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EL FIN

 

 

 

Leandro Rubacha

 

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© Leandro Rubacha

© EL FIN

 

ISBN papel: 978-84-686-3930-7

ISBN digital: 978-84-686-3933-8


Depósito legal: M-40213-2016

 

Impreso en Argentina

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

 

 

EL COMIENZO

 

 

 

Se despertó respirando agitadamente.

Su boca aspiraba grandes cantidades de aire, como si no lo hubiese hecho en años. El cuerpo le temblaba; su cabeza, mareada, luchaba por funcionar y sus ojos bailaban en sus órbitas como si hubiesen estado perdidos. Con la mano derecha intentó quitar la sábana que lo cubría, pero no lo logró. Sus manos no respondían. Un dolor punzante impidió que su torso se moviera. Sentía como si le hubiesen clavado un cuchillo en la zona abdominal.

Continuó recostado, dándole la oportunidad a su cuerpo de tomar fuerzas. Al cabo de unos segundos, su respiración se calmó y sus ojos quedaron estáticos. Intentó levantarse, ahora con éxito. El dolor se iba rápidamente. Su mano derecha volvió a su tarea de quitar la sábana, esta vez lográndolo. Pero había algo extraño en ella, y es que estaba completamente pálida.

—¿Qué me ha pasado? —preguntó murmurando con la poca voz que tenía.

Sentándose en la cama, esperó hasta que se hubo recuperado por completo. Lentamente recobraba el color de su mano y las fuerzas en el cuerpo y extremidades. Finalmente, luego de un largo y pronunciado bostezo, se reincorporó.

Mirando a su alrededor, notó que se encontraba en su habitación, en su casa, aunque había algo extraño. El espacio estaba cubierto por decenas de velas ya consumidas, y las paredes antes blancas estaban cubiertas de un color rojo sangre.

«¿Qué ha pasado? No puedo recordar nada», se preguntó desconcertado.

Inmediatamente pensó que todo esto había sido obra de él y de su esposa, de algún tipo de juego sexual, pero era una idea que se le borró al instante de la mente. Sabía que su esposa no permitiría que se pintasen las paredes por un juego.

Sentía mucho calor y pensó en quitarse el pijama. Sin embargo, al bajar la vista, notó que no lo llevaba sino que vestía con su mejor traje, aquel que desde que lo compró hacía ya dos años, lo atesoraba como su prenda más preciada. Había estado ahorrando durante muchos meses, privándose de sus pequeños lujos cotidianos como las gaseosas y los cigarrillos para poder costeárselo. Finalmente pudo adquirirlo, abonándole al sastre hasta el último centavo del precio por adelantado. Pero había valido la pena. Tanto el saco como el pantalón le calzaban a la perfección y el traje parecía como si hubiera sido pintado sobre su propia piel. Por su costo, reservaba su uso para situaciones especiales. No obstante, ahora lo llevaba puesto y no recordaba haber asistido a ningún evento la noche anterior. La bebida podría dar una buena explicación de lo que había pasado.

Como sus piernas ya no se quejaban, comenzó a caminar. Se dirigió primero hacia la ventana, donde las cortinas impedían que penetrase la luz del sol. Al separarlas, sintió una cortina de nubes negras que retrocedían lentamente, dando permiso de asomarse al sol.

«Debió haber una gran tormenta. Es probable que se haya cortado la luz durante la noche y ese haya sido el motivo de la existencia de tantas velas consumidas», pensó.

Mas dudó por un instante. Su idea era demasiado vaga y no podía explicar por qué llevaba puesto su traje, ni siquiera el motivo de las paredes rojas.

Su cabeza se distrajo por un aviso de su vegija y se dirigió al baño de la habitación. Allí decidió que era hora de comenzar el día con su rutina matutina. Luego de apretar el botón del inodoro, se lavó las manos y los dientes para luego abrir la llave de la ducha. Por algún motivo se sentía bastante sucio y al quitarse la ropa, descubrió el porqué. Su cuerpo estaba completamente cubierto por alguna especie de gel viscoso y pegajoso. Su consistencia le recordó aquellos jarabes dulces que le regalaba a su hija los viernes por la noche cuando regresaba a casa. Mientras, el agua de la ducha comenzó saliendo tibia y fue reduciendo su temperatura gradualmente hasta que el resto salió fría.

—¡Maldito calentador! —exclamó, maldiciendo haberlo comprado en oferta.

Apenas había llegado a quitarse el líquido del cuerpo cuando el caudal de agua se redujo hasta extinguirse. Visiblemente extrañado por la situación, abrió la llave del lavatorio, obteniendo el mismo resultado. «¿Cortaron el agua?», pensó mientras gritaba el nombre de su esposa.

—¿Claudia?

No obteniendo respuesta, tomó una toalla y salió del baño. Luego volvió a gritar, esta vez desde la puerta de la habitación:

—¿Claudia?

El silencio se perpetuaba.

Un tercer grito sin respuesta fue motivo suficiente para que bajase las escaleras y entrase a la cocina, aún mojado. El viento hacía mover las cortinas de la ventana. El silencio era interrumpido por el movimiento de alguna hoja de papel. Ollas y sartenes miraban al recién llegado sin inmutarse por su presencia. Su mujer no se encontraba allí. Su semblante cambió. Le parecía extraño que siendo así su mujer no le hubiera dejado una de sus típicas notas. El viento se hacía cada vez más fuerte, barriendo las negras nubes con rapidez. Una potente brisa cerró la ventana de la cocina con un golpe brusco, provocando un leve sobresalto en su único ocupante. Un nuevo grito resonó en la casa:

—¡Ana!

El silencio evidenció que su hija tampoco acudió a su llamado.

«Debe de estar en el colegio», pensó.

Estaba solo en su casa. Situación bastante extraña para él. Necesitaba un café para comenzar el día, pero al abrir el grifo y no haber agua, su necesidad se vio opacada, transformándose en una molestia. Regresó a su habitación para cambiarse y salir a comprar botellones de agua hasta que se solucionase el problema. Al cambiarse, su vista se fijó nuevamente sobre las paredes rojas y las tantas velas consumidas. «¿Qué habrá pasado?», se volvió a preguntar.

Los rayos del sol que invadían la habitación se estaban retirando, cediendo nuevamente el paso a las negras nubes. El aire se comenzó a viciar. Sus pulmones se estaban llenando de otra cosa y comenzó a ahogarse. Su vista se nublaba y se sentía a punto de desmayarse. Debía salir de allí, debía respirar. Salió de la habitación y bajó rapidamente las escaleras en dirección a la puerta principal. La falta de aire le nublaba la vista y le hacía perder fuerzas. Finalmente pudo alcanzar la perilla y girarla. Fuera, pudo ver cómo el sol resurgía y sus brillos iluminaban el día. El aire en ese momento era limpio y puro, brindándole un nuevo respiro. Sin embargo, este no duró mucho. El paisaje era desolador y una mala sensación invadió su corazón.

Leo se encontraba completamente solo.

Nadie.

Nadie más que él se encontraba allí. El paisaje desolador se asemejaba a las películas de ciencia ficción, o más bien a una pesadilla. Forzando la vista, intentó obtener un mejor panorama de su visual. Algo muy extraño sucedía. No había personas caminando, no había niños jugando ni mascotas corriendo, no había siquiera autos circulando, pero sobre todo, no había ningún ruido. Nada salvo el viento.

Jack, su vecino, tampoco se encontraba presente cortando el césped como todas las mañanas. Su viejo oficio de jardinero no había desaparecido al jubilarse y cada día, a menos que el clima no lo permitiese, se lo podía ver en su jardín cuidando de sus hijos, como él llamaba a sus plantas. Aunque no solo él había desaparecido, sino que su otrora perfecto jardín ahora parecía el campo de batalla de una guerra en la que el único perdedor fue la naturaleza. Al ver el desierto jardín, se entristeció.

—¿Algo le pasó al viejo Jack? —se preguntó en voz baja.

A pesar de no entenderse y de no haber sido los mejores vecinos, no le deseaba nada malo y lamentaría bastante su pérdida ya que siempre fue muy amable con Ana. Ella le ayudaba a cuidar las plantas y en especial, a retirar las verduras que crecían en la huerta ubicada al final del jardín.

Sin nada más que poder hacer, retornó a su casa. Su cara ahora era de profunda preocupación. Temía por su familia. Se dirigió a la sala de estar y tomó el único teléfono de la casa. Uno inalámbrico, de esos parecidos a los celulares de hace algunos años. Al marcar el número de su esposa, una voz femenina le indicó que la batería estaba a punto de agotarse. El aviso de la máquina estuvo en lo cierto y el teléfono murió al instante. «Qué raro», pensó mientras reflexionaba sobre los posibles motivos de la falta de carga.

Al revisar las conexiones, todo era normal y la base estaba conectada. La única explicación que se le ocurrió era que no había electricidad. Estaba en lo cierto: la prueba la hizo encendiendo las luces de la sala de estar y luego las de la cocina. Finalmente verificó el microondas y la —extrañamente vacía— heladera. Nada funcionaba.

Regresó a su habitación en búsqueda de su móvil, que encontró destruido sobre la mesita de noche de Claudia.

—¡Maldición! —exclamó.

Su ansiedad se hacía cada vez mayor, hasta el punto de que casi tropezó por las escaleras al no prestar atención a un juguete de Ana que se encontraba tirado.

Volvió a salir y a comprobar que nadie más que él parecía encontrarse a la vista. Las nubes grises y espesas ya habían sido barridas casi por completo por el viento y el sol brillaba cada vez más fuerte en el cielo. Cerrando la puerta con su llave, salió y se dirigió al pedazo de chatarra, como llamaba a su vehículo. Encendió el motor, que produjo un molesto chillido por ser despertado de su placentero descanso y se puso en marcha. Su primer destino sería la escuela, en busca de su hija.

—Gracias a Dios que llené el tanque —dijo, intentando confundir a su mente.

Sin embargo, su mente ya se encontraba bastante confusa debido a que tampoco recordaba cuándo lo había hecho. La aguja del medidor de combustible marcaba que el tanque estaba lleno, mas esto no era de confiar ya que su camioneta tenía un consumo más alto que cualquier otro auto, además de tener ya unos cuantos años de vida. De allí el apodo pedazo de chatarra.

El panorama durante el trayecto no distanciaba mucho de lo que veía desde la entrada de su casa. Autos chocados o frenados en lugares prohibidos, semáforos sin funcionar y la completa ausencia de gente completaban las tres puntas de este triángulo de las Bermudas.

El camino se hizo largo y durante el mismo, Leo pudo contemplar al desolado pueblo. Mil y una ideas se le vinieron a la mente, todas merecedoras de alguna historia de ficción, aunque una le resonaba más que otra. «¿Y si todos abandonaron el pueblo?» Inmediatamente respondió a su pensamiento: «No, por supuesto que no». Era imposible. Además, su familia lo hubiese llevado con ellos. Su mente aún pensaba.

—¡Una guerra! —exclamó.

Pero al mirar a su alrededor, la descartó. Sin contar a los autos chocados, el resto de las cosas estaban intactas, sin indicios de haber sufrido un enfrentamiento bélico, ni siquiera uno de vandalismo.

El edificio escolar se hizo presente. Su arquitectura recordaba a las viejas casonas de principios del siglo pasado con una entrada más que imponente, digna de una antigua universidad griega. Estacionó la camioneta con cuidado, respetando el lugar reservado para los discapacitados, y entró en la escuela. Un aire frío recorrió su cuerpo mientras que se adentraba en aquel edificio.

—¿Hola? —gritó.

El grito produjo un eco bastante longevo.

—¿Hay alguien ahí?, ¿alguien me escucha?

Nuevamente el eco hizo presencia.

Su mirada cambió y sus manos y pies comenzaron a temblar. El miedo surgió en su interior. Los vacíos pasillos convertían el lugar en uno más tétrico. Los salones parecían haber sido abandonados de golpe, dejando los alumnos sus mochilas y útiles sobre los pupitres.

Luego de recorrer todas las aulas, al final del pasillo se encontraba la oficina del director. Su nombre se podía leer en la puerta. Giró la perilla, pero la puerta no se abrió.

—¿Señor Stuart? —gritó mientras golpeaba la puerta.

El llamado no fue atendido. Golpeó nuevamente, dos, tres, cuatro veces más, siempre con el mismo resultado. Luego, dio media vuelta y quedó frente al largo y desolado pasillo.

—¿Hay alguien?

Las piernas le volvieron a temblar. El aire nuevamente lo ahogaba. Debía salir de ese lugar, debía irse lo antes posible, pero las piernas no le respondían como debían. Finalmente logró salir y el sol comenzó a brillar, pero su respiración no se calmó. Su pecho estaba repleto y debía ser descargado. Detenido en la puerta de entrada al colegio, mirando a su pueblo, lo logró y el potente grito resonó por todos lados:

—¿Alguien que me responda, por favor?

Nadie. Nadie más que él se encontraba allí. Una lágrima asomó en su ojo derecho. Otra lo siguió y así sucesivamente hasta que rompió en llanto y se desplomó sobre las escaleras de la entrada. Su más grande temor se había vuelto real y esta realidad le superaba.

Finalmente se había dado cuenta de que estaba solo en la ciudad.

 

 

 

SOLO Y PERDIDO

 

 

 

Las lágrimas perduraron durante unos minutos más. Su cabeza debía poder asimilar su situación, su soledad. Debía reiniciarse sabiendo que se encontraba completamente solo. Y por si fuera poco, debía asimilar que esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

El sol brillaba en lo alto cuando el llanto finalizó, otorgándole su calor. Sus piernas comenzaron a moverse y levantaron el cuerpo como si tuviesen voluntad propia. Las nubes negras habían —finalmente— perdido la batalla contra el viento y fueron desplazadas hasta perderse de vista. Con su torso encorvado, mirando hacia el suelo, sus pies echaron a andar sin rumbo aparente y fueron recorriendo las abandonadas calles del pueblo. Poco a poco fue recobrando el espíritu e irguiéndose.

El aire era distinto, tenía algo que le hacía sentirse mejor rápidamente; esto mezclado con el dulce calor del sol generaba un efecto fortalecedor. Su caminar, aún errático, lo llevaba por las calles más transitadas del lugar.

—¿Qué pasó? —preguntó murmurando. «¿Será una broma?» Su pregunta fue descartada con facilidad. «Personas que no conozco, todo un pueblo… ¿accedería a esconderse, a desaparecer, solo para gastarme una jugarreta? Incluso si fuese así, debieron haber atrapado a todos los animales…» Su pensamiento se detuvo. Algo no estaba bien. Algo además del hecho de que no había ni una sola persona. Algo faltaba. Nuevamente, una sensación fría le inundó el cuerpo, paralizándolo. Mirando a su alrededor y al cielo, detuvo su andar y quedó en silencio.

«¿Silencio?» A pesar de que no hubiera personas, debía poder escucharse el ruido de las mascotas o de otros animales, como las palomas. Durante unos segundos se quedó paralizado. Con la vista enfocada en el infinito celeste del cielo, buscando a alguna ave volar y con el oído agudizado, esperaba captar algún sonido. Al cabo de un rato, sus ojos no habían podido ver nada y sus oídos solo habían podido captar el ruido provocado por la basura luchando contra el viento. Sin embargo, había otra cosa que estaba mal y no podía llegar a comprenderla. Las calles parecían distintas, carentes de vida vegetal. Los árboles parecían haber sido arrancados y los jardines de las casas estaban secos en muchos casos y extintos en otros. Quedaban muy pocos árboles en pie y muy pocas casas con jardín. Al parecer, no solo las personas, sino cualquier tipo de vida, había desaparecido. Todos, claro, menos él.

A medida que recorría las calles, su cuerpo y mente ya se habían reiniciado y ahora su andar era más seguro. Su cabeza, ahora tranquila, tomaba notas mentales del desolado paisaje que sus ojos veían como si se tratase de una tarea encomendada por algún maestro. Muchos de los negocios tenían sus puertas abiertas, dándole la bienvenida a los clientes inexistentes. El cielo comenzó a ser ocupado por nubes negras. El puro aire comenzó a espesarse y volverse difícil de aspirar. Se comenzó a marear, sus piernas flaquearon y amagaron con perder el equilibrio.

—¿El aire? —preguntó con la poca voz que le quedaba.

Su vista se nublaba más rápido que el cielo. Necesitaba hacer algo o perdería la consciencia. Mirando a su alrededor, advirtió un pequeño mercado a pocos pasos de distancia y, con sus pocas fuerzas, enfiló hacia allí. Dentro, buscó desesperadamente las heladeras. Sentía que estaba a punto de desvanacerse y suplicó que estuviesen en la puerta.

Una maldición salió de su boca cuando la encontró a lo lejos, al fondo del local. Sus fuerzas se perdían centímetro a centímetro, hasta que finalmente llegó. Pero, al alcanzar la manija, su cuerpo dio su úlimo aliento antes de que los ojos se cerrasen y cayera desmayado.

 

*

 

Un fuerte dolor de cabeza se hizo presente al abrir los ojos. Nuevamente su cabeza se había llevado la peor parte y se encontraba mareado.

—¿Qué pasó? —preguntó, sin obtener respuesta. «Es cierto», se respondió. Se había desmayado al intentar abrir la heladera. Poco a poco se fue reincorporando. El dolor no cesaba.

—¡Ah!

Su cuerpo necesitaba gritar, necesitaba desahogarse. De pronto, algo lo hizo callar.

—¿Ruido?

Unos pasos se escucharon a lo lejos. Estos se apresuraban en dirección a él. La puerta se abrió y una figura se asomó. Se trataba de la silueta de una mujer con un contorno más que envidiable.

—Leo, ¿¡qué pasa!? —se escuchó su voz preguntar.

Aquella no era una mujer cualquiera. Él la reconocía bien. Aquella era su mujer, su esposa. Claudia. La mujer dio un paso hacia adelante, entrando en la sala, permitiendo que la luz iluminase la oscuridad del umbral de la puerta. Su cara, su pelo, su voz. Todo era exactamente igual a su esposa. Leo cerró fuertemente los ojos no creyendo su situación, pero al abrirlos, la bella mujer permanecía firme frente a él.

Claudia, su esposa. La mujer con la que había compartido los últimos tres lustros de su vida finalmente había aparecido y lo estaba mirando fijamente, con el semblante en duda.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

Su voz, cálida como siempre, le brindaba paz, y el toque de sus suaves manos sobre su cabeza le hacía concentrarse.

—Claudia, ¿eres tú?

Ella lo miraba desconcertada, no entendiendo si aquella pregunta se trataba de una broma.

—¿Has tenido una pesadilla? —le preguntó.

—¿Cómo que una pesadilla? —respondió más alterado—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

El rostro de su mujer se hacía más sombrío. Sus párpados se cerraron y su mentón arrastró a su cabeza hacia abajo. Sus hombros desnudos se encorvaron y su boca exhaló un largo suspiro de cansancio.

—¿Qué clase de pregunta es esa? —le replicó, irguiendo una vez más su cuerpo—. Estaba en el patio trasero colgando la ropa.

—¿En el patio trasero? —preguntó. Su cara cambió totalmente, pensando y repensando si había estado en el patio trasero de su propia casa.

—Así es —respondió Claudia, y agregó con un fuerte tono—: Ahora, ¿me puedes decir… qué diablos te sucede?

Finalmente llegó a la conclusión de que no había estado en aquel lugar, mientras que su cabeza no paraba de dar vueltas. No, aún nada estaba claro.

—Pero… ¿cómo me has encontrado? ¿Cómo sabías dónde estaba?

—¿Encontrarte? ¿Es acaso un chiste?

Claudia perdía la paciencia con cada palabra. Su cuerpo, inmóvil en esa posición, comenzaba a moverse al compás de una música inexistente. Finalmente se detuvo y miró fijamente a su esposa. Ahora, su rostro reflejaba entera preocupación.

—Mi amor, ¿te encuentras bien? —preguntó.

Leo se miró. Su cuerpo aún llevaba puesto su pijama. Luego levantó la cabeza y miró a su alrededor, el lugar era muy conocido, era el lugar donde comenzó a vivir su pesadilla. No cabían dudas de que se encontraba en su habitación, dentro de su propia casa.

—Pero… —dijo con voz nerviosa— todos habían desaparecido y me desperté con velas alrededor y las paredes pintadas de rojo y no había nadie en la ciudad. Y Ana. Ana no estaba en la escuela y además…

Él mismo se interrumpió con un largo silencio. Al relatar la situación, algo parecía no estar bien. Haberse quedado solo en el mundo parecía más un sueño que otra cosa y finalmente había despertado, junto a su esposa.

—Ja, ja, ja, ja, ja —comenzó a reír. Su risa perduró por unos instantes—. ¿Fue todo un sueño? —le dijo mientras retornaba la risa.

Finalmente esta cesó y, con la paz reinando en su interior, se desplomó en el colchón.

Claudia esperó paciente hasta que su marido terminase para continuar hablando.

—¿Al colegio por Ana? Pero si es domingo —respondió serenamente.

—¿Quieres decir que ella está…? —Sin impulso del cerebro, su cuerpo se levantó de la cama y se apresuró a salir de la habitación.

—Así es, ella está abajo, en la sala, jugando… —respondió mientras su esposo pasaba delante de ella con rapidez.

—¡Ana! —gritó desde la puerta de la habitación.

Silencio.

Su llamado no fue respondido.

—¡Ana! —volvió a gritar, esta vez desde la punta de la escalera.

Una lejana voz acudió en respuesta. Se trataba de la dulce armonía de una niña que atendía al llamado mientras que no quitaba su atención del juego o actividad en que se encontrara.

—¡Estoy aquí!

La emoción era muy grande. Necesitaba abrazar y besar a su hija en ese instante.

—¡Ten cuidado! —le gritó Claudia—. Acabo de limpiar la escalera y puede que siga mojada.

Distraído por las palabras de su esposa, sumado al apuro por ver a su pequeña, hicieron que resbalase por la escalera, golpeándose fuertemente la cabeza contra la pared que se encontraba en el otro extremo.

—¡Leo! —gritó Claudia.

El golpe había sido demasiado fuerte y Leo cayó desmayado una vez más.

 

*

 

Al abrir los ojos, notó que una botella de agua yacía a su lado. Esta se había caído al abrirse la heladera antes de que se desmayara. La botella entonces quedó en una posición de equilibro que fue roto por el viento y fue a parar sobre la cabeza de Leo. El golpe, bastante fuerte, le produjo un gran chichón que fue suficiente como para despertarlo.

Tomándose la cabeza, se reincorporó y miró a su alrededor. Se encontraba en el pequeño mercado. El golpe le produjo un fuerte dolor, solo opacado por el hecho de que todo había sido un sueño, placentero pero irreal, y que la verdadera realidad era la pesadilla en la que despertó aquella mañana.

Se levantó y comenzó a caminar en dirección a su casa. Su paso firme le hacía sentir que tenía una decisión, que tenía un plan y que estaría a punto de ejecutarlo.

 

 

 

LA DURA REALIDAD

 

 

 

El extremo atravesó el círculo formado por la otra punta. Luego le dio tres vueltas para finalmente volver a repetir el primer paso, logrando así un resistente nudo. Un extremo fue atado a uno de los soportes estructurales de madera del sótano, mientras que el otro, el que llevaba aquel sólido nudo, estaba deslizándose por su cuello. Debajo de sus pies, una débil silla de madera era lo único que lo sostenía. Irónicamente, esa silla que siempre quiso arrojar a la basura por ser frágil y peligrosa, ahora era lo único que velaba por su vida.

Este era el plan que tenía, el único que se le ocurría y allí, en su casa, daría por concluida esa horrible pesadilla que estaba viviendo. Toda su vida pasó delante de sus ojos. Su familia, su niñez, su adolescencia, sus amores perdidos, Claudia y finalmente, Ana. Todos ellos desfilaron por sus pensamientos.

—Ya es hora —dijo en voz baja mientras que una lágrima de deslizaba por su rostro.

Un rayo de luz penetró por la única ventana del sótano y dio de lleno en su cara. Su calor era reconfortante, tanto que lo hizo dudar por un instante sobre su accionar.

«¿Podrá ser que…?»

Por primera vez pensó en que eso había sido una señal. Aunque la realidad era que, a fin de cuentas, no se animaría a hacerlo, necesitaba una excusa por la cual continuar y no simplemente sobrevivir. Por primera vez, decidió acudir a Dios. No porque él creyera, de hecho, aborrecía la religión, sino porque si estuviera junto a su esposa, ella le diría que fueran allí.

La iglesia se encontraba, como en muchos otros pueblos, en el centro de la ciudad, situada frente a la plaza principal y al costado del ayuntamiento. Desde el aire, daba la sensación de que su estructura era el centro de atención más importante del lugar. No solo eso, sino que parecía que todo el mismo pueblo había sido creado a su alrededor. Como fuese, era el lugar más respetado, no solo de allí, sino que era la iglesia más importante en varios cientos de kilómetros a la redonda y era visitada por decenas de miles de turistas religiosos cada año. Se decía que allí se conservaba una copia exacta del cáliz de Cristo, de su mismísima copa, del santo grial. Esta era una de las dos copias existentes —junto a la de Valencia, España—, certificadas por varios jefes de Estado del Vaticano, lo que las convertían en fieles representaciones de la real. La leyenda cuenta que en realidad, una de las dos es verdadera, aunque probablemente ambas lo sean, conteniendo cada una partes de la que fue la original.

El camino era corto, se encontraba cerca; no obstante, decidió manejar hasta allí y al cabo de pocos minutos, llegó. Su imponente fachada le brindaba una sensación fría, tétrica. Era un lugar que no entendía y que siempre esquivó, pero finalmente había cedido. Necesitaba creer. Las puertas se encontraban cerradas y al abrirlas, un aire congelado fue liberado, helando sus huesos por un instante. La entrada daba directa hacia las filas de asientos que miraban al altar con el micrófono donde el padre brindaba las misas.

Adelantándose en las filas, se sentó en el medio de la primera, lo más cerca que jamás hubiese estado del predicador. Suspiró.

—Oh, Dios. Por favor, permite que… —se detuvo. No podía continuar. No sentía lo que decía. El lugar lo rechazaba, y él no luchaba por cambiar ese sentimiento. «Es inútil», se dijo.

Finalmente se levantó del asiento y comenzó a recorrer aquel extraño lugar. Ventanales a los costados, cuadros de santos de los cuales nunca había escuchado en su vida y enormes candelabros colgados del techo conformaban la decoración del lugar. Una iglesia parecida a cualquier otra, salvo por la presencia de un altar en donde residía la copia de la copa de Cristo.

Caminando hacía allí, el pedestal permanecía firme, inmóvil ante la adversidad, aunque el cáliz no se encontraba allí y su lugar había sido reemplazado por un teléfono celular que reposaba sobre el almohádon rojo que servía como sustento para la copa.

—Qué extraño —dijo en voz baja mientras que tomaba el móvil. «¿De qué me sirve un celular ahora?», pensó mientras lo examinaba. Estaba conectado a un cargador portátil. «Para que su batería resista», se dijo. A medida que lo observaba, algo dentro suyo le hacía ruido. Sentía que estaba viviendo una situación que había vivido antes y, al darle la vuelta, dejó escapar un susto de sorpresa.

—¡No puede ser!

Allí, pegado en la tapa protectora de la batería se encontraba una calcomanía de un pony de color rosa; Leo miró hacía arriba mientras que un recuerdo florecía en su cabeza. El recuerdo lo situaba hacía menos de un año atrás, cuando fue con su familia a una granja y su hija había quedado fascinada con el pequeño pony del lugar. Se trataba de un animal muy cortes y, sobre todo, manso, que permitió que la niña lo acariciase sin oponer resistencia. Al irse, ella lloró tan desconsoladamente que la tuvieron que prometer que volverían y, para demostrarle que no se olvidarían, le regalaron unas calcomanías con el mismo tipo de caballo para que ella las cuidase hasta el momento en que regresaran. Ella, no obstante, no quería que sus padres se olvidasen y por eso pegó una calcomanía en el objeto al que más uso daban, uno de sus celulares. No cabía ninguna duda. Ese celular era el de Claudia, su esposa.

—¿Qué hace su teléfono aquí? —se preguntó al tiempo que lo encendía.

Leo Moss».

—¡Ese es mi nombre! —exclamó soprendido. Abrió el sobre y dentro había una nota escrita con la misma letra. La nota decía:

 

Leo, mi amor:

Tal vez despiertes, tal vez no. Rezo por que sí lo hagas.

Nuestro fin está cerca. El sacerdote nos advirtió y nos hemos refugiado en la iglesia.

Nos dijo que tú sobrevivirás, porque tú eres el elegido.

El sacerdote realizó el ritual en nuestra cama.

Rezo para que despiertes.

Las nubes están llegando. Es hora de dormir en el gran salón.

Confiamos en que todo funcionará y algún día encuentres esta nota y nos volvamos a ver.

Nunca olvides que tu hija y tu mujer te aman.

 

Por fín conocía la verdad, su realidad. Estaba solo en el mundo y, por más que en otra realidad se hubiese divorciado, ahora nada de eso importaba. Su hija, su esposa, su familia, todos los que conocía habían desaparecido.

Al salir de la iglesia, un aire fresco, un aire renovador lo envolvió. Era tiempo de pensar en su futuro, de crear su mañana, de no escapar de la situación y de sobrepasarla. Era tiempo de sobrevivir y planeaba hacerlo.