jaguar negro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

LUCRECIA ZAPPI

jaguar negro

 

 

 

 

 

 

 

 

Título original:

Onça Preta

 

 

 

© De los textos: Lucrecia Zappi

© Traducción del portugués: Lucrecia Zappi y Phil Camino

© De la ilustración: Christopher Wool, Untitled 1987

 

 

Santander, julio 2015

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 978-84-946159-3-1

 

Diseño portada: Enrique García Puche para 3BIEN Comunicación

 

1.

 

Para llegar a la casa de José Guerra baje el monte. Baje y atraviese otros dos cerros, y siga por la zona quemada. Camine por detrás de la montaña. Cuando empiece a descender de nuevo, cruce el único puente que hay. Ahí encontrará su pequeño rancho.

Miré al guía sin responderle, mientras arrancaba la poca hierba que había y trazaba un camino sobre la tierra agrietada. Traté de concentrarme en el dibujo, pero mi atención se desviaba hacia el paisaje abierto, interminable. Le dije que Chapada Diamantina no era un lugar para perderse, que tendría que llevarme con su grupo. Que estaba sola.

Le haré un mapa, agregó, desdibujando con el pie la línea anterior, mientras la media docena de extranjeros que iba con él nos observaba. Hurgó en sus bolsillos. Ahí lo tiene.

Volví a mirar el suelo terroso mientras el hombre se apoyaba contra un tronco de ombú para quitarse la comezón. Se rascó con discreción y sonrió. Su frente se ensanchó, tan amplia como los cercos de sudor de las axilas que le llegaban a la altura del pecho. Se aseguró de que el reloj estuviera bien ajustado a la muñeca y me hizo una señal con la cabeza.

Váyase, dijo. Váyase antes que caiga la noche.

Los observé alejarse, y al cabo de un rato, con miedo a que se perdieran para siempre, les grité. El guía, a lo lejos, levantó el pulgar. Que no me preocupara, ya encontraría la casa. Repetí las instrucciones en silencio y acomodé la mochila sobre mis hombros, mientras el viento sonoro barría el campo hacia el monte.

Un águila voló alto, de regreso a las rocas. Su graznido solitario era como un grito humano, de mal agüero. Traté de apurar el paso, pero la mochila pesaba y a cada momento se enganchaba en los troncos finos de la vegetación agreste.

Me acordé de lo que me dijeron mis colegas de la universidad, que en el caso de perderme en la Chapada debía seguir en línea recta durante tres días. Nada más sencillo, les contesté, y se rieron conmigo. También me habían mencionado algo sobre una estudiante que desapareció en un parque nacional. Me pregunté si sería una alumna de botánica, como yo.

El guía y sus turistas habían desaparecido hacía rato en la falsa tranquilidad de la llanura. Tuve unas ganas inmensas de buscarlos, tan inmensas como esa sensación de terror que me petrificaba y ataba mis pies al suelo. Claro que después de tantas horas de carretera, también había sentido lo contrario, el cuerpo casi flotando, despegándose de la tierra, de la que se elevaba el crepúsculo que con sus últimos rayos de sol teñía de naranja los seres rastreros de la noche.

Me dio miedo que llegara la oscuridad. Sentí la boca seca, horror a caer en un agujero. Comencé a andar más despacio, intentaba controlar mis piernas trémulas. Tenía pinchazos por todo el cuerpo. Me imaginé tirada en la tierra, mirando al abismo desde el fondo de un precipicio, mientras el sol se ponía sin sombras. También imaginé a la gente buscándome, proyectando sus linternas hacia mí, sin alcanzar el final de ese abismo.

A medida que el paisaje desaparecía y las palmeras alargaban sus sombras, fue aumentando mi angustia. La sensación de vagar en círculos me aterraba. Tropecé una y otra vez con el candombás que se enganchaba a mis tobillos, sintiendo en carne viva los arañazos del día, mientras sucumbía ante los riesgos de la noche.

Me di cuenta que había sido un error salir de São Paulo así, sola, pero ya estaba demasiado lejos para regresar. Hasta la esperanza de encontrar a mi padre, de quién solo sabía el nombre, comenzaba a perder sentido. Llevaba meses planeando el viaje, pero en aquel momento no era ni siquiera capaz de seguir las indicaciones del único guía que me crucé en el camino. Ni el mapa me ayudaba.

Me sentí como lo que era, una niñata de diecinueve años, ingenua, a la que el sueño de una relación romántica con la Chapada estaba a punto de costarle la vida. Con excepción de algunas plantas y del horizonte oscuro, lo demás era un mundo desconocido y alargado.

Traté de interpretar de nuevo las líneas del mapa. Calculé que debía estar cerca de un manantial, pero no lograba ubicarme. Crucé ríos sin orillas, grietas en la tierra. Deslizando el dedo sobre el papel, seguí el hilo azul que iba desde el sur de Mucugê, y proseguía Chapada hacia el Sincorá. El río Paty no podía desaparecer de la tierra, pensé, ni siquiera en el invierno, como el Preto, el Rodas o el Bombas.

Di vueltas y más vueltas al mapa. Su única utilidad parecía ser la de ilustrar el laberinto en que me había metido. Apenas podía ver mis manos, menos aún juzgar a qué distancia estaba la noche. Al meterlas en los bolsillos, me di cuenta que se me había caído la brújula. Regresé al campo abierto. Pasé los dedos por las siemprevivas, pero no la encontré.

Volví a buscarla en los pantalones, y lo que descubrí fue una cucharita atorada en el revestimiento de la costura, en el fondo del bolsillo. Me detuve para mirarla. Medio aplastado, el metal tenía una pátina sedosa por los años de uso. No estaba segura de donde salía aquella cucharilla, a lo mejor de la cafetería en donde mis colegas mataban el tiempo alrededor de la mesa mientras unos pocos cubiertos desaparecían entre los vasos de papel. En medio de la broza, me aferré al pequeño pedazo de metal blanquecino y me entraron ganas de llorar. Presioné la parte cóncava contra el pulgar. Ni siquiera me extrañó aquel entusiasmo desmedido por ella. Era una forma de consuelo, de paliativo que me fue dando sueño.

Vencida por la fatiga, estuve a punto de caer. Abrí la cantimplora que llevaba en la mochila. Una gota solitaria rodó en el fondo plateado. Parecía mercurio.

El puente me condujo a un camino sinuoso de curvas cerradas en donde ya no podía distinguir la vegetación. Avancé por el ramaje que de vez en cuando me rozaba la cara y extendí los brazos hasta tropezar con una malla de ganado. Paseé los dedos sobre ella y sentí las plantas enredadas a las rejas. Las que brotaban por debajo no se parecían a las hojas que oscilaban en lo alto, brillantes, como anilina en la noche. Solo marcaban el fin del trayecto.

Ahí empezó un nuevo camino, más abierto, y tras una curva avisté dos focos de luz que flotaban en la distancia a la misma altura. Era una casa.

Pensé en el breve encuentro con el guía y su grupo, en mi ansiedad reprimida mientras me hablaba, y en cómo él había seguido en dirección exactamente opuesta, perdiéndose en la lejanía con su grupo. Al aproximarme a la casa vi que había una persona recostada en la puerta. La mujer estaba inmóvil en la oscuridad, como si llevara mucho tiempo esperándome.

Recorría con lentitud un collar de cuentas con los dedos. Aunque miraba en mi dirección, parecía no haberse enterado de mi presencia. Eso me alivió.

Me quedé callada un rato, y cuando por fin decidí hablarle, mis labios se agrietaron y el sabor de la sangre llenó mi boca. Me pasé el dorso de la mano sobre la cara.

¿Tiene un cuarto?

Sí, tengo, señorita.

La mujer debía de tener unos ochenta años. Agarré la cantimplora y quise llevarla a la boca, pero al acordarme de que estaba vacía volví a guardarla en el bolsillo. Pregunté si José Guerra vivía allí.

Sí, aquí vive. La mujer se rascó la mejilla y se cruzó de brazos para observarme. ¿Y quién es usted?, preguntó, mientras se enroscaba más sobre su estómago, como si el frío la atormentara desde adentro.

Me llamo Beatriz. De São Paulo.

Y esta de aquí es Rosa.

Me acerqué para extender mi saludo, pero me ignoró. Se me ocurrió que tal vez me cerrara el paso al interior de la casa, pero entró dejando la puerta entreabierta.

El aire se enfrió. Los grillos que no había notado hasta entonces florearon la noche con su canto brumoso y sibilino. Además de oír a los insectos me pareció escuchar un rumor de agua.

Rosa tardó en volver. Traía una vela en la mano y sábanas bajo el brazo. Quise ayudarla, pero ella insistió en llevarlo todo, señaló hacia lo alto y me dijo que la acompañara. La claridad de la vela sobre su cuerpo le agregaba cierta fragilidad y cada vez que se volteaba hacia mí se confirmaba que algo en ella había de estatua de arcilla. Tenía la piel muy arrugada y olía a carbón. Fue cuando me di cuenta de que ahí no había electricidad.

Seguí sus pasos por el camino escarpado. Una escalada casi interminable hasta llegar a una pequeña habitación con una terraza.

Una cosa, dijo. Aquí no hay llave. Cierre la puerta con este palo. Así.

Lo haré.

¿Cuánto tiempo se queda?

No lo sé todavía. Una semana, tal vez más.

¿Viene alguien con usted, señorita?

No, he venido sola.

Sola. La mujer apretó los labios casi inexistentes. Servimos la cena a las seis y media, continuó, al mismo tiempo que depositaba la vela en el piso y las sábanas sobre la cama. ¿Se queda ahí? Porque puede entrar.

Quería preguntar cuánto me iba a cobrar por la habitación, pero no sabía si aquel era el momento. Ella tampoco dijo nada. Era como si ya existiera un acuerdo entre nosotras. Utilizaba la tercera persona para referirse al otro, a la casa y a ella misma, como si por hacerlo alcanzara un sentido de comunión que se reforzaba al pasar los dedos sobre el collar que le colgaba del cuello, se detenía en cada cuenta, con la determinación de quien reza el rosario.

Rosa sacó otra vela del bolsillo de su delantal y dejó gotear un poco de cera sobre la caja de fósforos para fijarla, mientras protegía la llama con la mano ahuecada.

Esto es para usted, dijo. Su voz brotó sin fuerza, casi inanimada, seguida de una tos. El cuarto de baño está abajo, fuera de la casa.

Pensé que con aquel trozo de vela no le alcanzaría para llegar a la casa, pero Rosa se fue, y la llama marcó cada curva del camino.

A pesar del cansancio, me quedé un buen rato en la oscuridad de la terraza, y al meter las manos en los bolsillos para calentarme, reconocí la cuchara. La apreté con la vista fija sobre el camino apagado por el cual tendría que volver. Entré a la habitación y puse la tranca contra la puerta.

 

2.

 

Tía Ruth entró.

Esto es para ti. Feliz cumpleaños.

Para mí.

No tienes que abrirlo ahora.

Gracias, tía.

Lanzó su bolso sobre el sofá y se dirigió al teléfono. Era raro que llegara tan temprano. La presteza en sus ojos era la misma de siempre. Miraba hacia atrás para asegurarse que la puerta estuviera bien cerrada y para reconfirmar el orden de las cosas, que las fotos enmarcadas, los almohadones y la manta, todo, estuviera en su lugar.

Ruth se quitó los zapatos, se acomodó en el sofá y estiró las piernas sobre la mesa de piedra. Cuando el teléfono volvió a sonar, intenté escaparme, pero ella me retuvo por el brazo. Tapó el aparato con la mano e imaginé que iba a preguntar si cenaríamos juntas más tarde, pero me pidió un segundo. Arregló su pulsera de oro trenzado y volvió a concentrarse en la llamada, repitiendo, tal vez, tal vez.

Últimamente andaba demasiado ocupada con las maquetas de los ambulatorios, constantemente modificadas. Sus manos hábiles, acostumbradas a las láminas flexibles con las que jugaba a hacer casitas en su despacho, se movían con elegancia mientras agarraba el teléfono. El porvenir del proyecto no le importaba en aquel momento, todo andaba tan complicado que solo quería que la dejaran en paz, al amparo del almohadón.

Por qué no desconectaba el aparato, era un misterio para mí.

Echó los hombros hacia un lado, resignándose al peso de la cabeza inclinada. La veía lejana, una figura que vacaciona en un balcón soleado con un vestido de flores que coincidía con el color del jardín de azaleas que quedaba tras el ventanal. Asintió, sonriendo, a la voz que le llegaba desde lejos.

Debe ser, dijo a no sé quién, sin notar que yo me alejaba con cuidado para que las tablas de la escalera no crujieran tanto. Cambiaba de tema a la velocidad de mis pasos, pasaba de las tierras del río Tamanduateí al enorme esfuerzo de integración de la ciudad de São Paulo.

Desde mi habitación ya no distinguía las palabras, era un monólogo avivado por sus risas repentinas. Antes de rasgar el sobre, lo acerqué a la luz lechosa de la lamparita, como para adivinar su contenido aunque este no fuera una sorpresa para mí.

Conté los billetes. Con lo ahorrado tendría suficiente para un boleto y una habitación. Conté de nuevo. Otra risa de abajo, y el río del que hablaba mi tía me llevó a otros parajes. Quería ver los contornos de las dunas en Río Grande do Norte, en donde el viento hacía arder los ojos; o una cascada exuberante en Mato Grosso, cayendo a un pozo profundo, burbujeante. Desde niña hojeaba revistas de viaje, soñando con esos sitios de textura satinada.

Después de comer con tía Ruth en el libanés cercano a su despacho volví a mi cuarto, pero no logré dormir. Regresé a mis pensamientos viajeros, decidida a planear mis vacaciones de julio. Prendí la luz. El sobre seguía al lado de la lamparita. En breve estaría en uno de esos mundos que tanto había imaginado. Dejar todo aquello, la llovizna que se escuchaba desde la mansedumbre de mi cuarto, las cortinas de rayas blancas y negras, tan impalpables como los asuntos de los que uno no hablaba en aquella casa.

Bahía no era solamente una curiosidad mía. Era un tema recurrente entre los estudiantes de Botánica que se estrechaban en la cafetería, refugiados allí entre clases. Cuando alguien lanzaba el asunto de los ríos enrojecidos y de los diamantes todavía por descubrirse en la Sierra del Sincorá, un paraíso exótico de briófitos relumbraba en nuestros ojos. La luz vespertina sobre la mesa húmeda limpiada por un paño mal oliente coloreaba las caras entumecidas de aburrimiento. Pocos eran los que sacaban un chiste. El ambiente frío obligaba más bien a agarrar el té con dos manos, a no quitarse el abrigo, a jugar con la inercia.

¿Quieres? Odete estaba sentada a mi lado, los otros colegas la miraban en silencio. Señaló el mapa sobre la mesa.

Gracias.

No hay de qué.

Doblé el mapa en más cuadrados, como si eso acortara la distancia entre São Paulo y Bahía, mientras Odete se acariciaba el codo y mirando al techo preguntaba si era posible estar en diversos sitios al mismo tiempo.

Creo que sí, le contesté.

Alzó las cejas. Imaginé que Odete diría algo más, pero no lo hizo. Soplé sobre el té y me llevé la cuchara a la boca. Su gusto metálico avivó el sonido lejano de las sirenas. Aunque me escapara de la próxima clase, me atascaría en el tráfico de regreso a casa.

Al levantarme, Odete me preguntó si subiría al laboratorio. Lo dijo jugando con su pelo, con el que formó un moño que atravesó con un lápiz.

Qué.

No, nada.

No olvides el mapa, me dijo con complicidad.

Ya nos vemos.

Al alcanzar la puerta, cambié de idea. El cielo oscurecía rápidamente, y un silencio profundo parecía brotar del asfalto, lo que me recordó que abril era un mes tardío para las tempestades. Salí del edificio, crucé el puente hacia el estacionamiento. De lejos, la cafetería parecía una caja de cartón húmedo, un palomar con ventanillas redondas que se hundía gradualmente en el jardín reclinado.

Las hojas volaron, formando pequeños remolinos, atraídas por el cielo imantado. Desde el coche vi cómo los otros estudiantes huían protegiendo sus cabezas con los jerséis hechos gorros. Dos de ellos quedaron en el estacionamiento. Estaban descubiertos y se reían bajo la lluvia de granizo que empezaba a caer. Jugaban a los últimos habitantes de la Tierra.

Busqué el Pico del Jaraguá, pero no logré avistar las antenas de televisión. Tal vez no lloviera ahí y los visitantes, con sus jerséis enlazados al cuello, anduvieran contemplando el paisaje oculto de rascacielos. La lluvia se hizo más fuerte, barrió la calle con tanta intensidad que arrastró consigo frascos de plástico y papeles. Pasando la Marginal, aún no se veía nada.

Durante años quise saber más sobre mi madre. Murió cuando yo todavía era niña. Fue brutal para mí. Aprendí a no pensar en ella y al mismo tiempo a mirar fijamente cualquier objeto que me trajera su presencia, como la bolsa con la que iba al mercado o los gorritos con que lograba cubrirme más de la mitad de la cabeza.

A la nena le gusta todo, decía mi abuela a mi tía sin convicción, desde su sillón de caña.

Era una frase que iba cambiando de sentido con los años, que oía desde cuando jugaba con mi mamá a probar sus cosas, hasta después que ella muriera. Para mi abuela, decir que me gustaba todo era su manera de disuadirme de mis propios pensamientos, especialmente cuando creía que algo me faltaba.

Luego me aseguraban que yo era una chica con suerte porque las tenía a las dos para protegerme del mundo. Lo que no había era padre, ni rastro de él. Y la única explicación la daba Violeta, mi abuela.

Pobra nena, comenzaba. No lo conocí, Beatriz. Un extraño, incluso para tu madre, decía.

Era como si a ella misma le chocara la simpleza de la historia. Su calma era irritante, y solo lograba convencerme con palabras cuando hacía churros. Los preparaba a la española, como caracoles gigantes. Una vez vi cómo tiraban sal en los moluscos vivos, y cómo se contorsionaban. Por eso, cuando comíamos los churros allí mismo, sin salir de la cocina, le pedía que no los salpicara con nada.

Vaya capricho de niña, decía mi abuela, satisfecha al menos por haber logrado cambiar de tema.

Me quedaba despierta largas horas, rendida bajo las sábanas, intentando imaginar a mi padre. Lo imaginaba golpeando la puerta de mi casa, trayendo él mismo la noticia de que había regresado. Su presencia crecía como hongos en las esquinas de mi mente.

Al principio era un juego. Luego se convirtió en una obsesión. A diferencia de mi mirada, la de mi padre era fija y clandestina.

Tal vez por eso en mi casa les pareció prudente no hablarme sobre el tema, tanto menos cuanto más preguntaba yo. La tía Ruth era la peor, su capacidad de ser amable se agotaba después de unas cuantas frases. En lugar de contestarme, sostenía la mirada. Y fumaba. Los soplos le calmaban los nervios.

¿Y no sabes su nombre?, le pregunté una vez.

Ruth liquidó el cigarrillo con una bocanada aún más lenta, infló el pecho, llevándose todo en ello, incluso el broche que tenía puesto. La letra R fue un regalo del novio, y a ella le gustaba acariciar el oro cuando hablaba.

¿Por qué me miras así? Ni llegué a conocerlo. Creo que mi hermana nunca me habló de él. Encendió otro cigarrillo con la misma calma estudiada, parpadeó antes de posar los ojos en su reloj de pulsera. Fue algo muy rápido.

Apenas se acababan de conocer, ¿no tía?

Apenas. Y ella, bum, quedó embarazada.

Ruth me llevó una vez a visitar la hacienda de su novio, en Mato Grosso do Sul. Edson nos esperaba con su camioneta en el aeropuerto de Bonito. Era un tipo reservado que me observaba mientras conducía, esperando seguramente a que alguien iniciara la conversación. Pero mi tía le tomó la mano y se quedaron los dos sin palabras.

Cuando llegamos a su finca, me trajo una caja. En su interior había una serpiente muerta y mi tía se tapó la boca. Él sonrió satisfecho, y mientras sostenía al reptil pesado, tan alto cuanto pudo, me contó que era un médico retirado a la vida tranquila del campo, pero que ni la ausencia de gente ni el exceso de siesta le quitaban las ganas de aventura. Que era fuerte.

En un gesto rápido, me mostró cómo revivirla, apretando sus vértebras con dos dedos. Recuerdo que pregunté a Edson si tenía hijos. Solo animales, me dijo con una gran sonrisa de ilusionista, controlando con maestría las ondulaciones de la serpiente.

Ruth se quitó las gafas, las colocó sobre el periódico. Me miró, sospechando mis pensamientos, y presionó el broche bajo la palma de la mano. Si algún día Ruth decidiera vivir en Bonito, ella y Edson la pasarían escuchando música en la varanda, jugando con las cajetillas vacías de mi tía, ella que fumaba cuantos cigarrillos se le daban las ganas, y él un médico capaz de resucitar serpientes.

Y de tu familia, ¿te acuerdas, tía Ruth?

Sin ironías, Beatriz. La sombra bien marcada bajo sus pómulos no permitía que su expresión de fastidio se suavizara. Hablo en serio.

No quiero que me repitas lo que ya sé.

Está bien, a ver, qué sabes ya, Bia.

Que tus padres eran de un pueblo cerca de Lérida. O que se marcharon a Brasil después de la Segunda Guerra.

Seguro que tía Ruth se daba cuenta hacia dónde quería ir. Me contaba siempre su propia historia e insistía en no saber nada de la mía.

Vamos a ver, retomó ella, con una sonrisa amable. Primero abrieron un puesto de chocolate caliente, donde se hacían los churros en espirales.

Tía…

Después de ampliar el negocio, cuando lo transformaron en un restaurante de comida española, se especializaron en paella d’arròs con amb conill, pollastre, llagostins i sèpia, y por ahí sigue. En realidad no era comida catalana, pero todo estaba preparado a la manera de tu abuela. Era una perfeccionista. Pero con mi despacho de arquitectura, tuve que vender el restaurante. No aguantaba atender las dos cosas ¿Crees que hice mal, Beatriz ?

La miré. Creo que no, contesté. Una vez más, Ruth se me había escapado de las manos, entre las yemas de los dedos, en donde le gustaba apretarse.

¿Te acuerdas de la abuela?, preguntó entonces. ¿Te acuerdas de cómo te contaba de donde venía? En els Pirineus Catalans, amb un paisatge increíble de fons... Ay, doña Violeta. Siempre tan nostálgica.

¿Y viene Edson a cenar?

Sí. ¿Por qué?

Quiero saber qué habrá de postre.

Es una sorpresa, mi querida.

La intensa dulzura de lo desconocido.

Y por cierto, Geralda lo hace igual que tu abuela.

No me acuerdo de mi madre en el lecho del hospital. Solo a Geralda en el banqueta trasera, camino del Nove de Julho. El parabrisas arrastraba el agua y por largos segundos aliviaba el colorido húmedo del final de la tarde, en una sucesión de luces de semáforos y coches. El taxista insistía en llevar la mano a la radio, como si bajar el volumen le ayudara a ver mejor.

Geralda eligió ese larguísimo momento para decirme que mi padre había sido taxista. Y que así se conocieron él y doña Vera, ahí mismo, en la Avenida Paulista.

Mantuve la mirada firme hacia adelante, como si tuviera el poder mental de hacer que el taxi avanzara con más rapidez. Esperé a que me siguiera contando, pero no dijo nada más.

Después de la muerte de mi madre, la casa se mantuvo prácticamente igual. Sus retratos seguían sobre los muebles altos de la sala y en su habitación los papeles y objetos variados expuestos en cajas de cartón abiertas. Era como si ella estuviera de mudanza. Lo que a mí me gustaba era que así, de un vistazo, no quedaba claro si se marchaba o si venía a vivir con nosotras.

Una luz serena iluminaba el desorden. Alcanzaba la colcha blanca de la cama, bajo la ventana, donde yo me refugiaba. Era un rincón que tomó una importancia desmesurada, por lo menos para Geralda, que rezaba sus oraciones de muertos cuando me pillaba ahí. Desde el colchón de mi madre, su habitación parecía más alta que las otras, tan alta que rivalizaba con el cielo que se abría, retorcido entre las nubes, sobre la ciudad ruidosa.

Con una mueca de enojo, Geralda me preguntaba por qué hacía eso.

Es que el colchón, le decía yo, es muy suave.

Beatriz. Por favor.

La lluvia había enfriado la sala. La sopa de zanahoria esperaba. Geralda usaba un plato para tapar otro, había heredado esa costumbre de la abuela. Hablaba mientras iba y venía con la aspiradora, creo que dijo que tía Ruth aún no llegaba.

Cuando levanté el plato sentí un calor húmedo. Después de la primera cucharada, arreglé la pequeña rama de romero, plantándola de nuevo en el centro del plato. Me pareció la composición cuidada de un árbol solitario. Cuando la rama volvió a caer olía a quemado. Era el pan en la tostadora.

Tiré del cable, y se apagó la aspiradora. Geralda gritó cualquier cosa y se aproximó con las manos en el bolsillo del delantal.

Disculpa, Geralda, ahora lo enchufo, creí que era la tostadora.

Olvídalo, dijo, presionando el botón para el rebobinado automático. Ya terminé. El cable voló, tragado por la máquina. Regresó para limpiar la mesa, rascándose las manos y chupando una pastilla. Cuando ya salía, la agarré del brazo.

Geralda.

Qué.

Cuéntame más sobre mi padre.

¿El de Bahía? Geralda partió con los dientes la pastilla de menta. Era taxista.

Ya. ¿Taxista y qué más?

Geralda presionó el pecho con las manos para recordar. Lo vi dos veces. Llegó a venir aquí.

¿A la casa?

Geralda miró hacia la puerta de entrada y bajó la voz. Era un hombre flaco, pero tenía aquella manera de mirar a la gente. Vino dos veces, creo.

¿Qué más?

Ya lo sabes. Embarazó a tu madre.

No me digas.

Geralda salió apresurada hacia la cocina y yo corrí tras ella por el pequeño pasillo. Mi tía seguramente apreciaría su discreción.

¿Y llegaste a escucharlos? Le pregunté al alcanzarla en el corredor.

No me acuerdo. Regrésate a la mesa, hay pollo asado.

Gracias, pero ya no tengo hambre. Con la sopa me basta.

Qué dices. Acabo de hacer la cena.

No tengo hambre.

Geralda me miró. Me resultó tan distante. No era posible que no le remordiera la conciencia.

¿Qué piensas, Geralda?

¿De qué?

¿Crees que mi padre sabe de mí?

Geralda suspiró, mientras limpiaba el sudor inexistente en su cara con el pañuelito cuadrado de franela que sacó del delantal. Ah, dijo apenas.

Comenzó a organizar los platos, pegando su estómago contra el granito, sus dientes rechinaban como si royera tiza. Las ollas sucias a la derecha y las que enjabonaba a la izquierda. Redondeaba sus gestos, exagerando la atención que le dedicaba a la tarea de enjuagar.

¿Qué más, Geralda?

Nada más.

¿Acaso mi tía te dijo que no me contaras?

¿Qué dices?

Para guardar silencio.

No es eso, dijo Geralda.

¿No?

Mira, no creo que el taxista haya oído hablar de ti. Por eso no se molestó en regresar con tu madre. Para empezar, Bia, él no era su novio. Todo fue un coqueteo.

Sexo, quieres decir.

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Me levanté de la mesa y corrí hasta la escalera. Llamé en voz alta a Geralda. Nada. Bajé y fui por ella a la cocina.

¿Qué pasa, hija?, preguntó agarrando el delantal desde el interior de los bolsillos.

No sabía que José Guerra tenía una posada.

Yo tampoco.

¿Y sabes qué?

No.

Que justo hoy, en la universidad, la gente hablaba de ese lugar.

Una coincidencia.

Dicen que es uno de los sitios más interesantes para estudiar las plantas nativas. Hay una gran cantidad de especies endémicas.

Geralda miró los cactus. Calló un momento. ¿Había foto?

No.

Geralda fijó la mirada oscura sobre mí y se frotó las manos.

Qué.

No, nada.

A ver, Geralda.

Vete a la cama, Beatriz, que ya es tarde.

Ni siquiera son las diez.

Buenas noches, dijo ella. Y apagó las luces de la cocina, dejando prendidas solo las del pasillo.

Quiero conversar más.

Buenas noches, Bia.

Geralda cruzó el jardín. La vi entrar en el dormitorio y cerrar la puerta, encender la luz y luego apagarla. A veces, cuando la ventana estaba abierta, se oía la televisión. Le gustaba mirarla con el control remoto en la mano, envuelta como un gusano de seda en una antigua cobija que había sido mía.

A pesar de la brisa de otoño, las hojas resistían aún en las ramas. Observé cómo las flores le disputaban el territorio al musgo de los árboles. En comparación con la semilla de aguacate todavía por brotar en la botella de plástico, las orquídeas eran criaturas gigantes. Parecían estar al revés.

Hola, me llamo Beatriz.

Recordé la vez que Ruth me sorprendió hablando sola. Probablemente se enterneció con mis confesiones a las plantas.

Te llamas Beatriz, la viajera, me dijo.

A Río he ido una vez y luego estuvo la visita a Edson en Bonito. Bueno, y he pasado una docena de vacaciones en la playa, pero eso no me convierte exactamente en una viajera, contesté a la tía Ruth.

Pero es lo que significa tu nombre. Creo que es eso. Y si no, está la Beatriz de Dante. No me digas que ella no ha viajado.

Mi tía examinó mis manos como si fueran las suyas. Comprobó la suavidad de mis palmas y me apretó las yemas de los dedos. Tenía que cortarme las uñas.