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RAFAEL BERNAL

TRÓPICO

 
 
 

 

 

 

 

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ÍNDICE

 

 

 

CUBIERTA

PORTADA

ÍNDICE

PRÓLOGO

TRÓPICO

PREÁMBULO

LA MEDIA HORA DE SEBASTIÁN CONSTANTINO

EL COMPADRE SANTIAGO

LUPE

EL SECRETARIO JOSÉ LÓPEZ

TATA CHETO

LA NIÑA LICHA

CRÉDITOS

COLOFÓN

PRÓLOGO

 

 

 

Es difícil entender que Trópico no pertenezca al canon literario de México o, peor aún, que su destino haya sido el olvido. Se trata, inexplicablemente, de una obra poco leída, casi desconocida, escrita por un creador heterodoxo a quien la posteridad, al parecer, sólo está dispuesta a conceder el mérito de haber «fundado» la novela negra mexicana como autor de El complot mongol. Suele argumentarse que la poca fortuna de su obra se debe a sus orientaciones políticas o al hecho de que residió buena parte de su vida en el extranjero, lejos de los círculos locales. Sea cual sea la razón, ésta no tiene nada que ver con sus valores literarios.

Quizás una de las estrategias más eficaces para llamar la atención sobre la obra de un autor sea, también, de índole extraliteraria: la «falacia biográfica». Una vida llena de hazañas, aventuras, desgracias, secretos o adicciones suele seducir a los lectores. Pero esa operación fetichista tampoco se ha aplicado a la figura de Rafael Bernal, pese a que existe material de sobra para ponerla en marcha. Valga la siguiente enumeración a manera de resumen: viajero empedernido, sinarquista arrepentido, católico convencido, corresponsal, guionista de cine, radio y televisión, traductor, sinofóbo, publicista, profesor, empresario teatral, diplomático, doctor summa cum laude (sin haberse licenciado) y autor de una obra ecléctica que incluye poesía política, narrativa telúrica, ciencia ficción, biografías, estampas asiáticas, cuentos y novelas policiacas, ensayos y, por si fuera poco, la desmesurada El gran océano, una peculiar biografía del Océano Pacífico contada a través de la historia de sus viajeros.

Uno de los episodios más fascinantes en la vida de Rafael Bernal daría origen, años más tarde, a los cuentos de Trópico: en 1933, cuando apenas tenía dieciocho años, se trasladó a Chiapas para probar suerte con el cultivo del plátano. La experiencia duraría tres años y acabaría en fracaso, pero se convertiría en la fuente de inspiración no sólo de estos cuentos, sino también de obras dramáticas, series radiofónicas y una estrambótica novela de ciencia ficción titulada Su nombre era muerte ( Jus, 1947), donde un alcohólico que vive en la Selva Lacandona se dedica a descifrar el zumbido de los mosquitos y a planear, en alianza con ellos, el sometimiento de la raza humana.

Trópico se publicó originalmente en 1946, cuando Bernal tenía treinta y un años, en la misma editorial que ahora lo rescata. Sólo hay una reedición de 1990, en la colección Lecturas Mexicanas del Conaculta, hace, pues, veintiséis años (hago el recuento para subrayar el desamparo editorial que ha padecido este libro). 1946 es, por cierto, un año legendario para la tradición del cuento en español: Juan Rulfo publicó «Macario» en la revista América y Julio Cortázar su primer relato, «Casa tomada», en Los anales de Buenos Aires, que dirigía Jorge Luis Borges.

En Trópico encontramos seis cuentos que, más allá de su unidad temática y estilística, comparten el mismo paisaje. O, para ser exactos, que se enmarcan en los distintos ecosistemas del mismo escenario: la selva, el manglar, la sierra y la costa de Chiapas. No estamos, pues, ante una colección de relatos arbitrariamente reunidos por capricho del autor o el editor: estamos ante un libro de cuentos comme il faut. Cada historia agrega sentido a la anterior como un nuevo sedimento que se va acumulando en la conciencia del lector. La habitual tendencia de éste a comparar los relatos de un volumen para discernir «cuál me gusta más», «cuál es el mejor», deja de tener importancia porque el efecto acumulativo de la lectura (la experiencia estética) es más parecido al que se percibe leyendo una novela.

A juzgar por la descripción cruda y desesperanzada de la realidad chiapaneca, podría decirse que Rafael Bernal fue a Chiapas como Joseph Conrad (o Charles Marlow) fue al Congo. No son pocas las similitudes entre El corazón de las tinieblas y Trópico. Ambos textos narran un descenso a los infiernos a la manera de Dante, a un horror del que los personajes no pueden escapar porque están sujetos a leyes atávicas que los sobrepasan y contra las que apenas se atreven a pelear porque saben de antemano que esa lucha está condenada a la derrota. La explotación del hombre por el hombre, representada en la novela de Conrad por el colonialismo europeo, tiene su equivalente en los cuentos de Bernal, donde el mal está encarnado en las figuras del cacique chino y los finqueros alemanes (los dueños de los cafetales del Socunusco, presentes en la zona desde el porfiriato).

Al igual que Conrad, Bernal coloca a sus personajes en situaciones límite próximas al delirio o la pesadilla, oprobiosas, en las que el hombre se arrastra por el lodo de la indignidad, de la animalidad, cuando no, directamente, de la cosificación. El hombre explotado es una herramienta, o un arma, en manos de un capataz despótico e inmisericorde, ambos dominados (víctima y victimario) por las bajas pasiones y el alcohol.

Lo que distingue a Bernal es la oposición maniquea entre sierra y costa, bien y mal, pureza y podredumbre, contraste con resonancias católicas que se hace explícito en el preámbulo con que el propio autor abre el libro. Esta interpretación casi metafísica, sin embargo, es indisociable de la esfera política porque, para el Rafael Bernal de aquella época, política y religión eran la misma cosa. Su adhesión al sinarquismo en los años cuarenta está bien documentada. Dos obras, una de principios de la década y otra del final, lo confirman. En 1941 publicó Federico Reyes el cristero, un poema narrativo que describe el drama de los cristeros. En 1948, la novela El fin de la esperanza, un compendio de las barbaridades cometidas durante la Revolución Mexicana y la Guerra de los Cristeros, obra vendida de forma casi clandestina por un sello inexistente cuando la editorial que la imprimió se negó a distribuirla por temor al gobierno de Miguel Alemán, acusado de graves corrupciones en el campo y de los estragos causados durante la campaña contra la fiebre aftosa, un asunto que el sinarquismo, formado en gran medida por campesinos y ganaderos, había adoptado como bandera. Se sabe además que, a finales de la década, Bernal era secretario de finanzas de Fuerza Popular, el partido sinarquista que protagonizó más de un escándalo célebre en aquel tiempo.

No hay manera, pues, de leer Trópico sin vincularlo a su naturaleza política, pero ello no significa que su interés radique en lo histórico o que deba entenderse como muestra de un determinado proyecto político en una época ya superada. Bien al contrario, Trópico es una obra poderosamente actual. Su denuncia de la explotación y las condiciones infrahumanas en que sobrevivían los chiapanecos hace setenta años resulta todavía, por desgracia, necesaria. Es como si el carácter atemporal de estos cuentos hubiera transformado su mensaje, la falta de esperanza, en una profecía autocumplida de la que, como si se tratara de un bucle, fuese imposible salir y que podría resumirse en la lúcida y terrorífica frase con que Bernal condena a uno de los personajes: «Esclavo de un pasado infame». La emancipación, la dignidad o la salvación terrenal son inalcanzables porque las estructuras políticas, económicas, sociales o familiares han sido diseñadas para la opresión.

Pero en estos seis cuentos de manufactura impecable hay, sobre todo, una muestra de lo mejor que nos dejó el género en el siglo XX latinoamericano. Estos relatos pueden leerse a la luz de la novela telúrica o indigenista, mas en ellos también encontramos el goce oscuro y perverso de Horacio Quiroga, de sus atmósferas asfixiantes (en este caso un manglar oscuro repleto de lagartos).

Lo que activa estos cuentos es el ejercicio eficaz de la tensión narrativa mediante una simple anécdota que podría resumirse con la proposición «un hombre debe hacer algo». Un hombre debe matar a su enemigo para salvar el honor o dar sepultura a su compadre o resistirse a la domesticación o defender a un hombre bueno contra la injusticia o matar a la mujer que lo ha humillado. Ya el acto en sí (y la necesidad de ejecutarlo) nos revela el primitivismo moral de una visión del mundo y un sistema de valores. De manera significativa, el único cuento que rompe ese esquema, «Tata Cheto», el único narrado en primera persona, tiene un aire de conseja o de leyenda popular que lo acerca a la fábula, a una fábula con moraleja poco edificante. Y es justo en esta historia donde descubrimos que el maniqueísmo de Bernal surge de una atenta observación del comportamiento humano, de los usos y costumbres sociales, y que no se impone con la arbitrariedad del prejuicio, sino con la fuerza de una verdad cruda, ancestral. Como si, después de todo, las sutilezas sólo fueran la niebla que nos impide ver el paisaje con nitidez, un paisaje de contrastes fuertemente delineados donde la bondad y la maldad están claramente definidas aunque algunos se empeñen en ocultarlas. Afortunadamente, aquí tenemos de nuevo a ese Rafael Bernal que agita la mano y disipa la bruma para que podamos contemplar nuestra realidad (la realidad chiapaneca, que tan poco ha cambiado en setenta años), para que podamos vislumbrarla en todo su oscuro fulgor.

 

JUAN PABLO VILLALOBOS,

primavera de 2016

TRÓPICO

PREÁMBULO

 

 

 

Arenales de Tonalá, esteros de Mapastepec, pampas del Quexexapa y del Zacualpa sucio, lagunas de Zacapulco —criadoras de garzas—, montañas de Huehuetán, cacaotales del Soconusco, Suchiate manchado de sangre.

Es la costa de Chiapas, reclinada en la sierra limpia y bañada por el Pacífico majestuoso.

Arriba, los cafetales sombríos y olorosos, los caminos bordeados de tulipanes y té limón, los ríos limpios como venados entre las piedras.

Abajo, las aguas de los esteros se pudren inútilmente y la selva engendra la maldad en el corazón de los hombres. Abajo está la muerte entre los lodazales, están el oro fácil, el aguardiente y la sangre. Siempre la sangre.

Abajo reina la codicia. Ella mueve a los hombres, ella es la reina de la costa, destructora de impulsos. Porque en la selva húmeda no ha entrado la palabra de Dios ni el nombre de Cristo; y en los esteros y las pampas los hombres han arrojado a Dios de sus corazones para entregarse a la codicia, engendradora de males.

¡Costa de Chiapas! ¡Costa sin Dios y sin Cristo! Fértil esperanza de un mañana mejor.

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