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María Elena Simón Rodríguez

La igualdad
también se aprende

Cuestión de coeducación

NARCEA, S. A. DE EDICIONES

 

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In memorian:

A Gloria Arenas Fernández,
maestra y discípula entusiasta de Coeducación,
fallecida en Málaga en 2009

Image Índice Image

 

Prólogo de Marina Subirats Martori

Presentación

1. El largo e imparable proceso

Privación: doma y aleccionamiento en la familia. La educación separada y diferenciadora. La educación mixta.

2. La herencia de la «mala educación»

La escuela y lo académico. Educarse en casa ajena. Las familias y los hogares. Productos culturales y medios de comunicación. Oficios, profesiones, empleos y cargos. La sociedad en rosa y en azul. Lenguaje y desigualdad real y simbólica. De hembra a mujer y de macho a hombre. Aprendizaje de las relaciones de género.

3. ¿Hasta dónde hemos llegado?

¿Educamos a las niñas como niños? ¿Educamos a los niños como niñas? ¿Qué ha cambiado y dónde estamos aún?

4. Un camino que debe ensancharse y prolongarse

¿Qué hacer está esperando a las mujeres? ¿Qué hacer está esperando a los hombres? Coeducación familiar. Coeducación mediática. Coeducación lúdica. Coeducación escolar.

5. La escuela, lugar preferente para la igualdad

Valores humanos no sexistas. De la desigualdad al reconocimiento. Construcción de modelos equitativos. Educar con enfoque de género. ¿Educamos en igualdad en la escuela mixta? Detectar el sexismo y construir la igualdad. Coeducación para el cuidado. Coeducación para la no violencia y la paz de género. Coeducación para la convivencia y la afectividad. Coeducación para la ciudadanía y los derechos humanos. Coeducación para la salud. Coeducación para la orientación.

6. Hasta aquí hemos llegado

La paridad educativa de la escuela mixta. La transición a la vida adulta y activa. La equidad en educación: la coeducación. La solidaridad educativa.

7. Anexos

1. Coeducación

Claves metodológicas para neutralizar un estilo educativo sexista. Claves metodológicas para crear un estilo educativo no sexista.

2. Propuestas didácticas para coeducar la convivencia entre iguales

3. Propuestas didácticas para practicar una pedagogía preventiva de la violencia de género

Crítica del sexismo, la misoginia y el machismo. Construcción de modelos equitativos y paritarios.

4. Propuestas didácticas en pro de la igualdad entre los sexos

Detección del sexismo. Uso de lenguajes para la igualdad. Consecución de representación equilibrada.

5. Guía para la buena coeducación de niñas y niños

Sugerencias de actividades para las familias. Guía para la buena coeducación de nuestras hijas e hijos.

6. Guía de coeducación

Documento de síntesis sobre la educación para la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres. Otros recursos coeducativos: en Internet y bibliográficos

8. Bibliografía y Digitografía

Image Prólogo Image

La coeducación o la formulación de un nuevo humanismo

Hace tiempo que, entre nosotros, el debate educativo se ha vuelto áspero, irritado, intransigente. Y terriblemente aburrido. Nos habla de fracasos, de esfuerzo, de clasificaciones, de exámenes, de evaluaciones; o, todavía peor, de religiones obligatorias, de segregaciones más o menos encubiertas, de enfrentamientos. Qué lejos estamos de aquellos tiempos en que la educación fue concebida como el camino hacia una forma de civilización superior, como un programa humanista que debía conducirnos hacia una sociedad igualitaria y sabia.

Por muchas vueltas que le demos, el discurso educativo actual no transmite ilusión. No habla de aquello que quiere transformar, ni del porqué, ni del cómo. No se entusiasma con su tarea, y nos sorprende, de vez en cuando, con alguna idea peregrina: ¿tal vez un policía en cada centro, para impedir que los jóvenes bárbaros acaben con el profesorado? Si la escuela no seduce, no le queda otro remedio que reprimir. Hay una razón de fondo que explica el gris de esta etapa: falta, en la sociedad actual, el ímpetu, la creencia en la posibilidad de mejorar, de construir una etapa mejor. Nos hallamos ante la paradoja de que la sociedad más rica y culta que nunca ha existido es, al mismo tiempo, la más extenuada y pesimista frente a su futuro.

Pero no todo está perdido, por supuesto. Apuntan ya los signos de que ha llegado la hora de un cambio de orientación de fondo: hay que mirar en otras direcciones, distintas de las de siempre, para emprender la renovación educativa. En direcciones en las que aparecen ideas cargadas de entusiasmo, de razones y de pasión, que se imponen por su fuerza de convicción, por su carga de futuro, no por su obligatoriedad. En direcciones que contemplen un nuevo humanismo, adaptado a las formas de vida que acabamos de inventar, que nos ayude a desprendernos de los viejos prejuicios, que nos ayude a saber cómo somos y qué podemos, en un mundo que ya no está siendo el de la necesidad sino el de la libertad. Tan distinto del que hemos conocido hasta ayer. Tan nuevo que va borrando caminos a marchas forzadas. Que nos abre todas las posibilidades del ser, incluso más allá de lo que nunca imaginamos, incluso desbordando los sueños que, todavía hoy, pueden ser considerados inalcanzables, cuando están ya llamando a nuestra puerta.

Entre los muchos hilos que van a tejer un nuevo humanismo, hay uno especialmente potente: el que aporta el feminismo, la utopía de la igualdad entre hombres y mujeres, entre géneros, entre proyectos generizados: ayer todavía ridiculizada como impensable, hoy avanzando a pasos agigantados, cambiando nuestras costumbres, nuestras formas de vida, nuestros hábitos. Ya un cuerpo de mujer no es un destino de paridora, aunque pueda contener un deseo de maternidad; pronto un cuerpo de hombre no será tampoco un destino de guerrero, aunque pueda gozar en la confrontación. Si tales objetivos no están escritos en nuestra piel ¿qué ser? ¿cómo construir nuestras identidades? Nos esperan, efectivamente, los caminos de la libertad, que no carecen de sus Escilas y sus Caribdis, que generan, por tanto, miedos a naufragar. Frente a los que, todavía, todavía, tantas personas prefieren cerrar los ojos a la realidad y seguir afirmando que un hombre es un hombre, una mujer, una mujer, y así será hasta el fin de los tiempos.

Elena Simón, que desde hace mucho trabaja partiendo del feminismo con la mirada puesta en la educación, en la coeducación, para ser más exacta, nos presenta hoy un ejemplo claro de esta renovación educativa que llega desde las mujeres casi exclusivamente, o por lo menos, desde un pensamiento de mujer que va encontrando eco en algunos hombres. La propuesta de Elena no necesita invocar el esfuerzo, reinventar la sanción, preguntarse por cómo mantener el orden: es, a la vez, demoledora y entusiasta, convincente y revulsiva, teórica y práctica. Totalmente anclada en los contenidos, en el qué y el porqué: qué es lo que ya no tiene sentido en nuestra manera de educar a una mujer, de educar a un hombre. Por qué esta educación perjudica a nuestros niños y a nuestras niñas, a hombres y a mujeres que vivirán en una sociedad que nada tiene que ver con la que configuró los géneros en el pasado, por qué nuestros prejuicios son dañinos para ellas y para ellos y por qué hay que desterrarlos. Y hacia dónde dirigirse a partir del momento en que echamos por la borda los antiguos mandatos genéricos.

He aquí cómo las personas, el ser y el deber ser persona, vuelven al centro de la educación, se constituyen de nuevo en su eje, olvidando los discursos sobre exámenes, notas, pruebas, competiciones, competitividades, que tanto contribuyen hoy a confundir la tarea educadora. He aquí cómo la coeducación redibuja la educación, la pone de nuevo sobre unos raíles que apuntan a la expansión y a la plenitud de ser, a la eliminación de corsés y barreras que en el pasado han clasificado, condicionado y excluido de la cultura y de la acción a hombres y mujeres por el hecho de serlo.

Pero Elena va más lejos, y da instrumentos para que avancemos en el cómo. La coeducación ya no es una propuesta teórica más o menos utópica que no sabemos cómo convertir en realidad. La coeducación parte de un movimiento que, en su etapa actual, se remonta a unos cuarenta años, incluyendo los diversos trabajos que la iniciaron en Europa y en América, bajo este nombre o con el de educación no sexista. Y ello ha supuesto un conjunto de experiencias, investigación, reflexión, materiales, avances, que hacen que quien quiera trabajar con una metodología coeducativa disponga de gran cantidad de instrumentos que le permitan progresar. Y que encontrará también en los anexos de este libro o en los múltiples recursos reseñados por la autora que pone así a nuestra disposición los textos y los materiales fundamentales que han ido surgiendo para facilitar la realización de esta propuesta coeducativa tan llena de sentido, tan necesaria para retomar los temas educativos de fondo.

Lamentablemente tardaremos aún, por lo que parece, en utilizar todo el potencial que la coeducación nos ofrece para repensar la educación desde unas nuevas bases. Hasta ahora la propuesta coeducativa no ha sido, en España, tomada suficientemente en consideración, ni siquiera después de haber sido incluida como un elemento central en diversas leyes estatales. Como todas las propuestas formuladas desde el feminismo, es vista como una cuestión parcial, particular, y por ello rápidamente marginal: algo que afectaría sólo a un sector de la sociedad, a las mujeres, que, por supuesto, no constituyen aún un sector relevante. Algo destinado únicamente a corregir una injusticia cometida contra un sector débil, que el pensamiento androcéntrico tiene tendencia a menospreciar. Aquí están las dificultades que se siguen experimentando para incluir de forma clara la coeducación en la formación del profesorado, para incorporarla a los distintos niveles educativos. Cuarenta años después de comenzar la reflexión coeducativa, es a menudo considerada, todavía, como una cuestión de elección personal, de opción individual de maestras y profesoras. ¿Por qué razón habría que repensarse la educación a la luz de las teorías coeducativas, si la educación que hoy se imparte parece convenir a la formación de los hombres?

He aquí un falso concepto de la situación actual. La imposición de géneros que ya no corresponden a nuestras necesidades ni formas de vida perjudica por igual a hombres y a mujeres. Probablemente hoy más a los hombres, que mantienen un género menos evolucionado, más antiguo, más obsoleto. Y por ello más anacrónico y dañino para las nuevas generaciones. Un género cuyo cambio es urgente incluso para superar las altas tasas masculinas de fracaso escolar.

Todo esto es lo que nos explica con precisión este libro, que no debería dejar de leer nadie que quiera dedicar su vida a formar a las nuevas generaciones.

Queda mucho para llegar a descubrir todas las posibilidades de la coeducación. Pero libros como éste nos allanan el camino, nos muestran que es posible volver a apasionarse por la educación y por los retos que supone imaginar como serán las mujeres y hombres de mañana.

MARINA SUBIRATS MARTORI
Catedrática de Sociología
Universidad Autónoma de Barcelona

Image Presentación Image

El subtítulo de este libro se inspira en una frase que escucho con frecuencia cuando hablamos del tema de la igualdad y de la abolición de actitudes y actos machistas, tema en el que parece que «todo el mundo» está de acuerdo.

Gentes que no se preocupan mucho por el asunto y, por supuesto, ni siquiera se ocupan un poquito, exclaman: ¡No os preocupéis tanto por ello, todo esto es «Cuestión de Educación»! Llevo un tiempo preguntándome a mí misma: ¿De qué educación hablarán? ¿De la moral dogmáticamente modernizada? ¿De la política conservadora? ¿De la permisiva del todo vale? ¿De la instrucción y pericia que proporciona la ciencia «neutral»? ¿De la cívica, considerada ésta como dominio masculino?, o ¿de la Coeducación para un aprendizaje sin sesgos discriminatorios y una ciudadanía solidaria y equitativa? Me temo que esta última está sólo en conciencias vanguardistas y, por tanto, minoritarias. Y ésta es precisamente a la que yo llamo «Buena Educación» o «Coeducación», pues si se siguen desarrollando, impartiendo y transmitiendo las otras, me temo que la igualdad no se consolidará, el machismo seguirá creciendo, el sexismo se normalizará como deseable para mantener las distancias y las jerarquías de género, el androcentrismo seguirá marcando el conocimiento, y la misoginia seguirá alimentando en la sombra a toda esta cultura llamada patriarcal, que se extiende aún por todo el mundo, aunque en una escala de muy distintas intensidades.

He conocido a bastantes preclaros varones y a algunas mujeres —de un amplio espectro ideológico— que, aun teniendo una «buena educación», entendida ésta a la forma clásica como alto grado de instrucción y buenas maneras, mantenían actitudes machistas y misóginas y desconocían y rechazaban, por tanto, todo aquello que no perteneciera al canon androcéntrico y sexista.

Desde hace muchos años estoy comprometida con la educación. Podría decir que con la buena educación. El concepto de buena educación ha variado sustancialmente desde que era pequeña, durante la postguerra española, donde tener una buena educación para una niña significaba saber comportarse, guardar las formas, ser obediente, discreta, saber estar en segundo plano y vivir para que otros nos quisieran. ¡Ah! Y hacerse «respetar» por los chicos y los hombres para poder llegar vírgenes al matrimonio. Bien es verdad que para un chico tener buena educación no significaba lo mismo, aunque yo entonces no le daba importancia a estos dobles raseros: eran lo normal.

Yo misma recibí una buena educación. Bien es verdad que hija de su época, pero con elementos innovadores. En mi colegio de chicas de clase media de ciudad media, se valoraba mucho y bien la educación intelectual y el acceso a alguna profesión, y muchas de nuestras profesoras tenían carreras superiores, aunque hubieran consagrado su vida a Dios. Ellas eran para mí un modelo de libertad interior gracias al conocimiento de las diversas materias: Música, Filosofía, Literatura, Geografía, Lenguas clásicas, Matemáticas... Yo fui buena estudiante y muchas de las cosas que aprendí y de los métodos con que las aprendí, prendieron hondamente en mi ser y aún los conservo en mi interior pensante y en mis fórmulas de aprendizaje y enseñanza.

Por otra parte, tuve una madre, nacida en la primera década del siglo XX, que había efectuado estudios medios y que fue capaz de sacar brillantemente varias oposiciones. En alguna de ellas el responsable del Tribunal la felicitó «porque había hecho el examen como un hombre». Siempre trabajó para ganar su vida, la de su madre y hermanos durante algún tiempo y también para sostener en parte el hogar familiar, en el que nacimos y crecimos mi hermana, mi hermano y yo y, sobre todo, para ganar y hacer crecer su bienestar y autoestima, cosas en las que supo educarnos estupendamente y en las que tuvimos una muy buena educación. Mi padre la apoyaba, la reconocía, la respetaba, admiraba y amaba de forma incondicional, pasando por encima de todos los mandatos machistas de la época. Nunca pretendió estar por encima o que dejara su puesto de funcionaria municipal, puesto que ella no lo deseaba, ya que era una experta avant la lettre en «conciliar» la vida laboral y familiar. La verdad es que se parecían poco a otros matrimonios que nos rodeaban. Se trataban como iguales. Eso lo he descubierto por mí misma mucho más tarde.

Quizás por todo ello yo pude desarrollar dentro de mí el deseo de estudiar una carrera superior, a pesar de que en la ciudad donde vivía no había Universidad y que no formaba parte de los proyectos de una familia de clase media-media mandar a una hija a estudiar fuera, por mucho que se supiera que iba a responder, por mucho que hubiera demostrado ser una magnífica estudiante y por mucho que apreciaran la buena educación, la cultura, la profesionalidad y la independencia económica. Los recursos económicos no eran fuertes pero, sobre todo, yo era una chica y era más lógico que realizara alguno de los estudios medios que mi ciudad me ofrecía.

Yo me las ingenié para conseguir ir a estudiar fuera. No me atraía ninguno de los estudios que podía realizar sin salir de casa y, sobre todo, lo que me atraía era emprender una nueva etapa, desligada de una infancia —tan hermosa y feliz— pero tan condicionada por el «deber ser» que, en mi caso, era un imperativo categórico católico de pura cepa.

Yo no sabía ni de lejos en qué consistiría esta nueva etapa. No era rebelde, pero sí muy «voluntariosa», como siempre oía a mi alrededor decir de mí, sin demasiado sonido positivo en ese calificativo. Más adelante también supe que eso significaba deseo de autonomía y voluntad de ser yo misma, asertividad, autoconocimiento y autoestima. Casi todo lo que no constituía la «buena educación» para una chica de mi condición y tiempo.

Todos estos descubrimientos me hicieron gozosísimos los años de estudiante, en ciudad distinta de la mía, residente en Colegio Mayor, con el novedoso ejercicio de la libertad respecto al empleo del tiempo, al uso de espacios y a las relaciones elegidas, permanentes o esporádicas.

Cuando acabé mi carrera me hice profesora de Instituto. Seguramente seguí creyendo en la buena educación al meterme en ella como profesional, ya que desde el primer momento yo tuve claro que el trabajo docente es un trabajo educativo, cuestión que no he podido compartir con casi nadie de mi profesión, pues entre el profesorado de Instituto primaba y prima por encima de todo la especialización académica y la transmisión de conocimientos instructivos, únicos importantes con los que se pretende que el alumnado sea capaz de mejorar su vida y elevar su nivel.

Yo siempre pensé que el ser profesora me daba una responsabilidad y una oportunidad: hacer de guía en el aprendizaje de lo que yo sabía, de lo que pensaba y, sobre todo, de lo que me parecía una buena educación, pues eran las enseñanzas para conseguir una vida de mayor calidad humana lo que yo pretendía que aprendieran mis alumnas y alumnos, además de la materia que tenía que impartir y de la que tenía que examinar.

No sé si estas alumnas y alumnos se acordarán mucho del francés que aprendieron en mis horas de clase o de la historia y geografía, lengua castellana y literatura que tuve que impartir como materias afines, pero de lo que sí se acuerdan —al menos quienes me encuentro por la calle o por cualquier parte, en un comercio, en una fiesta o en un banco, es de que nos divertíamos haciendo cosas diversas y de que yo les hablaba de la vida y les invitaba a la reflexión. Otras alumnas y alumnos más jóvenes, producto de la era digital, me decían en algunas ocasiones algo que me impactaba: Profesora, ponnos a aprender algo de memoria, pero esto no, ¡¡es que quieres que pensemos!!

Para mí la buena educación significa un óptimo desarrollo de las capacidades de comunicación y de las habilidades relacionales e instrumentales y un acceso razonable a una parte determinada del conocimiento humano, del pensamiento productivo, de la adquisición del sentido social y ético, del gusto por la innovación y la creatividad y de la curiosidad que lleva al descubrimiento, para todos los seres humanos, sin distinción ni jerarquía. Es un bien democrático de primer orden y un derecho humano inalienable para todos: niñas y niños, mujeres y hombres de toda clase, origen y condición. Es decir, la posibilidad de desarrollar las capacidades y potencialidades humanas en su mayor extensión: lenguajear, pensar, sentir, emocionarse, producir, relacionarse, crear y vivir responsablemente en sociedad.

En la práctica, este programa tan aceptable a primera vista constituye una meta casi inalcanzable —e incluso a veces despreciable—para una buena parte del profesorado, en un país donde a la profesión docente se accede simplemente por un sistema meritocráticoteórico que no incluye formación inicial para esa profesión —tan compleja y difícil— sino sólo la demostración de conocimientos técnicos de la materia que se ha de impartir, en los niveles de Secundaria y cada vez más en los de Primaria. La Educación Infantil tiene un carácter mucho más holístico, del que deberían copiar otros niveles educativos.

En este empeño he pasado muchos años de mi vida, más de la mitad de los que llevo vividos y, cuando descubrí —allá por la década de 1980— los Movimientos de Renovación Pedagógica y la orientación coeducativa que en muchos nacía, gracias a las maestras y profesoras feministas que se hallaban en ellos, me apasioné, estudié, me preparé a fondo y compartí estas inquietudes con un buen número de ellas, comprometidas con una Buena Educación de nueva planta, a la que empezamos a llamar Coeducación. El Feminario de Alicante, en cuya fundación y actividad participé activamente, se destacó especialmente en el trabajo coeducativo.

Mi dedicación intensa al pensamiento y las prácticas coeducativas y a otros aspectos de la divulgación feminista datan de un episodio emocional y decisorio del que no recuerdo con exactitud la fecha ni los detalles, pero sí el hondo calado que produjo en mí. Nos hallábamos en Alicante en una conferencia de Alessandra Bochetti y durante el coloquio alguien le preguntó por qué el feminismo no tenía recambio generacional. Ella contestó que por dos razones, a su entender: porque el feminismo nos cambia la vida y en ciertas edades no estamos en disposición de pensar más allá de lo que vivimos y sentimos y, en segundo lugar, porque al feminismo le faltaba didáctica. Este par de conceptos unidos como «Didáctica del Feminismo» es lo que tomé como mío y, creo que para el resto de mi vida.

Mi doble condición de docente y de feminista —formada y en formación en el Feminario de Alicante, del que fui cofundadora en 1980— me iluminó lo que quería hacer y a qué me quería dedicar, como un nuevo valor añadido a las múltiples actividades, funciones y acciones a las que ya me dedicaba. Desde entonces he invertido muchísimo en tiempo, energía, inteligencia y capacidades relacionales y dialógicas para poder desarrollar una didáctica feminista a la que me gustaría llamarle «Elencia», marca que vendría de mi nombre y de los conceptos de «vivencia-experiencia-conciencia-ciencia», tratados en continuo y de forma circular.

El feminismo ha sido y es para mí un salvavidas, pues me ha avisado y preservado de abusos, renuncias estériles y sufrimientos, aunque no de todos los que la vida me ha ido brindando, desde luego. Y lo que conozco hasta ahora lo he construido de forma dialógica: con gentes diversas en sesiones de trabajo y en debates, con libros y documentos, cuyas páginas he tenido en mis manos bajo mi mirada atentísima, y en diálogo interior, para hacer mías las cuestiones que más llamativas o atractivas e inspiradoras me resultaban, las más asequibles o las más espinosas.

De ahí que, con este método, comenzamos por la vivencia personal de un cierto malestar, debido a la inadecuación y al deseo de justicia; seguimos por la experiencia compartida con muchas otras mujeres, cercanas y lejanas, anónimas y conocidas; continuamos por la conciencia social, reivindicativa de la justicia y de la equidad, y terminamos la primera vuelta con la ciencia, conceptualización personal y colectiva, para desarrollar un nuevo campo del conocimiento que ya ha dado y continúa dando numerosos frutos, creando obras literarias, filosóficas, digitales, audiovisuales o plásticas y proponiendo y explicando términos, conceptos, causas y consecuencias de toda la desigualdad, privación y apartamiento que las mujeres hemos sufrido y sufrimos aún, como minus-válidas de lo humano en su conjunto. Y vuelta a empezar con la vivencia. En realidad es un método que va del yo al nosotras, del nosotras al ellas, del ellas al ellos o del ellas-ellos y el nosotras al yo. Cuando cobra carácter social se convierte en creatividad, estudio y aprendizaje. Así lo he aprendido todo en este campo y así intento guiar a quienes desean seguir mis propuestas o inventar otras.

Comencé mi formación feminista en el Feminario de Alicante, como ya he apuntado antes. Allí participé activamente en numerosos debates y lecturas y colaboré en la redacción de uno de los primeros libros de coeducación que vieron la luz en España como tales, como libros, pues lo que solíamos manejar por entonces era «papelografía», mucha de ella fotocopiada en papel térmico que se iba borrando. Este libro de autoría colectiva del Feminario, titulado Elementos para una educación no sexista: Guía didáctica para la Coeducación (1987) tuvo muy mala distribución y se manejó y se maneja aún en fotocopias, tanto en España como en América Latina. Afortunadamente hace algunos años pudimos donarlo a la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes (www.virtualcervantes.com) y desde entonces está a disposición universal a través de la red.

A partir de la publicación del mismo fui adentrándome cada vez más en el significado y matices de la coeducación y atreviéndome a impartir algunas sesiones. Poco a poco, con mis prácticas docentes, la participación en Proyectos y grupos de trabajo, las lecturas, la asistencia a sesiones específicas y mis artículos y ponencias, me he convertido en experta Formadora del Profesorado en coeducación. A ello dedico gran parte de mi tiempo, desplazamientos y sesiones de trabajo y de ello aprendo continuamente e incorporo nuevas orientaciones y asuntos derivados de múltiples y variadas situaciones educativas y sociales.

La mayor parte de mis escritos y de mis hablados en las sesiones de trabajo y de debate se han formado siguiendo el método Elencia. Y he de confesar que este método resulta muy eficaz, ameno y creativo, tanto para mí como para quienes permanente o esporádicamente me escuchan o me leen. Tengo la satisfacción de conocer a bastantes mujeres y a algunos hombres más jóvenes que yo y, a veces mucho más, que se han dedicado al feminismo profesionalmente o en el plano intelectual o social, a partir de cursos realizados conmigo, además de por alguna otra razón, desde luego. Por eso me hacía dudar la pregunta que he citado más arriba de ¿por qué el feminismo no tiene recambio generacional?, a pesar de que su respuesta cambió mi vida en el sentido de la dedicación intensiva a la didáctica del feminismo.

Yo veo el recambio generacional en muchos lugares; pero las feministas y aún más los feministas, seguimos siendo minoría allá donde estemos, como siempre fue, como vanguardia que somos. Y, además, las fórmulas y estrategias vindicativas han cambiado: en este momento ya no son necesarias las manifestaciones para tomar la calle, porque ya la tomamos, la usamos y disfrutamos mujeres de toda clase y condición. Por otra parte, los medios de comunicación ignoran que el feminismo existe como necesario e inspirador de la política, de la ciencia, de la economía y de la cultura de nueva planta y, por tanto, no suelen dar cuenta de casi ningún logro y, en tercer lugar, porque el movimiento está atomizado por grupos de edad, profesionales, académicos, investigadores, institucionales, etc. Pero el recambio generacional existe. Buena prueba de ello la tenemos en el éxito de matrícula que tienen los cursos de postgrado, las materias optativas, seminarios, feminarios, cursos, jornadas, congresos, debates y conferencias que se desarrollan en el ámbito universitario (aunque no sólo en él) y cuyo público es menor de treinta y cinco, en buena parte. Un número significativo de estudiantes que asisten a estos cursos, emprenden sus trabajos de investigación y futuras tesis en la dirección del feminismo o se orientan profesionalmente como Agentes o Técnicas de Igualdad.

En las Jornadas, conmemoraciones y manifestaciones feministas específicas, vemos a muchas jóvenes que están en ¿otra onda? Efectivamente y afortunadamente, ya que ello constituye el recambio generacional. También hay muchas de ellas en organizaciones mixtas. El feminismo es muy necesario aún para acabar con la misoginia, el sexismo, el machismo y el androcentrismo. Y eso es lo que pretendemos con toda acción coeducativa: que la gente más joven y en formación pueda acabar en sus vidas con todos estos vicios patriarcales heredados, fosilizados y anquilosados, para pasar a otra era de mayor bienestar, buen trato, cuidado, justicia y reconocimiento entre iguales.

También deseo manifestar aquí, que debía esta obra: a las feministas y a los feministas, al profesorado de todos los niveles que trabaja con enfoque de género (y de gran generosidad) en pro de la Igualdad, la Paz, la Salud, la Convivencia y la Ciudadanía, a las y los estudiantes que pretendan acceder en el futuro a la función docente, a las bibliotecas y al mundo editorial, ya que no existe precisamente una extensa bibliografía especializada de la que echar mano, ni para estudiar la coeducación ni para practicarla.

Y. sobre todo, me la debía a mí misma, pues ya he dicho más arriba que mi principal actividad formativa se dirige desde hace mucho tiempo a profesorado y estudiantes, con quienes mi pretensión es dejar un legado, guiar en nuevos aprendizajes y despertar la creatividad, para lo cual ya había escrito muchos textos que se hallan dispersos en distintas carpetas de jornadas, encuentros y cursos o que se han reproducido de forma parcial en formatos digitales o en publicaciones colectivas especializadas o como encargos institucionales.

En este libro se contienen algunos de estos textos, adaptados al ritmo que requiere una obra más amplia, como es este libro, trufando esta nueva redacción que —tengo que reconocerlo— he prometido a mucha gente realizar. Gente que me suele decir que lo haga, que es muy necesario y como yo también lo creo así, por esa razón realizo este trabajo.

Sirva también como homenaje a las primeras universitarias españolas, que en 1910 —hace justamente un siglo— pudieron por fin matricularse por ventanilla.

1. El largo
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Para ir aclarando el concepto de coeducación y su amplio espectro de significados, tenemos que mirar hacia atrás, repasando sucintamente el proceso evolutivo que la educación ha tenido en los dos últimos siglos, respecto a la educación femenina.

Éste no es un libro de Historia de la Educación. Por esta razón, no entraremos en detalles cronológicos, legales ni espaciales. Sólo intentaré marcar los hitos en los que se enraíza la denominada ahora coeducación escolar, al ser consciente de que hay muchas promociones de profesorado en activo que ni vivieron ni estudiaron nunca este proceso y, por tanto, su actividad docente está falta de contextualización y de estos conocimientos.

Privación: doma y aleccionamiento en la familia

La educación de las mujeres padeció secularmente el defecto de la «privación». Las sociedades antiguas, así como las medievales y las modernas, relegaron la educación de las niñas al ámbito familiar, donde las madres fueron las encargadas de transmitir, aleccionar, domar si era necesario y enseñar todo aquello relacionado con el único oficio que se preveía para todas ellas: el de madresposa. Las diferencias de clase venían dadas por algunos adornos extra —como francés, música y buenos modales— que recibían las hijas de la burguesía o de las clases altas. Pero la base de su educación era coincidente, porque el oficio único era coincidente. Por eso era corriente lanzar una expresión tal como: «educarlas, ¿para qué?», significando con ello que era un dispendio hacerlo, pudiendo encomendarlo sin costes a sus madres.

Por eso fue tan difícil y costoso —y aún lo es en algunos lugares y comunidades del mundo— conseguir el reconocimiento de la educación de las niñas como un bien social y de justicia para el progreso y desarrollo, y tomar la decisión política de invertir en ello, gracias a la presión de las vindicaciones de mujeres feministas.

Las primeras universidades europeas se crearon entre los siglos XII y XIII e impidieron la entrada a las jóvenes, con lo que se les negó su acceso al conocimiento oficial, relegando sus saberes a la categoría de la magia o, mejor dicho, de la brujería, controlada en un momento dado por la Inquisición. Los saberes de las mujeres se quedaron en los márgenes y no pasaron al llamado canon académico. No se escribieron y sólo se transmitieron por linaje oral y presencial, de unas a otras próximas. A las médicas y farmacólogas se las llamó curanderas y sanadoras en el mejor de los casos. Y este fenómeno llega hasta nuestros días.

Las escuelas monacales (de enseñanzas elementales), las únicas existentes para hijos de los estamentos no nobles, eran masculinas. Y así siguieron hasta bien entrado el siglo XIX. Esta diatriba, entre educación para las niñas sí o no, arranca de la Grecia Antigua 1.

Desde la mitad del siglo XIX, empezó a tomar cuerpo la vindicación feminista por la educación para las niñas, desde la Primaria hasta la Superior. En España, voces y personas destacadas trabajaron para que así fuera, con sus influencias científicas o intelectuales —como fue el caso de Emilia Pardo Bazán—; o con su propia experiencia y acción de vida, como Concepción Arenal, que logró colarse en las aulas de la Facultad de Derecho de Madrid, vestida como un alumno. En los Congresos Pedagógicos de final de siglo hubo ponencias que defendían la Educación Superior para las mujeres y se reforzaba la idea de poner al alcance de las niñas y de las jóvenes la Enseñanza Primaria y la Enseñanza Media, así como la profesional, eso sí, especializada en campos de actividad considerados femeninos.

La Ley Moyano de 1857 ya facultaba y aconsejaba fuertemente a los municipios que crearan escuelas elementales para niñas. No olvidemos que no podían asistir junto con los niños y que no era aceptable que recibieran enseñanzas de maestros varones. Pero tampoco había maestras. Así es que se habilitó, de forma empírica y por la experiencia y práctica realizada, a alguna mujer que hubiera aprendido en el seno familiar algunas letras y números y, sobre todo, las labores «propias de su sexo». Con este bagaje tan precario fueron extendiéndose geográficamente las escuelas de niñas, junto con los colegios religiosos de monjas, donde se educaba a las hijas de las clases medias y altas, pero negándoles el acceso al bachillerato, extremo que les impedía el futuro acceso a la Universidad, cosa que no ocurría jamás con sus hermanos varones, sino muy al contrario: ellos estaban llamados a dirigir los campos de la actividad humana, —masculina—debemos añadir.

La cuestión de la Enseñanza Media femenina en España fue dura de roer. No existían Institutos Nacionales de Enseñanza Media (todos ellos masculinos) que las matricularan y tampoco existían los femeninos. Este fue un obstáculo casi insalvable para el acceso a estudios superiores, que se fue resolviendo con la preparación extraacadémica y los exámenes «libres», que facultaban para el paso a los distintos grados a un número reducidísimo de chicas: de familias cultas, económicamente solventes, urbanas y dispuestas a invertir en la educación y titulación de sus inteligentes y motivadas hijas. Un número insignificante, como podemos suponer.

Las candidatas a estudiantes tuvieron que alegar todo tipo de excelencias y pasar por pruebas de acceso especialmente diseñadas para ellas y por tribunales que las examinaban por todas partes: no sólo por su solvencia intelectual y científica, sino por sus cualidades, actitudes o presentación. A algunas las dejaron inscribirse con muchas condiciones, pero también les impidieron realizar el último examen, llamado «de grado», que daba acceso al título correspondiente. De este período quedan documentos escritos y gráficos que dan buena cuenta de la carrera de obstáculos que significó para las universitarias acabar sus estudios con éxito. Más tarde se les impidió doctorarse y colegiarse como profesionales, para que pese a sus flamantes títulos no pudieran ejercer 2.

En la primera década del siglo XX, se alcanza un hito histórico: en 1910, por fin se permite la matrícula universitaria a cuantas aspirantes lo solicitaran y, por tanto, se accede a que se matriculen con las mismas condiciones que los estudiantes varones.

Pero la incorporación visible y significativa de las españolas a la universidad fue muy lenta, dadas las costumbres pazguatas, las falsas ideas de que las niñas debían ser sólo educadas para ser buenas madresposas 3, fueran de la clase social que fueran y, sobre todo, porque esta educación en la domesticidad y la dependencia económica y afectiva de los varones, las apartaba del deseo de aprender, ejercer la libertad e independencia y ganarse la vida por sí mismas. Círculo vicioso donde los haya, pues sirvió para justificar la falta de educación intelectual de las chicas de la burguesía, diciendo que no estaban interesadas en estas cuestiones del saber ni de las profesiones. Sus intereses estaban puestos prioritariamente en la caza del buen marido, en la vestimenta, en la confección de sus ajuares y en el cuidado de las cosas y de las personas que las rodeaban. Las niñas de las clases medias bajas y bajas tenían condicionamientos parecidos, porque cuando realizaban de solteras algún trabajo, éste no requería de cualificación alguna y su remuneración iba íntegramente a sostener necesidades familiares, así es que tampoco se motivaban para realizar ningún estudio ni se interesaban por ello.

No obstante, en la segunda mitad del siglo XIX, empezaron a aparecer escuelas que hoy llamaríamos de Formación Profesional, incluido en este concepto las Escuelas Normales de Maestras, de comercio, de correos y telégrafos, de enfermeras y de mecanógrafas y taquígrafas. Estas son hasta hoy y no por casualidad profesiones y oficios «femeninos» y feminizados. Fueron los primeros con cierta cualificación que pudieron ejercer algunas y escasas mujeres, solteras, desde luego.

La educación separada y diferenciadora

En la primera mitad del siglo XX la incorporación de las niñas a la Enseñanza Primaria y a la Media fue imparable. Siempre (excepto en las llamadas escuelas unitarias) en instituciones públicas o privadas separadas de los niños y con currículos diferenciados, donde una buena parte del horario escolar se dedicaba a la adquisición de habilidades de cuidado e higiene del hogar y de las personas y al aprendizaje de conocimientos relacionados con la moral católica y la represión sexual, las vidas ejemplares de Santas, el comportamiento recatado y las costumbres que las situaban en la subordinación y la privación de su libertad de decisión y de sus libertades públicas. Las hijas de la alta burguesía efectuaban, además, aprendizajes destinados a su futuro papel de señoras de su casa y de probables anfitrionas, como el saber estar, recibir y agasajar y con el de gestoras y administradoras del hogar, como decidir sobre las compras y sobre el aspecto y decoración del hogar y dirigir a la servidumbre. La «mano de una mujer» era imprescindible para que una casa, cueva, barraca o mansión se convirtiera en un hogar.

Muy pocas excepciones hubo. Sólo la Institución Libre de Enseñanza introdujo la idea y la práctica de la coeducación, mezclando a niñas y niños, pero todavía conservando ciertas enseñanzas diferenciadas, por las «distintas» naturalezas y misiones vitales que tenían ellas y ellos. El período de la II República fue tan efímero, tan convulso y con una economía tan precaria que no permitió consolidar de forma universal la educación de las niñas como ciudadanas de pleno derecho aunque, nacidos de la voluntad política, bastantes avances hubo al respecto.

La educación mixta

Bien vencida la mitad del siglo XX y pasados los duros y discriminadores primeros tiempos del franquismo, al final de la década de 1960 y sobre todo en la de 1970, comenzaron a crearse instituciones educativas públicas mixtas, con un ritmo lento y sin tocar ni alterar los colegios religiosos católicos, sembrados por doquier en la geografía hispánica.

Durante el período de aplicación de la Ley de Educación llamada de Villar Palasí, la de 1970, se fueron creando Colegios e Institutos mixtos, pero no es hasta 1985 cuando la enseñanza mixta aparece como obligatoria en un decreto del 5 de agosto, donde se convierte en preceptivo este mandato para todos los centros sostenidos con fondos públicos, que incluía también a los llamados entonces subvencionados y que, en su gran mayoría, eran de gestión y propiedad de órdenes religiosas católicas.

En 1990, con la promulgación de la LOGSE —la primera Ley de Educación de la España democrática-, comienza otra etapa. En su preámbulo se manifiesta expresamente que la escuela reformada por esta ley tendrá como principio inalienable la igualdad entre los sexos y ésta la encuadra en uno de los llamados ejes transversales, que deberán «atravesar» toda enseñanza y aprendizaje escolar.

Esta declaración histórica del principio de igualdad en la educación no ha tenido efectos en los objetivos escolares, al no ser dotada de formación sistemática y obligatoria para el profesorado, ni de horarios específicos, ni de materiales didácticos, dejándose, por tanto, a la motivación y buena voluntad de una pequeñísima parte del profesorado, implicada en la necesidad y la virtud de educar de otra manera a generaciones de chicas y chicos que iban a ser y a vivir de otra manera, bajo los principios de libertad e igualdad.

En esta época se crearon Asesorías específicas en los Centros de Profesorado, grupos de trabajo, cursos y jornadas y se elaboraron bastantes materiales didácticos, pero las experiencias de trabajo acometidas por entonces fueron quedando sin apoyo institucional y cayendo en el olvido, archivadas en lugares desconocidos o arrinconadas como exóticas e incluso inútiles, aunque me duela en el alma decirlo así, ya que yo fui parte de estas propuestas, grupos, escritos y experiencias docentes coeducativas, gracias al Feminario de Alicante.

Todas las leyes de educación posteriores a la LOGSE, tanto estatales como autonómicas, declaran la expresa necesidad y obligación de educar activamente la igualdad entre los sexos, así como las leyes contra la violencia de género y las leyes de igualdad, aprobadas tanto por los Parlamentos autonómicos como por el Congreso y el Senado y puestas en marcha por el ejecutivo estatal y los autonómicos 4.

A pesar de todos estos avances legislativos, llegado y entrado ya el siglo XXI, nos encontramos de nuevo con «la escuela, la sociedad y la casa sin barrer». Sin barrer de los restos y secuelas de desigualdad, violencia e injusticia contra las mujeres que se crean y reproducen en los ámbitos familiares, del saber, del poder, de la empresa, de la creatividad, de la opinión, de la información y de las religiones. Aunque la escuela siempre haga gala en sus discursos pseudomodernos de tener el principio de igualdad bien implantado en su seno y superadas las desigualdades ancestrales, en la práctica no lo aplica con todas sus consecuencias y de forma sistemática y generalizada.

La igualdad no se aprende sola; no es un aprendizaje que surja por encantamiento o magia. Necesita de inversiones, no sólo económicas, para su puesta en marcha y programación. Necesita de las tres P: Presupuesto, Prioridad y Personal preparado. Necesita contenidos, materiales, profesorado formado y evaluación. Necesita que las leyes se doten, se cumplan, se inspeccionen y se apliquen por parte de las administraciones y de sus docentes, y que sus beneficios respecto a la igualdad se extiendan adecuadamente a toda la población escolarizada, a niñas y a niños de todas las clases y condiciones, hijas e hijos de familias creyentes, no creyentes, ateas o, incluso objetoras, autóctonas y extranjeras.

Por todo ello es urgente y necesaria la puesta en práctica y la generalización de la coeducación para la igualdad. Aunque difícil parezca, mucho más lo fue romper con el prejuicio de inferioridad intelectual de las mujeres, con la privación de su acceso a las titulaciones y con el subsiguiente apartamiento de los bienes del conocimiento humano.

1 Desarrollo con más detalle este aspecto en mi libro Hijas de la Igualdad, herederas de injusticias. Narcea, Madrid 2008.

2 Para ampliar este asunto, consultar Flecha, Consuelo, Las primeras universitarias en España. Narcea, Madrid, 1996.

3 Este concepto así expresado lo tomo de Marcela Lagarde: Los encierros de las mujeres: Madresposas, monjas, putas, presas y locas. UNAM, México, 1990.

4 Consultar el Anexo 6 de este libro.

2. La herencia
Image de la «mala educación» Image

A todo el proceso de socialización actual, incluyendo la educación reglada y la familiar le podemos llamar —como Almodóvar llamaba a otro tipo de educación hipócrita que practicaba lo que negaba— la mala educación, la mala educación para la igualdad, principio que, sin embargo, es defendido en todos los discursos particulares y oficiales y dejado a su arbitrio sin ser conscientes de que la igualdad es un constructo de la cultura democrática, que hay que alimentar y cuidar para que crezca de forma saludable y no sean devorados sus brotes por discursos heredados, más invasores, legitimados y asentados socialmente de forma generalizada por mor de las inercias.

¿Por qué hablamos de mala educación para la igualdad?

Todavía se habla mucho del «sexo opuesto». ¿Opuesto a qué y a quién? El criar y educar a seres humanos rivales, competidores y desconocidos, sin intervenir para que se conozcan y se comuniquen como iguales, arroja a chicos y a chicas a interiorizar actitudes sexistas y a repetir actos de subordinación o de dominio sin ser capaces de someterlos a crítica y rechazo.

Perdura el mito de la complementariedad o de la «media naranja». Lo que desean unas y otros no es semejante; lo que gustan, saben, pueden o quieren hacer ha de encajar en el opuesto complementario del otro sexo, por el mero hecho de serlo. Las cualidades y habilidades tienen que completarse. Este mito aparta a hombres y mujeres de la consecución de la autonomía, como objetivo educativo de primer orden, que conduce a la madurez personal.

Se relacionan poco en grupos mixtos de iguales. No interactúan, intercambian, comparten ni aprenden de forma no sesgada. Normalmente los niños van con los niños (y una niña-chicote «marimacho», de vez en cuando) y las niñas con las niñas (con algún chico-«nenaza»-«maricón», de vez en cuando entre ellas). Hacen cosas distintas y tienen gustos y objetivos diferentes con sus amistades.

La escuela mixta no coeduca. La escuela ha dejado entrar en ella a niñas y niños, pero no ha prestado interés ni atención a sus diferencias y mucho menos a sus desigualdades de inicio. Por tanto, no pone como objetivo primordial la eliminación de la misoginia, del androcentrismo ni del sexismo.

La escuela mixta educa a las niñas como niños y consigue por tanto que éstas se titulen, pero con un sentido de la futura elección profesional que responde a una prolongación de las labores de cuidado y atención personal y a la potente idea simbólica de que su inserción y situación laboral dependerá de las necesidades de su entorno relacional o familiar.

Los niños varones desarrollan por oposición, un espontáneo sentido de prepotencia y universalidad y una sensación de que podrán hacer cuanto se propongan, aun sin esfuerzo.

La escuela y lo académico

Cuando los Estados Modernos deciden que las niñas tienen que ser escolarizadas de forma universal, planean para ellas «lo mejor»: su entrada en un sistema educativo de mayor excelencia, del que se las había privado y que las había ignorado por completo: el que se ofrecía a los jóvenes varones de las clases medias. Así se crean y se generalizan los sistemas educativos mixtos en todo el mundo democrático: con la ausencia de la obra humana de las mujeres, con lenguajes sexistas y una orientación académica y profesional que perpetúa los roles y la división sexual del trabajo, canalizando de forma automática los estereotipos y las adscripciones de género como complementarias hacia ciertos estudios, oficios y profesiones «rosas o azules»: las mujeres hacia trabajos de servicio, administración, ayuda y trato con personas y los varones hacia tareas creativas, técnicas, tecnológicas, físicas y de representación, mando o gestión directiva.