Fotografía: Marco Antonio López Ruiz

Orlando Ortiz (Tampico, 1945) es un versátil escritor de varios géneros: novela, cuento, ensayo, crónica de viaje, ensayo- crónica, antología, novela gráfica y cómic. Ha fungido como coordinador de talleres literarios del INBA, Conaculta y Fundación para las Letras Mexicanas, entre otras instituciones. Ha colaborado en numerosas revistas, como Siempre!, Revista de la Universidad de México y Tierra Adentro, así como en suplementos culturales y diarios de la capital y del interior de la República. Entre sus publicaciones destacan En caso de duda (1968), Secuelas (1986), Sólo sé que así fue (2005) y Última espera (2011). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores.

LETRAS MEXICANAS

De entonces y ahora

ORLANDO ORTIZ

De entonces
y ahora

Primera edición, 2014
Primera edición electrónica, 2015

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ÍNDICE

Orlando Ortiz, De entonces y ahora, Eduardo Langagne

En cascada

El desquiciante recinto

Penumbra

El trayecto

Cartas al director

El promotor cultural VIII

Contingencias

En las entrañas ve

Padre, hijo y ejecutor

Quizá por eso

No sé si decírselo

El anfitrión

La plazoleta

Música acuática

Bodegón

La adopción

El encuentro

Pálido gañido

Los fuereños

Una habitación

Hombre de palabra

Transferencia

A lo lejos

Acción sincopada

Cuento póstumo

Orlando Ortiz, De entonces y ahora

EDUARDO LANGAGNE

Horacio Quiroga, a más de narrador excepcional, uno de los autores que con mayor agudeza han reflexionado sobre el cuento —este arte noqueador, tan preciado, sin duda, por todos los hombres y mujeres a través del tiempo—, decía: “Mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar”.

Para Orlando Ortiz el cuento es una forma de vida, una manera de llevar historias a la realidad de la literatura. De entonces y ahora posee esa forma natural, tan difícil de alcanzar en el arte del cuento, que produce narraciones en las que todo fluye con aparente sencillez, donde todo concuerda y significa, aun cuando lo que se nos proponga sea una entreverada historia policiaca, o cuando el transcurrir de las acciones se conecta sutilmente, o bien si la mezclada madeja de los hilos argumentales apela a una mayor destreza del lector. Naturalidad que sabe echar mano del artificio y donde lo bien contado forma un binomio oportuno con una buena historia.

Pero esta conjunción también exige a su autor habilidades que opera con envidiable virtuosismo: dominio de la técnica, oficio y conocimiento de las formas, manejo eficaz de las voces narrativas, y ejercicio de una imaginación en constante e ingenioso movimiento. El manejo de técnicas narrativas es especialmente cuidadoso y ejemplar, y permite admirar la escritura de un maestro del género. Su pericia se convierte ya en ese instinto propio de los cuentistas natos que —como buenos jinetes al corcel— saben conducir el relato, refrenándolo a veces con las bridas para ceñir el avance, produciéndonos el delicioso efecto de intuir que algo más está por revelársenos; largándole la rienda más tarde para desbocar el interés de sus ávidos lectores y terminar sorprendiéndolos con una parada en firme de la que, apenas recuperados, puede convertirse en nuevo impulso para seguir leyendo.

La narrativa de Orlando Ortiz mantiene los principios de la buena cuentística. En cada una de sus narraciones hace nacer a sus personajes y los acompaña fielmente durante todo su trayecto: sin traicionar sus personalidades, su forma particular de hablar —tan bien perfilada que de la página escrita parece levantarse la voz de ellos—, sus ideas y sus anhelos. No sólo es que pueda vérseles, sino que podemos sentirlos y comprender sus motivos, pues más que conocerlos a través de la mera descripción, Ortiz nos muestra sus entrañas, indudable evidencia de que están vivos.

No extrañará al lector de este volumen que cada texto sea un estímulo continuado. La expresión “no pude dejarlo” se le volverá familiar. Cada cuento se presenta en plena posesión de sus estructuras; la variedad de las historias, los temas que van de la anécdota inmediata al emocionante tejido del estilo policiaco, adoptan también lenguajes diferentes en un catálogo que propone, en los distintos ámbitos de la expresión, lo mismo las palabras cotidianas de la urbe en sus diferentes estratos socioeconómicos, que el hablar de las provincias y los diferentes códigos lexicológicos según las regiones del país, o por décadas, en cuya localización cronológica la recuperación de formas dialectales amplía su potencial para brindar una mayor fuerza a la expresión.

Orlando ha sido un maestro de varias generaciones y a cada una le ha brindado las particularidades estilísticas del momento, la manera especial en la que se advierte el desarrollo del cuento en cada lapso y entorno; le ha proporcionado datos afines a cada etapa del desarrollo de los textos.

Y es en ello donde puede cotejarse la eficiente tarea de Ortiz, un autor que de manera simultánea a su escritura creativa ha guiado a otros compartiendo generosamente la punta y la goma del lápiz, y en ellas su saber acumulado, que a lo largo de cuatro décadas le ha permitido reunir cuentos excepcionales salidos de su mano, de los que ahora presenta una suma con la que el lector podrá disfrutar una narrativa de equilibrado andar, de entonces y ahora.

En cascada

otra posibilidad sería entrar al café, ocupar una de las mesitas más apartadas y pedirle a Rosi que me sirva un expresso doble, como siempre, y como siempre ella esbozará en silencio una mueca —algo parecido a una sonrisa—, dará media vuelta y al alejarse su grupa atraerá mi atención; más todavía porque, como siempre, se dibujarán los bordes de su ropa interior en la delgada tela del uniforme. ¿Tendrá otra ropa? Seguramente sí; y también, seguramente, si la viera con ella no la reconocería, aunque fueran perceptibles los bordes de sus pantaletas minimalistas, que se le untan a las caderas redondas, firmes y estrechas... Colocaré en la mesa el libro y mi cuaderno, comenzaré a garabatear en éste algunas cosas, como si estuviera escribiendo en serio, para tratar de hacer a un lado esa lascivia gratuita. Para concentrarme. Porque lo que debería preocuparme es otra cosa: la incapacidad para centrar mi atención en algo concreto y encaminar mis esfuerzos hacia el logro de tal propósito.

Para concentrarme, ¿en qué? ¿En observar a quienes ocuparán las mesitas del café? Casi todos serán los mismos de siempre. Parroquianos habituales, como yo, pero lo curioso (¿debería decir dramático?) y triste es que de todos ellos ignoro sus nombres y oficios; nunca, con ninguno, he cruzado palabra. (Cuando niño, a veces acompañaba a mi padre al café, el Tupinamba, y al entrar todos lo saludaban, todos se conocían, todos estaban enterados de la vida o los problemas de los otros, conversaban en su propia mesa o de una mesa a otra. Conversaban. El café era una gran mesa en la que todos convivían.)

Seguiré garabateando en el cuaderno y trataré de ignorar el ruido, casi susurro neumático de la aproximación paulatina de Rosi. Haré un esfuerzo para no levantar la mirada y toparme con su imagen. No con su imagen: con el nítido relieve de sus pezones en la blusa, como siempre, y como siempre de nuevo esa mueca —tal vez en verdad sea una sonrisa— al colocar frente a mí el vaso de agua y la minúscula taza con el líquido oscuro en el que sobrenada olorosa nata de color terracota. La mirada se rebelará para acudir presurosa al escote. La morena hondonada suavizará mis ojos y alentará, en alguna forma, recuerdos de esa realidad lacerantemente incruenta que ni siquiera sé si deseo ignorar, escribir, revivir, disfrazar.

Ni el olor del café ni la sonrisa de Rosi ni su aroma y su tersura visuales serán suficientes. Porque la historia estará dando vueltas por allí, prefigurándose, tomando el perfil de esa carta no timbrada, escrita en el aire y enviada sin fecha, como en realidad ocurre con todas las cartas. Las leemos sin averiguar cuándo nos las enviaron o de dónde. Porque lo importante es el quién y el qué. El quién, nos lo dice la letra, siempre inconfundible (¿sería mejor decir reconocible?), del sobre. Inconfundible (¿reconocible?), porque ya la tenemos en la memoria y trae el cariño o el parentesco o la amistad

o lo que sea que haya sido

o es; y del qué se entera él cuando empieza a leerla, intrigado, porque esas líneas le llegaron de (¿lo llevaron a?) muchos años antes. Una anécdota que suponía remota y casi olvidada. Poco más de veinte años.

A medida que leía se percataba de que lo remoto y casi olvidado (¿es verdad, o subconscientemente se engaña?) no era lo esencial. El espacio mayor lo ocupaba una historia hasta ese momento ignorada. O tal vez sería más exacto calificarla de ocultada, porque ella jamás le comunicó su existencia. Para confirmarlo tendría que buscar el mazo de epístolas recibidas por aquellos años y ahora extraviadas en alguna de las cajas de cartón con papeles viejos, recortes de prensa o revistas, apuntes para novelas que murieron de inanición —antes, incluso, de configurarse como fetos—. Entre todo eso deben hallarse las cartas, pues está seguro de que jamás las destruyó. Siempre alentó, en secreto, la posibilidad... ¿de qué? No está seguro. Tal vez de un reencuentro. Quizá de una destrucción dramática de las misivas que implicara algo de lirismo y tragedia.

Resultaba paradójico que lo aparentemente olvidado se perfilara en su memoria con una frescura y fuerza mayores que los recuerdos de ayer o de una semana antes. Una noche. Una noche toda llena de murmullos y no de primavera sino vísperas del otoño, a orillas del Mar Negro. Hablaban de José Asunción Silva, ese poeta colombiano cuya originalidad —se enteraría después—, según Unamuno, estaba en que el fondo parecía ser la forma y la forma era el instrumento para profundizar en el verdadero fondo del poema. No recuerda si había luna llena o nueva, cuarto menguante o creciente, pero sí que la noche espejeaba en el mar y sus evocaciones literarias crecían. Silva ligado a Poe, a sus melancolías de adolescente y a su necesidad, en ese instante, de aferrarse a ella como a una última posibilidad de recobrar anhelos y caminos.

Tiempos idos de una Bulgaria inexistente ya. Aunque al hacer memoria cae en cuenta de que tampoco existía ese país que conoció. Era sólo una ilusión —virtual, dirían hoy—. Ella no. Esa noche, en Varna, tampoco. Entonces convergieron plenamente sus afinidades. Ella se desentendió del resto de la delegación —ya no había necesidad de intérprete— y ambos acabaron de encontrarse. Evsinograd, Varna, Burgás, Grúdovo, Sofía... puntos de encuentro que se condensan en esa sola noche a orillas del Mar Negro. Una noche oscura. Bastante oscura. Y fría. Muy fría. Un airecillo helado enrojecía sus mejillas, agrietaba sus manos y al mismo tiempo le insuflaba un entusiasmo desconocido, o tal vez sólo olvidado y que al renacer lo hacía con el vigor de lo nuevo.

Al estar frente a ella llegó a pensar que sería inevitable retomar el olvidado camino de la literatura. Imaginó el libro de Xristo Botev sobre su mesa de trabajo, junto a la caracola que días después le obsequiaría el guardafaros de Burgás (¿cuál era el nombre de esa pequeña isla que otrora fuera prisión?...); esa caracola que se significaría como símbolo de ella. ¿A lo largo de cuántos años tuvo cerca de su mano el tierno y frágil caparazón de hendidura rosada, y el libro de Botev con unas hojillas secas entre sus páginas? Imposible saberlo. También imposible averiguar las veces en que endulzó las asperezas de sus hoyes tomando en sus manos, con ternura líquida, la caracola y con la yema del índice derecho recorrer aquella hendija, amoroso abismo, tierno y vivo como sus recuerdos. Como los recuerdos

como esas evocaciones de un mundo ya inexistente

al que me aferro para sobrevivir. Para poder seguir existiendo. Un mundo ilusorio, tal vez hasta falso. Pero tenía algo de poético, porque la poesía no tiene que ver nada con la verdad.

¿Qué le decía entonces en mis cartas? Nunca, lo que debí decirle. Sí, lo que sentía, lo que necesitaba expresarle a alguien que entendiera ese lenguaje casi esotérico para algunos y para otros ñoño, decimonónico y melifluo. Pero muy mío, muy yo, o mejor, muy mí-yo. Porque el libro de poesías que me enviaste por correo está al lado de mi cama y lo hojeo —entonces, después; todavía ahora, ya otoñecido, porque las hojas se han vuelto amarillas y empalidecido las líneas de tanto que mis ojos las recorren—, sí, lo hojeo a menudo antes de acostarme. Leo, según el ánimo que tengo, una poesía y luego, en la oscuridad de la noche, me quedo con los ojos muy abiertos, poblando de imágenes los rincones de mi cuarto. Sobre todo cuando leo por milésima vez el “Nocturno”, de José Asunción Silva. Luego, al apagar la luz, tengo la sensación de que si me levanto de la cama y comienzo a caminar, detrás de la puerta no estará el pasillo, tampoco la sala, la cocina, el baño y otros espacios triviales, sino un largo sendero inundado por la luz de la luna. Y camino por ese sendero como las sombras del “Nocturno”. Sin embargo, el alma no me duele, en ella reina la luz y a veces sólo el vago recuerdo de los tiempos remotos estremece mi alma, pero con levedad, sin dañarla, sin dolerla. (Y con una especie de entusiasmo súbito, para acallar lo que latía en el vientre, le decía:) Te propongo que cuando nos veamos de nuevo, pues de todas formas algún día habrá de suceder, paseemos a la luz de la luna, reviviendo poetas muertos y hablando con ellos. Algo así debí escribirle entonces en alguna de mis cartas.

¿Qué le diría ahora? Que durante muchos años, entonces, tuve su recuerdo a mi lado; no podría llamarlo de otro modo. Que tal vez lo conocí ya como recuerdo, por eso jamás ha dejado de ser eso. Supongo. Un hombre de mirada triste que sólo cuando hablábamos de literatura se encendía, dejaba que saliera de sus adentros lo que a otros ocultaba. Adieu, tristesse... Salu, tristesse... Bon jour, tristesse...

una tristeza sensual, bella por

no ser absoluta y porque siempre la acompañaba cuando, en el invierno, dejaba a un lado las tareas cotidianas (planchar, escribir cartas, sacudir muebles, tocar el piano, cuidar al pequeño, traducir textos, visitar a alguna amiga) y salía a caminar por los parques de Sofía. Le gustaba hacerlo en esa época porque casi no había gente en las calles y podía pensar, soñar y disfrutar su soledad. Además, las estatuas de sus escritores y poetas preferidos parecían más solitarias que nunca y eso le daba al parque un encanto evocador, una tristeza que la hacía pensar en tiempos lejanos, en vidas pasadas... y al contrastarla con sus sueños y sentimientos, éstos le parecían demasiado intensos cuando las cosas tendrían que ser como ese entorno: sencillas, tranquilas y al mismo tiempo plenas, vehementes. Permanecía largo tiempo en el parque nevado, incluso cuando el humor era adverso y le hacía sentir que el tiempo era gris e impersonal; a veces presentía la lluvia y con el presentimiento evocaba a Verlaine: Il pleure dans mon coeur. Comme il pleut sur la ville... hasta que el pequeño reclamaba su atención. Como años después, recientemente, lo hizo, y ella debió escribir la carta que tal vez nunca recibiría él, pues había dejado de enviarle epístolas hacía varios lustros. Ahora debía enterarlo de todo lo que nunca le dijo y decirle que tal vez lo buscara el pequeño (ahora ¿joven?, ¿hombre?), porque ésa era una asignatura que su hijo sentía pendiente, algo

que debo averiguar algún

día pero me sirvió de pretexto para salir de Sofía, donde estaba por asfixiarme. No encajaba allá pero aquí tampoco. Lo fácil sería culpar a mi madre por haberme hecho creer que había un mundo heroico, poético, similar a ese en el que ella vivía. Un mundo romántico, porque ahora podría decirse que el siglo XX fue un simple puente entre los resabios decimonónicos y esta centuria que se inicia con horizontes aciagos. Aquellas ideas libertarias y revolucionarias del XIX se perdieron en el camino y de pronto se vio esto como la ínsula salvadora y supuse que estaría aquí el punto en el que me reencontraría con esa niñez que mi madre me dio. Cuando me llevaba de la mano por parques de Sofía a visitar a sus poetas y héroes consentidos. Y me hablaba de ellos, que si Jadshi Dimiter o Karadshata, Xristo Botev y Chavdar, o Liuben Karavélov e Iván Vasov, luego los poetas de otros países, españoles, franceses, rusos, ingleses. Tal vez,

tal vez su madre le ha ocultado mucho

más de lo que él supuso. No sólo la identidad de su padre, sino también la de sus ancestros. Es ahora cuando se da cuenta de ello, pues en su infancia se le hacía muy natural tener una madre que le enseñó a tocar el piano y con la cual se sentaba en el banquillo a interpretar algunas piezas de Diabelli, Chopin, Satie... y lo dormía leyéndole poemas. Ahora se percata de que no es nada común dominar cinco lenguas, como su madre, y también tocar el piano como ella lo hacía. Había algo raro en ella e igualmente en él. Imposible dudarlo, y tal impresión la ha cargado a lo largo de muchos años. Desde que, siendo todavía un niño, su madre lo llevó a una aldea en el monte Standzha, a finales de la primavera, y de manera accidental presenciaron una ceremonia religiosa. Cuando llegaron a la población el crepúsculo luchaba por no dejar escapar las últimas luces del día. Todo parecía en calma, no se veía gente en la entrada a la aldea. De pronto escucharon la melancólica voz de un kaval. Se orientaron por ella y poco más adelante se toparon con una procesión. Al kaval se unió el sonido de una gaita y de un tambor.

Por curiosidad se unieron a los aldeanos, y al llegar a la plaza principal la gente comenzó a abrirse para formar una circunferencia. En el centro de aquel espacio circular reverberaban con vivacidad casi deslumbrante las brasas de una hoguera. Al llegar a la primera fila de la circunferencia (¿por qué los habitantes del villorrio los habían dejado llegar hasta ese punto?) vieron, en el lado opuesto del círculo incandescente, a una mujer vestida completamente de negro (la nestinarka, murmuró su madre); junto a ella el pope y un chiquillo que portaba un icono. La mujer tenía la cara hacia el cielo, con los ojos cerrados, y parecía en trance. La música de la gaita y el tambor subía de volumen gradualmente. El pequeño presintió que algo terrible sucedería. Su mano buscó la de la madre.

La nestinarka recibió la imagen y uno de sus pies descalzos avanzó hacia las brasas. Su cara, con los ojos cerrados, comenzó a descender y de pronto abrió los ojos. Su mirada se clavó en los ojos del pequeño y siguió avanzando sobre las brasas. El fulgor del fuego era tal que la plaza toda parecía arder y palpitaba en el rostro y los ojos de la mujer. El plañido de la gaita se había vuelto desquiciante, lo mismo ese olor a cuerno quemado que comenzó a impregnar el aire. La mujer no dejaba de mirarlo fijamente a los ojos. Como si él fuera un demonio o algo extraordinario. No lo pudo soportar, soltó la mano materna y huyó justo cuando la mujer dejaba escapar un grito que aplastó el sonido de la gaita y el tambor.

Días, meses, años... no se pudo arrancar esa imagen, y con el paso del tiempo comenzó a sentir que había algo funesto atrás de la mirada: en el centro de los ojos de la nestinarka. Él creció y cambió el país, pero igual seguía sintiéndose extraño. El levantamiento de indígenas en Chiapas se le planteó como una vía para recobrar su original plano de valores y algo parecido al mundo de héroes y poetas que su madre le inculcó. Buscar al padre fue un buen pretexto y abandonó Bulgaria. Visitó otros países de Europa. En Roma sintió de nuevo que la realidad lo rechazaba. Los gatos romanos, miles, se apartaban de él. Sin dejar de mirarlo. Lo rehuían. Después, en Sevilla y otras ciudades de España, el recelo o lo que fuera lo percibió en las gitanas. Y lo sintió de manera más lacerante cuando una gitana jovencita y muy bella venía a su encuentro, para ofrecerle una rama de algo, y cuando estaba a unos cuantos metros de él se detuvo, lo miró con expresión indescriptible y reanudó su camino pero cambiando de rumbo y evitando su mirada. La gitanilla le recordó a la nestinarka.

Chiapas no es lo que esperaba, tampoco responde a su idea de lo nuevo y esperanzador. Al igual que el medieval pope Bogomil, Marcos tiene un talento peculiar, es genial, sí, pero sus propuestas y vías no son más que nuevos apócrifos. Un gnóstico de nuevo cuño, irónico, mordaz, mediático y. ¿Qué fue de aquellos hombres heroicos de los que hablaba su madre? Ese mundo se perdió de pronto y en su lugar dejó algo muy distinto. Un mundo en el cual no hay sitio para él. O tal vez no ha sabido hallarlo. Ahora siente que debe regresar pero no sabe a dónde. Su falta de pertenencia lo persigue. Lo eminente será abandonar la selva chiapaneca e irse a otra parte, lejos, o tal vez. Quizá. Una posibilidad sería permanecer, sólo eso

mas no aquí;

otra posibilidad sería negar los puntos ciegos

de su vida, pensar que todavía es joven y no fea, que algún día llegará al café un hombre triste y solo, se sentará a leer, ella lo atenderá y tal vez después de no muchos días se decida a invitarla no a tomar un café, sería absurdo, sí una copa, o al cine, y puedan compartir soledades, historias, fantasías que fluyan, se despeñen en una lenta, suave cascada

y sigan corriendo por un

cauce infinito, larga sombra interminable

arroyo

que cae

y sigue

sigue

El desquiciante recinto

Pensé en el ciego del chiste, que buscaba en un cuarto a oscuras un sombrero negro que no estaba allí, y comprendí lo que sentiría.

DASHIELL HAMMETT, La maldición de los Dain

En este caso lo más conveniente es empezar con lo del diamante, ocurrido hace tres días, cuando toda la comunidad —no solamente la de aficionados recalcitrantes a la llamada “pelota caliente”— se mostró tensa, enardecida y propicia a protagonizar una tragedia.

Aquella tarde, opinaba la población, el calor era infernal. En veinte años no se había sentido nada igual. Pero la fecha por otros motivos estaba llamada a ser histórica. Sería una jornada decisiva. Los Cangrejos del Papaloapan se enfrentarían a las Iguanas del Grijalva.

El partido se inició a la hora exacta y sin contratiempos. Cuando llegaron a la tercera entrada el marcador favorecía con dos carreras al equipo local. Los otros peloteros no habían conseguido ni una. A pesar de ello la tensión era mucha: los vendedores de cervezas y refrescos atendían al juego y no a quienes reclamaban sus productos para atenuar los estragos del calor, ya de por sí insoportable y en ese momento multiplicado porque los contrincantes estaban al bat y tenían casa llena.

Un entusiasmo contenido se había asentado en las gradas, donde también se hallaba el inspector Fonseca. Todavía no se llegaba ni a la mitad del partido; no obstante, el público sabía que si los Cangrejos se las ingeniaban para por lo menos conservar la ventaja lograda, el triunfo sería evidente y grandioso. Les preocupaba —a los asistentes y a quienes escuchaban la narración del partido por la radiodifusora local— que en los últimos cinco minutos había disminuido considerablemente el juego de sus favoritos. Se veían faltos de fuerza, erráticos, como indiferentes y hasta enfermos.

Por eso, cuando el lanzador ponchó al Iguana que estaba al bat, hubo un respiro de alivio y por entre las cortinas del sudor facial asomaron expresiones de júbilo. ¡Se habían completado los tres auts de la entrada! De pronto las muestras de entusiasmo se transformaron en asombro cuando, sin causa aparente, el jardinero central cayó desvanecido.

Se pensó que era un contratiempo menor, pero, antes de que se consiguiera normalizar el juego; antes, incluso, de que se supiera que el jardinero caído estaba muerto, otros Cangrejos comenzaron a doblarse, y no solamente los peloteros que estaban en el diamante, sino también los de la banca, y no fue la excepción Chinto Maracaibo (el manejador).

El doctor Saturnino Warden, médico oficial del equipo, no aparecía por ningún lado.

El médico de las Iguanas corrió a auxiliar a los Cangrejos que se desplomaban. Las cosas se complicaron porque al doctor le resultaba imposible atender a todos los que todavía daban señales de vida. Por los altavoces del estadio se solicitó la colaboración de otros médicos, si los había entre el público. Fue entonces cuando el inspector Fonseca abandonó las gradas y saltó al campo de juego.

—¿Será por algo que comieron? —preguntó el inspector al médico que atendía a los jugadores de la banca que yacían en el suelo, exánimes algunos, retorciéndose otros.

—Sería demasiado. Esto es envenenamiento y con dosis para caballos, porque el efecto ha sido fulminante.

—¿O sea que los envenenaron aquí en el campo, quizá con el agua?

El sargento Bujanos, asistente del inspector, que estaba muy cerca, comenzó a palidecer.

—Sí, es muy posible —respondió el doctor.

—¡Me muero! —gritó Bujanos—. ¡Yo tomé desagua hace rato! ¡Me muero!

Para entonces ya había llegado el equipo completo de la Cruz Roja local: una ambulancia destartalada que a veces hay que empujarla para que arranque y a veces ni con los empujones enciende; dos individuos que cumplen los roles de chofer, camilleros, paramédicos y rescatistas, aunque sus respectivos certificados de estudios los consagran al uno como tractorista y al otro como operador de motoconformadoras. No obstante, se las ingeniaron para cumplir con las órdenes del médico, que gritó, señalando a Bujanos: ¡Háganle un lavado de estómago con permanganato de potasio, pronto! Sin pundonor alguno, Bujanos se bajó los pantalones y se empinó para facilitarles el trabajo a los de la Cruz Roja. Esto sorprendió a todos y despertó suspicacias.

Los fanáticos estaban ya en el campo de juego, indignados, iracundos, buscando por todas partes a Tencho Rosas, el aguador del equipo y principal sospechoso de lo ocurrido. Llovían sobre él imprecaciones y denuestos, mentadas de madre y cuanta maldición pueda uno imaginarse, porque “hasta a mí me encabrona que justo cuando los Cangrejos van tan bien y chance hasta lleguen a campeones, a un hijo de su puta se le ocurra envenenar a todo el equipo”, le comentó el inspector a su vecino.

—Seguro las Iguanas sobornaron a Tencho.

—¡Culeros! —gritó alguien hacia la banca del equipo visitante.

El silencio comenzó a notarse más de la cuenta, lo mismo que las miradas siniestras.

Las Iguanas empezaron a replegarse hacia los vestidores, muy despacio, temerosas de que un movimiento brusco o muy evidente precipitara el desbordamiento de las furias y pasiones.

El inspector Fonseca, que se caracteriza por su pragmatismo, fingió estar analizando algo, y “no quise meterme entre las patas de los caballos, de pendejo, fuera a ser que por andar de mediador también yo resultara linchado, y todo por andar de piadoso con gentes que hasta a mí me estaban cayendo gordas”, me confesó al día siguiente.

La acción se detuvo al escucharse los gritos de alguien que salió corriendo de los vestidores, con la noticia de que había encontrado a Tencho Rosas en los excusados.

—¡Vamos a lincharlo! —propuso el Pinto Ornelas.

—Ya pa qué —observó el heraldo de la nueva y descubridor del desaparecido aguador—, si luce bastante cadáver.

—Entonces no fue Tencho.

—Tratamiento contra arsénico. —Ques cianuro, chingao. —¡Y si es deso que tienen los raticidas, la cómo se llama, algo pa las ratas. —Estricnina. —¿El vehículo de ingestión tiene olor a ajo? —Más bien olería a almendras amargas. —Yo no olí nada. —Tampoco yo lo hice. —Ni yo. —Ps hay que ver, ¿no?, digo, hay que oler, pa saber qué fue y luego saber qués. —El tratamiento indicado, Chagoya, no te hagas pelotas. —Sí, el contraveneno también, si lo hay.

El conciliábulo de los médicos sirvió para atraer la atención del público. No faltó el voluntarioso que husmeó en el recipiente de agua y acto seguido opinó que el líquido carecía de olores extraños. Dos de los tres médicos constataron lo dicho. Casi de manera automática las miradas se concentraron en el sargento Bujanos, que estaba tirado en la banca de los jugadores y quejicoso. Revisaron sus signos vitales y no detectaron anormalidad. El médico de las Iguanas recordó que se le había aplicado un enema de permanganato de potasio, que es lo indicado para contrarrestar los envenenamientos por ingestión de cianuro. Pero, replicó uno de los ambulantes de la Cruz Roja, no traían lo necesario y

—me acordé que los lavados de manzanilla son retebuenos, y como aquí mi compadre siempre carga su termo por si nos toca velar, dije que una lavativa de café bía de tonificarlo y hacerle bien por ques igual de calientito y estomacal, y fue lo que le puse de lavativa, aunque sin azúcar, al cabo no creo que por allí le fuera a saber amargo.

Auscultaron de nuevo al sargento y, tomando en cuenta la inexistencia de síntomas de envenenamiento, y que no se le había proporcionado ningún contraveneno, se tuvo certidumbre de la inocuidad del agua. El vehículo para el envenenamiento colectivo había sido otro.

Si a los jugadores y a los de la banca les sumáramos el masajista, el aguador y Chinto Maracaibo, podríamos decir, valga el absurdo, que la novena constaba de veinte elementos. Ocho de ellos habían pasado ya a jugar a las ligas celestiales, seis más pasarían de manera irremediable en cosa de minutos y del resto el pronóstico era reservado.

La gente comenzó a agredir verbalmente a los médicos, y el de las Iguanas, con voz contenida pero clara y audible, respondió que él era ajeno a todo, que en última instancia le reclamaran al médico de los Cangrejos.

—Pinche Warden, los abandona cuando más falta hacía que estuviera aquí. —Y seguro por andar cuidando a su vieja ques pior que pila de agua bendita. —...qué pila ni qué pila, por ques de las que no quiere dedos sino chico cachote de aguayón torneado. —...quesque con todos los del equipo, dicen, cuando fueron a una fiesta en su casa. —Que diuno por uno se los llevaba pa dizque enseñarles la residencia y ¡bolas!, en el baño o en cualquier rincón los ponía a que se la toletearan, que para algo era beisbolista, les decía. —El Chinto Maracaibo no quiso que le diera base por bola, soy el manejador, eso me dijo que le dijo, por respeto a Warden que bien questaba clachando la movida y como es retedecente ni les reclamó allí. —Pero qué tal orita, güey, porque quién más iba a poder envenenarlos.

Hubo intercambio de miradas, murmullos, palabras mordidas y comentarios que empezaron a transformarse en un rumor imparable que al crecer fue tomando cuerpo definitivo y consistencia de acusación categórica.

El siguiente estadio de la muchedumbre fue el enardecimiento y la indignación colectiva, pues la sospecha era ya, para ellos, certidumbre absoluta que reclamaba la vindicación colectiva.

Esta mezcolanza de sentimientos, actitudes, prejuicios, complejos y, sobre todo, deseos de hallar un sucedáneo de la diversión y del espectáculo deportivo frustrado; todo eso, repito, dio pie a la propuesta de linchar al doctor Saturnino Warden.

—Digan si no huele mal que siendo el doctor del equipo no haiga venido al juego.

—Sí vino —puntualizó el administrador del campo deportivo—, pero se fue apenas los dizque revisó y les dio sus pastillas contra la deshidratación.

Ése fue el detonador. Ya nadie tuvo dudas. Warden merecía ser linchado porque había atentado contra la vida de los jugadores de un equipo que estaba destinado a llenar de gloria a nuestra muy humilde pero noble y pujante ciudad.

—Y nomás por pinches celos culeros, compa, cuando era pa que mejor se pusiera a presumir de que él se acuesta —comentaba uno de los más encendidos fanáticos— con la misma vieja que se han cogido todos los que en pocos días seguro iban a ser los campeones regionales de beis.

La multitud se encaminó vociferante en busca del galeno. Es fácil suponer que en una ciudad pequeña fueran muchos los enterados del domicilio de una persona tan conocida por méritos profesionales, sociales y conyugales. En la descubierta de la columna marchaba el sargento Bujanos, pues a la acusación de homicidio múltiple le añadía la de atentado contra su honra.

El inspector Bernardo Fonseca caminó con toda calma hasta su patrulla, que había dejado en el estacionamiento —un solar baldío aledaño al estadio—, y le ordenó al chofer que lo llevara a la comandancia, sita en el extremo opuesto al de la residencia Warden. Según me dijo al día siguiente, él ya tenía todo fríamente calculado, “porque hasta yo me encabroné de que se echara al plato a nuestros Cangrejos del Papaloapan cuando iba tan bien el equipo y chance hasta llegaban a campeones de liga”, sostenía el inspector.

Desde su vehículo giró instrucciones para que tres patrullas, dos yips y una panel se trasladaran con sirena abierta a aprehender al doctor Warden, se hallara donde se hallara y estuviera como estuviera, y que lo presentaran “icsofalto, o sea sin falta” (sic), en la comandancia, “repito: en la comandancia de esta autoridá”.

Fonseca insistió en esto último porque la costumbre es que los detenidos sean llevados a lo que absurdamente llaman casas de seguridad, y sólo dos o tres días más tarde los presentan a las autoridades correspondientes. La costumbre se estaba infringiendo porque Warden era lo que antaño denominaban hombre-de-pro y que en nuestros días, en lenguaje ordinario, llaman in-flu-yen-te. En consecuencia, los métodos de investigación e interrogatorio acostumbrados no podrían aplicarse con un sujeto como Saturnino Warden.

El operativo ordenado por Fonseca también fue consecuencia de que la muchedumbre se llevara un buen chasco; por otra parte, el enardecimiento de la multitud no tenía el tamaño suficiente para desandar el trayecto y recorrer otro tanto que había hasta la jefatura de policía; les apetecía más —después de la caminata y el calor intenso que se había sentido y seguía sintiéndose— buscar refugio en las cantinas, beber cubetas de cerveza helada y chismear.

Fonseca, en su oficina, apuró dos cervezas y un tequila antes de encontrarse con el recién detenido galeno. El líquido intermezzo le permitió pensar cómo lo enfrentaría, dadas las circunstancias, pues de suyo acostumbraba iniciar las sesiones de interrogatorio a los sospechosos con un puntapié en los testículos seguido de una especie de giro vertiginoso para