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LA CHICA DEL LEÓN NEGRO

ALBA QUINTAS GARCIANDIA

Plataforma Editorial neo

ÍNDICE

    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
    27. Anexo: Mixtape
    1. Agradecimientos

Para Gonzalo,
no habría historia sin él

«Because love by its nature desires a future.»

SARAH KANE

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

Gerard se encontraba al límite, tanto física como psicológicamente. Una misteriosa convicción lo mantenía de pie, pero si no llegaba pronto a su destino, acabaría por besar el suelo con las rodillas y, sencillamente, abandonarse a sí mismo en el asfalto.

El camino se había cobrado gran parte de sus fuerzas. Al principio había recorrido las oscuras calles a buen paso, aunque atento siempre a cada sombra, a cada sonido. Al principio estaban casi desiertas. Al principio no se había imaginado la pesadilla en la que había entrado por su propio pie.

Iluso de él.

La primera risa desquiciada había provenido de una mujer, vestida con unos harapos tan sucios que apenas se distinguían del suelo en el que estaba tendida. La risa había seguido, mecánica, sin interrumpirse, unas carcajadas que no tenían en ellas nada de alegría. Gerard había dejado a la mujer allí, consciente de que no podía hacer nada, de que si se detenía, sería mucho peor. No parar, se decía. Si me dejo atrapar, será mucho peor. Y así era, pero, a medida que iba avanzando por aquella zona de la ciudad, intentar que todo lo que aparecía delante de él no lo afectara se le hacía imposible. Había acabado casi arrastrándose, como si sus piernas, que habían dejado de obedecerle, se movieran por puro instinto de supervivencia.

Su mente ya rogaba clemencia ante todo lo que había aparecido ante él.

Gritos. Aullidos. Ojos que no parpadean. Hombres comportándose como animales. Otros seres, que no eran humanos, dando vueltas sobre sí mismos, hablando solos. Llamadas de auxilio. Bocas deformadas. Gritos, gritos, gritos… no podía librarse de los gritos. El silencio era un extraño. Y, a medida que se acercaba a su destino, el poder de ella, su influencia, se hacía más palpable. Y Gerard sentía que también lo afectaba. Empezaba a ver siluetas, a sentir pánico, a escuchar susurros que gritaban más que los dementes que poblaban aquellas calles. Pero su conciencia aún se resistía a abandonarlo, porque sabía que entonces sería el fin.

Un hombre mayor pasó delante de él.

Se arrancaba mechones de cabello entre las manos, mientras reía.

Por suerte, no lo miró a los ojos.

Una voz, una voz de mujer, susurró en la cabeza de Gerard: «¿Por qué no te rindes?». Él sintió un nudo en el estómago, un pánico acuciante. Tuvo que parar un momento, respirar, fingir que no oía nada. Cerró los ojos para no ver la silueta de los aparentemente viejos edificios. Habría deseado que la noche fuera muy oscura para no poder ver nada. Aunque no sabía si era mejor mirar a la perdición a los ojos o sentir su aliento en la espalda.

«¿Por qué estás haciendo esto?», se dijo.

Suspiró aliviado cuando la voz que respondió a aquella pregunta correspondió con la de sus pensamientos.

Por el futuro.

Por su familia.

Porque él era fuerte e iba a aguantarlo. Porque merecería la pena.

«Pero sabes lo que viene después», volvió a decirse. Aunque esta vez la voz sonó un poco menos como la de él y un poco más como la de…

Ella. Suponía que era ella.

Ahora no podía rendirse. Estaba demasiado cerca de su destino. Lo había sabido al decidirse a hacerlo, había sabido que sería más que difícil. Solo una voluntad de hierro podía entrar en aquella zona de la ciudad y buscar lo mismo que todos los que habían pasado por allí sin desfallecer. Y aún hacía falta más fuerza para después del camino. Pero no, no tenía que pensar en eso. Aún no.

Tampoco era como si lo que había realizado hasta ahora no tuviera ningún método. Podía recordar el miedo del primer día. Había salido a dar una vuelta por los terrenos cercanos a la casa de campo de su familia, y se había topado con aquel pozo, de aspecto antiguo, pero todavía con los mecanismos intactos. Vencido por la curiosidad, Gerard se había acercado hasta asomarse para ver si tenía agua. Muy al fondo había visto su reflejo recortado. Y entonces aquella imagen lo había embelesado. Y, por primera vez, había caído.

La primera vez de muchas otras. El primer viaje a Némesis. No el último. No el más importante. El más importante era aquel.

Ya veía adónde había llegado.

Era inconfundible. Dos guardias, vestidos de negro, flanqueaban una puerta no muy diferente a la del resto de los edificios de aquella zona. Excepto por ellos mismos. Habrían parecido humanos de no ser por los ojos, bulbosos, parecidos a los de un sapo o una salamandra, y el tono de piel, gris, acorde con la noche que los rodeaba. A medida que Gerard se acercaba a ellos veía sus extrañas miradas fijas en él. Habría jurado que el gesto que apareció en sus rostros era de burla. Incluso de desprecio. Pero tampoco estaba seguro de cuánto de realidad y cuánto de ilusión, de espejismo, había ahora en el panorama que se le ofrecía.

Pero sabía que seguía en una de las siete zonas afectadas de Némesis. Sabía que estaba allí para hacer un trato con uno de los Delirantes. Sabía que todavía le quedaba esa última alternativa a su arte. Y que tenía miedo. Lo cual, en última instancia, era bueno; significaba que no había perdido del todo la cordura, al menos no del todo.

Recorrió los últimos metros que le quedaban.

–Vengo a verla –anunció, sabiendo que incluso esas parcas palabras eran innecesarias.

Esperaba un chequeo, puede que un interrogatorio o que lo registraran. Pero no hubo nada de eso. Uno de los guardias sonrió, dejando ver unos dientes largos y afilados, y dijo, con voz siseante: «Suerte». El otro le abrió la puerta e hizo un gesto de que pasara. De no haber estado aquellos dos delante, Gerard seguramente habría titubeado algo más, pero el deseo de alejarse de ellos se unió a su propia motivación. Al menos, tener a los guardias a las puertas, en definitiva, cerca de su objetivo, había hecho que la atmósfera demencial de su penosa travesía se alejara de su mente. Tenía fuerzas renovadas, sus pensamientos volvían a ser suyos. Y, por lo tanto, era menos vulnerable a su influencia sobre todo lo que la rodeaba. Todavía se preguntaba si había hecho bien en elegirla a ella de entre todos los Delirantes. Quizás habría sido mejor acudir a uno de los más débiles. Pero no, precisamente iba a ella porque, si lograba aguantar…, los resultados serían increíbles. Y porque en arte o se ponía toda la carne en el asador, o nunca se conseguiría… lo que fuera que el artista quisiera conseguir. Algo que, como le ocurría a Gerard, no siempre estaba claro.

El lugar en el que había entrado no tenía mucho que ver con las oscuras calles que acababa de abandonar. Lo primero que notó Gerard fue el frío, un frío seco que lo hizo abrazarse a sí mismo para intentar mantener el calor. Se encontró en un vestíbulo gigantesco, con forma cuadrada y un pasillo central de columnas que llevaba a una escalinata. Las columnas, en forma de espiral, eran extrañas, y mirándolas fijamente uno habría creído que se movían, como algún tipo de efecto óptico. Todo estaba decorado en blanco y negro, con el mayor de los contrastes, y sin ningún tipo de orden ni criterio.

Pero lo peor, como siempre, eran los ruidos.

No se trataba de gritos o risas, como en las calles. No; esto eran chirridos, golpes, tictacs de relojes que no se veían, ruidos como de maquinaria. Los sonidos se le metían en la mente, llegaban a todos los rincones de su pensamiento intentando desquiciarlo, y tuvo que ser muy fuerte para no hacerles caso y dejarse atrapar por ellos. El pánico volvía a invadirlo por dentro y sentía que estaba al límite del autocontrol. Gerard respiró hondo un par de veces y contó hasta diez para calmarse. Había descubierto que eso lo ayudaba, porque centrar la cabeza en algo tan sencillo como contar apagaba el resto de sus pensamientos. Cuando lo hubo conseguido miró a su alrededor. Tenía que subir por aquella escalinata blanca y negra, lo sabía. Y eso hizo. Subió a trompicones, casi sin fijarse en los escalones, y llegó hasta la puerta.

Era una puerta extraña. Tenía relieves de distintas figuras, humanas, animales, algunas ni lo uno ni lo otro. Todas parecían retratar la realidad (¿acaso lo era?) que él había vivido en las calles de la zona del Delirante. Sus ojos se detuvieron en la figura de una niña que se retorcía anormalmente. Si se fijaba con cuidado, parecía que se movía. Incluso escuchó, con ese oído interno que parecía estar desarrollando para cosas que no eran reales, pero que se sentían como tales, sus alaridos.

Sacudió la cabeza y desvió la mirada.

Hasta el último instante pretendía hacerlo fracasar, pero él no iba a caer.

La puerta se abrió, como activada por un resorte, nada más tocarla. Dejó un hueco entre las dos gigantescas hojas de madera que la formaban lo suficientemente grande como para que pasara un hombre, pero por el cual no podía verse lo que había más allá. Gerard entró a paso apresurado.

Y dentro, a la vez que la puerta se cerraba a su espalda, soltó un suspiro de alivio.

Lo primero que pasó por su cabeza fue un único e indivisible: «Lo he conseguido». Y vaya si lo había hecho. Aunque faltara la parte más difícil. Por alguna razón, siempre había tenido más miedo a la ruta que a su final.

Su final era ella.

En aquella sala no había nada, salvo el sillón en el que se encontraba sentada. Aunque los ruidos allí fueran mucho más intensos. Y las sombras (había sombras de cosas que no se encontraban en la habitación, que ni siquiera tenían una clara luz de referencia) bailaran de un lado a otro y pareciera que tenían voces propias, y su movimiento embelesara y enfureciera por igual a Gerard, como si quisieran dormir a su conciencia, y despertar una parte que su mente había encerrado dentro de él hacía mucho tiempo…

Se obligó a mirarla a ella. Y se encontró con sus ojos, claros, de pupilas pequeñísimas, muy abiertos y que no parpadeaban, fijos en él.

El pelo, casi blanco, le caía a un lado de la cara y le cubría la mitad del rostro. Llevaba una especie de argolla plateada en el cuello, aunque decorada con exquisitas filigranas. Vestía ropas muy poco uniformes, casi como harapos que caían sin ningún tipo de orden por su cuerpo, cubiertos de espirales y otras formas complicadas, que saturaban su vista. Lo peor, sin duda, eran las manos. Acababan en garras de color negro brillante, como si de ónix estuvieran hechas.

O quizás aquello no fuera lo peor. Quizá lo peor era lo que no se podía ver, pero que de alguna forma la rodeaba.

Cualquier descripción que había llegado a los oídos de Gerard acerca de lo que suponía estar en presencia de Locura se quedaba corta.

Y su voz. Su voz era espantosa.

–¿Pintor? –fue la primera palabra que salió de su boca–. ¿Pintor que piensa que cualquier realidad que aparezca en sus cuadros es una intrusa?

Rio. La sensación que daba era la de que mil personas estaban contenidas en su voz, como si mil tonos diferentes fueran los que salieran de aquella boca. Todos los sentimientos, todos los matices posibles, estaban allí. Y la mezcla, el escucharlos a todos a la vez, era más de lo que Gerard creyó poder soportar.

Parecía claro por qué los llamaban Delirantes.

–Dime, artista –le dijo ella, levantándose y dando un par de pasos hasta ponerse a un metro de él. Era alta, mucho más alta que Gerard, y el pintor no pudo dejar de fijarse en su respiración entrecortada. Era como si se estuviera ahogando constantemente–. ¿Pintas monstruos o espejismos?

Él tardó en contestar.

–Pinto… pintaba –se corrigió– pasiones humanas tal como pensaba que se debían plasmar en un lienzo, en unas pinceladas.

–Las pasiones de los humanos nunca se acaban, así que… ¿qué buscas aquí? ¿Qué quieres de mí?

Fue entonces cuando Gerard se quedó en blanco. La voz de la Locura (o las voces) había sonado desafiante. Lo retaba a algo que, ahora lo sabía, no estaba seguro de poder cumplir. La miró a los ojos.

Y vio la inmensidad del Delirio.

Vio algo demasiado grande como para poder abarcarlo un solo humano.

Ella notó sus dudas, el resquebrajamiento de su voluntad. Dio un paso más y extendió un brazo, hasta alcanzar con suavidad la barbilla del pintor. Gerard sintió una de sus garras rozando contra la parte alta de su cuello. Estaba helada.

Obligado a mirarla al rostro, con pocos centímetros de separación entre ambos, sintió como si su alma se empequeñeciera.

–No sé qué haces aquí, pintor –dijo ella–. No aguantarás el trato. Vas a perder la cabeza.

Repitió muchas veces el «vas a perder la cabeza», como si la divirtiera. Gerard buscó el valor para hablar.

–Yo era un pintor valorado en mi mundo. Con éxito, con dinero, con una familia que se permitía algunos lujos por todo lo que ingresaba. Pero desde hace años mi trabajo ha bajado de calidad. Los críticos comenzaron a masacrarme, mis ventas bajaron, ya ninguna galería quiere exponer mis cuadros. Cuando acabé en Némesis y vi de lo que erais capaces los Delirantes supe que necesitaba la ayuda de alguno de vosotros. Lo he perdido todo…

Locura lo escuchaba. Soltó otra de sus risas con timbre agudo, como si fuera un tic que no pudiera contener. Le soltó la barbilla y comenzó a andar a su alrededor. Gerard no se movió mientras escuchaba sus pasos a su espalda. Las sombras de la habitación se revolvían unas con otras y se movían a gran velocidad, casi como si estuvieran inquietas.

–Y déjame adivinar –dijo Locura–. ¿Buscas que los delirios le abran un mundo nuevo a tu arte? ¿Me darás tu alma a cambio de que yo impregne tus lienzos? ¿No te parece un precio desmesurado?

–Hubo alguien que dijo que el arte es prostitución. Yo creo que para ganarlo todo también hay que estar dispuesto a perderlo.

–Una cosa es venderte y otra jugarte lo único que un pobre desgraciado como tú tiene, pintor de pasiones, que es la vida.

–Y ¿por qué acabamos entonces todos nosotros en Némesis? ¿Acaso no es para hacer un trato con los Delirantes?

Justo en ese momento, Locura se volvió a parar enfrente de Gerard. El hombre se fijó en que sus pupilas se habían hecho incluso más pequeñas, y eran dos puntos apenas indistinguibles de sus ojos. Tras el comentario del pintor emanaba un aire distinto, casi amenazador, y él supo que de alguna forma se había equivocado al pronunciar esas palabras.

–No siempre –volvió a hablar ella, pronunciando despacio cada palabra–. Fíjate en esa cría a la que acompaña un león negro.

Así que se trataba de eso. La chica del león negro.

Aún sin saber qué ocurriría de seguir con aquel tema, Gerard prefirió no pronunciar palabra. De alguna manera, su instinto lo previno de ello.

Locura se dio la vuelta y volvió a sentarse en su sillón, con las piernas cruzadas y sus ropajes, como si la gravedad no les afectara, flotando en torno a ella. De pronto todas las sombras de la sala se unieron en el suelo que había bajo el sillón. Temblaban, se sacudían, parecían expectantes. Y Gerard comenzó a oír susurros en su cabeza. Eran voces agudas, ininteligibles, pero que lo atosigaban. Tuvo que esforzarse, una vez más, en centrarse en su objetivo.

Quería volver a pintar. Quería que volviera su inspiración. Quería volver a lo más alto y con ello darle a su familia la vida que merecía, la que su falta de éxito les había quitado. Se había resistido un buen tiempo, pero al final había comprendido que la razón por la que estaba allí era para recuperarlo todo. Y eso estaba en sus manos. Y había encontrado el valor para decidirse a hacer aquello que había supuesto el fin de tantos, pero que también podía darle… el mundo. Otra vez.

Un trato con un Delirante.

Gerard miró a los ojos a Locura nuevamente. Esta vez fue algo más que un cruce de miradas. Esta vez fue la confirmación.

Locura rio.

–Quizás en realidad ya estás loco –dijo.

Gerard suspiró.

–Quizá todos los artistas lo estemos.

–Y por eso Némesis es vuestro lugar. Conoces las reglas de los tratos con los Delirantes, ¿verdad?

–Es sencillo –asintió el pintor–. Dejar que tú entres en mí. Los artistas podemos usar los síntomas de vuestro mal para inspirarnos, para crear. Pero nuestra voluntad tiene que ser fuerte. Nuestro espíritu tiene que aguantar y sobreponerse a vuestro poder, o si no…

La Delirante volvió a reír, esta vez de forma abierta, mucho más alto.

–O si no…, ¡perderéis la cabeza!

La risa siguió. Creció y creció, y las sombras de la sala empezaron a moverse frenéticamente, y Gerard sintió cómo cada carcajada era un cuchillo que se clavaba en su pecho. Antes de que pudiera evitarlo, sus rodillas golpearon contra el suelo. Y oyó el grito de la Locura.

–¡Ya es tarde, pintor! ¡No aguantarás!

Pero a Gerard le quedó un último atisbo de fuerza.

–Hazlo –dijo.

Y Locura cayó sobre él.


Anne llevaba horas dando vueltas en aquella gran cama, sin ser capaz de dormirse. Se preguntaba si debía empezar a comprar una medicación para ser capaz de conciliar el sueño, pero le daba miedo que una vez empezara a tomarla no pudiera irse a la cama sin ella, como les ocurría a varias de sus compañeras de trabajo. Y, en el fondo, sabía que bastaba con calmar sus agitados pensamientos para que el esperado descanso llegara. Pero no se sentía capaz de ello. Siempre volvía a ella una nueva preocupación, y el hecho de que su cama de matrimonio estuviera cada vez más a menudo vacía de noche no ayudaba.

Ya había dejado de preguntarle a Gerard, su marido, a qué se debían sus ausencias. Sabía toda la culpabilidad que le reconcomía por dentro, conocía su tristeza, pero tenía que respetar que él no quisiera hablar con ella. Aunque a veces Anne no podía evitar dejarse llevar por las dudas e, incluso, preguntarse si tendría una aventura.

Sí, desde luego tenía que apartar esos pensamientos de la cabeza o no podría conciliar nunca el sueño. Se levantó, pensando en hacerse una valeriana rápidamente y volver a acostarse un poco más relajada. Pero cuando salió del dormitorio algo la distrajo de su cometido.

Por la rendija de una de las puertas del pasillo se colaba un haz de luz y sonaban pasos al otro lado. Anne se dio cuenta, tras la sorpresa inicial, de que era la puerta que daba entrada al estudio de pintura de su marido. Ni siquiera había oído entrar a Gerard, y eso que tenía buen oído.

Abrió con cuidado la puerta. También con cierto temor. El temor de alguien que sabe que puede descubrir algo que preferiría no saber.

Pero, desde luego, lo que vio no fue lo que esperaba, sino mucho peor.

Lo primero que llamó su atención fue el gigantesco lienzo que estaba tendido en el suelo. Y es que era imposible apartar la vista de él. Estaba pintado en su totalidad de colores muy brillantes, desequilibrados, combinados con negro. La misma figura se repetía a lo largo de toda su superficie: un ojo muy abierto, de cuyo interior manaba algo que, de no haber sido rojo, hubiera pasado por lágrimas.

Aquellos ojos lloraban sangre.

Gerard pintaba enloquecido, dando pinceladas aquí y allá, arrastrándose de un lado a otro de la sala. Anne contempló a su marido aterrorizada. Se había pintado a lo largo de los brazos, una y otra vez, el mismo ojo. De vez en cuando, entre sus compulsivos movimientos, soltaba algún pequeño alarido.

Anne observó horrorizada cómo agarraba varios pinceles y empezaba a soltar pinceladas a destajo, unas al aire y otras dirigidas al lienzo. Al final no pudo aguantar.

–¿Gerard…?

Su marido se dio la vuelta de golpe, rígido como una estatua. Por un momento ella creyó ver un signo de reconocimiento en sus ojos y se sintió aliviada. Pero eso duró tan solo un instante, hasta que Gerard abrió la boca y aquella palabra salió de sus labios.

–¿Mamá…?


A la mañana siguiente, el famoso, aunque caído en desgracia, pintor Gerard O’Neill ingresaba en un psiquiátrico por demencia repentina. No volvería a salir de allí.

CAPÍTULO II

Pobre, pobre Gerard.

Otra víctima más de Locura. ¿Otra víctima más del arte? Quizá sería más adecuado decir que otra víctima más de Némesis. Mundo, capital, monumento a la oscuridad. Cómo explicarlo. Cómo hablar de las cenizas en los pulmones, de las sombras invisibles, de los gritos del silencio y las prisiones de paredes que te persiguen. De historias sabidas, pero no contadas.

Némesis.

Una vez escuché que era el mundo de aquello que tienen en común todas las almas del universo. Qué irónico que lo común sea la noche. Oh, sí, la noche. En Némesis siempre es de noche. Siempre he pensado que ningún Delirante sobreviviría a un amanecer. El poder del delirio lo guarda la oscuridad, y por eso quienes llegan aquí necesitan saber que su espejo será la noche. Que en la oscuridad se encontrarán. Y que quizás, y solo quizá, no podrán soportarlo.

Pobre, pobre Gerard.

El pintor se quedó sin colores, y los colores se quedaron sin su amor.

Pobres colores. ¿Quién os querrá ahora?

Oh, soy cruel. Oh, a quién le importa. En un mundo dominado por los Delirantes y sus horribles tratos, un poco de ironía nunca está de más, sobre todo si eres, como ahora soy yo, un mero observador. Es lo de siempre: el que ve no actúa, el que actúa no ve. Estrellas desde el cielo o soldados en la tierra. Escoge bien. Escoge muy bien, que te va la vida en ello. Y una vida es mucho tiempo sin actuar. Y una vida es mucho tiempo sin ver.

Pero yo estaba hablando de este mundo.

En realidad es sencillo. Hay una zona neutral, por la que pululan, sin saber muy bien qué hacer, los que llegan de alguna manera aquí. No voy a decirte por qué llegan, porque ahora no es el momento, pero llegan, aparecen. La zona neutral ocupa la mayor parte de este lugar y varía mucho de uno de los extremos al otro: hay zonas abiertas, zonas estrechas, zonas subterráneas, la mayoría zonas pobres de edificios sucios y semiderruidos, como corresponde a un lugar como Némesis. Y ¿el resto de zonas? Esas son las suyas. Aquellas en las que no se debería entrar si no se desea respirar el mismo aire que los Delirantes.

Como las calles que Gerard atravesó para llegar hasta Locura. No es que allí se hubieran juntado todos los locos. Es que habían entrado en su zona de control y no lo habían soportado.

Sí, esos son los Delirantes.

Los auténticos señores de este mundo. Quizá la razón de su existencia. Quizás ellos sean lo común. Mil universos posibles, millones de seres que los habitan, y bastan siete horrores para dominarlos a todos. Salvo a los ángeles. Ah, pero de Alen ya hablaremos más tarde.

Estoy diciendo demasiado.

Cuando yo solo quiero contar.

Así que solo te daré los nombres de los Siete: Locura, Cólera, Culpa, Pánico, Euforia, y los dos menores, Celos y Odio, unidos para la eternidad, y la mayor. La más poderosa. Por suerte no sale de su bello palacio.

Melancolía.

Delirantes, los llaman. O se hacen llamar, qué importa. Pero el nombre es certero.

Así que sí, esta es nuestra ciudad. El lugar en el que el arte y las pasiones se alimentan de delirios. Ya has presenciado un trato. Ya sabes cómo funciona; lo has oído en las palabras del desdichado pintor. Aunque queda una cosa por explicar, y es qué buscan los Siete con los tratos. Pero, eh, si yo te lo contara todo desde un principio, no creo que te quedaras a observar de buenas a primeras. Ya me entiendes. Cuestiones de intriga y todas esas cosas que dicen que tienen que estar presentes en cualquier narración de una historia. Y esta es una historia. Una que espero que tú sigas con el mismo interés que yo. Siéntate junto a mí. Seamos observadores, seamos vigías. Hay un faro y una tormenta, y tú quieres ser la luz que guía, pero lo único que puedes hacer es alzar las manos e intentar consolar al cielo para que deje de llorar.

Las historias son tormentas. ¿De quién será esta? ¿Por quién aúlla el mundo esta vez? A Locura le cabrea mucho su existencia. A todos los Delirantes, juraría, porque no hay nadie a quien odien más que a quien ha escapado de su juego de seducción tantos años y vaga por Némesis, entra y sale, enreda y exhibe su fuerza a placer. Ya has oído a la Delirante. Ya lo adivinó Gerard. Soy yo el que te lo digo.

Esta historia es de ella. De Serena.

O como se la llama por aquí, la chica del león negro. Buen nombre para una leyenda. La melena oscura, las manos llenas de heridas de guerra, la voluntad resuelta y la lucha en los ojos. ¿Por quién luchas, Serena? ¿Quién te duele? Oh, y me olvidaba del león. El león negro que siempre la guarda. Quizá lo haga por los otros mil fantasmas de su mente que deben acosarla, que lleva a cualquier parte. Quizás el león solo sea ese alguien que porta la fuerza de Serena que ella no sabe que es suya. O quizá realmente es un rey el que la protege. No sé en qué convierte eso a Serena.

¿Dejará que la conozcamos?

¿Dejará que la sigamos por las calles de esta capital, este monumento, esta tierra de delirios y Delirantes, esta noche que no acaba…?

Pero, antes que nada, sé que tienes otra pregunta. Quizá la más pertinente. La que debería responder al principio, antes de meterte en este mundo de pesadillas. ¿Por qué deberías seguir en el corazón de la noche a un perfecto desconocido?

¿Que quién soy yo? Ya lo sabrás. A su debido momento. Por una vez cree en esa quimera de que todo sucede cuando debe suceder. Confía en mí. Ven conmigo a conocer a Serena en su casa, su auténtica casa. Ven a ver con tus propios ojos a su precioso Pascal. Yo solo… estaré merodeando por aquí.

Y dicho esto, solo me quedan unas pocas palabras más para ti.

Bienvenido a Némesis, intruso.