Cubierta

Bittersweet

Melanie Rostock

Plataforma Editorial neo

índice

    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
    13. Capítulo 13
    14. Capítulo 14
    15. Capítulo 15
    16. Capítulo 16
    17. Capítulo 17
    18. Capítulo 18
    19. Capítulo 19
    20. Capítulo 20
    21. Capítulo 21
    22. Capítulo 22
    23. Capítulo 23
    24. Capítulo 24
    25. Capítulo 25
    26. Capítulo 26
    27. Epílogo

Para Laura, porque ha sido mucho más que una fuente de inspiración para mí. Además de mi amiga y musa particular, ha sido mi editora.

Para todas aquellas personas que han sufrido o sufren acoso escolar. Que encuentren la fuerza y el apoyo que necesitan para superarlo.

«Cuando la vida te presente motivos para llorar,
dale mil y una razones para reír.»

ANÓNIMO

1

«Por favor, que no diga mi nombre, por favor, por favor, por favor.»

–Bambi Peterson.

«¡Mierda!»

La clase se encoge y me aprieta tanto que casi no puedo respirar. Decenas de ojos me miran expectantes. Hay diversión en ellos porque el espectáculo está a punto de empezar, pero todos sabemos que no acabará con aplausos.

La profesora me apremia a salir, a exponerme delante de todos. La pizarra me parece una herramienta de tortura de la Edad Media. Solo que el dolor no es físico, es un tormento mental que me va debilitando poco a poco, y noto un vacío en mi interior.

Agarro la tiza. Mis manos están tan sudadas que temo que vaya a derretirse. Me quedo mirando el problema que hay escrito en la pizarra, pero se me nubla la vista y la concentración se dispersa por las risas que se me clavan como puñales en la espalda. Las pizarras no deberían existir, sobre todo si personas con nombres ridículos como el mío son llamadas a escribir en ellas.

No soy capaz de resolver este problema ahora. Quiero desaparecer, convertirme en una masa invisible y entrar en sus cerebros para exprimirlos y hacerles sufrir lo mismo. Cuando apoyo la mano izquierda en la superficie fría, se tiñe de un verde más oscuro. Risas, risas y más risas. «Tonta», «qué tonta es», «mira que es fácil», «sí, pero de donde no hay no se puede sacar». Risas, risas y más risas. La profesora los manda callar, pero hay tan poca autoridad en su voz que parece sentirse obligada a hacerlo, aunque en el fondo creo que piensa lo mismo que ellos.

Demostrada mi incapacidad, se acerca, intenta ayudarme torpemente haciéndome preguntas que en este momento no entiendo. Lo mejor sería que me mandara de nuevo a mi sitio, donde le lanzaría una mirada triste a Connie, y ella me devolvería otra cargada de comprensión. Pero en lugar de eso la profesora de Matemáticas intenta que lo resuelva y la frustración llama a las lágrimas. «No salgáis, malditas.» Odio las lágrimas casi tanto como a ellos, porque me hacen parecer débil y estúpida. Odio a mis padres por pensar que un nombre como Bambi podría traer algo bueno.

–¿Qué pasa, Bambi? ¿No enseñan mates en el bosque? –pregunta el gracioso de turno, Alec: guapo, malote y payaso; la combinación perfecta para volver locas a las chicas. No a mí, yo le deseo una muerte lenta y dolorosa desde que se burló del poema que le dejé en su pupitre cuando teníamos once años. Estaba convencida de que era mi príncipe azul. Vivía en otro mundo, un mundo lleno de fantasía que me hacía ser más infantil. Alec se lo enseñó a todos riéndose de mí, y yo me eché a llorar. Ese fue el momento en el que me pusieron la etiqueta: pava.

Qué poco conocía a Alec, estaba colada de la imagen que tenía de él en mi cabeza, pero al verdadero le encanta que los demás le rían las gracias a costa de otro. Hacer que mi vida y la de mi mejor amiga, Connie, sean miserables ha sido su hobby desde primaria. Y no solo el suyo, también el de su novia, Carol, y el de los amigos de Alec y los amigos de Carol. Es decir, más de la mitad de la clase.

–Bambi, a estas alturas este problema debería ser cosa de un minuto. –Está dando de comer a las bestias carroñeras que saborearán con gusto mis pedazos.

Estoy a punto de seguir el impulso y salir corriendo de la clase cuando suena el timbre. Cada vez que oigo ese sonido una sensación de alivio me recorre el cuerpo, como si hubiera estado sosteniendo una losa muy pesada durante una hora entera y el timbre la hiciera desaparecer de repente. La profesora me mira y comenta algo sobre entregarle el resultado del problema en la próxima clase, pero casi no la oigo por el ruido que hacen las sillas al arrastrarse hacia atrás y el parloteo de la gente. Asiento automáticamente y vuelvo a mi sitio, rehuyendo las miradas que tanto me duelen. Por suerte ya han salido, y Connie me espera en la puerta. Su sonrisa, brillante por la ortodoncia, me sirve una vez más de apoyo, me recuerda que no estoy sola.

–Venga, tía, que no quiero quedarme sin muffins.


Para llegar a la cafetería recorremos el pasillo de pequeñas baldosas que se comunica con el patio interior y, a través de los amplios ventanales de rejilla, echamos un vistazo al banco donde siempre nos sentamos.

–No hay nadie –confirma Connie, y, entusiasmada, me enseña su gran tesoro con One Direction en la portada. Leer el horóscopo y hacer el test es su parte favorita del día.

Pongo los ojos en blanco, pero sonrío al mismo tiempo.

–¿Cuál toca hoy?

Connie abre la revista murmurando que todavía no lo ha visto y giramos el recodo a la derecha para entrar en el comedor. Siempre hay un buen surtido de bollería por la mañana y un menú de lujo para el almuerzo. Visto así, parece una suerte, pero la verdad es que ningún lujo compensa nuestro martirio.

Los muffins de chocolate se han acabado, así que pedimos dos de mermelada de frambuesa y, a buen paso, nos dirigimos al patio.

–¡Oh! –dice Connie con la boca llena mirando la revista. Sus rechonchos mofletes se tiñen ligeramente de rojo.

–A ver –digo poco impresionada, mirando por encima de su hombro. El test está encabezado por la imagen de una pareja estirada en la cama. Él sin ropa de cintura para arriba y ella tapándose con la sábana. Niego con la cabeza y leo–: «¿Es el momento ideal?» –A dos pasos del banco, Connie cierra la revista a toda prisa. Nos sentamos en la parte superior del respaldo–. Bueno, ¿lo es o no?

–Voy a ver –contesta como si su vida dependiera de ello, y saca un boli del bolsillo de la americana azul marino, rozando desde dentro el bordado dorado del escudo del colegio.

–Y ¿si te sale que es tu momento ideal hoy mismo? ¿A quién te tirarías? –pregunto riéndome. Y, antes de que me conteste, añado–: Harías todo lo que te dijera esa revista, eso da miedo.

–No me distraigas, tía –responde, arqueando la espalda como si fuera a zambullirse dentro.

–Oye, pero léelas, cabrona, que yo también quiero saber si es mi momento ideal –me quejo mientras me rehago la coleta-moño en la coronilla, abandonando la mitad de la magdalena en la falda a cuadros grises del uniforme.

–¡Si tú ya lo has hecho! –Desvía un momento la vista de las preguntas para remarcar sus palabras con sus ojillos negros, y me da el papel arrugado de su muffin. No ha dejado ni una miga.

–Pero ¿dónde pone que sea para vírgenes? –protesto con las cejas levantadas–. También puede valer cuando lo haces por primera vez con un tío sin ser virgen.

–¡Chist! Que empiezo:

Cuál de estos sería tu caso:

  1. Lleváis saliendo unos meses
  2. Acabáis de conoceros
  3. Sois amigos con derecho a roce
  4. Es tu amor platónico

–No entiendo la D –digo–. Es tu amor platónico, ¿y vas a hacerlo platónicamente? Además, eso de lleváis saliendo meses… pues podrían ser semanas.

–No, porque si fuera semanas sería la B.

–La B es para el típico rollo de una noche.

–Pues no sé de qué te quejas, porque las dos tendríamos que elegir la D.

Nos miramos y soltamos una carcajada.

–Pues vaya mierda, tía –un mechón caoba se me escapa de detrás de la oreja y vuelvo a colocármelo–, paso de seguir.

–Pero ¿no quieres saber la respuesta?

–Sí, ya te la digo yo: lo tienes crudo.

Connie se ríe, mira con deseo el trozo de magdalena que me ha sobrado y se lo doy. Para comer tanto no está todo lo rellena que uno esperaría, pero sí mal proporcionada: pechos pequeños, cintura estrecha y ancha de caderas para abajo. Yo creo que podría sacarse partido si quisiera, pero nunca se arregla el pelo ni se depila y, si no fuéramos de uniforme, sus vestidos de vuelo por debajo de la rodilla estilo casa de la pradera no la ayudarían para nada. Es como si se hubiera quedado congelada en el cuerpo de aquella preadolescente que llegó al instituto con once años y que etiquetaron como «la fea» después del comentario de Alec: «Pues sí que es fea la nueva».

–Lee el horóscopo, a ver si tenemos más suerte.

–Vale. –Pasa las páginas hasta que lo encuentra–. Capricornio. Salud.

–No, dime el amor –la interrumpo, dándole mucha más importancia de la que realmente tiene.

–¡Anda! –Me dedica una sonrisa que me muestra casi cada bracket y saborea el momento añadiendo «vas a tener suerte» con la voz más aguda.

–Suéltalo ya.

–El chico de tus sueños puede darte una sorpresa pronto. Eres muy exigente en el amor, pon un poco de tu parte para que funcione.

Resoplo.

–Y ¡ahora el mío! Cáncer. Venus te aportará la confianza necesaria para que demuestres lo que vales. Deshazte de la vergüenza. Y ¿ya está? –dice, mirándome con incredulidad.

–Lo de Venus es una mierda, tía. Cuando dice lo de Venus y lo típico de la luna es que no se cumplirá ni de coña –contesto con una amplia sonrisa. No me gusta nada mi sonrisa porque se me ven demasiado los dientes frontales.

–Pero ¡si no dice nada que se tenga que cumplir! No dice que vaya a conocer a nadie. Yo creo que se han dejado algo, esto no tiene sentido. –Lanza la revista al banco, despechada.

Antes de que pueda contestar, Carol se acerca con su séquito lameculos y Connie la recupera rápidamente para enrollarla y guardarla debajo de la chaqueta, avergonzada por que la vean leyéndola.

–¿Qué has estado diciendo de Carol por ahí? –prorrumpe Erika, arrugando la nariz como si estuviera tratando con un bicho asqueroso. ¿Me habla a mí? No sé a qué se refiere.

Carol me observa con rabia. De verdad piensa que le he hecho algo. ¿Qué puede hacerle una abeja común a una reina?

–No he dicho nada de Carol –contesto, enfrentando su mirada con temblor en el cuerpo.

–Eso no es lo que me han dicho –interviene ella con un bufido. La tercera en discordia, Valerie, asegura que he estado hablando de Carol por ahí, llamándola zorra. Carol me mira con ojos de hielo y tuerce la boca en una sonrisa despiadada–. Zorra lo serás tú. Espera, no, las zorras suelen zorrear por ahí, pero tú no puedes, ¿verdad? Espantas a los tíos. Yo seré una zorra, pero tú les das asco.

–Dejadlo ya –me defiende Connie con la vista fija en el suelo y los hombros caídos.

–Ya salta la otra. La fea y la pava. –Las amigas ríen. Le tocan el pelo a Connie con repulsión, como si fueran algas viscosas. Connie se repeina los mechones ondulados sin apartar la vista del suelo.

–¿Te has mirado al espejo? –le pregunta Valerie–. No sé cómo puedes salir de casa con esa cara.

–Y ese culo gordo –se ensaña Erika.

La rabia me corroe por dentro, pero no tengo fuerzas para intervenir, hace tiempo que las perdí. No recuerdo si fue el día en que me metieron en la lista de las retrasadas de la página de Facebook «no oficial» del colegio, o cuando tiraron toda mi ropa al contenedor de la basura durante las colonias y después provocaron que me meara encima.

Se ríen de sus bromas hasta que advierten que los chicos han acabado de jugar el partido de fútbol, y entonces corren hacia ellos como moscas a la mierda.

–Idiotas –farfulla Connie cuando ya están lejos. No diría una palabrota peor que «imbécil» o «idiota» aunque la pensara; supongo que es por cómo la han educado. Su madre es de las que dicen: «Te lavaré la boca con jabón» y habla de sexo con metáforas.

–No les hagas caso –digo yo, pasándole un brazo alrededor de los hombros–. No te creas por un momento que eres fea, ¿me oyes? –Connie asiente sin mirarme. Sé que no está llorando porque nunca la he visto llorar, pero eso no significa que no le afecte; se lo guarda todo, no se lo ha contado a sus padres–. Además –sonrío–, a los tíos les mola que las tías tengan culo, para poder agarrarse bien.

–Anda ya –responde. Se sube el calcetín azul marino hasta la rodilla tapando los pelos que tantas veces le he dicho que se quite, pero ella no quiere desobedecer a su madre, que opina que todavía es muy joven para depilarse. Tiene quince años y yo acabo de cumplir los dieciséis.

–¡Te lo juro! Erika te tiene envidia porque no tiene culo.

Nos reímos. Así es como logramos seguir adelante. Un día por una y otro por la otra. No sé cómo conseguiría arreglármelas sin Connie.


Las llaves caen en la encimera con un sonido hueco, tan hueco como las tres plantas de mi casa. Este es el resultado del trabajo de un diseñador que se encargó de quitar un poco de personalidad por aquí y otro por allá para dejar algo que llamó «moderno», y se quedó tan pancho. Por supuesto, no le dejé tocar mi habitación. Ni papel pintado, ni muebles de revista, persiana con control remoto o hilo musical de hotel. Todo lo elegí yo. Lo que más me gusta es que está en la tercera planta, la más aislada, y que es muy grande. Se divide en dos ambientes: el dormitorio, donde están la cama, la cómoda de madera y el escritorio, y el vestidor, con un tocador rodeado de bombillas redondas como en los camerinos. El trozo de pared que se puede apreciar tras los pósteres de Arctic Monkeys, The Killers, Thirty Seconds to Mars, además de otros tantos de películas y actores, es de color berenjena, mi favorito.

Le doy al botón que hay detrás del iMac y lanzo la chaqueta del uniforme sobre la cama donde Berta me ha dejado la ropa planchada y doblada. Los viernes sale antes, pero siempre se asegura de dejarlo todo como una patena. Berta es sudamericana y tiene la mejor voz de blues de la historia. Aunque uno esperaría que la volviera loca la salsa, dice que le da dolor de cabeza y que con cincuenta y ocho años uno no aguanta el ruido. A veces, cuando necesito dejar de pensar un rato le pido que me cante Baby won’t you please come home? Y funciona, me olvido del mundo.

Enciendo el iPod que hay encima de la cómoda y pongo Franz Ferdinand. Siguiendo el ritmo con golpes de cabeza cojo las medias y la ropa interior de encaje para guardarlas en el primer cajón del mueble. Doy media vuelta, alzando los brazos y cantando, y me planto frente a la mesita de noche en dos saltos. Con el resto de la ropa en el brazo –camisetas de grupos, vaqueros rotos y camisas a cuadros–, voy hacia el vestidor bailando.

Después me siento delante del ordenador y lo observo durante largo rato. Me gustaría tener una cuenta de Facebook para colgar fotos y hacer comentarios con mis amigos. Me gustaría tener un blog y publicar mis relatos. Pero no puedo, no puedo seguir tragando insultos. Niego con la cabeza para apartar esos pensamientos y abro un documento de Word. Antes de ponerme a escribir pienso en el título de la idea que tuve el otro día, pero todavía no lo he decidido. Escribo una palabra y las demás salen de corrido, como si ya estuvieran escritas y solo estuviera dándoles forma.

El cielo se había teñido de rojo sangre y, aunque Lamar nunca había creído en absurdas premoniciones, sintió que le faltaba el aire en los pulmones.

Hacía mucho que se preguntaba cuándo iba a suceder; después de todo, había mancillado el buen nombre de la heredera de la corte Espino. «Sangrarás por ella, muchacho. Más vale que te alejes de ese nido de serpientes antes de que te muerdan con sus dientes de oro», le había dicho el Moro, caballero y gran amigo. Pero él había decidido ignorar tan sabias palabras. Por entonces quería demostrar que era alguien, a pesar de no tener sangre noble. Él no era solo un bastardo o medio-hombre, como lo llamaban. Él era domador de bestias inmundas, tenía un don y era digno de yacer con la alta alcurnia como cualquier hombre de Riba Pantano.

El cielo se había teñido de rojo sangre, tal como había augurado la vieja gitana pordiosera que le había tomado la mano como si fuera dueña de su cuerpo.

La sangre se le congeló en las venas.

El rumor lejano de los cascos anunciaba la llegada de jinetes, y Lamar sabía que venían por él. Bajó la escalera a toda prisa y abrió la pesada puerta del sótano. «Al fa yat», murmuró con fingida calma, pero no engañó al Grifo. Con grandes ojos dorados y graznidos ensordecedores, el animal batía las alas derrumbando todo lo que había a su alrededor. Una de las patas estaba atada a un grillete fijado a una barra de hierro que salía del suelo, junto al desagüe. «Umeati, umeati», gritó Lamar intentando tranquilizarlo y aferrando la cadena para hacerlo bajar. Con una mano temblorosa sacó una pequeña llave de hierro del interior de su capa mientras con la otra hacía gestos circulares y decía «Uvrarki se ikte fva. Eslora nevte si», pero un golpe de viento originado por el furioso batir de alas la hizo caer. La llave rebotó contra la piedra y cayó entre las rendijas del desagüe. La maldición de Lamar quedó acallada por el inesperado descenso del animal, que chocó pesadamente contra su cuerpo y la cabeza de Lamar se golpeó contra la piedra.

En el piso de arriba se oyeron tres golpes de guante de hierro contra la endeble puerta de entrada. Pero ni las potentes voces que anunciaban que iban a forzar la entrada en nombre del conde ni los chillidos enloquecidos del animal consiguieron que Lamar recuperara la consciencia.

Suena el teléfono. Mis padres no están, qué novedad. Están trabajando, uno vendiendo software por el mundo y la otra gritando órdenes a las redactoras de una revista que compran mujeres muy preocupadas por el estúpido trending. ¿Qué se lleva esta temporada? Pantalones estrechísimos (que solo realzan la figura de mujeres esqueléticas) que dejan a la vista calcetines de media con detalles en negro, que se llevan con tacones y no sé qué mierdas más.

Solo estoy yo para atender al teléfono.

–¿Quién? –contesto, molesta porque hayan interrumpido mi inspiración.

–¿Cómo osas contestar al teléfono de esa manera apática y tan poco sexy? –preguntan al otro lado. Sonrío. Es el único que puede cortarme la inspiración sin que me enfade.

–Hola, Liam.

–¿Te he pillado en mal momento? ¿Te estabas tocando o algo así?

–Gilipollas.

Risas.

–He pensado que hoy, en lugar de escuchar el llanto desesperado de mi madre y los gritos embriagados de mi padre, podría salir a tomar algo con alguien interesante como tú.

–¿Por qué hablas como si estuvieras escribiendo? Es muy raro.

–Joder, Bambina, siempre me bajas el ego de una hostia. –Liam me llama Bambina, que es «niña» en italiano. Es una manera muy cariñosa de esconder un nombre ridículo. Ni siquiera tiene un diminutivo que quede bien: Bam suena a disparo, Bi es patético.

–Estaba escribiendo, y luego tengo que estudiar.

–Siendo tan santa no llegarás a ninguna parte en el mundo de las letras. Ser escritor es emborracharse todos los días de la semana.

–Hace un par de siglos, quizás. En la bohemia francesa.

–No seas palo, Bambina. Un copazo en el cielo y luego volveremos a nuestro infierno.

–Tengo un examen el lunes.

–¿Te ha salido algo bueno? –Este es Liam, centrándose en lo que realmente le interesa.

–He empezado una historia épica.

–¿No querías hacer algo delirante y oscuro?

–No consigo avanzar con eso.

–Hablémoslo con un cubata. Te espero en veinte minutos en Los Espejos.

2

Las sillas continúan del revés sobre la veintena de mesas que caben en el espacio de baldosas negras y blancas. La iluminación es tenue, como si fueran un puñado de velas las encargadas de hacer la función en vez de las bombillas. La barra es de madera maciza y la parte inferior, de un material acolchado verde botella adornado con espejos en forma de rombo. Al ser la planta baja, la luz de la calle no llega y en lugar de ventanas hay una inmensa pared repleta de espejos de todos los tamaños y estilos. En su conjunto, el aspecto del local es lúgubre, muy diferente de su gemelo de arriba, que luce moderno y elegante con lámparas de araña, sofás estilo francés y espejos con marcos ribeteados.

El humo del cigarrillo de Liam se retuerce hacia el techo; el joven lo sujeta entre los dedos índice y anular, y dedica la mano que le queda libre a escribir en un cuaderno. Una taza de café descansa a su izquierda y otra, vacía, está apartada unos centímetros más allá. Da una calada a intervalos de diez segundos arrugando la frente por la concentración. Con el pelo negro alborotado y el gesto continuamente pensativo representa el arquetipo de escritor, pero el modo insolente en el que está sentado, la chupa y los tejanos, estrechos de pernera y ligeramente anchos a la altura de la cadera, se alejan de esa imagen, asemejándolo más a un chico de barrio.

Cuando la puerta gime sobre sus bisagras, alza la cabeza lo justo para ver quién ha entrado y la decepción cruza su rostro.

–¿Vas a colocar las sillas o estás esperando a que se coloquen solas? –pregunta un hombre de anchas espaldas y barriga prominente.

–¿Qué? Mi turno no empieza hasta dentro de tres horas –responde, frunciendo el ceño.

–Dale las gracias al Chupapollas. No se ha presentado hoy. –El comentario le hace apretar la mandíbula–. Y ¡apaga esa mierda! –grita, haciendo aspavientos con la gran maza que es su brazo.

–Vale, joder, cómo estamos hoy. –Apaga el cigarro en la taza vacía y se levanta sin apartar la mirada del grandullón. Deja una silla en el suelo. Después rodea la mesa y hace lo mismo con la otra.

–Más brío, que no tenemos todo el día. –Echa un vistazo a su reloj de pulsera–. En una hora abrimos, así que espabila.

El hombre se dirige hacia la puerta en el momento justo en que esta se abre, y la hoja tropieza con su cuerpo, que la hace temblar como si hubiera chocado contra una roca. Una chica asoma por detrás y balbucea una disculpa mirando interrogante a Liam. Por un momento parece indecisa, no sabe si entrar o quedarse fuera. El gorila vuelve la cabeza rapada hacia atrás mirando a Liam con reprobación.

–Tengo una hora, ¿no? –pregunta con una sonrisa astuta, y le lanza una mueca despreocupada a la joven invitándola a pasar con un gesto.

Antes de salir hacia la planta de arriba, las pobladas cejas canosas del jefe se convierten en una a la vez que levanta el dedo índice para remarcar: una hora.

Ella cuelga el bolso del brazo de la silla donde Liam tiene sus cosas y lo ayuda a montar la sala.

–¿Para esto me has sacado de casa?

–Lo siento, Bambina. No estaba previsto, pero es un momento.

–Es mejor que estudiar Historia –conviene, satisfecha con la disculpa.

Durante un minuto Liam no responde y la observa sonriente.

–No me lo trago. Estoy seguro de que no has abierto el libro de Historia. Has estado escribiendo hasta ahora. –Espera a ver la reacción de Bambi para añadir–: Lo sabía.

–Es que es un coñazo, todavía ni me lo he mirado.

–Pero hacemos sesión de lectura el domingo, ¿no?

–Supongo. –Se encoge de hombros y el recogido, entre una coleta y un moño, se agita en consecuencia–. No me vendrá mal un descanso.

Cuando las sillas ya están colocadas, Liam se mete tras la barra.

–¿Qué quieres beber, pequeña? –El ruido de la puerta de la nevera se mezcla con su voz grave, segura.

Bambi sonríe al oír el apelativo «pequeña». A simple vista no se aprecia la diferencia de edad, pero la naturalidad con la que Liam se desenvuelve tras la barra hace suponer que tiene experiencia y lleva un tiempo trabajando.

–Una Coca-Cola. –Se deshace la coleta-moño y vuelve a recogerse el pelo dejándoselo prácticamente igual. Cruza las piernas y espera a que Liam vuelva, agitando la puntera blanca de las Converse.

–Yo también beberé lo mismo –anuncia acercándose con dos botellines de cristal en una mano y dos vasos de tubo con hielo en la otra. Bambi lo mira extrañada y sonríe con reconocimiento cuando Liam saca su petaca del interior del bolsillo de la chupa, colgada en el respaldo, y le echa un chorro de ron.

–Hay que traérselo de casa porque aquí lo tienen muy controlado –explica–. El tío es capaz de bajar dos minutos antes de abrir y comprobar que no falte ni un puto milímetro.

–¿Cuánto tiempo llevas currando aquí?

–Yo qué sé, me van llamando de vez en cuando. Estoy hasta las pelotas de los trabajos temporales.

–¿No te has planteado ir a la universidad?

–¿Con lo que tengo en casa? Ni de coña.

–Bueno, te preparaste para ir, ¿no? Aprobaste los exámenes de acceso.

–A duras penas. –Liam da un sorbo a su bebida dejando ver la cruz latina que tiene tatuada en el dorso de la mano–. ¿Cómo va en el instituto pijo? ¿La misma mierda de siempre?

Bambi asiente y el mechón, que le cae por el borde del labio, se revuelve cuando resopla.

–¿Por qué no me dejas partirle las piernas a alguien?

–Porque no es problema tuyo. Ya me las arreglo. –La inseguridad hace tambalear la respuesta.

–Ya veo, te las arreglas de puta madre. Parece que te hayan pasado dos camiones por encima.

–Gracias por el cumplido.

–No se merecen.

Bambi suelta una risilla amarga.

–Es igual. Solo me queda este año. Paso de seguir estudiando.

–¿Se lo has dicho ya a la marquesa y al duque? –Por cómo lo pregunta, no parece necesitar una respuesta, pero ella se la da igualmente, descruzando y volviendo a cruzar las piernas.

–Qué va. Ya se lo diré. En la lista de mi madre voy después de la manicura.

Las comisuras de los ojos de Liam se arrugan cuando sonríe.

–No te lo van a poner fácil. Y ¿de qué piensas currar?

–No tengo ni idea. Ojalá pudiera vivir de escribir.

Keep dreaming, Bambina. –Bambi baja la vista, abatida, y Liam se apresura a añadir–: ¿Has presentado algo a concurso por lo menos?

–No tengo nada digno de concurso.

–¡Y una mierda! Me encanta aquel relato erótico y loco. Es como follar en el País de las Maravillas.

–¡Es una ida de olla!

–Te subestimas. –No agrega nada más, pero por su expresión se adivina que pensaba hacerlo.

–¿Me dejas leer lo que has escrito? –pregunta ella, alargando un brazo hacia el cuaderno con una mirada traviesa.

–No está acabado. –Liam pone ambos brazos encima del cuaderno modestamente. Después lo dobla por la mitad y lo mete en el bolsillo de la chaqueta.

–Déjame adivinar, ¿el protagonista se suicida? ¿Se hace el haraquiri con un cuchillo jamonero?

–Noto cierta burla en tu tono.

Bambi suelta una risotada que es prácticamente inaudible, salvo el pitido final, que contagia a Liam, convirtiendo su risa en un baile de notas graves.

–Perdona –dice entre pitido y pitido.

–Gracias. A mí también me parece de puta madre lo que escribes –ironiza él. Busca la mirada de Bambi y pregunta–: ¿Por qué casi siempre miras para abajo cuando te ríes?

–Porque no me gusta mi sonrisa, parezco el Joker, o más bien Bugs Bunny disfrazado de Joker.

–Pues a mí me gusta. Es diferente –comenta sin darle demasiada importancia–: El Joker mola mucho –añade. Los pómulos de Bambi se marcan y los dientes frontales quedan al descubierto–. Entonces te va la épica, ¿no? ¿Te van los elfos, los guerreros tatuados y los idiomas frikis en los que «follamos» se dice akutká?

Vuelve el pitido estridente.

–Eres un capullo integral.

–Yo también te quiero, Bambina. –Le lanza un beso con los labios mojados de ron.

–Te mando lo que tengo escrito para el domingo, ¿vale?

–Guay. A ver si me da tiempo de acabar el relato.

–¿De qué va? –Bambi se ríe e intenta recuperar la compostura sin éxito–. No, ahora en serio –lo consigue–, ¿de qué va?

–Ya lo verás.

–Qué misterioso eres siempre.

–Es parte de mi encanto. –Le guiña un ojo y apura la bebida–. Entonces… ¿cómo va el tema tíos?

Bambi se tapa la cara con las manos en una especie de tic nervioso.

–Fatal.

–Pero ¿te mola alguien?

Aunque ya no hay nada en el vaso, lo rodea con la mano, quizá buscando un punto de apoyo, y el grueso anillo del pulgar repiquetea contra el cristal. Su mirada es críptica.

–Sí –responde, risueña–. Hace tiempo. Se llama David.

–Cuéntamelo todo –la insta, gesticulando con los brazos. Un gesto más utilizado cuando le pides a alguien que se acerque para darle un abrazo.

–Bah. No hay nada que contar. Nos sentamos juntos en clase de Química, pero no tengo ninguna posibilidad.

–No lo sabes. Puede que esté esperando a que le digas algo.

–No. Tú no lo entiendes. No sabes cómo funcionan las cosas allí –responde, batiendo el rímel de sus pestañas.

–Oye, llámame siempre que lo necesites.

–Gracias.

–Yo siempre estoy a punto para una amiga –continúa–. Si necesitas desfogarte… –Deja la frase inacabada mirándola directamente a los ojos, y las comisuras de sus labios se extienden socarronamente.

–¡Siempre estás igual! –exclama ella, haciéndose la ofendida–. ¿Tienes alguna amiga a la que no te folles?

–La tengo delante.

–Pues vale –se deja caer en el respaldo–, así seguirá siendo.

–Bambina, no te cabrees. Yo solo digo que los amigos están para todo.

–Ya, mira tú qué listo.

El verde de sus ojos vuelve a clavarse en los de Bambi.

–Entonces, ¿juegas con los amigos del gordo?

–¿Cómo? ¿Quién?

–Mírate un momento la mano. –Bambi alza una ceja con desconfianza y Liam le señala la mano susurrando: «Venga». Ella le hace caso sin estar muy convencida.

–Y ¿ahora qué? Sigo sin pillarlo –dice, mirándose el dorso y luego la palma.

Liam la observa, divertido.

–¿Ves el dedo gordo?

–Te estás quedando conmigo –dice, mirándolo de soslayo.

–Pues los que hay al lado son sus amigos.

–¡Qué asqueroso eres! –Se levanta para darle un gancho de izquierda en el hombro–. ¿A ti qué te importa si juego o no con ellos?

–Solo te estaba dando conversación.

–Ja, ja –se burla ella.

Sigue un momento de silencio y Bambi, que continúa de pie, mira el reloj.

–Ya queda poco para las siete.

Liam suelta un quejido y golpea la cabeza contra la mesa, con derrotismo. Arrastra la silla hacia atrás para ponerse en marcha mientras Bambi se coloca el bolso en el hombro.

–Te escribo para quedar el domingo, ¿vale?

–Vale. –Liam agita la mano y la puerta se cierra tras ella.


El cielo está despejado y muchos han aprovechado que la lluvia ofrece una tregua para dar una vuelta por el parque. Incluso unos tímidos rayos de sol se filtran entre las nubes grisáceas, resaltando los colores de un paisaje primaveral con aspecto de campiña. El estanque está rodeado de bancos de madera, en su mayoría ocupados por mujeres con carrito o gente de la tercera edad, y los caminos que cruzan el parque como arterias están a rebosar de ciclistas, patinadores y corredores. A unos metros de Bambi, en el césped, hay un grupo practicando yoga, lo suficientemente cerca para observarlos, pero no para oír las indicaciones de la monitora.

En su posición, de piernas recogidas, Bambi tiene apoyadas unas hojas impresas y, por este orden, lee, desvía la vista con el extremo del lápiz en los labios, vuelve al texto y hace anotaciones en el margen. Tal es su concentración que no advierte la llegada de Liam, y éste, dando muestras de conocerla muy bien, se sienta a su lado sin decirle nada con la intención más que evidente de que se sobresalte.

–Ay, ¡Liam! –le da un manotazo–, qué susto me has pegado.

–Me encanta cuando te enfadas –contesta sonriendo, y se sienta frente a ella sin quitarse la chupa, al igual que Bambi, que todavía lleva puesto su abrigo rojo.

–Has llegado media hora tarde –lo mira inquisitiva–, ¿todo bien?

–Ya sabes, mi vida es cojonuda. Mi madre se ha encerrado en el baño cuatro horas y he tenido que mear en la calle. Llevo más de dos semanas sin verle el pelo a Mike, y mi padre volvió anoche con una cogorza que no se aguantaba de pie. Y esta mañana estaba de mala hostia porque no sabe dónde coño ha dejado el coche.

–¿Habéis probado a buscarlo en los aparcamientos de los puticlubs? –Al tono sarcástico le sigue una sonrisa de complicidad.

–Sí, esta vez no fue con esa clase de fulana. Debió de ser una gratuita, a saber dónde.

–Menudo cuadro.

–Ya ves. –Hace una pausa y señalando los papeles de Bambi dice–: Lee y dejémonos de mierdas poligoneras.

–Entonces, ¿has podido mirarte lo que te mandé?

Liam asiente.

–Te digo cuando acabes de leerme el capítulo.

–Vale. –Mira la hoja–. Empiezo, ¿eh? –dice Bambi, sonriendo nerviosamente.

–Que sí –contesta él agarrando su cuaderno. Pasa las páginas hasta encontrar una en blanco y pone a punto su bolígrafo, como un cirujano preparándose para operar.

Lamar despertó con un insufrible dolor de cabeza. Se tocó la coronilla y, a pesar de la poca luz, vio que los dedos estaban manchados de sangre. Fijó la vista en los gruesos barrotes de la celda y gritó con frustración.

–¡Cállate! –vociferó un hombre vestido de soldado.

–¿Dónde estoy? ¿De qué se me acusa? –gimió Lamar.

–¡He dicho que te calles, saco de mierda!

Lamar se palpó el cuerpo. Le habían cambiado de ropa, ahora no llevaba más que harapos que olían a orines.

–Tengo derecho a pedir un defensor –le dijo al hombre que parecía haberse movido a otra zona de los calabozos. Su voz rebotó por todas las estancias y se entremezcló con algunos quejidos moribundos.

–Estás aquí por haber metido tu verga en bragas de seda –se oyó una voz a pocos centímetros. Lamar se sobresaltó al no ver a nadie.

–¿Quién eres? Muéstrate –ordenó a la voz masculina.

–Aquí arriba, humano.

Lamar echó la cabeza hacia atrás y las palabras se le congelaron en la garganta. Dos ojos amarillentos y brillantes como dos llamas lo miraban directamente desde el techo. Bajo ellos se intuía un imponente y delgado pico y, extendidas, unas grandes alas de murciélago.

–No te asustes, llevo mucho tiempo sin beber sangre.

–Eres una Estirge –balbució Lamar.

–Sí, esa es mi condena. Estoy aquí por serlo –repuso la voz monocorde, y de un salto se plantó junto a Lamar, que arrastró su cuerpo dolorido hacia atrás, impresionado.

–Qué decepción, humano. Los que te trajeron aquí te llamaron «maldito domador de bestias». No pensaba que fueras a tener miedo de un simple murciélago –dijo arrastrando sus fibradas alas de un lado a otro. Sus patas eran de reptil.

–Nunca había visto una Estirge. Pensaba que os habíais extinguido –se defendió Lamar, no sin un temblor en la voz.

–Nadie nos quiere en sus tierras, eso es cierto. Pero podemos ser muy fieles si se confía en nosotros.

Lamar se dio cuenta de que la criatura no tenía boca que le permitiera hablar, solo un gran utensilio chupóptero que medía lo mismo que su pierna. Todo cuanto decía resonaba en la cabeza de Lamar, pero no en las paredes de la celda.

El pelo negro del cuello del ser se erizó y Lamar lo entendió como un signo de impaciencia, puesto que hacía más de dos minutos que no decía palabra.

–¿Por cuánto tiempo me han condenado, bestia? ¿Lo sabes?

–No hay letras en tu abecedario que puedan reproducir mi nombre, pero no me agrada que me llamen bestia.

Lamar inclinó la cabeza disculpándose y esperó a que su compañero de celda continuara.

–Soy insecto, murciélago y monstruo para los humanos, pero mato para sobrevivir. En ese sentido soy mucho menos monstruo que vosotros. Puedes llamarme Lamia.

–¿«Vampiro» en latín? –se extrañó Lamar.

–Me importan tan poco vuestras lenguas como tu vida, humano. Pero sí necesitaré tu ayuda para salir de aquí.

–¿Cuánto tiempo estaré aquí, Lamia?

Un sonido extraño salió de su pico; era una mezcla entre un graznido y un ronroneo agudo.

Los pelos de la nuca se le pusieron como escarpias. Lo único que había hecho era amar a una mujer. No merecía un final como aquel.

Lamia se acercó a él, tanto que su pico rozó su cuero cabelludo. Los segundos pasaron lentos, como si portaran pesadas cadenas.

–Hay una cosa que muchos no saben de nosotros. Déjame beber un poco de tu sangre y volverás siete meses atrás. Podrás cambiar todo lo que te llevó a este agujero. Solo tienes una oportunidad.

–Y ¿cómo sé que no me estás engañando para matarme? –Una risa amarga agudizó el dolor de cabeza de Lamar.

–Si hubiera querido, ya lo habría hecho. ¿Crees que te han metido aquí para cumplir condena, humano? Esta era tu sentencia. Estás aquí para que te chupe la sangre hasta tu muerte.

Lamar se quedó perplejo.

–Pero yo controlo a las bestias –dijo con un hilo de voz.

–¿Igual que controlaste al Grifo?

Lamar abrió mucho los ojos.

–¿Cómo sabes que no pude controlarlo?

–Porque sé que te han robado los poderes. Esa preciosidad a la que llamas Alliette succionó tu don.

–¿Qué sacas tú con esto? –preguntó después de unos instantes.

–Un poco de alimento y venganza. Toda mi estirpe ha sido sometida a los caprichos de los nobles. No somos más que burdos verdugos encerrados en sus pestilentes celdas.

–No veo en qué puedo cambiar yo eso. Hace siete meses no te conocía.

–Hace siete meses yo era libre y tú tenías poderes. Cuando mi pico te toque, dormirás. Pasarán unas horas, pero en tu mente serán siete meses. Recuerda, haz las cosas con cabeza y no te dejes llevar por la rabia. A pesar de su traición, Alliette es importante, no nos conviene que la mates.

–¿Cómo sabías…?

–Porque esa es la solución fácil. Pero ¿desde cuándo ha sido fácil la vida? Los humanos son desgraciados tanto si son plebeyos como nobles. Los plebeyos no tienen piezas de plata para vivir despreocupados, y los nobles, aunque sí tienen piezas de plata, tampoco pueden vivir despreocupados porque no pueden confiar ni en su propia sombra. Las criaturas, sin embargo, somos felices, a no ser que nos veamos mezcladas con vosotros.

El pico de Lamia quedó enterrado en el pelo moreno de Lamar y se hundió unos milímetros en su herida. La criatura tragó la sangre hasta que el hombre cerró los ojos. Con las patas delanteras, Lamia agarró su cuerpo inerte y lo llevó hasta la cama de paja. No había peligro, los guardas pensarían que ya estaba muerto.

Un sonido extraño salió del pico de Lamia, una suerte de risa.

Bambi aparta la vista de la hoja y, puesto que Liam no dice nada enseguida, lo escruta con la mirada buscando una respuesta en su expresión. El silencio se alarga y Bambi se echa hacia delante.

–Y ¿bien? –susurra–. Valoración, diagnóstico, veredicto… –Por la rapidez en la que suelta sinónimos se nota que está insegura.

–He apuntado algunas cosas –comenta, solemne–, pero por lo demás ¡está genial! –agrega con una gran sonrisa.

–¿En serio, te gusta?

–Mola mucho, Bambina. Es brutal cuando le dice que se ha metido en el lío por meter su verga en bragas de seda. –Bambi sonríe de pura satisfacción–. Me ha recordado a mí.

–La diferencia entre tú y él es que por lo menos Lamar se acuerda del nombre de la tía.

–Y mira lo bien que le ha ido.

La carcajada de Bambi es un sonido sin final aparente al que Liam no tarda en unirse.

–Las tías os preocupáis mucho por todo. ¿A quién le importa si me llamo Liam, si estudio o trabajo o si tengo hermanos?

–A quien quiera conocerte mejor –responde–. Es obvio para cualquiera menos para Míster Casanova –añade, poniendo los ojos en blanco.

–Son preguntas de manual. Un coñazo –resopla.

–Ya me dirás cómo se puede romper el hielo contigo.

–Si quieres, te lo enseño. –Le guiña un ojo.

–¿Alguna vez piensas en otra cosa?

–Hum –alza la mirada, pensativo–, no.

Bambi le da un ligero empujón y Liam se echa hacia atrás riéndose.

–No te desvíes del tema –le dice la chica–. No sé cómo siempre acabamos hablando de lo mismo.

–Vale, vale. Si en el fondo te gusta. –Bambi está a punto de contraatacar, pero Liam levanta un dedo–. Ah, ah, ah. Silencio. Voy a continuar con mi crítica literaria si no te importa; siempre interrumpiéndome por ese tema –hace una mueca–, menuda viciosa estás hecha.

–Serás cabrito. –Bambi enrolla las hojas y, escondiendo el labio inferior tras los dientes, lo ataca con el tubo de papel.

Se ríen durante un buen rato, pero Liam consigue recuperar la seriedad antes que ella y sigue con su discurso.

–A ver –recapitula, repasando sus apuntes–. Ah, sí. –Observa a Bambi metido en el papel, con aire profesional–. No me imagino cómo es la Estirge esa. Sería mejor inventarse un nombre más fácil de recordar, lo primero que te viene a la cabeza cuando intentas acordarte es Esfinge.

–Es que la Estirge existe. Es un ser de la mitología romana.

–Ah, vale. A ver qué más. –Vuelve la vista al cuaderno–. Me falta un poco de descripción del escenario, acotaciones y que se note que el tío está acojonado.

–Primera versión –se defiende.

–Vale. Pues en la revisión tenlo en cuenta. Y ahora, responde –la mira desafiante y ella entorna los ojos, imitándolo–: ¿tienes alguna idea de cómo va a seguir la historia?

–Ni puta idea.

Rompen a reír. Bambi se agarra el estómago y se dobla hacia delante.

–Pero ¡Bambina! Debes de ser la única que empieza una novela sin tener ni idea de qué va la historia. En plan, oye Bambi, ¿de qué va tu historia? –Hace la pausa correspondiente y pone voz afeminada–: Pues no sé, de un tío con poderes y de picha inquieta…

–Calla, calla –le pide Bambi entre carcajadas–, que me meo.

–… que va por ahí controlando a las bestias y entonces llega una esfinge…

–¡Estirge! –Casi no le sale la voz de la risa.

–Estirge y le dice: la has liado parda, tío, ahora viajas al pasado, pero sin cagarla, ¿eh?, que si no, la diña toda mi Estirge…

–¡Estirpe!

–Eso.

–Pues a ver lo que has escrito tú, que vas tan de listo.

–No está acabado –responde él, cerrando el cuaderno.

–No me vengas con esas. Lee lo que tengas –exige.

–Si te pones así… te leo un trozo –dice, buscando entre las páginas–. Se titula La sonrisa del cuervo.

–Guay. –Bambi apoya los codos en las rodillas, expectante.

–Jo-der –dice Bambi tras un instante de silencio–. Podrías acabarlo ahí y sería igual de potente.

–Ya veré lo que hago. Tengo más ideas…

–Una cosa –lo interrumpe, como si acabara de caer en la cuenta–, dices que puede oler la peste del cuerpo, pero luego que hace un minuto estaba caliente, ¿no? –Liam asiente–. Al cadáver no le ha dado tiempo de pudrirse.

–Pero ya digo que lo detecta antes que un humano.

–Ya, pero aun así…

–Lo miraré. ¿Algo más? –pregunta mientras apunta el comentario en el borde de la hoja.

–Sí –continúa, implacable–. Primero: pones una voz demasiado sexy cuando lees, no sé a quién quieres impresionar.

–Pero es mi voz –contesta sin rastro de la seguridad que ha mostrado hasta el momento.

–Cambia cuando lees –se ríe–; bueno, eso no tiene nada que ver con el relato, pero me hace gracia.

–Vale, eso no lo apunto –ironiza.

–Segundo: me recuerda un poco al cuervo de Juego de Tronos.

–Al de… pero ¿por qué? El mío no tiene tres ojos –se queja.

–Por eso de que ve más allá.

–Lo apunto, pero no voy a cambiar al pajarraco por eso.

–Como quieras. Yo digo lo que pienso. –Se encoge de hombros.

–Vale, vale. ¿Qué más?

–Pues que el relato es flipante. Ya te lo he dicho mogollón de veces, pero me repito, tienes un rollo a lo Poe que mola mucho.

–Gracias, Bambina. Tú tampoco lo haces nada mal.

Se quedan mirándose un momento en silencio y Bambi añade:

–Cuando lo tengas acabado me lo mandas, o me lo lees la próxima vez, ¿no?

Liam se muestra de acuerdo. Se guarda el cuaderno y abre los ojos como si se acordara de algo.

–Se me olvidó dártelo el viernes –dice, sacando un carné del bolsillo de la chaqueta.

–¡El pase de Connie! –exclama con entusiasmo–. Eres la hostia, tío. ¿De dónde los sacas?

–Contactos –se limita a contestar.

–Ya… –Bambi abre la cartera con la intención de guardar el carné, repentinamente seria–. Espero que no te hayas metido en ningún lío por esto. Entre el mío y el de Connie…

–Qué va. En mi barrio es como ir a comprar el pan.

–Si tú lo dices… Entonces, con esto entrará en cualquier pub, ¿no? –pregunta sujetándolo en la mano y alzándolo a la altura de sus ojos.

Cuando está a punto de contestar se oye el timbre de un móbil, que sale del bolso de Bambi.

–Mierda, es mi madre.

–¿Qué pasa? –pregunta él.

–Pues que no he pensado ninguna excusa. –Deja el carné encima de la cartera y descuelga.

–Hola, mamá.

–(…)

–Estoy en casa de Connie estudiando. –Liam se ríe y ella le pide que se calle con un gesto.

–(…)

–No hace falta que vengas a buscarme. Ya me ha dicho el padre de Connie que me lleva a casa.

–(…)

–En un cuarto de hora.

–(…)

–Hasta luego.

–¿La marquesa se pregunta dónde está la niña de sus ojos?

–No te cachondees.

–¿Para cuándo la próxima?

–La semana que viene tengo exámenes. Ya te diré.

–Vale. Te acompaño al metro.

Guardan las cosas, se levantan y caminan hacia la salida del parque hablando y bromeando sobre la primera impresión que tuvieron cuando se conocieron en el curso de escritura. Liam pensó que era la típica niña pija con aires de grandeza y una creída rematada, y Bambi, que él estaba fuera de lugar, como si solo pasara por allí.

Se despiden con la mano en la boca del metro y, mientras Bambi baja por la escalera, Liam se queda de pie mirando hacia el interior de la estación con aire pensativo hasta mucho después de que ella haya desaparecido entre la multitud.