, demasiado irreal, estaba decorado con perfectos cumulonimbos suaves y algodonosos. Hasta había una nube que, mirada de soslayo, parecía una mariposa.

En el sueño, Anna comenzó a contestar a las preguntas para las que llevaba preparándose las últimas dos semanas. Sabía que ese ejercicio la ayudaría a enfrentarse, más adelante, a la prueba real, que eliminaría cualquier rastro de preocupación o nerviosismo que pudiera afectar a su productividad. Leyó con atención la primera pregunta que aparecía en la pantalla táctil, incrustada en el propio mueble:

«¿Cuáles fueron los orígenes de la revolución onírica?».

Anna suspiró. Esta se la sabía de arriba abajo y en diagonal, pero era larga y pesada.

«Veamos», se dijo, y comenzó a marcar palabras en el teclado digital que apareció en la propia pantalla.

«La revolución onírica tiene sus orígenes en la guerra de Sistemas, ya avanzado el Segundo Periodo. El Gobierno de la Octava Fundación había desarrollado una tecnología del sueño que permitía que sus soldados no tuvieran que dormir. Utilizando una versión muy arcaica de lo que hoy conocemos como Oniro-Max, se les inyectaban nanobots que ayudaban al cerebro a obtener en apenas diez minutos el mismo reposo que antiguamente nos concedía una noche entera de descanso. Aunque al principio estos soldados parecían responder muy bien a este tipo de tratamiento, pronto comenzaron a exhibir un comportamiento errático, producto de una extraña ansiedad que los científicos no podían explicarse. Con el tiempo, dieron con el problema: el ser humano puede llegar a no dormir, pero necesita soñar. Fue entonces cuando comenzó la auténtica revolución. Se descubrió cómo estimular las neuronas con descargas mínimas y cócteles químicos para generar sueños y, una vez conseguido eso, no se tardó demasiado en comenzar a modelarlos, a crear ejecutables capaces de hacer soñar al sujeto lo que a uno se le antojara.»

Juntó las manos bajo la barbilla. Aquello era muy aburrido. Cualquier niño de secundaria conocía esa historia. Decidió hacerla más interesante:

«No obstante, todo se fue al traste con la invasión de los Pollos Intergalácticos. Estos curiosos alienígenas con forma de gallina clásica se alimentaban de violines, y acabaron con nuestros suministros en apenas un par de días. Los seres humanos fuimos obligados a construir grandes fábricas y a fabricar violines día y noche y entonces…».

Y entonces fue cuando apareció la mujer de dos cabezas.

Iba vestida con el uniforme típico de examinadora, con una falda azul plisada y una blusa blanca de cierre oriental, solo que el cuello estaba retorcido y forzado, a punto de reventar bajo la presión de su testa doble. Una de las cabezas era más pequeña que la otra y la observaba con diminutos y agudos ojillos rojos; la otra parecía distraída, adormilada, y estaba desproporcionada con relación a su cuerpo. Se bamboleaba, enorme, sobre un cuello a punto de quebrarse. «Vaya –pensó Anna–, hoy toca pesadilla.»

Antes de darse cuenta, estaba corriendo. «Esto es estúpido –se dijo–, ni siquiera sé si pretende hacerme daño.» Corría a grandes zancadas, enormes saltos que la hacían avanzar veloz por un larguísimo pasillo que salía del aula. Oía detrás un taconeo insistente, el sonido de zapatos altos que se acercaban, zapatos que pertenecían sin duda a la examinadora bicéfala. Aunque Anna se alejaba a gran celeridad, podía escuchar la voz de la mujer tras ella, o más bien las voces, que hablaban con una ligera desincronización. Las dos cabezas decían las mismas palabras, pero con medio segundo de diferencia, lo que producía un eco perturbador. «¡Señorita Travaglini! –gritaba, desparejada, a una sola pero desacompasada voz–, ¡vuelva aquí de inmediato!» Pero Anna seguía corriendo, durante lo que parecía un tiempo interminable, en una agónica maratón en la que el pasillo parecía estar siempre a punto de acabar, pero no llegaba a concluir nunca. El taconeo no se detenía, la perseguía con ritmos variados, a veces a punto de atraparla, a veces lejano, casi inaudible. Sabía que era un sueño, pero eso no ayudaba. Y empezaba a dudar. Tenía que serlo, una mujer de dos cabezas no podía ser real, ¿no? Sabía que tras la guerra habían surgido mutaciones, sí, pero ninguna tan extrema.

Cuando comenzaba a preguntarse en serio si aquella situación ridícula podría estar sucediendo en la vida real, se dio cuenta de que las voces eran más que familiares. «Es la voz de mamá», se dijo, turbada. Sus dos tonos, aquel que utilizaba cuando estaba enfadada: cortante, helado; y aquel otro que usaba cuando tenían visita: aterciopelado, casi de azúcar. Fue entonces cuando comenzó a sentir miedo de verdad, un miedo grave y profundo aderezado de náusea. Las zancadas se volvieron más amplias y tropezaba en ocasiones, enredada entre sus propias piernas. Para ser un sueño, resultaba bastante doloroso dar con las rodillas en el suelo de cemento. El pasillo no terminaba; cada vez se hacía menos civilizado, menos reluciente y limpio, y el firme cada vez más rugoso y áspero. Las paredes habían pasado de estar forradas de brillantes azulejos a ser poco más que hormigón armado. El camino se volvía tortuoso, y a Anna le dolía un codo de la última caída; sabía que si miraba estaría despellejado, del mismo modo que sabía que si volvía la vista atrás encontraría al monstruo que la perseguía, gritando a destiempo con aquellas voces conocidas. Se lo imaginaba corriendo tras ella, a cortos pero rápidos pasos sobre los tacones de aguja, con su conjunto de corte impecable, la cabeza gigante que chocaba al avanzar con la pequeña, las bocas que se abrían y cerraban casi a la par. «¡Señorita Travaglini, no me ha entregado su examen! ¡Señorita Travaglini, no ha recogido su habitación! Anna, ¿es que no te has mirado al espejo cuando te has vestido esta mañana?»

«Soy un caso de manual –casi rió Anna–; estoy manifestando en forma de monstruo mi relación con mi madre.» Era patético, pero ella no podía dejar de correr. «Huyo de su desaprobación», pensaba, pero racionalizarlo no la ayudaba a escapar, y detenerse y enfrentarse a su perseguidora se le antojaba imposible, no era digno de consideración. Sería devorada, despedazada, el monstruo masticaría y escupiría sus huesos. No tenía que mirar de nuevo al engendro para saber que la cabeza grande tendría dientes inmensos, afilados, diseñados para triturar a hijas torpes y decepcionantes.

Justo cuando el pasillo comenzaba a lanzarle obstáculos en forma de socavones y baches bajo los pies, justo cuando sus traspiés parecían multiplicarse, vio la puerta. Era pequeña, de madera, pintada de rojo. Estaba entreabierta, parecía esperarla a un lado del pasillo, apenas a unos pasos de distancia. Sin preguntarse de dónde había salido, Anna hizo un último esfuerzo y se agarró con fuerza del delicado picaporte de bronce. Casi trastabilló de nuevo al arquear su cuerpo hacia dentro, en un desafío a las leyes de la física y a la fuerza de la gravedad. Curvó su cadera hasta límites insospechados para introducir una pierna en el umbral, tomar apoyo, saltar y hacer pasar el resto de sí misma por la puerta. Por unos instantes se sintió de plastilina, percibió como se alargaba y extendía con increíble flexibilidad hacia otro recinto, hacia cualquier lugar que la alejara de las insistentes voces que ahora gritaban de manera repetida su nombre. Por fin lo consiguió y cerró tras de sí la puerta con fuerza. Se volvió de manera abrupta y casi chocó con la chica morena.

Lo primero que pensó Anna fue que aquella desconocida era la persona más hermosa que había visto nunca. Lo cual era un pensamiento un tanto extraño, porque no había nada bello en especial en ella. Estaba demasiado pálida, hasta el punto de parecer demacrada, con ojeras debajo de unos ojos grandes y redondos de un color chocolate bastante común, algo salientes, que le conferían una apariencia constante de asombro. Su nariz era delgada, larga y atrevida, y terminaba en una punta respingona, casi de duende, demasiado protuberante para su boca, pequeña pero carnosa. La barbilla parecía alinearse con la nariz y apuntaba, puntiaguda, hacia abajo, en dirección a un cuello largo, esbelto, que se sostenía sobre un cuerpo de apariencia frágil, de hombros pequeños y cintura estrecha. La aparente delicadeza se desmontaba al llegar al pecho, generoso, y a las caderas, amplias. Una parte de Anna que se parecía un poco al monstruo de las dos cabezas susurraba «tiene las piernas demasiado cortas», pero otra, que solo podía venir de sus propias entrañas, gritaba de forma ensordecedora: «Es la persona más hermosa que he visto nunca».

La chica morena tomó a Anna de la mano. La sutileza de su contacto, la suavidad de sus dedos, la sorprendieron. «Creo que jamás he tocado algo así.» Era mejor que la seda trabajada que cubría la cama de su madre, la de aquel cobertor que había costado una pequeña fortuna; mejor que la pelusa del gato de su amiga Irene. Era una de las cosas que más deseaba en el mundo, tener un gato, pero su madre no quería oír ni hablar de meter animales en casa. Mirándola bien, la chica morena tenía un deje felino, con su movimiento lánguido y sus miembros delgados. Iba vestida con una blusa ajustada que dejaba entrever su escote abundante, sobre el que se balanceaba un colgante plateado en forma de mariposa. «Ponle un cascabel y ya tienes tu gato», canturrearon las voces en su cabeza.

Pero ahora era tiempo de escapar. La chica morena tiró de Anna y la arrastró consigo. Frente a ellas, esperaba un inmenso lago de aguas verdes y viscosas, más bien un pantano. A Anna le pareció oír el croar de una rana, y grandes nenúfares se posaban, en distintos tonos de verde, sobre la superficie; inmensos sauces llorones bordeaban la orilla. Anna comprobó sorprendida que se hallaban ahora al aire libre, con un cielo grisáceo y húmedo sobre sus cabezas, rodeadas de una fina neblina que casi podía considerarse llovizna. Al final del lago, en su horizonte, se divisaba una pequeña isla, tan verde como el agua que la circundaba.

–¿Tenemos que llegar hasta allí? –preguntó, aunque ya sabía que aquello estaba escrito, que solo podían huir hacia delante.

La chica morena sonrió como toda respuesta. Anna era buena nadadora, pero aquellas aguas turbias, estancadas, amenazaban con estar infestadas de bichos. Suspirando, se quitó los zapatos, que a pesar de la maratón anterior aparecían relucientes, ilesos. Sería una lástima dejarlos allí, en la orilla; eran sus zapatos favoritos. Pensó en quitarse también el vestido, pero un extraño pudor la hizo dudar unos segundos, los justos para ver como su compañera se introducía, blusa y pantalones cortos incluidos, en el agua. Se dio la vuelta y le hizo un ademán para que la siguiera.

Una vez dentro del lago, la sensación de asco se redujo poco a poco. Anna buceaba y sus ojos resistían sin problema la exposición al agua. Apenas se veía dentro del espeso líquido verdoso, pero podía percibir la figura que se movía, ágil como una graciosa criatura anfibia, justo delante; al igual que vislumbraba, durante escasos segundos, otras formas, sinuosas y oscuras, que pasaban cerca de ambas. A veces la asustaban, pero solo tenía que acercarse más a su guía para sentirse a salvo; había algo en la chica morena que proporcionaba tranquilidad, cierto aire de poder sosegado que transmitía confianza. Y, a pesar del tamaño que parecía tener el lago visto desde el exterior, solo necesitaron unos minutos para llegar al islote. Se agarró a los salientes de piedra húmeda para subir por el barranco que conducía a tierra.

La isla era pequeña, de unos cien metros cuadrados. La tierra olía a lluvia y estaba cubierta de un fino césped que acariciaba sus pies conforme avanzaban hacia el centro del terreno. Anna se dio cuenta de que tanto ella como la otra joven se habían secado por completo, como si nunca se hubiesen sumergido en aquel líquido turbio, como si hubieran tenido tiempo de regresar a sus casas para ducharse, lavar la ropa, secarla y ponérsela de nuevo. La chica morena caminaba delante, se movía con seguridad hacia el único elemento discordante del islote, un banco de hierro forjado, pintado de blanco, compuesto de enrevesadas y atractivas formas, retorcidas entre ellas para formar el asiento y el respaldo, con dos elegantes reposabrazos en los extremos. No mostraba señales de herrumbre ni de envejecimiento, a pesar de la humedad y del agua que corría a su alrededor. Parecía un banco arquetípico, el principio de todos los bancos, un asiento impecable que estaba esperándola. La chica morena señaló hacia él. Al mover su brazo, en un gesto elegante y fluido, pequeñas mariposas crecieron de su mano y se desligaron, poco a poco, de sus dedos, para alzar el vuelo tras unos segundos de titubeo. Anna parpadeó. Era un sueño, y lo sabía, pero aún era capaz de desconcertarla.

–¿Quieres que me siente? –preguntó Anna. Su voz sonaba extraña, temblorosa, diferente.

La chica morena asintió. No parecía muy charlatana. «A lo mejor no puede hablar –pensó Anna–; a lo mejor es muda». Le demostró que se equivocaba cuando una voz relajada y afable salió de sus labios:

–¿Qué recordarás de este sueño, Anna? Cuando despiertes, luego, ¿con qué imágenes y sensaciones te quedarás? ¿Recordarás el monstruo, recordarás el pantano, recordarás el banco?

Anna, sorprendida por la aparición de la voz, y más por la naturaleza de la pregunta, dudó antes de contestar.

–No lo sé, con los sueños nunca se sabe. A veces te quedas solo con lo más importante, con lo más llamativo.

–Entonces recuerda esto.

La chica morena, sentada a su lado, tomó su rostro entre las manos y la besó. Durante unos instantes a Anna se le nubló la cabeza, no había nada más allí dentro que la sensación eléctrica de aquellos labios sobre los suyos, la humedad de su boca entreabierta sobre la suya. No había pantano, no había lago, no había monstruo, no había examen, no había mundo, ni dentro ni fuera del sueño. Solo quedaba aquel cuerpo pegado al suyo, el aroma a frambuesa de su cabello, el tintineo de la mariposa plateada, el calor de las manos que bajaban de las mejillas al cuello.

Y Anna despertó.

INTERLUDIO:
EDGAR SALOMON

El biplaza dio un exagerado bandazo hacia la izquierda y otro igual de brusco hacia la derecha antes de conseguir alzarse de la plataforma de anclaje de la torre del Departamento de Seguridad. Durante unos momentos, el aparato pareció indeciso entre terminar de remontar el vuelo o caer en picado sobre la calle aérea que tenía debajo. Por suerte para sus dos ocupantes, finalmente se decantó por la primera opción. Edgar, aferrándose con todas sus fuerzas al cinturón de seguridad, vio como la plataforma acristalada y la gente que iba y venía por ella se alejaban de su vista. El aeromóvil puso rumbo al este entre los túneles de transporte y los puentes que comunicaban entre sí las doscientas torres de la ciudad. El vehículo daba tales sacudidas que a Edgar no lo habría sorprendido que se deshiciera en pleno vuelo.

–Si vas a vomitar, tienes una bolsa en la guantera –masculló el teniente Mejía a su lado, un hombre delgado y pálido. Tenía unos ojos minúsculos, demasiado pequeños para su cara, lo que le otorgaba un perpetuo aire suspicaz–. Pero procura no salpicar, por favor, acaban de limpiar la tapicería.

Edgar replicó con un gruñido.