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Heima
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islandés

LAIA SOLER

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Índice

    1. Prólogo
    2. Parte 1
      1. 1. Reikiavik
      2. 2. Sólfar
      3. 3. Bláa lóni∂
      4. 4. Strokkur
      5. 5. Laugarvatn
      6. 6. Barnafoss
      7. 7. Snæfellsnes
      8. 8. Snæfellsjökull
    3. Parte 2
      1. 9. Hvítserkur
      2. 10. Blönduós
      3. 11. Siglufjördur
      4. 12. Húsavík
      5. 13. Fosshóll
      6. 14. Go∂afoss
      7. 15. Mývatn
      8. 16. Dimmuborgir
      9. 17. Hverfjall
      10. 18. Ásbyrgi
      11. 19. Ásbyrgi (2)
    4. Parte 3
      1. 20. Hofteigskirkja
      2. 21. Hallormssta∂askógur
      3. 22. Lagarfljót
      4. 23. Atlavík
      5. 24. Jökulsárlón
      6. 25. Jökulsárlón (2)
      7. 26. Kirkjubæjarklaustur
      8. 27. Kirkjubæjarklaustur (2)
      9. 28. Vík í Mýrdal
      10. 29. Vík í Mýrdal (2)
      11. 30. Skaftafell
      12. 31. Skaftafell (2)
    5. Heima

«Qué dicha para todos los hombres, Islandia de los mares, que existas. Islandia de la nieve silenciosa y del agua ferviente. Islandia de la noche que se aboveda sobre la vigilia y el sueño.»

Islandia, Jorge Luis Borges

A mis padres, por hacer desaparecer las fronteras de mi mundo.

Gracias por descubrirme los secretos de Islandia.

A Laura, por acompañarme en todos mis viajes.


Y a vosotros, que, como tantas otras luces, os apagasteis
demasiado pronto. Seguid brillando, allá donde estéis.

Prólogo

Ver la vida en blanco y negro no es divertido.

Cuando eres niño, tu profesora te regaña por pintar el sol del color del mar o a las personas como la hierba. Tus padres intentan que identifiques los colores y, como no puedes hacerlo, creen que les ha salido una hija un poco lenta de entendederas. Tus amigos se quejan cuando en clase les hacen ver una película en blanco y negro y tú finges saber de qué hablan, aunque no lo hagas, porque no lo entiendes. Y cuando creces, te da pánico salir a la calle pareciendo un payaso porque lo que en tu espejo era gris, en el mundo real es una mezcla de colores horripilante.

No entiendes nada. Y lo que es peor: te sientes diferente, pero no sabes por qué.

Cuando yo tenía once años, mis padres se dieron cuenta de que mi problema iba más allá del daltonismo que me habían diagnosticado en preescolar. Me llevaron de nuevo al médico y tras mil y una pruebas dieron con el problema: acromatopsia, una palabra que me inquietó nada más oírla. A-cro-ma-top-sia. Suena a enfermedad terminal –o al menos eso pensé yo cuando el doctor escupió la palabreja con los ojos clavados en mi madre, que aguardaba el diagnóstico sin atreverse a respirar–, pero ni siquiera es una enfermedad degenerativa que me impida desenvolverme como una persona normal. Lo único que me sucedía era que no podía ver los colores, aparte del negro, el blanco y los tonos intermedios. Es decir, que mi vida sería siempre como una película de los años veinte.

Mis ojos siempre serían como los de un recién nacido y los colores siempre estarían fuera de mi alcance. No había cura ni tratamiento, dijo el doctor antes de que mis padres pudieran siquiera abrir la boca para preguntárselo; tendría que aprender a vivir con la enfermedad.

Con el paso del tiempo, incluso conseguí ver mi acromatopsia como algo positivo. Después de todo, me hacía especial, como me repetía siempre mi madre. Lo que nunca sospechó es que yo no era alguien especial entre treinta y tres mil, el porcentaje de personas con acromatopsia en el mundo, tal como dijo el médico. Siempre fui especial más allá de eso, y a lo largo de mi vida me encontré con muy pocas personas que supieron verlo.

De todos modos, yo nunca habría utilizado «especial» para definirme; la palabra adecuada para describir cómo me había sentido toda mi vida era «rara», con sus dos consonantes, sus dos vocales y sus millones de consecuencias. Así es como me sentía tres de cada dos días.

–Es la azul –repitió la niña, señalando insistentemente una de las dos chaquetas que había junto a mí. Me miraba con una mezcla de desesperación y de condescendencia enervantes.

Cogí la que creía que quería y le pregunté con un hilo de voz si era la suya. Resopló, como si fuera evidente, y asintió con vehemencia antes de arrancármela de las manos sin ninguna delicadeza. Ni siquiera me dio las gracias antes de salir corriendo hacia la cola de facturación donde sus padres esperaban junto a dos maletones.

La chaqueta de chándal que se había quedado sola en el asiento contiguo me miraba replegada sobre sí misma, como intentando asumir que nadie volvería a por ella. Probablemente, su dueño estaba en aquellos momentos abrochándose el cinturón de seguridad en el avión mientras se preguntaba con el ceño fruncido por qué tenía frío.

Aparté la vista de la chaqueta y miré a mi alrededor.

Turistas, azafatas, asistentes de vuelo, hombres y mujeres de negocios, pilotos y maletas, muchas maletas.

Adoraba los aeropuertos.

Son lugares que no pertenecen a nadie, donde es imposible sentirse en casa. La gente que está ahí o bien trabaja o bien espera. Como mucho, algunos se entretienen paseando entre las tiendas, intentando matar el tiempo que los retrasos o las malas conexiones los obligan a pasar ahí. Nadie quiere estar en un aeropuerto más tiempo del estrictamente necesario, porque no es nada más que la conexión entre dos realidades: el origen y el destino. Es un limbo, un territorio neutral. Supongo que por eso estaba ahí, en mitad de la indeterminación, protegida de la realidad exterior para decidir qué camino tomar. Lo único que quería era que me llevara lejos de aquel lugar de paso. Lo demás no me importaba.

La gente caminaba con premura, arrastrando maletas grandes y pequeñas, de tela y plástico, algunas estampadas y otras dignas de un presidente del gobierno. Yo tenía la mía junto a mí, tan reluciente como descolorida, llena de todo cuanto había podido embutir en ella. Ropa de verano e invierno, dos pares de zapatos, mi portátil y un neceser. Además de eso, sólo me acompañaban un bolso con mi documentación, mi cámara de fotos y un libro sin estrenar de crucigramas. Fuera adonde fuera, estaría entretenida.

Los paneles que anunciaban los despegues y aterrizajes no servían de ninguna ayuda. No podía decidirme por un único destino habiendo tantos posibles. ¿Cómo decidir entre el romanticismo de París, los canales de Venecia o los tés a las cinco en punto de Londres? Me parecía imposible, pero tenía que elegir pronto si no quería pasar la noche en el aeropuerto. Según el reloj de la cafetería que tenía delante, ya llevaba tres largas horas ahí sentada, sola con mis meditaciones.

Había decidido que debía alejarme de esa ciudad hacía menos de veinticuatro horas, y si no me había plantado antes en el aeropuerto había sido únicamente porque necesitaba hacer algunas cosas antes de desaparecer del mapa sin dar ninguna explicación. Principalmente, comprar una maleta lo bastante grande para meter más de la mitad de mi armario y sacar dinero de la tarjeta de crédito por si a mi padre se le ocurría bloquearla cuando se diera cuenta de que me había ido sin avisar ni pedir permiso. Para él, casi dos décadas de vida no eran suficientes para justificar una mínima independencia. Y para mí, vivir de su bolsillo no era una razón suficientemente buena para que él pudiera decidir cómo gastaba yo su dinero. De todos modos, ese tampoco era el motivo de mi repentino viaje.

No quería independencia. Sólo quería espacio y aire para respirar.

Al bajar la vista, mi mirada tropezó con la de una anciana que acababa de sentarse delante de mí. Se colocó el bolso encima del regazo y curvó los labios hasta que toda su cara fue un campo de arrugas amables.

–¿Esperas a alguien? –me preguntó, colocándose bien las gafas, tras las que se escondían dos ojos tan pequeños como inquietos. Yo negué con la cabeza y señalé la maleta que tenía junto a mí. La mujer pareció sorprendida–. ¿Viajas sola?

–Sí.

–Qué valiente. –Lo dijo como si hablara con una niña, y aunque normalmente eso me irritaba, esa vez lo pasé por alto–. A mí no me gusta volar. Sólo lo hago cuando voy a ver a mis nietos, que viven en Estados Unidos. En Seattle. Suerte que viene mi marido y me entretiene durante el viaje, porque no me atrevería a subir sola al avión. Ahora ha ido a buscarme una tila. Para los nervios, ya sabes. Mi Antonio no me deja tomar pastillas para dormir. «A ver si no te vas a despertar», me dice. ¿Y tú adónde vas?

Sonreí ante la verborrea de la mujer, que me observaba con gesto cariñoso. Los años se agolpaban alrededor de sus ojos.

–Aún no lo sé. Tengo que decidirlo.

Frunció el ceño y las arrugas de su rostro se intensificaron. Vi en sus ojos que no entendía cómo alguien podía subirse a un avión sin tener un propósito fijo. Para ser sincera, tampoco a mí me apasionaba volar. Lo detestaba, en realidad. Todos esos sonidos extraños de las máquinas, la voz incomprensible de los comandantes, las sonrisas falsas de las azafatas, sus caras cubiertas por una tonelada y media de maquillaje barato, y las caras pálidas de algunos pasajeros no la convertían en la mejor de las experiencias. Sin embargo, era uno de los miedos que impiden hacer lo que uno quiere y yo no estaba dispuesta a doblegarme ante él.

–¿Quiere que le diga un truco para volar tranquila? –le pregunté, recordando algo que mi madre solía decirme cuando era pequeña y me ponía nerviosa al sentir que el avión empezaba a hacer maniobras en la pista. Ella asintió–. Cuando esté en el avión, busque a alguien especial, cualquier persona que le llame la atención, como un niño. No piense, sólo busque a alguien que le parezca único. Si es alguien especial, no puede ocurrirle nada malo, ¿verdad? Y si usted se encuentra en el mismo avión que esa persona, tampoco a usted puede sucederle nada malo, porque el avión tiene que llegar sin incidentes a su destino.

La primera vez que mi madre me contó eso, le pregunté qué pasaba si no había nadie especial a bordo. «Siempre hay alguien; sólo tienes que fijarte bien», me dijo entonces.

Por su gesto vacilante, esperé que la mujer me hiciera la misma pregunta. Sin embargo, se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza.

–Lo haré. De todos modos, voy a necesitar una tila. O tres o cuatro.

Un hombre enjuto que escondía sus arrugas tras una frondosa barba blanca apareció junto a ella y, sin decirle nada, le dio un beso en la mejilla al tiempo que le ponía un vaso de plástico en la mano. La mujer me dedicó una última sonrisa, se puso de pie y la pareja se alejó lentamente hasta perderse entre el bullicio de la terminal.

Sentí un agudo pinchazo en el estómago al darme cuenta de que no era capaz de encontrar a nadie que estuviese solo. Todo el mundo estaba con alguien, ya fuera porque viajaban acompañados o porque habían ido a despedirlos o a darles la bienvenida. Incluso los ejecutivos iban en pareja o en grupo.

Yo estaba sola con mi maleta nueva, mi libro de crucigramas sin estrenar y mi querida cámara de fotos. Estaba sola y yo era la única culpable de aquella situación, lo que lo hacía incluso más insoportable. No le había dicho a nadie dónde estaba y mucho menos adónde pretendía ir, así que nadie podría venir a despedirme por mucho que quisiera. En mi defensa diré que tampoco tenía muchas personas a las que avisar.

Suspiré. No podía estar todo el día observando cómo los vuelos aparecían y desaparecían de los paneles informativos, a la espera de una señal que me indicara adónde tenía que ir. Cerré los ojos y decidí que el primer nombre que leyera en la pantalla sería el lugar al que me dirigiría.

Antes de que pudiera despegar los párpados, sentí un golpe en la pierna seguido por un gemido. Abrí los ojos bruscamente, dolorida por el impacto, y vi a una niña rubia de unos cuatro años mirándome con cara de susto desde el suelo.

Nos quedamos mirándonos a los ojos durante lo que pareció una eternidad, demasiado aturdidas como para reaccionar.

–Perdón –dijo alguien en inglés.

Parpadeé.

La disculpa venía de un hombre de unos treinta años, tan rubio como corpulento. Levantó a la niña, que seguía sin decir una palabra, como si no pesara nada, y le dijo algo al oído mientras me señalaba con los ojos.

Fyrirgefðu –murmuró ella. Su padre volvió a decirle algo al oído y ella se llevó las dos manos a la cara para esconder el rostro. Pasaron unos segundos antes de que se atreviera a retirar un poco sus pequeñas manos de la boca y, aun con los ojos escondidos tras ellas, repetir la palabra en inglés que había dicho su padre–: Perdón.

–No pasa nada –me apresuré a decir, en la misma lengua.

El hombre asintió con la cabeza y se alejó con la niña aún en brazos.

Fue en el momento en el que padre e hija se reunieron con una mujer que llevaba un bebé en brazos, que los esperaba a unos metros de nosotros, cuando me pareció comprender la estupidez sobre buscar a alguien especial que tanto repetía mi madre. La niña despegó por fin las manos del rostro y me miró dedicándome una sonrisa tímida.

Quizás ella era la señal que me mandaba el universo, me dije a mí misma. Y si no, fingiría que lo era. Estaba más que harta de intentar elegir por mí misma recurriendo a la razón y la lógica. Si yo no podía elegir, tendría que cederle las riendas de mi futuro al azar.

Me colgué la cámara en un hombro, el bolso en el otro, agarré la maleta y corrí hasta quedarme a unos cinco metros de la familia. ¿Cómo podía saber adónde iban? No podía seguirlos hasta la puerta de embarque, porque no tenía billete, así que sólo me quedaban dos opciones: seguirlos hasta que dijeran algo que pudiera ayudarme a descubrir cuál era su destino o preguntarles directamente. Opté por la más rápida y efectiva.

–¡Perdonen! –les grité en inglés mientras me acercaba a ellos. Cuando el hombre se dio la vuelta, le ofrecí mi expresión más amable–. Perdonen, no quería molestarlos. Es la primera vez que viajo sola y estoy muy nerviosa. No sé adónde tengo que ir ni qué tengo que hacer. ¿Puedo subir la maleta al avión?

No podría haber dicho más mentiras en menos segundos. Por suerte, tenía experiencia en ese gran arte y los dos turistas me miraron con expresiones compasivas. La mujer me explicó amablemente todo el proceso que debía seguir para poder embarcar mientras yo asentía como si no supiera de lo que me estaba hablando.

–Muchas gracias. Entonces, voy a facturar la maleta antes que nada. Muchas gracias. Espero que disfruten sus vacaciones.

–En realidad, volvemos a casa –dijo la mujer. Era evidente: su piel, de un blanco nórdico y quemada por el sol del Mediterráneo, no dejaba lugar a dudas.

–¿De dónde son? No he reconocido su idioma antes. ¿Del norte, quizás?

–Somos de Reikiavik.

Hice una rápida regresión a mi educación secundaria para intentar situar esa ciudad en el mapa. Oslo con Noruega, Estocolmo con Suecia, Helsinki con Finlandia, Copenhague con Dinamarca, Reikiavik con…

–¿Islandia? –balbuceé. De todas las ciudades, de todos los países a los que volaban los aviones de ese aeropuerto, el destino había elegido para mí una isla perdida en el océano Atlántico de la que no sabía nada. Lo único que podía recordar sobre Islandia era que había hielo, glaciares, volcanes y más hielo. Y frío.

La niña intervino, dirigiéndose a mí en lo que ahora ya sabía que era islandés. Bajé la mirada hacia ella y me encontré con sus grandes ojos observándome sin pestañear. Se rascó la nariz y me sonrió. Su timidez se había esfumado.

–Pregunta que adónde vas tú –tradujo su madre, que le recordó a la niña que debía hablar en inglés con los extranjeros. La pequeña no dejaba de sonreírme.

El destino había lanzado los dados. Ahora era mi turno. Podía mover ficha o quedarme en la casilla de salida.

–Qué casualidad. Yo también voy a Islandia.

Parte 1

Parte 2

Parte 3

1. Reikiavik

Aunque llevaba horas deseando darme una buena ducha, no aguanté más de siete minutos debajo del agua de esa ciudad. Olía a huevos podridos. Me enrollé la toalla al cuerpo y me dejé caer sobre la cama al tiempo que soltaba un sentido suspiro. Mientras el agua que chorreaba de mi cabello empapaba la colcha, volví a preguntarme cómo había terminado ahí, en una habitación individual de un hotel en el centro de Reikiavik, únicamente acompañada por el hedor que aún desprendía mi cabello.

Gracias a mi maldita impulsividad, por supuesto. De la noche a la mañana había decidido que no quería pasar todo el verano en casa, había hecho la maleta y me había ido al aeropuerto sin avisar a nadie. Necesitaba salir de mi casa y sabía que, si se lo decía a alguien, ya fuera a mi familia o a Larisa, no iba a conseguirlo. Había dejado que el azar eligiera el lugar donde iba a pasar esas vacaciones de lobo solitario y… ahí estaba. En una ciudad que, según lo que había podido leer en los folletos que había cogido de la recepción del hotel, no tenía más de doscientos mil habitantes, y eso contando el área metropolitana.

Iba a morirme del asco. Me encontrarían dentro de varios días tirada en esa misma posición, oliendo a huevos podridos, y en mi lápida escribirían: «Nunca supo distinguir los colores ni elegir un buen destino para sus vacaciones. Descanse en paz». Eso siempre que consiguieran encontrarme, porque no me había dignado a avisar a nadie. ¿Qué clase de persona era?

Solté un gruñido exasperado y me obligué a levantarme para hacer lo que mi conciencia me decía que era lo correcto. Rebusqué en la maleta hasta dar con mi portátil. No me apetecía llamar a nadie, así que tendrían que contentarse con un correo electrónico. Les dediqué unas cinco líneas a mis padres –un correo para cada uno, por supuesto– y otras tantas a Larisa, a quien prometí llamar en cuanto pudiera. No di explicaciones ni una fecha de regreso: por ahora, decirles que me había marchado por voluntad propia y que no me había fugado con un traficante de drogas tendría que ser suficiente. Agarré el bolso, la cámara de fotos y la chaqueta más gruesa que encontré en el desorden que era en esos momentos mi maleta y salí a la calle. Para mí eran más de las diez de la noche, aunque los relojes de Reikiavik marcaran poco más de las ocho. Mi barriga exigía una buena comida y lo último que me apetecía era quedarme encerrada en el hotel.

Un viento helado me saludó en el momento en el que puse un pie en la calle. Cerré la puerta de madera a mis espaldas y, mientras me abrochaba la chaqueta, empecé a enfilar por la calle que me había llevado hasta el hotel. Si encontraba la parada en la que me había dejado el autobús que me había llevado del aeropuerto de Keflavík, sabría cómo llegar hasta la única calle comercial que había visto desde el autobús.

La encontré en menos de diez minutos, y me bastaron otros cinco para darme cuenta de que ahí sólo encontraría restaurantes y tiendas dedicadas a turistas, y no era el tipo de lugar que yo estaba buscando. Era de las que opinaba que a esas personas que van de viaje y comen siempre en locales de comida rápida o en restaurantes italianos se les debería retirar el pasaporte de por vida. Después de tantas dudas y horas de viaje, quería vivir el país en el que me encontraba, incluyendo su gastronomía, de modo que me aparté de la calle principal y me perdí en busca de un restaurante en condiciones.

Me decidí por uno dedicado exclusivamente al pescado y al marisco. El edificio, de madera pintada de algún tono claro, y con una bandera islandesa en el tejado, fue suficiente para convencerme. Marisco, un edificio de madera coloreada y una bandera: ¿podía haber algo más típico que aquello? Probablemente sí, y estaba segura de que aquel local estaba ideado para engatusar a turistas inocentes como yo. Aun así, era el mejor lugar que había podido encontrar y yo llevaba horas sin comer –a no ser que alguien considerara comida el sándwich con sabor a plástico y químicos que me habían servido en el avión–.

–¿Querrá una mesa? –Una camarera me abordó dos segundos después de que cruzara el umbral del restaurante. Debían de entrenarlos para identificar a los turistas en menos de medio segundo, porque no había titubeado al dirigirse a mí en inglés–. ¿Cuántos van a ser?

–Sólo yo.

La mujer disimuló su sorpresa en las comisuras de una sonrisa digna de un anuncio de dentífrico y me invitó a acompañarla hasta mi mesa, demasiado grande para una sola persona, mientras me explicaba el funcionamiento del bufé libre. Cuando me senté, apuntó un agua sin gas como bebida y desapareció diligentemente. Hice crujir mis nudillos mientras observaba a la gente del local, de paredes, suelo y muebles de madera. Como en el aeropuerto, yo era la única que estaba sola, a excepción de un chico que comía ensimismado mientras observaba lo que sucedía al otro lado de la ventana junto a la que estaba sentado.

Debió de percibir mi mirada, porque se volvió de repente hacia mí y, como si le hubieran clavado un anzuelo en la comisura derecha de los labios, dibujó una sonrisa demasiado ensayada. Desvié rápidamente la vista y seguí observando a los comensales del local. Aunque había unos cuantos turistas, también veía a muchas personas con el pelo y la piel de un color tan claro que sólo podían ser islandeses. Eso era una buena señal.

El sonido del móvil rompió mi estado de paz interior en mil pedazos. Observé el nombre que apareció en la pantalla mientras me decía que sería de mala educación colgarle el teléfono a la única persona que parecía tener interés en lo que estaba haciendo. Descolgué.

–¿Que estás dónde? Pero ¿tú estás loca? ¿Qué se te ha perdido en Reikiavik? ¡Si odias el frío! ¿Es que no piensas en los demás? ¿Qué clase de amiga eres? –La voz de mi amiga sonaba atronadoramente cercana, pese a que nos separaban tres mil kilómetros.

–Larisa…

–¡No me vengas con Larisa! ¿Desapareces sin decir nada y crees que un correo electrónico va a tranquilizarme? En serio, Laura, ¿Islandia? ¿Qué haces ahí? ¿Pescar bacalao? ¡Si ni siquiera te gusta! ¡Y encima ni te dignas a preguntarme si quiero ir contigo! ¿Es que no has pensado…?

–¡Larisa! –chillé, más fuerte de lo que había pretendido. Algunas personas se giraron, incluido el chico de la sonrisa torcida. Bajé la voz–. Escúchame. Necesitaba irme, ¿de acuerdo? Sé que es egoísta, pero necesito alejarme de mis padres unos días.

Mi amiga suspiró al otro lado del auricular.

–Sé que la situación en tu casa es difícil y que…

–No es por mi madre. Ya tiene edad como para saber lo que hace y a quién se lleva a la cama. Además, están separados, ¿qué más me da?

–Entonces…

–Entonces –la corté, antes de que pudiera terminar la frase–, es sólo que no me gusta que sus problemas reboten en mí, ¿de acuerdo? Ya tengo suficiente con mis cosas. Sólo quiero unas vacaciones de todo.

–Pero… ¿en Reikiavik? Pero ¿qué vas a hacer ahí, Laura? Lo que menos te conviene ahora mismo es estar sola, y más después de los problemas con…

No dejé que mencionara su nombre.

–Haré de turista. Mañana a primera hora iré a la oficina de información y me sacaré el carné de guiri.

Las tripas empezaban a rugirme y la camarera se acercaba con mi botella de agua, así que me esforcé en convencer a Larisa de que estaba bien, aunque estuviera sola y en un país del que no sabía nada. Tras hacerme jurar que la llamaría si tenía algún problema, logré que me dejara colgar sin responderle cuándo iba a volver. La comida estaba esperándome, así que guardé el teléfono, cogí una bandeja y empecé a desfilar por delante de mil tipos distintos de pescado, cocinados de todas las formas imaginables: rebozados, al vapor, a la plancha…

–Me gusta tu pelo.

Me giré hacia mi derecha. El chico de la sonrisa de plástico y pelo corto y oscuro dejó caer su bandeja a mi lado y llenó su plato de gambas salteadas mientras me observaba por el rabillo del ojo. Reprimí una sonrisa. No era la primera vez –ni sería la última– que un chico se me acercaba e intentaba entablar conversación hablándome del color de mi pelo. Mi respuesta era siempre la misma, aunque en aquella ocasión respondí en inglés, la lengua en la que me había hablado el chico.

–Gracias. Es mi color natural.

–¿Violeta?

–Y cuando era pequeña era verde. Cambió con la pubertad –respondí al tiempo que ponía dos trozos de bacalao en el plato.

El chico no pudo reprimir la risa y se inclinó hacia mí. Me sonrió y me alargó la mano. Al ver que no reaccionaba, insistió hasta que se la cogí. Sus dedos estaban fríos.

–Me llamo Orri –dijo con una voz demasiado empalagosa–. Y tú… ¡Espera! No me lo digas. ¿Heima?

Lo dijo con tal seguridad que me quedé muda durante tres segundos, los suficientes para aumentar su confianza. Su sonrisa se ensanchó y sus ojos, apoyados sobre unos mullidos mofletes, parecieron cantar victoria.

Heima significa «hogar» en islandés. «En casa», si quieres ser literal –susurró al mismo tiempo que apretaba mi mano. La retiré abruptamente y él dijo, con el mismo tono dulce–: Estando a tu lado me siento en casa.

En esa ocasión, no necesité ni medio segundo para reaccionar: mi carcajada estalló tan repentinamente y con tanta intensidad que el chico se apartó de mí de un salto.

–¿Te ha funcionado eso alguna vez? –logré pronunciar entre risas.

Intentó recuperar la compostura. Levantó ligeramente el cuello en un gesto orgulloso y dijo:

–De hecho, está a punto de…

–Ni en tus mejores sueños –lo corté. Lo empujé para que avanzara y seguí poniendo comida en la bandeja hasta llenar tres platos por completo. Debía de haberlo dejado fuera de combate, porque no me dijo nada ni me siguió cuando me alejé hacia mi mesa.

Por primera vez ese día, el mundo se confabuló a mi favor y ni el móvil ni el chico volvieron a interrumpir mi cena. La tregua, sin embargo, duró poco. En el mismo instante en el que la camarera me devolvió mi tarjeta de crédito junto a la cuenta y cogí mis cosas, Sonrisa de Plástico se levantó y me siguió hasta el exterior. Aceleré el paso hacia la calle por la que creía haber llegado al restaurante, hasta que la certeza de que estaba a punto de tomar el camino de vuelta equivocado hizo que me detuviera. El chico aprovechó esos instantes de duda para colocarse delante de mí.

–No eres de aquí, ¿verdad?

–No, aunque es evidente que tú sí.

Rió e inmediatamente torció el gesto hasta convertirlo en una especie de puchero.

–¿Tan malo es mi acento?

–Revelador, más bien. Ya he oído a unos cuantos islandeses hablando en inglés como para reconocerlo.

–Pues en realidad no soy de aquí, sabelotodo. Soy de Þorlákshöfn. Está en el sur.

–De acuerdo. Oye…

–Orri –dijo, al notar la vacilación de mi voz.

–Orri –repetí–. No quiero ser grosera, pero estoy de vacaciones y tú no entras en mis planes, ¿de acuerdo?

Esperó unos segundos antes de responderme, como si estuviera intentando elegir las palabras correctas.

–Perdona por lo de antes. No era mi intención molestarte.

Entrecerré los ojos y aguanté la respiración, hasta que el chico se vio envuelto en un sutil halo anaranjado. Solté aire antes de que la neblina pudiera terminar de formarse y, algo más relajada, me obligué a calmar mi mal humor.

–No te preocupes –respondí, conciliadora. Esa luz siempre conseguía tranquilizarme, incluso cuando estaba a punto de perder la paciencia con alguien–. Aunque deberías cambiar tus frases para ligar. Por cierto, es Laura.

–¿Qué?

–Mi nombre. Laura.

Orri esbozó una sonrisa sincera y cruzó los brazos.

–Sigue gustándome más Heima, pero como quieras. Así pues, Laura –dijo, enfatizando cada una de las letras de mi nombre–, ¿te has perdido?

–Veo que eres observador.

–Los turistas sois previsibles. ¿Necesitas ayuda?

La vida está hecha de elecciones, de decisiones habitualmente disfrazadas de banalidad, como la pregunta que en ese momento me formuló un islandés con demasiado poco que hacer. Nadie te avisa de que te encuentras en un cruce que marcará toda tu vida, así que no eres capaz de valorar todo lo que comporta tu elección. Podría haber antepuesto mi orgullo y haber mentido y, sin embargo, aunque ese había sido mi primer impulso, me sorprendí asintiendo sin demasiada convicción. Pese a su más que cuestionable gusto para elegir frases para ligar, sabía que no tenía malas intenciones.

–Creo que no sé cómo volver al hotel.

–¿Cómo se llama? –preguntó, a lo que respondí encogiéndome de hombros.

–Está en una esquina y tiene una puerta grande de madera oscura.

–No son muchos datos, ¿sabes?

–De camino he pasado por una calle llena de tiendas de recuerdos, restaurantes y más tiendas. Creo que podría volver desde ahí.

–¿Laugavegur?

–¿Qué?

–La calle de las tiendas. ¿Te refieres a Laugavegur?

–Si supiera los nombres de las calles, sabría por dónde volver, ¿no crees? –resoplé.

–Calma ese mal humor o te dejo aquí tirada.

Lo miré con los ojos muy abiertos, retándolo a que lo hiciera.

–No te preocupes, vete. Ya encontraré el hotel yo sola. Y si no, morir congelada en la noche de Reikiavik no es tan malo, ¿no? Incluso es mejor que morir en la habitación del hotel oliendo a huevos podridos.

Orri se echó a reír, me agarró del brazo sin miramientos y me empujó hacia la calle que quedaba a nuestra izquierda.

–No seas tan dramática, por favor. Aquí el termómetro no baja de los cero grados en verano. Además, ahora prácticamente no tenemos noche; el sol se pone pasadas las once –dijo, señalando el cielo. Debían de ser más de las nueve y el sol aún iluminaba el cielo con total descaro–. ¿Y huevos podridos? ¿De qué hablas?

Aparté la mano que se aferraba a mi brazo y seguí caminando a su lado mientras le explicaba mi no tan relajante experiencia con el agua de la ciudad.

–Eso es el azufre, y más vale que te vayas acostumbrando a él si tienes pensado quedarte muchos días por aquí, porque es el olor habitual del agua caliente por esta zona. El agua viene de manantiales naturales subterráneos, y el azufre abunda por aquí, así que no vas a librarte de ese olor si quieres ducharte con agua caliente.

–Genial. ¿Algo más que deba saber de este gran país, además de que su agua apesta?

–¿Es que no te has informado antes de venir? No llevas ni una guía, ni mapas… ¿Qué clase de turista de pacotilla eres?

–Llevo una cámara –me defendí, señalando la funda que llevaba colgada del hombro.

–Sólo tienes un punto sobre diez. Sigues siendo una turista de pacotilla.

Tenía dos opciones: encogerme de hombros o contarle mi historia. La segunda opción me permitía tenerlo entretenido al menos durante una parte de nuestra caminata, de modo que me incliné por explicarle qué me había llevado hasta Reikiavik, haciendo una selección previa de qué iba a contarle y qué iba a guardarme para mí.

Recapitulé hasta hacía más de un año, hasta el momento en que mis padres habían decidido separarse. Aunque admito que fue un golpe duro e inesperado en su momento, no tardé en asumirlo y superarlo. Si mis padres no eran felices el uno con el otro, la mejor decisión era continuar sus vidas por caminos separados, aunque para mí eso significase decir adiós a la vida que había conocido hasta entonces. Durante todo el proceso intenté no ser una molestia; acepté tener que pasar dos fines de semana al mes en la nueva casa de mi padre, fingí no oír sus discusiones por teléfono o sus amenazas de sacar a sus abogados de la recámara, no tuve en cuenta los cambios de humor de mi madre ni los intentos desesperados de los dos por agradarme y ganarse mi favor. Intenté ser un títere casi invisible para hacerles la vida más fácil. Durante un tiempo funcionó. No me gustaba tener que callarme mis opiniones, pero lo había conseguido hasta principios del mes de mayo. Los hilos que me unían al comando, compartido por las manos de mi madre y mi padre, se rompieron la mañana en que me encontré con el mejor amigo de mi padre en el rellano de casa. Ropa arrugada, camisa desabrochada, bragueta sin subir y un tartamudeo nervioso al verme.

Mi madre, esa mujer que llenaba mis tartas de cumpleaños de estrellas porque decía que yo era una estrella fugaz que se había desprendido del cielo durante la lluvia de estrellas de las perseidas, se había cepillado al amigo de la infancia de mi padre. Mi madre, tan especial y espiritual para lo que quería, y tan típica y tópica para eso.

Fue la gota que colmó el vaso.

El secreto le estalló a mi madre en las manos –no por mi culpa, sino por los remordimientos de Roberto después de que la hija de su amante y de su mejor amigo lo pillara en la puerta de casa–, y lo que hasta ese momento había sido una separación casi modélica se convirtió en un campo de pruebas para la Tercera Guerra Mundial.

Si meses antes había sido un títere, desde mayo había sido un escudo. O peor, un pelele del que siempre se acordaban cuando tenían que echarse algo en cara, pero del que nunca se acordaban para preguntarle cómo iba su vida o para saber por qué desde hacía meses no parecía ella misma.

El títere-escudo-pelele aguantó hasta que los exámenes finales desaparecieron detrás de ella. Aguantó hasta que se le agotaron la paciencia y las fuerzas para seguir soportando esa situación.

–Yo creía que, cuando las niñas de papá os fugabais de casa, elegíais el Caribe o algún otro lugar con mucho sol y playa.

–No me he fugado, y tampoco soy una niña de papá. Me dieron la tarjeta de crédito para emergencias, y esto es una emergencia. Quería irme, así que me he ido, y como son ellos los que han creado esta situación, son ellos los que tienen que pagar los platos rotos –dije con tono convencido, a pesar de que muy en el fondo, en ese lugar recóndito de mí taponado por la rabia, sabía que no tenía razón.

Había muchas cosas en mi vida que hacían que el aire que me envolvía fuera irrespirable. Mis padres eran sólo la punta del iceberg. Eran la única parte evidente y visible, y yo no estaba preparada para sacar a flote lo que estaba escondido debajo del agua, así que les había tocado cargar con todas las culpas.

–Pero ¿por qué Reikiavik?

–Fue el primer vuelo que vi –mentí. No quería dar explicaciones que implicaran que me mirase como si me faltara un tornillo.

–Eres una turista muy extraña –dijo Orri, mientras me indicaba con la mano que torciera la esquina hacia la derecha–. Esta calle es Laugavegur, la calle comercial por excelencia de la ciudad.

Observé detenidamente la calle en la que nos encontrábamos hasta que reconocí una tienda de recuerdos con una estatua de un monstruo grotesco de más de metro y medio en la puerta. En el camino de ida me había quedado un buen rato observándolo. Llevaba un casco con dos grandes cuernos que parecía apoyarse en su nariz, alargada y colorada. Iba vestido con unos pantalones caídos y agarraba por el filo una espada más alta que él. Una sonrisa desdentada completaba la figura, ya de por sí inquietante.

–He venido por ahí –dije, señalando a mi derecha–. Recuerdo haber visto eso.

Había capturado todos sus detalles cuando había paseado por ella hacía unas horas. Verla sin tener delante el visor de la cámara hizo que fuera consciente de que la calle comercial más importante de Reikiavik no era digna ni siquiera de una capital de provincia. Los edificios eran bajos, de ladrillo o de madera pintada de colores que yo no podía ver. No había ni rastro de un rascacielos ni de un centro comercial decente.

Lo único que demostraba que aquel conjunto mal repartido de edificios era realmente una ciudad era la gran cantidad de pubs y bares que había por todas partes y los grupos de jóvenes y no tan jóvenes que caminaban por la calle con una (y dos) copas de más. Al menos parecía que aquella gente había encontrado formas de divertirse a pesar del frío.

Por lo demás, Reikiavik era peor que una capital de provincia. Si aquella era la capital del país, temblaba al imaginarme cómo serían el resto de las ciudades. En cuanto a los pueblos… ni siquiera me atrevía a pensar en ellos.

Vivir ahí tenía que ser deprimente. El frío, la poca población, las ciudades que se creían pueblos… y aquella cosa horrible que había reconocido y que en esos momentos señalaba Orri.

–Eso –dijo él, reproduciendo mi tono de disgusto–, mi querida turista desinformada, es un trol. Más vale que te acostumbres también a ellos, porque las tiendas de turistas están llenas de estatuillas del estilo.

–Agua que huele a huevos podridos y monstruos. Cada vez me gusta más tu ciudad.

–¿Para qué viajas si no quieres ver cosas nuevas? Y te lo he dicho antes: soy de Þorlákshöfn.

–Lo que tú digas. Bueno…

–… Orri.

–Eso. Gracias por traerme hasta aquí, Orri. –Iba a despedirme cuando empezó a negar con la cabeza vehementemente.

Insistió tanto en acompañarme hasta la puerta del hotel que antes de que me diera cuenta ya estábamos andando por esa calle de nombre impronunciable mientras Orri me explicaba que estaba en la ciudad de paso. Estaba haciendo un viaje por carretera alrededor de la isla con un amigo.

–Tiene tendencia a desaparecer del mapa –me explicó–. No me importa. Me da la oportunidad de conocer a chicas como tú. Aunque eso de «como tú» es un decir. Es evidente que tú eres especial.

En ese instante, harta de escuchar tanta frasecita enlatada, me quedé con lo superficial de esas palabras. Si hubiera escarbado un poco más, me habría dado cuenta de que aquella en concreto escondía más de lo que parecía a simple vista. Pero no lo hice, así que me limité a soltar un bufido y responder:

–¿No te cansas nunca? ¿No tienes un botón de apagado? De verdad, eres bastante simpático cuando dejas de lado esa faceta de «terror de las nenas».

A pesar de que el tono de mi voz no lo reflejaba ni tenía ninguna intención de admitirlo, lo cierto es que ese chico empezaba a resultarme extrañamente agradable. Esa máscara de «terror de las nenas», como acababa de definirla, parecía una marca de la casa, algo sin lo que no sería él mismo. Su interior no era tan duro como pretendía hacerle creer al mundo.

Dejé que fuera él quien llevara la conversación durante el resto del camino. Me habló de Islandia, todos los lugares que debía ver antes de volver a casa (todos maravillosos, bellísimos, apabullantes), de la comida, de la gente, de su pueblo. Tuve que detenerlo cuando empezó a hablar de mitología; casi sin darnos cuenta, habíamos llegado al hotel.

Orri miró el nombre del hotel, asintió para sí mismo, como si de pronto lo reconociera, y se volvió hacia mí con una amplia sonrisa.

–Puedo acompañarte hasta la habitación.

–Adiós, Orri –dije, poniendo los ojos en blanco.

–Vamos, era una broma –se excusó–. Oye, voy a estar uno o dos días más por aquí. Podemos vernos y te enseño la ciudad.

–No eres de aquí –le recordé.

–No es la primera vez que vengo a Reikiavik. Seré un buen guía turístico, te lo prometo. Y de todos modos, creo que será fácil superar a tus mapas y tus guías. Oh, espera. No tienes, porque eres…

–… una turista horrible. Lo sé –dije. Fingí que valoraba la oferta, aun cuando sabía que iba a aceptarla. En esas pocas horas de viaje, había descubierto que no me gustaba la soledad, al menos cuando era impuesta. Estaría bien tener compañía, aunque sólo fuera durante un par de días.

–A las diez de la mañana aquí mismo.

–Ya veremos –respondí, dibujando una media sonrisa, antes de entrar en el hotel sin decirle adiós.