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Tócala otra vez, Bach

Todo lo que necesitas saber de música para ligar

Máximo Pradera

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ÍNDICE

 

 

 

CUBIERTA

PORTADA

OBERTURA: POSTUREA, QUE ALGO QUEDA

1. DUELOS Y QUEBRANTOS

2. LA SEDUCCIÓN DE JULIA Y LOS MODOS DEL HUMOR

3. LA CENA FRIGIA

4. VERSIÓN ORIGINAL SUBTITULADA

5. QUE SUENE DISTINTO: INSTRUCCIONES PARA DAR LA NOTA

6. A PASO RÚSTICO (O NO)

7. LAS TRES REGLAS DE LOS GREMLINS

8. LA LECCIÓN MAGISTRAL DE WOODY ALLEN

9. EL SILENCIO DE LOS... NABOS

10. EL POSTUREO CHUNGO

11. LOS SONIDOS DEL SILENCIO Y LOS SILENCIOS DEL SONIDO

12. ¡VEO, VEO, POSTUREO!

13. LA MÚSICA DE LA CASTA

14. AGUAS MAYORES

15. CACA, CULO, PEDO Y PIS

16. ESTO ES UNA MIERDA

17. ¿POR QUÉ EMOCIONAN LAS CANCIONES?

18. EL PODER DE LA MÚSICA

19. LA FLAUTA DE BARTOLO

20. BARTÓK PARA LIGONES

21. MÚSICA INAUDITA

22. LA GAYA MÚSICA

23. ESTÁN TOCANDO NUESTRA CANCIÓN

24. LA DECONSTRUCCIÓN DE BEETHOVEN

25. EN BUSCA DEL DUENDE PERDIDO

26. RUBATO Y PRESTATO

27. LA TANGARA ROJINEGRA

28. ALL THAT JAZZ

29. LA CABEZA DE HAYDN

30. OPERACIÓN ÓPERA

31. ¡QUE PA ESO SOY GITANO!

32. EL APORREADOR DE PIANOS

33. EL SONIDO DEL MACHO CABRÍO

34. LA PRINCESA Y EL PIANISTA MELANCÓLICO

35. HAPPY END

BREVÍSIMO EPÍLOGO

CRÉDITOS

COLOFÓN

OBERTURA: POSTUREA, QUE ALGO QUEDA

 

 

Cuando Malpaso me planteó la posibilidad de escribir otro libro dedicado a mis incesantes devaneos con la música (en el año 2005 publiqué un ensayo de apreciación musical que lleva por título De qué me suena eso), contesté que con un semitratado sobre la materia era más que suficiente. Al poco tiempo, sin embargo, se me ocurrió que podía abordar el mismo tema desde una perspectiva radicalmente distinta. Acababa de entregar el manuscrito de Madrid confidencial, que habla mucho y mal del ínclito Gallardón y tenía muy fresco a tan siniestro personaje, sobrino bisnieto de Isaac Albéniz, que, a falta de una identidad propia, se construyó una ficticia donde la música le proporcionaba la pátina de distinción intelectual que su gigantesca vanidad tanto (y tan infructuosamente) anhelaba.

Sí, estaba decidido: escribiría un libro sobre la música «culta» como ornamento y barniz de la personalidad, un ensayo en el sentido más literal de la palabra, un breviario informal, a veces casi gamberro, sobre la música clásica convertida en instrumento para el postureo social. Y, por esa vía, también una modesta reflexión sobre las presunciones humanas.

 

Desde Diógenes el Cínico hasta hoy no han faltado censores de la pedantería, pero el rey contemporáneo de la burla contra la fatuidad cultural quizá sea Woody Allen. Su escarnio del dómine engolado sigue siendo uno los mejores gags de toda su filmografía. Recordemos la escena de Annie Hall por si alguien no la ha visto (ceguera imperdonable) o la ha olvidado (olvido improbable): Woody está con Annie en la cola de un cine y tienen detrás a un pelmazo que pontifica en voz alta sobre Federico Fellini, una de las figuras que más admira. Su creciente indignación estalla cuando el sabihondo cita a Marshall McLuhan; entonces se dirige al espectador y consigue que el propio McLuhan aparezca como por arte de magia para dejar en evidencia al pedante: «¡Usted no sabe nada sobre mí, no sé cómo le dejan dar clase!».

También resulta entrañablemente ridículo el personaje de Joe en Everybody Says I Love You (interpretado por el propio Allen), que se aprende en una noche una monografía sobre Tintoretto para impresionar a Julia Roberts.

El lector encontrará otros ejemplos de postureo cultural en Hannah y sus hermanas o Sueños de seductor.

La risa contra la ostentación ha dado lugar a deliciosas patrañas en, sin ir demasiado lejos, el campo de las artes plásticas. Recordemos, por ejemplo, a Nat Tate, un pintor abstracto, desdichado y suicida que en 1998 deslumbró a la crema de la intelectualidad neoyorquina durante una fiesta perversamente orquestada por William Boyd, David Bowie, Gore Vidal y John Richardson. Pero el camelo más sangriento y divertido tal vez sea el de Pierre Brassau, cuya obra fue expuesta en una galería de Gotemburgo allá por 1964. «Un pintor que actúa con la delicadeza de un bailarín, que acomete la pincelada con furiosa meticulosidad», escribió el gran crítico Rolf Anderberg. Ese delicado artista era un chimpancé de cuatro años.

El exhibicionismo es, como vemos, una tediosa dolencia que mortifica todos los territorios de la cultura, pero diría que en la música destaca por la virulencia de sus infecciones (o por el dolor que esas infecciones me producen). En el caso del rock o el pop, los hipsters más obstinados (y menos cautos) son capaces de jurar sobre los Evangelios que conocen a grupos ficticios. Durante un concierto de pop, cierta revista preguntó a los asistentes por artistas imaginarios. Con tal de no parecer unos ignorantes delante de su pandilla, algunos entrevistados dieron respuestas como «no puedo opinar mucho porque sólo he escuchado un par de canciones» o «están bien, pero no son de mi estilo».

Aquí vamos a ofrecer suficientes temas de conversación sobre música clásica para dejar atónitas a las víctimas potenciales de un seductor o seductora sin escrúpulos, pero también suministraremos la otra cara de la moneda, el antídoto contra la impostura intelectual en forma de preguntas tramposas para cazar a farsantes contumaces.

Por ejemplo: «¿Conoces a Petitchoux, el violinista enano de la corte de Luis XIV? ¡Tiene sonatas preciosas!».

Si el interrogado contesta que sí, ya sabremos que es un vulgar posturista porque ese músico de Luis XIV no componía sonatas sino óperas, no era enano sino calamitosamente torpe (murió de gangrena tras golpearse el pie con la barra de hierro que usaba para marcarle el compás a la orquesta) y no se llamaba Petitchoux sino Lully.

Si contesta que no, sabremos que es un individuo honesto interesado en la música como consuelo del alma o recreo del espíritu y no como herramienta de ostentación intelectual.

Ahora bien: dado que esta obra está llamada a convertirse en un bestseller atronador, también puede suceder que ambos cortejadores lleguen a la palestra con la lección bien aprendida y un perfecto dominio de las sinuosas técnicas que aquí desvelaremos por primera vez en la historia del fornicio. Si así fuera, se produciría un gran duelo de alardes soterrados, lo cual no deja de ser un buen estímulo para la concupiscencia, móvil de artimañas mucho más groseras que las expuestas en este compendio de sutilezas. La historia de la música, por otro lado, está plagada de desafíos, sobre todo entre virtuosos del teclado. Y así entramos en la primera ristra de anécdotas que cualquier perito en la seducción musical (o cualquier debelador de peritos) debe conocer al dedillo.

1.

DUELOS Y QUEBRANTOS

 

 

El más famoso de esos desafíos fue tal vez uno que ni siquiera llegó a realizarse porque uno de los duelistas ahuecó el ala antes de la batalla. (Aunque fuentes muy rigurosas aseguran que jamás tuvo lugar porque la historia misma es ficticia. Da lo mismo.) Ocurrió (o no) a comienzos del siglo XVIII en la corte de Augusto de Sajonia, un rey algo estrambótico, amante de las artes y con fama de forzudo, fama que él mismo acreditaba por el procedimiento de doblar herraduras en público.

Augusto el Fuerte contrató a un clavecinista francés llamado Louis Marchand, una auténtica primadonna que consiguió poner de los nervios a su maestro de capilla (o sea, a su director musical), otro francés llamado Jean Baptiste Volumier.

Como su fornido patrón estaba muy encaprichado con Marchand, plantear un órdago frontal era impensable so pena de despertar la cólera del monarca. El taimado Volumier urdió entonces una añagaza y convenció a Augusto de que organizara un duelo musical entre Marchand y otro insigne virtuoso del clavecín: Johann Sebastian Bach. No sabemos si Marchand espió los ensayos de Bach durante las horas previas al certamen, pero estaba claro que le iba a resultar imposible salir airoso de aquel trance y, cuando llegó la hora señalada, el francés simplemente no compareció. Para no afrontar la ignominia que conlleva toda deserción frente al enemigo, puso pies en polvorosa y regresó de inmediato a París. Mil kilómetros de más que penosa diligencia.

Bach, por su parte, recicló el duelo en concierto e hizo las delicias del público. O eso cuentan.

¿Cuáles solían ser las reglas de un duelo como aquél? Básicamente, los duelistas intercambiaban retos. Bach le habría dado a Marchand un tema para que éste improvisara y viceversa.

Un duelo que sí llegó al showdown (como decimos los jugadores de póker) fue el de Händel contra Scarlatti organizado en Roma por el cardenal Ottoboni. Acabó en empate porque Händel era mejor organista y su rival se daba más maña con el clavecín.

Mozart tuvo que medirse en Viena con Muzio Clementi y ganó por 2-1: el público dictaminó que estaban igualados en arte (es decir, en técnica), pero que Mozart desplegaba un gusto más exquisito.

 

El más formidable duelista del panteón clásico fue Ludwig van Beethoven, que derrotó, entre otros, al checo Joseph Gelinek, niño mimado de los salones vieneses a finales del XVIII. Mis intrigas musicales (La Décima Sinfonía, El violín del diablo y Morir a los 27) están firmadas con el seudónimo Joseph Gelinek porque me resultaba atractivo y en cierto modo irónico que el perdedor de aquel lance escribiera una novela sobre el genio de Bonn.

Cuando llegó a Viena, Beethoven ya era un talento musical extraordinario, pero la aristocracia vienesa no estaba dispuesta a tolerar que un paleto alemán se convirtiera en el amo de sus salones por el simple hecho de haber triunfado en unas cuantas soirées musicales. Gracias al testimonio de un músico de la época, Carl Czerny, conocemos el antes y el después de la gran contienda entre Gelinek y Beethoven. Czerny se cruzó con el checo la mañana del duelo y le dijo:

—He oído que esta tarde os enfrentáis a un tipo recién llegado de Bonn.

—Sí —respondió Gelinek—, ¡lo voy a triturar!

A la mañana siguiente, Czerny volvió a tropezar con la hasta entonces vedette indiscutible de la aristocracia local y le preguntó por el resultado de la competición:

—La de ayer fue una noche que no olvidaré fácilmente. Ese joven debe de haber pactado con el diablo. ¡Nunca he oído a nadie tocar de esa manera! Le facilité un tema y le juro que ni siquiera Mozart lograba improvisar con tanta maestría. Luego tocó varias de sus composiciones, que son maravillosas, ¡realmente fantásticas!, y demostró que domina efectos y técnicas de teclado con los que nosotros no podríamos ni soñar.

—Ya veo —dijo Czerny—. ¿Y cómo se llama ese prodigio?

—Es un sujeto bastante feo, achaparrado y negruzco con una personalidad de lo más agreste. Su nombre es Beethoven.

 

En el capítulo siguiente mostraremos argucias desaprensivamente gallardonianas para seducir con palique musical a la mismísima Julia Roberts.

2.

LA SEDUCCIÓN DE JULIA Y LOS MODOS DEL HUMOR

 

 

¿Con qué opciones contamos? ¿Qué repertorio de alardes (musicales) tenemos a nuestra disposición? Pese a las homilías de los moralistas más recalcitrantes, es obvio que dineros son calidad, que el poderoso caballero ayuda notablemente al éxito de cualquier empresa, pero no todos los bolsillos se pueden permitir un pretty woman (o man) con la persona a la que queremos encandilar. Quiero decir, un pretty woman completo.

(Advertencia para los bolsillos que sí se lo pueden permitir: sed mesurados en la administración de vuestros envidiables recursos. La opulencia pedestre espantará a los más rectos y/o a los menos necios. Marx insinuaba que el matrimonio burgués es una forma de prostitución encubierta. Seguramente exageraba. Lo aconsejable, en cualquier caso, es mantener el velo corrido: quien vende su cuerpo al mejor postor en el mercado de las transacciones carnales debe mirarse en el espejo para contemplar un compendio de virtudes.)

Richard Gere mete a Julia Roberts en su avión privado y la lleva a San Francisco para escuchar La traviata desde un palco que cuesta 370 dólares por barba. ¡Que sí, que lo he mirado! Un pretty woman pata negra en la Ópera de San Francisco (marco incomparable donde los haya), cuesta eso: 370 dólares, unos 300 euros al cambio actual. ¿Quién puede costeárselo… con la que está cayendo?

(Observaréis que tampoco yo, fino estilista laureado por la crítica más exigente —excluido el feroz Arcadi—, soy inmune a los marcos incomparables, las precipitaciones y otros sintagmas huecos. A la primera oportunidad os endilgaré referentes emblemáticos.)

La buena noticia, sin embargo, es que hay otro sistema para impresionar a nuestra presa: revelarle arcanos de la ciencia musical que no haya oído ni en el Clásicos Populares de mi querido y fallecido amigo Fernando Argenta. Hondos misterios que no vienen en la Wikipedia, fuente de todos los saberes.

 

Para dejarla boquiabierta con lo que voy a contar es indispensable ver (y anunciar que se han visto) todas las conferencias dadas por Leonard Bernstein en la Universidad de Harvard durante el otoño de 1973, y eso, me consta, lo hemos hecho muy pocos degenerados.

En ese ciclo de charlas, Lenny (como lo llamábamos quienes teníamos más confianza con él) nos descubre, con una capacidad didáctica digna de los rabinos jebuseos (¿qué les parece la postura del adjetivo?), algunos de los hechizos ocultos entre las líneas de un pentagrama.

 

¿Por qué la música nos parece triste o incluso lúgubre en modo menor y alegre o reconfortante en modo mayor? ¿Por qué nos deprime el Adagio para cuerdas de Barber y nos venimos arriba con el Tercer concierto de Brandenburgo de Bach?

O llevado al pop, ¿por qué Perfect Day, de Lou Reed, nos deja un regusto melancólico a pesar de que la pareja ha bebido sangría en un parque y regresa feliz a casa? ¿Por qué Walk on the Wild Side, que describe personajes sórdidos y relaciones sexuales lastimosas, nos parece en cambio un tema marchoso y optimista?

Lo tétrico no es la sangría: Perfect Day, amigos míos, está en si bemol menor, mientras que Walk on the Wild Side está en do mayor. El Adagio de Barber también está en si bemol menor, y el tercer Brandenburgo está en sol mayor.

 

Sí, bien, ¿y entonces…? ¿Por qué percibimos que si bemol menor es triste y do mayor o sol mayor son alegres?

La respuesta reside en lo que se conoce como serie armónica, un concepto relacionado con las matemáticas, pero fácil de comprender para cualquier lerdo de letras si se lo explica un genio como Bernstein.

Las cuerdas de un piano o una guitarra (también las columnas de aire de un clarinete o un saxofón) vibran como un todo, pero simultáneamente también lo hacen sus partes proporcionales, que pueden expresarse como fracciones o cocientes de la unidad. Esa unidad suministra el timbre audible del sonido y las fracciones dan lugar a los armónicos complementarios: segundo, tercero, cuarto, etcétera.

Cuando pulso la tecla del do central en el piano, la cuerda empieza a moverse a una frecuencia de 261,626 hercios (vibraciones por segundo). Mientras la cuerda vibra como un todo, también vibran sus dos mitades (al doble de velocidad) produciendo por debajo un tenue sonido llamado armónico de octava (el intervalo de ocho grados entre dos notas). El quinto armónico es el más importante de la serie: se llama tercera mayor y es crucial para entender los modos mayor y menor, lo cual equivale a entender por qué hay música alegre y música triste.

Los armónicos se perciben de forma subconsciente porque los enmascara el sonido dominante, que es el de la fundamental, el de la cuerda o la columna de aire vibrando como una unidad. Por decirlo de otro modo: nuestro oído (o más bien nuestro cerebro) fusiona en un conjunto homogéneo todas las vibraciones parciales que produce una cuerda.

Mutatis mutandis, se trata de un fenómeno análogo al de la persistencia retiniana cuando vemos cine. Los fotogramas se proyectan sobre la pantalla a razón de 24 por segundo, pero nuestro ojo (o más bien nuestro cerebro) no registra una serie de imágenes estáticas, sino un continuo en movimiento. Siguiendo con las analogías, el cine sería una ilusión óptica y la música una ilusión sonora. Si tuviéramos un oído tan fino que lograra distinguir por separado todas las vibraciones de una cuerda, nos volveríamos locos.

Tanto en el caso del ojo como en el del oído, son las limitaciones de nuestros sentidos lo que nos permite disfrutar de una película o de un concierto. ¿Dirán por eso que la perfección mata el arte?

La cuerda vibra emitiendo decenas de sonidos diferentes, pero nosotros sólo percibimos uno. Que esos sonidos sean imperceptibles no significa, sin embargo, que sean meros fantasmas inactivos: están ahí sin cruzarse de brazos; refuerzan, matizan y dan cuerpo al sonido principal.

Si se me permite un ejemplo culinario (otra analogía), ¿qué hace el pan en el gazpacho salvo darle consistencia? El gazpacho no sabe a pan, pero sin pan sería un insulso jugo de tomate con pepino. Los armónicos, al igual que ese pan, sólo serían detectables si no estuvieran donde tienen que estar. (Como Sevilla. Tras una corrida en La Coruña, Rafael el Gallo decidió volver inmediatamente a su ciudad. «Quédese esta noche, maestro, que Sevilla está muy lejos» le dijeron unos aficionados. «Sevilla está donde tiene que estar, lo que está lejos es esto», respondió el torero.) La nota parecería más anémica e insustancial que un caldo de asilo.

Cuando la pieza está en modo menor, el compositor, el cocinero del guiso, está otorgando protagonismo a la tercera menor, el armónico 19, un ingrediente que, en principio, tiene muy poco valor dentro de la serie armónica. Ésta, al fin y al cabo, es el organigrama de una nota, la jerarquía de las vibraciones dentro de un sonido. Imaginemos la mancheta de un periódico:

 

CONSEJERO DELEGADO: la fundamental (el sonido que produce la cuerda vibrando como una unidad).

DIRECTOR GENERAL: la octava (el sonido que producen las dos mitades de la cuerda vibrando cada una por su lado).

DIRECTOR: la quinta (el sonido de los tercios).

DIRECTOR ADJUNTO: la segunda octava (el sonido de los cuartos).

SUBDIRECTOR: la tercera mayor (el sonido de los quintos).

Etcétera.

 

Como vemos en la mancheta de la nota, la tercera mayor ocupa un cargo muy significativo, tiene un puestazo y mucho poder. La tercera menor, en cambio, sería un simple redactor dentro del periódico ya que ocupa la plaza 19 del escalafón. Si el compositor decide componer en modo menor e incluir esa nota en los acordes de su pieza, creará un «conflicto de poder vibratorio» porque la tercera mayor se lleva a matar con la menor. Son muy disonantes. Cualquiera puede comprobarlo pulsando a la vez una tecla blanca del piano y la nota negra adyacente: aquello suena como el claxon de un automóvil.

El subdirector del periódico observa con fastidio cómo se le da más protagonismo a un simple redactor situado muy por debajo en la escala jerárquica. Eso desestabiliza la redacción: hay zozobra, inquietud, alarma y tensión.

Cuando se produce esa disonancia en una obra, nuestro cerebro detecta la anomalía, percibe que algo no va bien: advierte el conflicto vibratorio entre los armónicos hostiles y traduce esa hostilidad al lenguaje de la pesadumbre, la nostalgia, el desconsuelo y, a veces, como en el bolero Toda una vida, también la desesperación: para comprobarlo basta oír el «Erbarme dich, mein Gott» de la Pasión según san Mateo de Bach.

(«No me cansaría de decirte siempre, pero siempre, siempre, que eres en mi vida ansiedad, angustia y desesperación», cantaban Antonio Machín, los Panchos y Bing Crosby. Una letra escrita en modo menor puro y duro. Sin complejos.)

Las piezas compuestas en modo menor, desde el Adagio de Barber a la Sinfonía número 40 de Mozart o (si hablamos de música «ligera») Perfect Day de Lou Reed y Girl de los Beatles, nos sumergen en la congoja o la melancolía porque nuestras neuronas convierten las pugnas vibratorias en emociones. Y con ellas surge la paradoja de la tristeza: ¿por qué nos gusta la música triste? ¿Qué clase de satisfacción nos proporciona? ¿Somos acaso masoquistas?

Tal vez sí. De acuerdo con uno de esos estudios donde se escanea el cerebro en busca de explicaciones fisiológicas para lo divino, lo humano y lo grotesco (a veces con resultados bastante peregrinos), el modo menor (como las anfetas o el tabaco) activa un área cerebral productora de dopamina, un neurotransmisor asociado a las sensaciones placenteras y/o al deseo de experimentarlas. De ser así, el estímulo adverso generaría una grata reacción defensiva. El bálsamo de la aflicción. Quizá no estemos muy lejos de ese papel terapéutico que Aristóteles asignó a la tragedia: la visión del espanto sería un remedio que purga el alma de sus tribulaciones. Un remedio patético.

Ya entregados al exhibicionismo más temerario, nada mejor que una estúpida cita en griego. «Di eleou kai phobou perainousa ten ton toiouton pathematon katharsin»; o sea, «a través de la piedad y el miedo se logra la purgación de esas emociones» (Aristóteles, Poética, capítulo 6). Pero andemos con pies de plomo antes de utilizar un recurso tan vil porque la catarsis no suele conducir al orgasmo.

Sea como fuere, el siguiente experimento tiene un valor extraordinario porque 1) se centra en la creación (no la recepción) de la música, 2) confirma punto por punto el argumento de este capítulo, 3) su empleo mostrará que estamos a la última en investigación científica y 4) dejará (por ello) pasmado al objeto de nuestras depredaciones. El informe correspondiente acaba de publicarse en Scientific Reports (enero de 2016, para más señas).

A doce pianistas de jazz (todos ellos profesionales) se les pidió que improvisaran inspirados por tres semblantes de la misma mujer: el primero risueño, el segundo neutro o ambiguo y el tercero lacrimógeno. ¿Qué sucedió? Sucedió lo que debía suceder a efectos de corroborar mis sabias palabras. Sin entrar en detalles: el 79,17 % de las piezas provocadas por la risa estaban en modo mayor y en modo menor el 68,75 de las compuestas a moco tendido. Quod erat demostrandum. También se halló una correlación entre los estados de ánimo y el número de notas por segundo, que, como es intuitivamente previsible, aumenta con la alegría y disminuye con la pena. Pero ésa es harina de otro costal: ahora no vamos a meternos en un nuevo jardín.

 

Soltarle este rollo al objeto de nuestros desvaríos tal vez no sea tan eficaz como llevarlo en un jet privado a la Ópera de San Francisco, pero es notablemente más barato. Y las larguezas aéreas de Richard Gere no nos las podemos permitir ni con la que está cayendo ni con la que caiga o deje de caer en el futuro.

3.

LA CENA FRIGIA

 

 

Este libro está pensado para que el lector (o lectora) se autoayude en un encuentro potencialmente amoroso donde quiera desplegar todos sus encantos intelectuales. Si se siguen al pie de la letra mis instrucciones, a la media hora de conversación habrá ocurrido uno de estos dos sucesos:

 

1)  TOCATA: tu futuro partenaire sexual habrá olvidado lo feo (o fea) que eres, los muchos kilos que te sobran y lo mal vestido (o vestida) que vas porque tu desparpajo cultural se le habrá hecho irresistible

2)  FUGA: tu acompañante (o contrincante) te dejará plantado (o plantada) en medio de la cena fallidamente romántica con la excusa de que debe salir un momento a llamar por teléfono porque hay mala cobertura dentro del local (o con cualquier otro pretexto igualmente estúpido; dicho de otro modo, te abandonarán en el acto o, para ser precisos, antes del acto) por ser un pedante insufrible.

 

Como quien no se arriesga no cruza la mar, como audentis fortuna iuvat (Virgilio díxit), etcétera, etcétera (no faltan frases trilladas para achuchar a los timoratos que bordean el abismo), animo al lector a seguir leyendo. Así aprenderá cómo se deslumbra hasta la ceguera usando reflexiones y comentarios sobre música clásica cuyo rendimiento ya ha sido probado por mí en muchas conquistas memorables.

En otras palabras, amigos míos: el postureo musical descrito en estas páginas me ha funcionado casi siempre. Ahora estoy a régimen y luzco un tipazo arrebatador, pero juro sobre la tumba de Beethoven que incluso con los diez o quince kilos de más que me adornaban (muy visibles en la barriga y la papada), el tipo de coloquio aquí recomendado ha sido fructífero en un ochenta por ciento de las ocasiones.

 

Todo primer encuentro presumiblemente amoroso tiene tres fases bien definidas, cada una con sus peculiaridades y voluptuosidades: la precita, la cita y la poscita (haya habido o no refriega).

La ostentación puede empezar perfectamente veinticuatro horas antes del encuentro con el envío por WhatsApp o correo electrónico de una pieza clásica acompañada de un breve texto donde arrojaremos una mentira razonablemente sabrosa como «anoche soñé que íbamos a un concierto». (¡Ojo con enviar archivos demasiado grandes que saturen el buzón del destinatario! Lo ideal sería un link a YouTube o Goear.) El mensaje puede expresar las ganas de estar juntos o el miedo a no estarlo nunca.

En este segundo caso, que me parece más original, la trola podría ser ésta: «He soñado que estábamos en un auditorio, pero en palcos distintos. Yo te hacía señas y tú no me veías. El concertista estaba tocando Mille regretz, una pesarosa canción de despedida. Era la tonada favorita del emperador Carlos V. Si quieres, mañana durante la cena te cuento por qué es tan triste».

En un buen corazón (mejor que el nuestro, desde luego), esto puede despertar el deseo de complacernos para mitigar nuestra pena. Es el principio. Pero no cantemos victoria porque corazones menos blandos pueden pensar lo siguiente: «¡Menudo coñazo es este tío! [o tía], en buena hora quedé con él [o ella] a cenar. Aún no nos hemos visto y ya me viene con sus agonías». Conviene detectar enseguida estas reacciones para contraatacar a las primeras de cambio. Calibremos bien la índole de nuestra presa antes de proseguir la acometida.

Si el mensaje provoca curiosidad, ella [o él] pinchará el link, escuchará la canción y responderá (por ejemplo): «¡Qué bonita! ¡Pero qué melancólica!, ¿no?». (A partir de aquí, y para evitar duplicaciones agotadoras, hablaré en femenino del sujeto deseado aunque las técnicas de alarde son válidas para ambos sexos.) A lo que nosotros responderemos que es tan melancólica porque está en modo frigio.

«No puedo contarte por WhatsApp qué es el modo frigio, pero ahí va una estrofa de la letra:

 

»Mil son los pesares por abandonaros

y alejarme de vuestro rostro amoroso.

Es tanto el duelo y tan amarga la pena

que en breve se verá cómo acaban mis días.»

 

El modo frigio (no frígido, ¡Dios nos libre!) me ha dado unos resultados asombrosos desde la adolescencia: puedo garantizar que si ella es una persona sensible y responde favorablemente al cebo de la canción, el encuentro sexual (incluso antes de la cena) está asegurado o, como se dice ahora, en la saca.

Tanto que, en una situación así, lo elegante sería renunciar a la jugada, como ocurre en el golf con las bolas demasiado fáciles. Si la bola está tan cerca del hoyo que es imposible fallarla, el contrario nos la dará como embocada sin obligarnos a ejecutar el golpe. En golf se dice que la bola está dada.

Opino que en el juego de la seducción hay que aplicar la misma regla de caballerosidad y fair play. Si el polvo está cantado, si, incluso antes de la primera cita, sabemos que tendrá lugar sí o sí, un verdadero gentleman renunciará a llevarse a la cama a la chica sabiendo que la pandilla que está al tanto de nuestra aventura dará la misma por consumada. Es conocida la anécdota (seguramente apócrifa) de la primera noche que Mario Cabré pasó con Ava Gardner. «¿Pero adónde vas?», preguntó ella cuando el torero se levantó de un brinco y empezó a vestirse. «A contar que me he acostado con Ava Gardner», contestó él. Algunos, sin embargo, invierten los papeles.

Yo tengo varias amigas con las que no me he acostado ni me acostaré nunca porque están dadas (y porque soy un caballero a pesar de este libro). Ellas mismas me lo han dicho. No hace falta que nos acostemos, ambos sabemos que estamos mental y mutuamente entregados

La cópula (como la alta literatura) está muy sobrevalorada: lo que de verdad alimenta el ego depredador es la rendición incondicional (o, al menos, provisional) de la presa. El coito propiamente dicho no es más que un pretexto para el verdadero amante. De hecho, cuando quiero acostarme de verdad con una señora o señorita, la frase que más empleo es «a ver si quedamos un día de éstos para follar porque tengo muchas cosas que contarte». Jamás he fornicado (satisfactoriamente) con alguien con quien no tenga también mucha necesidad de hablar, entre otras cosas porque yo soy del tipo amoroso poscoital. En las relaciones eróticas, los seres humanos nos dividimos en tres grandes grupos (si ustedes admiten una clasificación tan penosamente arbitraria como cualquier otra, admisión a todas luces improbable): precoitales, coitales y poscoitales. Los primeros disfrutan y dan lo mejor de sí mismos en el juego previo de la seducción. Los segundos son maestros de las técnicas amatorias, individuos capaces de convertir en un maravilloso ballet lo que a menudo tiende a ser un vulgar intercambio de fluidos. Los poscoitales somos quienes gozamos, sobre todo, con los cariñitos posteriores y con las delirantes (y muy sinceras) conversaciones que surgen entre los amantes cuando ya se han visto desnudos, están relajados y no tienen nada que demostrarse porque todo está irremediablemente demostrado.

Ahora bien, ¿qué ocurre si la chica no reacciona bien al mensaje plañidero y contesta al primer WhatsApp con algo como: «¡Uf! ¡No tengo el cuerpo para aguantar monsergas tan tristes! He salido de una relación muy chunga y necesito que me animen».

Está claro que hemos metido la pata: hay que rectificar con rapidez sin renunciar por ello a las infinitas posibilidades de exhibicionismo que pone a nuestra disposición la música clásica.

Llegados a esa comprometida tesitura se impone, pues, una réplica inmediata: «Tranquila, era sólo un sueño; olvidemos esa lúgubre canción. En música antigua hay composiciones muy luminosas. ¿Conoces la Fantasía que contrahaze la harpa en la manera de Ludovico?».

Si la chica no elogia esta segunda pieza, estamos perdidos. Tanto que yo aconsejaría una retirada digna y la llamaría para anular la cena alegando alguna excusa creíble: por ejemplo, que nos ha fulminado un rayo y estamos en coma.

—¡Ah!, ¿pero puedes hablar a pesar de tu estado?

—He pedido que me despertaran un momento sólo para llamarte. Enseguida vuelvo al coma. No sé cuánto tiempo me mantendrán así, nos vamos hablando, ¿vale?

Si, en cambio, responde positivamente con un «¡qué bonito!», habrá que preparar un par de cartuchos didáctico-deleitantes para potenciar el efecto de la música, píldoras de erudición que podremos soltar durante la cena o incluso de camino al restaurante si hemos pasado a recogerla.

Supongamos que la fantasía que le hemos linkado la noche anterior al encuentro ha tenido buena acogida. La podemos poner de nuevo en el coche (si vamos en coche) y fingir que estamos ligeramente obsesionados con la pieza. Muchas mujeres consideran atractivo un cierto grado (no patológico) de obsesión porque proporciona al hombre un aura de misterio. Las chicas son curiosas y exploradoras: alimentar su curiosidad dándoles motivos para la indagación no es nunca una mala política.

«¿Por qué está obsesionado con esta obra? ¿Qué le tortura el alma?», se preguntará.

«Es una pieza que tiene la luz y el aroma de la primavera sevillana», diremos nosotros.

¡Golpe magistral! Con esas palabras estamos insinuando que atesoramos los poderes y los secretos de la sinestesia, la capacidad (querida o no) de percibir sensaciones con sentidos ajenos a ellas. Un sinestésico puede, por ejemplo, oír colores, ver sonidos u oler texturas.

El postureo radica aquí en hacer creer a la cortejada que nuestra prodigiosa sensibilidad musical nos permite contemplar el atardecer a orillas del Guadalquivir o embriagarnos con la fragancia del azahar en el Barrio de Santa Cruz sin movernos de casa.

Para que la farsa sea redonda debemos acreditar cierto conocimiento de la pieza empleada como cebo, de modo que pongo a disposición del lector todos los datos relevantes sobre la Fantasía que contrahaze la harpa. Aviso, eso sí, de que en ningún caso se podrán utilizar simultáneamente: se trata de una escapada amorosa, no de una conferencia sobre la música renacentista. La bulimia cultural es tan perjudicial para la mente como la alimentaria para el cuerpo. Mucho cuidado con los atracones.

 

1)  La obra está compuesta para vihuela, un instrumento de caja plana y cuerdas dobles (órdenes, en la jerga técnica) similar a la guitarra. Ésta era en el siglo XVI un instrumento tabernario que se usaba sobre todo para acompañar canciones. La aristocrática y cortesana vihuela, en cambio, servía para tocar en contrapunto; es decir, para sostener varias voces a la vez. La guitarra tenía entonces cuatro cuerdas dobles; la vihuela, seis.

La guitarra de doce cuerdas moderna fue muy popular en el folk de los sesenta y setenta y se oye con cierta frecuencia en los discos de grupos como Led Zeppelin, Yes o Supertramp. Give a little bit no sería lo mismo sin la sonoridad de esa guitarra. ¿Cuál es la diferencia entre el toque de Roger Hodgson en el siglo XX y el de Alonso Mudarra en el XVI? La docerola del folk/pop se rasguea con púa, mientras que la vihuela es un instrumento polifónico (permite interpretar varias melodías simultáneas) que se tañe con las uñas de los dedos. El vihuelista tiene que pulsar entre las dos cuerdas para puntear las notas. Ambos instrumentos se desafinan con suma facilidad: solía decirse que un vihuelista dedicaba la mitad de su vida a la afinación.

Si en el resto de Europa se imponía el laúd, un instrumento de origen árabe, en la Península Ibérica triunfaba la vihuela: tras la caída de Granada y ocho siglos de presunta reconquista, aquella España ultracatólica e inquisitorial enfrascada en la pureza de sangre rechazaba lo arábigo como la peste. El laúd renacentista y la vihuela tienen, sin embargo, sonoridades parecidas y repertorios intercambiables: todo lo compuesto para laúd a lo largo de varios siglos se puede tocar con la vihuela sin alterar ni una corchea (y viceversa). La vihuela no es la antecesora de la guitarra: ambas son hijas de un instrumento más antiguo, la guitarra latina, que procede a su vez de la cítara griega.

2)  Alonso Mudarra fue durante años el canónigo de la catedral de Sevilla encargado de dirigir las ceremonias musicales en el templo. Era vihuelista, había viajado a Italia con el séquito de Carlos V y, cuando falleció, repartió su apreciable fortuna entre los pobres.

3)  La pieza suena a ratos tan andaluza (o, para ser precisos, tan aflamencada) porque hace uso del tetracordo frigio descendente. ¿Que cómo suena eso? Pues suena como la bajada melódica que notamos en este pasaje de la canción ¡Ay, Carmela!:

 

El Ejército del Ebro […]

una noche el río pasó,

¡ay, Carmela!, ¡ay, Carmela!

 

En el Renacimiento, las escalas se llamaban modos y los modos se construían ensamblando dos combinaciones similares de cuatro notas que funcionaban como tramos de escalera. Lo que daba su personalidad a un modo no era el número de notas (todos tenían ocho), sino la distancia que había entre ellas de acuerdo con la posición numérica en la escala. En el modo frigio (que está construido con dos tramos de escalera o tetracordos: MI-FA-SOL-LA + SI-DO-RE-MI), lo importante, lo que proporciona al sonido su relieve alegre o triste, andaluz o no, es el hecho de que hay sólo medio tono (un semitono, la distancia más pequeña posible entre dos notas en la escala occidental) entre los peldaños primero y segundo de la escalera y otro medio entre el quinto y el sexto. Dada su inconfundible cadencia, el modo frigio es también conocido como escala andaluza o flamenca.

Si uno va al piano y empieza a juguetear con las notas del primer tetracordo, enseguida le vendrá a la mente el Zorongo gitano de García Lorca o el comienzo de El paño moruno de Falla.

4)  En la parte final, Mudarra introduce diversos cromatismos (disonancias con fines expresivos u ornamentales) y, como sabe que el público de la época los podía tomar por errores de composición, en la partitura se apresura a aclarar posibles confusiones: «Desde aquí fasta açerca del final ay algunas falsas, tañéndose bien no pareçen mal».

«Tañéndose bien» significa, en este caso, tocadas con un tempo rápido para que pasen pronto. El vihuelista recorre un trecho de brasas incandescentes con los pies descalzos y debe correr para no achicharrarse.

 

«Por supuesto —concluiremos—, sólo debes escuchar esta pieza en las versiones del austriaco Konrad Ragossnig o del británico Julian Bream.»

La música clásica, amigos míos, es un mundo de versiones, pero los secretos de las mejores variantes serán desvelados en el siguiente capítulo.