Portada: Historia de las abejas. Maja Lunde
Portadilla: Historia de las abejas. Maja Lunde

 

Edición en formato digital: septiembre de 2016

 

This translation has been published with the financial support of NORLA

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Título original: Bienes Historie

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

En cubierta: grabado de Joris Hoefnagel y Georg Bocskay
en Mira calligraphiae monumenta. Ms. 20 fol. 4.
Digital image courtesy of the Getty’s Open Content Program

© H. Aschehoug & Co.

(W. Nygaard) AS, 2015

© De la traducción, Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16854-69-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A Jesper, Jens y Linus

Tao

Distrito 242, Sirón, Sichuan,
2098

Cual pájaros contrahechos nos balanceamos cada una en nuestra rama, con un recipiente de plástico en una mano y un cepillo de plumas en la otra.

Subí trepando, despacio, con todo el cuidado de que era capaz. Aquello no se me daba muy bien: a diferencia de muchas de las otras mujeres del pelotón de trabajo, mis movimientos eran a menudo demasiado bruscos, me faltaban esa delicada motricidad y ligereza exigidas. Yo no estaba hecha para eso, y sin embargo tenía que estar allí doce horas al día.

Los árboles tenían ya una veintena de años. Las ramas, frágiles como cristal fino, crujían bajo nuestro peso. Yo me doblaba con cuidado, había que evitar dañar el árbol. Coloqué la pierna derecha sobre una rama aún más alta, luego la izquierda. Por fin encontré una postura de trabajo segura, incómoda, pero estable. Desde allí alcanzaría hasta las flores de más arriba.

El pequeño recipiente de plástico estaba lleno del ligerísimo oro, pesado con precisión y repartido entre todas nosotras al comienzo de la jornada laboral, exactamente la misma cantidad para cada una. De un modo ingrávido intentaba llevar cantidades invisibles desde el recipiente hasta los árboles. Cada flor tenía que ser polinizada con el minúsculo cepillo de plumas de gallina, fabricado tras una investigación justo para este fin. Ninguna pluma artificial había mostrado ser ni la mitad de eficaz. Se había probado una y otra vez porque no teníamos prisa, en nuestro distrito la tradición tenía más de cien años. Aquí las abejas habían desaparecido ya en la década de 1980, mucho antes del Colapso, las mataron los insecticidas. Unos años más tarde, cuando estos dejaron de emplearse, las abejas volvieron, pero para entonces ya se había puesto en marcha la polinización manual. Los resultados mejoraron, aunque requería una gran cantidad de personas, muchísimas manos. Y entonces, cuando se produjo el Colapso, mi distrito tenía una ventaja en competencia. A nosotros nos había resultado rentable ser de los que más contaminaban. Éramos un país pionero en contaminación, razón por la que nos convertimos en un país pionero en polinización manual. Una paradoja nos había salvado.

Aunque me estiré todo lo que pude, no llegaba a la flor de más arriba. Estaba a punto de darme por vencida, pero como sabía que podían penalizarme, lo intenté una vez más. Nos reducían el sueldo si gastábamos el polen demasiado deprisa, y también si gastábamos demasiado poco. El resultado del trabajo era invisible. Cuando al final de la jornada nos bajábamos de los árboles, no había nada que diera cuenta de nuestro esfuerzo, salvo las cruces de tiza roja en los troncos de los árboles, a poder ser unas cuarenta al día. Hasta la llegada del otoño, en que los árboles estaban repletos de frutos, no se veía con claridad dónde se había hecho un buen trabajo. Pero para entonces nosotras ya hacía tiempo que habíamos olvidado quién había polinizado qué árboles.

Ese día me habían colocado en el sector 748. ¿De cuántos? No lo sabía. Mi grupo era uno de cientos. Con los monos de trabajo color beis éramos tan homogéneas como los árboles. Y estábamos tan cerca las unas de las otras como las flores. Nunca solas, siempre en grupo, arriba en los árboles o andando por los surcos de un sector al siguiente. Únicamente se nos permitía estar solas entre las paredes de nuestras pequeñas casas unas pocas horas al día. Por lo demás, toda nuestra vida transcurría allí.

Reinaba el silencio. No se nos permitía hablar mientras trabajábamos. Lo único que se oía eran nuestros cuidadosos desplazamientos por los árboles, un carraspeo por lo bajo, algún que otro bostezo, la tela de la ropa de trabajo rozando contra el tronco. Y algunas veces ese sonido por el que todas habíamos llegado a sentir aversión: una rama que crujía, o, en el peor de los casos, que se rompía. Una rama rota significaba menos frutos y una razón más para reducirnos el sueldo. Por lo demás, los únicos ruidos que se oían eran los producidos por el viento al pasar por entre las ramas, al barrer las flores o al deslizarse por la hierba del suelo.

Soplaba desde el sur, desde el bosque, oscuro y salvaje, azotando los frutales de flores blancas que aún estaban sin follaje. Al cabo de unas semanas el bosque sería una frondosa pared verde. Nunca nos internábamos en él, no teníamos nada que hacer allí. Pero ahora corrían rumores de que también el bosque sería arrancado y replantado.

Una mosca venía zumbando de allí, algo poco corriente. Hacía días que no veía un pájaro, también había cada vez menos. Cazaban los pocos insectos que quedaban, y pasaban hambre, como el resto del mundo.

Pero entonces un sonido cortante rompió el silencio. El silbato del barracón de la dirección, el que señalaba la segunda y última pausa de la jornada. De repente me di cuenta de lo seca que tenía la boca.

Mis compañeras de trabajo y yo bajamos deslizándonos de los árboles al suelo. Ellas ya se habían puesto a charlar, ese balbuceo cacofónico que se encendía como con un interruptor en cuanto sabían que estaba permitido.

Yo no dije nada, me concentré en bajar lentamente, en llegar abajo sin romper ninguna rama. Lo conseguí. Pura suerte. Era torpe, patosa, y ya llevaba allí el tiempo suficiente como para saber que jamás llegaría a ser verdaderamente buena en aquel trabajo.

En el suelo, junto al árbol, estaba la botella de agua de metal arañado. La cogí y bebí a toda prisa. El agua estaba templada. Sabía a aluminio, el sabor me hizo beber menos de lo que necesitaba.

Dos jóvenes vestidos de blanco del equipo de Nutrición repartieron rápido las cajas recicladas que contenían la segunda comida del día. Me senté sola, con la espalda apoyada en el tronco del árbol y abrí la mía. Ese día el arroz estaba mezclado con granos de maíz. Probé un poco. Como siempre demasiado salado, condimentado con chile y soja artificialmente producidos. Hacía mucho tiempo que no probaba la carne. El forraje para animales requería demasiado campo cultivado. Y gran parte del forraje tradicional requería polinización. No valía la pena dedicar nuestro minucioso trabajo manual a los animales.

La caja se vació antes de que me hubiera saciado. Me levanté y la devolví a la cesta de recogida. Luego empecé a moverme. Tenía las piernas cansadas, también entumecidas de estar tanto tiempo encogida subida en los árboles. Me bullía la sangre, no era capaz de mantener el cuerpo quieto.

Pero de nada sirvió. Eché una mirada rápida a mi alrededor. Nadie de la dirección estaba atento. Me tumbé rápidamente en el suelo para estirar la espalda, que me dolía muchísimo.

Cerré por un instante los ojos, intentando reprimir las voces de las demás mujeres del equipo. Prefería escuchar cómo el balbuceo subía y bajaba de nivel. ¿De dónde venía esa necesidad de hablar tantas a la vez? Ellas lo hacían desde niñas. Horas y horas de conversaciones en grupo en las que el tema era siempre un mínimo común múltiplo y en las que nunca se profundizaba en nada. Excepto tal vez cuando la persona de la que se hablaba no estaba presente.

Yo prefería conversar con una sola persona. O estar sola. En el trabajo casi siempre esto último. Y en casa tenía a Kuan, mi marido. Ciertamente no eran nuestras largas conversaciones lo que nos unía. Las referencias de Kuan eran de aquí y ahora, él era un hombre concreto, no anhelaba conocimientos. En sus brazos yo encontraba la paz. Y teníamos a Wei-Wen, nuestro hijo de tres años. De él sí podíamos hablar.

Justo cuando estaba a punto de quedarme dormida con el balbuceo, este cesó de repente. Todas se habían callado.

Me incorporé. Las demás mujeres del equipo habían vuelto la cara hacia el camino.

El séquito venía bajando por los surcos hacia nosotras.

No tenían más de ocho años, algunos me sonaban del colegio de Wei-Wen. Todos vestían igual, los mismos trajes sintéticos color beis que llevábamos nosotras. Se acercaban lo más rápidamente que les permitían sus cortas piernas. Dos monitores adultos los controlaban. Uno delante y otro detrás. Los dos tenían potentes voces que corregían sin parar a los niños. Pero no regañaban, les transmitían los mensajes con afecto y compasión. Porque aunque los niños no fueran del todo conscientes de adónde los llevaban, los adultos sí lo eran.

Los niños iban cogidos de la mano en parejas desiguales, los más altos con los más bajos, los mayores se ocupaban de los más pequeños. Un paso irregular, desorganizado, pero siempre cogidos de la mano, como si las tuvieran pegadas. Tal vez les habían pedido que no se soltaran.

Sus miradas se posaron sobre nosotras, sobre los árboles. Curiosos, algunos nos miraban con los ojos entornados y las cabezas inclinadas. Como si estuvieran allí por primera vez, aunque todos se habían criado en el distrito y no conocían otra naturaleza que la de las filas interminables de árboles frutales, en contraste con la sombra del bosque cubierto de vegetación al sur. Una niña bajita se me quedó mirando con sus ojos grandes, algo juntos. Parpadeó un par de veces, luego sorbió por la nariz con fuerza. Llevaba de la mano a un niño delgado, que bostezó ruidosamente, sin taparse la boca con la mano libre, inconsciente por completo de que su cara se convirtió en una gran boca abierta. No bostezó como para expresar aburrimiento, era demasiado joven para eso, era la falta de comida lo que le producía cansancio. Una chica alta y esbelta llevaba de la mano a un niño pequeño que respiraba con dificultad por la nariz congestionada, y tenía la boca abierta. La chica tiraba de él mientras levantaba la cara hacia el sol, con los ojos entornados y la nariz arrugada, pero siempre con la cabeza en la misma postura, como para ponerse morena o tal vez recobrar fuerzas.

Cada primavera llegaban niños nuevos. Pero ¿solían ser tan pequeños? ¿No eran cada vez más jóvenes?

No. Tenían ocho años. Como siempre. Con el colegio ya terminado. Aunque colegio... Bueno sí, aprendían los números y algunas letras, pero, por lo demás, el colegio no era más que una forma de almacenaje regulado. Almacenaje y preparación para la vida de fuera. Entrenamiento para pasarse mucho tiempo sentado. «Quedaos quietos, sentados. Completamente quietos, eso es». Y tareas de motricidad extrema. Anudaban alfombras desde los tres años. Sus pequeños dedos eran perfectos para diseños elaborados. De la misma manera que ahora eran perfectos para el trabajo de aquí fuera.

Los niños pasaron por delante de nosotras y volvieron la cara al frente, hacia otros árboles. Luego siguieron andando hacia otro campo. El niño desdentado iba dando traspiés, pero la chica alta lo llevaba agarrado para que no se cayera.

Los niños desaparecieron un poco más delante, hundiéndose entre los árboles.

—¿Adónde van? —preguntó una mujer de mi equipo.

—Seguro que al 49 o al 50 —contestó otra—. Nadie ha empezado allí todavía.

Sentí una opresión en el pecho. No importaba adónde se dirigían, ni a qué campo. Lo importante era a qué iban...

En el barracón sonó el silbato. Volvimos a trepar a los árboles, yo me movía despacio, pero el corazón me latía con fuerza. Porque los niños no eran más jóvenes este año. Yo pensaba en Wei-Wen... dentro de cinco años tendría ocho. En solo cinco años le tocaría a él. Las manos trabajadoras tenían más valor aquí que en ningún otro lugar. Los pequeños dedos ya estaban adaptados para este tipo de trabajo.

Niños de ocho años aquí, día tras día, cuerpecillos entumecidos, ni siquiera se les permitía tener una infancia, como se nos había permitido a mí y a los de mi edad, nosotros fuimos al colegio hasta los quince años.

Una no-vida.

Me temblaban las manos mientras levantaba el recipiente con el valioso polvo. Nos decían que todos teníamos que trabajar para procurarnos comida, para cultivar la comida que nosotros mismos comeríamos. Teníamos que contribuir todos, incluso los niños, porque ¿quién necesita educación cuando merman los depósitos de cereales? ¿Cuando las raciones son cada vez más pequeñas? ¿Cuando hay que acostarse con hambre cada noche?

Me di la vuelta para llegar a las flores de detrás de mí, pero esta vez mis movimientos fueron demasiado bruscos. Rocé una rama sin querer, y perdí de repente el equilibrio, recostándome pesadamente hacia el otro lado.

Eso fue suficiente. Se produjo aquel sonido quebradizo que habíamos llegado a odiar. El de una rama que se rompía. La supervisora vino rauda hacia mí. Miró al árbol, evaluando los daños, sin decir nada. Apuntó algo en una libreta a toda prisa y volvió a marcharse.

La rama no era ni larga ni fuerte, pero yo sabía que todos los beneficios de ese mes se esfumarían. El dinero destinado a la lata del armario de la cocina, donde ahorrábamos cada yen que nos sobraba.

Suspiré. No debía pensar en ello. No podía hacer otra cosa que seguir. Levantar la mano, meter el cepillo en el polen, moverlo con cuidado hacia las flores, rozarlas como si yo fuera una abeja.

Evité mirar el reloj. Sabía que no servía de nada. Lo único cierto era que con cada flor que rozaba con el cepillo, la tarde estaba un poco más cerca. Y también esa única hora que disfrutaba cada día con mi hijo. Esa hora era todo lo que teníamos, y en esa hora yo a lo mejor podría aportarle algo diferente. Sembrar una semilla que le proporcionara esa posibilidad que yo nunca había tenido.

 

 

William

Maryville, Hertfordshire, Inglaterra,
1852

Todo estaba amarillo a mi alrededor, infinitamente amarillo, sobre mí, debajo de mí, en torno a mí, cegándome. Pero el color amarillo era real, no algo que yo me imaginaba: provenía del papel pintado de brocado que mi mujer, Thilda, había conseguido colocar cuando nos mudamos aquí, hace unos años. Era una época próspera. Mi pequeño negocio de semillas en la calle principal de Maryville florecía. Yo me sentía aún muy inspirado y seguía pensando que lograría compaginar el negocio con lo que realmente me importaba: mis estudios científicos. Pero había pasado mucho tiempo desde entonces, fue bastante antes de convertirnos en padres de un montón de hijas, incluso mucho antes de mi conversación definitiva con el profesor Rahm.

Si hubiera sabido los sufrimientos que ese papel amarillo me acarrearía, jamás habría dado mi aprobación. El color amarillo no se contentaba con quedarse en el papel, sino que seguía allí, maldita sea, tuviera los ojos abiertos o cerrados. Me seguía hasta en el sueño y nunca me daba una tregua, como si fuera la enfermedad en sí. Mi dolencia no tenía diagnóstico, sino un montón de nombres: pesimismo, tristeza, melancolía. Aunque nadie los mencionara en mi presencia. El médico de la familia hacía como si no entendiera nada. Hablaba siempre en términos médicos sobre discrasia, trastornos de fluidos corporales, demasiada bilis negra. Al principio de mi enfermedad intentó una sangría, luego laxantes que me convirtieron en un niño desvalido, pero era obvio que no se atrevía a seguir con ello. Al parecer, había desistido ya de cualquier tipo de tratamiento y se limitaba a sacudir la cabeza cuando Thilda sacaba el tema, sus protestas eran recibidas con intensos murmullos por lo bajo. Yo distinguía alguna que otra palabra, demasiado débil, no lo toleraría, ninguna mejoría. En los últimos tiempos el médico venía con menos frecuencia, lo que podría estar relacionado con el hecho de que yo ya estuviera encadenado a la cama.

Era por la tarde, la casa vivía debajo de mí, el ruido de mis hijas me llegaba desde las habitaciones de la planta baja, atravesando las paredes y los suelos como tufo de cocina. Distinguí la voz de Dorothea, la sabionda de doce años: estaba leyendo la Biblia de un modo entrecortado y entonando a la vez, pero las palabras se paraban en el camino hacia mí, de la misma manera que las palabras de Dios parecían no alcanzarme ya. La aguda voz de la pequeña Georgiana se entremezcló, y Thilda la acalló severamente. Dorothea acabó de leer enseguida y pasó el turno a las demás. Martha, Olivia, Elizabeth, Caroline. ¿Quién era quién? No lograba distinguirlas.

Una de ellas se rio, una carcajada breve, y volvió a sonar dentro de mí la risa de Rahm, la risa que concluyó nuestra conversación de una vez por todas, como un golpe de cinturón sobre la columna vertebral.

Luego Edmund dijo algo. Su voz se había vuelto más grave, algo pulida, ya no quedaba nada de niño en él. Tenía dieciséis años, el mayor de todos, mi único hijo varón. Me aferré a su voz, deseando con todas mis fuerzas poder captar las palabras, tenerlo en la habitación conmigo, quizá fuera el más indicado para animarme, para darme fuerzas que me ayudaran a levantarme, a salir de la cama. Pero él no venía nunca, y yo no sabía por qué.

En la cocina sonaron ruidos de cacerolas. Ese sonido hizo que mi estómago se despertara. Se retorció y yo me encogí en posición fetal.

Miré a mi alrededor. En un plato había un trozo de pan sin tocar y una loncha de jamón ahumado reseca, junto a un vaso con algo de agua todavía. ¿Cuándo había comido por última vez? ¿Cuándo había bebido?

Me incorporé un poco y cogí el vaso con el agua, dejé que el líquido bajara por la boca hasta la garganta, eliminando así el sabor a vejez. Lo salado del jamón sabía rancio en la boca, el pan estaba oscuro y compacto, y la comida, gracias a Dios, consiguió posarse en el estómago.

Pero no encontraba una postura cómoda en la cama, mi espalda era una gran escara, tenía la piel de las caderas agrietada de estar tumbado de lado.

Una inquietud en las piernas, un cosquilleo.

La casa se había quedado de repente muy silenciosa. ¿Se había marchado todo el mundo?

No oía más que el chisporroteo del carbón ardiendo en el hogar.

Pero entonces, de repente, oí cantar a alguien. Voces claras en el jardín.

 

Hark the herald angels sing

Glory to the newborn King.

 

¿Estaba próxima la Navidad?

En los últimos años, distintos coros de la región habían empezado a cantar de puerta en puerta en los días de Adviento, no para pedir dinero o regalos, sino, en consonancia con el espíritu navideño, únicamente para alegrar al prójimo. En otras épocas me parecía hermoso, y esas breves actuaciones eran capaces de encender y hacer arder una luz dentro de mí que no pensaba que siguiera existiendo. Me daba la sensación de que todo eso era algo muy lejano en el tiempo.

Las voces claras manaban hacía mí como agua de nieve derretida.

 

Peace on Earth and mercy child

God and sinners reconciled.

 

Puse los pies en el suelo. Se notaba duro bajo las plantas. De repente era un bebé, un recién nacido cuyos pies no estaban acostumbrados a pisar, sino creados para bailar de puntillas. Así recordaba los pies de Edmund, con el empeine alto, y tan blandos y arqueados por debajo como por encima. A veces los cogía y me quedaba con ellos en las manos, mirándolos y tocándolos, tocando todo su cuerpo, como suele hacerse con el primogénito, pensando que yo sería algo distinto para él, ser algo para ti, algo distinto de lo que mi padre había sido para mí. Me quedaba así con él hasta que Thilda venía a arrancármelo, con el pretexto de que había que amamantarlo o cambiarle los pañales.

Mis pies de bebé se movieron lentamente hacia la ventana. Cada paso dolía. El jardín se abrió ante mí y allí estaban ellas.

Las siete al completo, porque no se trataba de un coro de desconocidos del pueblo, eran mis propias hijas.

Las cuatro más altas detrás, las tres más bajas en la fila de delante, con su ropa oscura de invierno, abrigos de lana demasiado estrechos y demasiado cortos o demasiado largos, y cada vez con más remiendos —lo desgastado o raído se había intentado ocultar bajo cintas baratas de adorno— y bolsillos en los sitios más insólitos. Gorros de invierno marrones, azules oscuros o negros con ribetes de encaje enmarcaban las caritas estrechas y pálidas de invierno. El canto se convertía en niebla helada en el aire delante de ellas.

Qué delgadas se habían quedado todas.

Un sendero mostraba por dónde habían llegado hasta allí, huellas profundas de pasos en la nieve. La nieve debía de haberles llegado hasta muy por encima de las rodillas, seguro que se habían mojado. Yo conocía esa sensación de medias de lana húmedas sobre la piel, y el frío que subía del suelo a través de las delgadas suelas de los zapatos; ninguna de ellas tenía más que ese par de botas.

Di otro paso hacia la ventana, pensando que vería a más gente en el jardín, y público para el coro, Thilda, o tal vez algún vecino, pero el jardín estaba vacío. Mis hijas no estaban cantando para alguien ajeno. Estaban cantando para mí.

 

Light and life to all He brings

Risen with healings in His wings.

 

Las miradas de todas estaban fijas en mi ventana, pero ellas aún no me habían descubierto. Yo estaba en la sombra, y el sol brillaba en el cristal de la ventana, ellas verían solo el reflejo del cielo y de los árboles.

 

Born to raise the sons of Earth,

Born to give them second birth.

 

Me acerqué un paso más.

Charlotte, de catorce años, mi hija mayor, estaba en un extremo. Cantaba con todo el cuerpo. Su pecho subía y bajaba al compás de los tonos. Quizá todo aquello fuera idea suya. Siempre había cantado, se había pasado la infancia canturreando, con la cabeza metida en los deberes del colegio o inclinada fregando los cacharros, zumbando melodiosamente, como si esos débiles tonos formaran parte de sus movimientos.

Ella fue la primera que me descubrió. Una luz le recorrió el rostro. Dio un golpecito a Dorothea, la precoz de doce años, que a su vez hizo un rápido gesto a Olivia, un año menor que ella, que se volvió con los ojos abiertos de par en par hacia su gemela, Elizabeth. No se parecían en nada físicamente, solo en el carácter, las dos dóciles e indulgentes y más tontas que un burro, no entendían los números, aunque se los clavaras en la cabeza. En la fila de delante se veía ya cierto revuelo, también me habían descubierto las pequeñas: Martha, de nueve, apretaba el brazo de Caroline, de siete, que siempre gimoteaba porque en el fondo quería ser pequeña, y en ese momento empujó con fuerza a Georgina, que deseaba ser mayor de lo que era. No se elevó un gran júbilo hacia el cielo, ellas no se lo permitieron, todavía no, solo una minúscula irregularidad en el canto reveló que me habían visto, eso y una débil sonrisa, en la medida en que lo permitían sus bocas cantando.

Se me hizo un cándido nudo en la garganta. No cantaban nada mal. Les ardían las caras estrechas, les brillaban los ojos. Habían organizado esto para mí, solo para mí, y ahora mis hijas creerían que lo habían conseguido, que habían logrado sacar a su padre de la cama. Cuando acabaran de cantar darían rienda suelta a su júbilo, correrían radiantes sobre sus pies ligeros por la nieve recién caída y entrarían en casa para anunciar su propio milagro. Lo hemos curado con nuestro canto, exclamarían felices. ¡Hemos curado a nuestro padre cantando para él! Una corriente de entusiasmadas voces de niña resonaría por los pasillos, volvería a ellas como un eco de las paredes. Pronto volverá. Pronto estará con nosotras. Le hemos mostrado a Dios, a Jesús recién nacido. Hark the herald angels sing, glory to the newborn king. Qué idea tan brillante, ha sido espléndido cantar para él, recordarle la belleza del mensaje de la Navidad, todo lo que había olvidado mientras estaba postrado en la cama, a causa de lo que nosotras llamamos enfermedad, pero que todo el mundo sabe que es otra cosa, aunque nuestra madre nos prohíba hablar de ello. Pobre padre, lo ha pasado muy mal, está pálido como un fantasma, lo hemos visto por la rendija de la puerta cuando pasamos por allí a escondidas, sí, como un fantasma, está en los huesos y se ha dejado crecer la barba, como Cristo crucificado, está irreconocible. Pero pronto estará de nuevo entre nosotros, pronto podrá trabajar y volveremos a tener mantequilla para untar el pan y nuevos abrigos de invierno. Es en verdad un auténtico regalo de Navidad. Christ is born in Bethlehem!

Pero era una mentira, yo no podía regalarles eso, no era digno de su júbilo. La cama me atraía hacia ella, me temblaban las piernas, mis pies de recién nacido ya no me sostenían, se me volvió a hacer un nudo en la garganta, apreté las mandíbulas como para destrozar lo que me subía por dentro a presión, y fuera se acalló el canto. Ese día no se produjo ningún milagro.

George

Autumn Hill, Ohio, Estados Unidos,
2007

Recogí a Tom en la estación de Autumn. No venía a casa desde el verano. Yo no sabía por qué, tampoco pregunté. A lo mejor para no oír la respuesta.

Tardamos media hora en subir a la granja. No hablamos mucho. Él tenía las manos sobre las rodillas, mientras el coche se dirigía a sacudidas hacia casa, unas manos pálidas, delgadas y quietas. Había puesto la bolsa junto a sus piernas. Se había manchado. El suelo de la furgoneta no había vuelto a estar limpio desde que la compré. La tierra del año anterior, o del otro, se convertía en polvo en el invierno. Y la nieve que se derretía en las botas de Tom chorreaba hasta abajo, convirtiéndose en barro.

La bolsa era nueva. De un material rígido. Sin duda comprada en la ciudad. Y pesaba. Me sorprendió al levantarla del suelo en la estación de autobuses. Tom quiso cogerla, pero yo la cogí antes de que él tuviera la posibilidad de hacerlo, pues no tenía pinta de haber entrenado mucho últimamente. Yo pensaba que no habría necesitado más que un poco de ropa, ya que solo estaría una semana en casa de vacaciones. Y la mayor parte de lo que necesitaba colgaba ya de un gancho en el cobertizo. El mono, las botas, el gorro con orejeras. Pero al parecer se había traído un montón de libros. Tal vez pensara que habría tiempo para esas cosas.

Cuando llegué, estaba esperándome. El autobús había llegado demasiado pronto, o quizá yo demasiado tarde. Tuve que retirar la nieve del patio antes de ir, sería por eso.

—No importa, George. De todos modos, él siempre anda con la cabeza en las nubes —dijo Emma, que me estaba mirando, tiritando de frío y con los brazos cruzados sobre el pecho.

No contesté. Me limité a quitar la nieve ligera y recién caída, que se contraía como un acordeón. Apenas me sudaba la espalda.

Ella seguía mirándome.

—Ni que esperaras la visita de Bush.

—Tengo que quitar esta nieve, ya que tú no lo haces.

Levanté la vista. Veía puntitos blancos. Ella me dedicó una sonrisa torcida. Tuve que devolvérsela. Nos conocíamos desde que íbamos al colegio, y creo que no había pasado un solo día sin que nos hubiéramos sonreído el uno al otro de esa manera.

Pero ella tenía razón. Yo exageraba en lo de quitar la nieve. No duraría mucho, habíamos tenido bastantes días cálidos, el sol cumplía ya su cometido y por todas partes chorreaba agua. Esa nevada no era más que el último pedo del invierno, y se derretiría en el transcurso de un par de días. También había exagerado ese día fregando el retrete. O por detrás del retrete, para ser más exacto. Eso no era algo que hacía todo los días. Solo quería que todo estuviera decente ahora que por fin venía a casa. Que solo se fijara en el patio sin nieve y el retrete limpio, y que no viera la pintura desconchada de la pared del sur, donde el sol quemaba, o que el canalón se había desprendido con los vientos del otoño.

Cuando nos dejó la última vez, estaba bronceado y fuerte, animado, incluso me dio un largo abrazo, y yo noté la fuerza de sus brazos al rodearme con ellos. La gente cuenta que sus hijos no hacen más que crecer y crecer entre cada vez que los ven, que es como si uno se sobresaltara al ver a su retoño al cabo de algún tiempo. Pero no era el caso de Tom. Esta vez había encogido. Tenía la nariz roja, las mejillas blancas y los hombros estrechos. Y tampoco favorecía a su aspecto el que los encogiera y se estremeciera de frío, haciendo que pareciera una pera. Sus temblores se iban suavizando conforme nos acercábamos a la granja, pero seguía sentado como un debilucho en el asiento del copiloto.

—¿Qué tal la comida? —le pregunté.

—¿La comida? ¿En la universidad, quieres decir?

—No. En Marte.

—¿Cómo?

—En la universidad, dónde si no. ¿Has estado en otro sitio últimamente?

Volvió a hundir los hombros.

—Solo quiero decir que pareces un poco... desnutrido —dije.

—¿Desnutrido? Papá, ¿tú sabes realmente lo que significa esa palabra?

—La última vez que lo miré era yo el que pagaba la universidad, así que no tienes por qué contestar de esa manera.

Se hizo un silencio.

Largo.

—Pero todo va bien —dije por fin.

—Sí, todo va bien.

—Así que la inversión me merece la pena.

Intenté reírme, pero por el rabillo del ojo vi que él no se reía. ¿Por qué no se reía? Al menos podría haber intentado seguir la broma para quitarnos de encima las malas palabras con una risa, y tal vez haber mantenido una amena charla lo que quedaba de viaje.

—Ya que tienes la comida pagada, a lo mejor podrías intentar comer un poco más —aventuré.

—Sí —se limitó a contestar.

Algo me subía por dentro. Lo único que quería era que él sonriera, pero en lugar de eso solo mostraba seriedad. Yo no debería decir nada. Tendría que callarme la boca. Pero las palabras insistían en salir.

—Tenías mucha prisa en marcharte, ¿verdad?

¿Ahora se enfadaría? ¿Volveríamos a aquello?

No, se limitó a suspirar:

—Papá.

—Sí, solo estoy bromeando. Otra vez.

Me tragué el resto de mis palabras. Sabía que podía decir un montón de cosas de las que luego me arrepentiría si continuaba. No iba a empezar así ahora que por fin había venido a casa.

—Solo quiero decir —aclaré, intentando suavizar la voz—... que parecías más contento al marcharte de lo que pareces ahora.

—Estoy contento. ¿Vale?

—Vale.

Asunto concluido. Estaba contento. Contentísimo. Tan contento que daba brincos. Ansioso de vernos, de volver a ver la granja. No había pensado en otra cosa durante semanas. Estaba clarísimo.

Carraspeé un poco, aunque no por necesidad. Tom seguía allí sentado, con las manos vacías. Me tragué el nudo de la garganta, algo que me estaba molestando. ¿Qué esperaba? ¿Que unos meses de separación nos convirtieran en colegas?

 

Emma dio un largo abrazo a Tom. Entre ellos las cosas también parecían estar como antes, por lo visto, ella podía seguir abrazándolo y besándolo sin que a él le molestara.

No se fijó en el patio limpio de nieve. En eso sí que tenía razón Emma. Pero tampoco le importó la pintura que se caía de la pared, y eso era una ventaja...

No. En realidad habría querido que se fijara en las dos cosas. Que hubiera echado una mano ahora que por fin había venido a casa. Haberse responsabilizado.

Emma sirvió pudin de carne y maíz, grandes raciones en los platos verdes, el maíz amarillo relucía y la salsa de nata humeaba. La comida no era nada mala, pero Tom solo se comió la mitad de la ración, no tocó la carne. Al parecer, no tenía apetito. Demasiado aire fresco, ese era el problema. Ya lo arreglaríamos.

Emma no paraba de hacer preguntas sobre todo. Sobre la universidad. Los profesores. Las asignaturas. Amigos. Chicas... A lo último no recibió mucha respuesta. Pero de todos modos la charla entre ellos fluía como de costumbre. Aunque ella preguntaba más de lo que él contestaba. Así había sido siempre, las palabras entre ellos no se detenían. Charlaban y se sentían cercanos, sin dar la impresión de que les costara trabajo. Pero claro, ella era su madre.

Emma disfrutaba, tenía las mejillas sonrosadas de cocinar, la mirada fija en Tom, era incapaz de quitarle las manos de encima, tras meses de carencia.

Yo me mantenía más bien callado, intentaba sonreír cuando ellos sonreían, reírme cuando ellos se reían. Tras el fracaso de la conversación en el coche, más valía no correr riesgos. Tendría que concentrarme en buscar una buena ocasión para iniciar la llamada charla padre-hijo. Ya llegaría. Él iba a quedarse una semana.

Me limité a disfrutar de la comida, dejé el plato vacío, al menos había alguien en esa casa que sabía apreciar la buena cocina, me comí toda la salsa mojando trozos de pan, puse los cubiertos atravesados sobre el plato y me levanté.

También Tom hizo ademán de levantarse. Aunque su plato seguía rebosante.

—Estaba muy rico —dijo.

—Tienes que acabar la comida que te ha puesto tu madre —dije, intentando sonar relajado, pero, al parecer, me salió un poco cortante.

—Ya ha comido mucho —intervino Emma.

—Tu madre lleva horas preparándola.

A decir verdad era una exageración. Tom volvió a sentarse. Cogió el tenedor.

—Solo es un pudin de carne, George —dijo Emma—. Tampoco se tarda tanto en hacerlo.

Quería protestar. Ella se había esforzado, de eso no cabía duda, y esperaba con gran ilusión tener a Tom en casa de nuevo. Se merecía realmente que el chico lo supiera.

—Me he comido un sándwich en el autobús —dijo Tom a su plato.

—¿Te llenaste de comida justo antes de comer la comida de tu madre? ¿No la has echado de menos? ¿Te han servido alguna vez un pudin de carne mejor en algún sitio?

—Bueno, papá. Lo que pasa es...

Se calló.

Evité mirar a Emma, sabía que me estaba mirando fijamente, con la boca tensa y los ojos con señales de Stop.

—¿Lo que pasa es...?

Tom removió la comida en el plato.

—He dejado de comer carne.

—¿Qué?

—Bueno, bueno —dijo Emma y empezó a recoger.

Yo me quedé sentado. Todo me resultaba lógico.

—No es de extrañar que estés tan flacucho —dije.

—Si todo el mundo hubiera sido vegetariano, habría habido comida más que suficiente para toda la población de la Tierra —añadió Tom.

—Si todo el mundo hubiera sido vegetariano —contesté imitándolo y mirándolo por encima del borde del vaso de agua—. Las personas siempre han comido carne.

Emma había colocado los platos y las fuentes en un montón alto, que se tambaleaba peligrosamente.

—Por favor —dijo ella—. Estoy segura de que Tom ha pensado muy a fondo todo esto.

—No lo creo.

—No soy el único vegetariano que existe —objetó Tom.

—Aquí, en esta granja, comemos carne —dije, y me levanté tan bruscamente que la silla se cayó al suelo.

—Bueno, bueno —medió Emma, mientras recogía con movimientos rápidos.

Me lanzó otra de esas miradas tan propias de ella. Esta vez no solo dijo «para». Dijo «cállate la boca».

—Tú tampoco estás metido a fondo en la producción porcina —dijo Tom.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—A ti no te importa si yo como carne o no, ¿verdad? Mientras siga comiendo miel.

Se rio entre dientes. ¿Amablemente? No. Con algo de descaro.

—Si hubiera sabido que te volverías así en la universidad, jamás te habría enviado.

Las palabras me crecían mientras hablaba, pero era incapaz de callármelas.

—El chico tiene que estudiar —dijo Emma.

Sí, sí, tan claro como la primera noche de helada. Todo el mundo tiene que estudiar.

—Toda la educación que me hacía falta la recibí aquí —respondí, gesticulando sin dirección determinada con la mano; en realidad pretendía dirigirla hacia el este, donde se encontraba el prado con algunas de las colmenas, pero descubrí demasiado tarde que estaba gesticulando en dirección oeste.

Tom ni se dignó contestarme.

—Gracias por la comida.

Recogió rápido su plato y sus cubiertos y se volvió hacia Emma.

—Yo puedo recoger el resto. Ve a sentarte.

Ella le sonrió. Ninguno de los dos me dijo nada.

Me evitaron, ella se dirigió al salón a leer el periódico, mientras él se ataba un mandil, eso hizo, y se ponía a fregar los cacharros.

La boca se me había secado del todo. Bebí un sorbo de agua, pero no sirvió de mucho.

Daban vueltas a mi alrededor, yo era el elefante de la cocina. Aunque en realidad no era un elefante, era un mamut. Una raza extinta.