La violencia en México

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN DE ENSAYO

La Huerta Grande

 

 

David Huerta

 

 

 

 

 

LA VIOLENCIA EN MÉXICO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: David Huerta

© Del proemio: Amelia Paz

 

Madrid, octubre 2015

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 978-84-946597-1-3

 

Diseño cubierta: Enrique García Puche para TresBien Comunicación

 

 

 

 

 

El libro que tienes en tus manos, lector amigo, es un grito contenido de rabia. Su autor lleva toda la vida escribiendo, y por eso sabe que de poco sirve alzar la voz. Sabe que el dolor es mudo. Que verbalizarlo es una obscenidad. Nunca unas páginas le costaron tanto esfuerzo como estas.

Cada nación se compone su figura. Sedimentada en estratos profundos, alentada por intereses bastardos, sublimada en el embeleco generalizador, la que México ofrece al mundo es una imagen macabra. En un poema tristemente célebre, David Huerta caracterizó al suyo como el país de las fosas, de los aullidos, de los niños en llamas, de las mujeres martirizadas, lo cual, por desgracia, no son metáforas hiperbólicas, sino pavorosa literalidad estricta. Los pueblos tienden a creerse sus propias visiones y acaban encarnándolas, a menudo en versión aumentada. De cómo un territorio inmenso y fabulosamente diverso, poblado por más de cien millones de almas, haya llegado a identificarse con un delirio homicida trata esta obra. Sin aspavientos, sin estridencias, sin efectismos, plantándole cara al lugar común y a la mordaza del miedo, el autor nos asoma a los veinte últimos años de la historia de México. Historia dolorida, como toda la que es auténtica. El relato de un espíritu hondamente compasivo y siempre despierto.

El resultado es desolador. Un mal arrastra otro; este, otro aún más terrible, en una concatenación inexorable. La furia parece excitarse a sí misma; la mano, una vez manchada de sangre, enloquece de pasión. No hay respiro; no hay lugar a la inocencia ya. No hay consuelo ni alivio. La única concesión a la dulzura que hallamos en todo el libro no es real —no podía serlo—, sino tomada del acervo literario, y de hecho esconde la amargura más cruel: la despedida de Héctor y Andrómaca en el canto vi de la Ilíada, antes de la batalla que los separará para siempre, y el terror que al pequeño Astianacte infunden el bronce y el penacho de crines de caballo que ondean en lo alto del yelmo de su padre cuando este le tiende los brazos. Se sonríe la amorosa pareja ante la reacción del niño, que se recuesta, gritando, en el seno de la nodriza, y David Huerta nos destaca la infinita ternura de la escena. Con delicadeza ha silenciado, como el propio Homero, el destino que aguarda a la criatura, más sañudo que el de su padre mismo: morir a manos de los griegos vencedores, arrojado desde los muros de Troya, tembloroso como un tierno novillo tras oír el rugido de un león. Y sentimos que los hados lo arrastran todo consigo en un instante, sin necesidad de mil naves y diez años.

Mientras pergeño estas líneas, a mi rincón salmantino llegan, apagados, los ecos del clamor que a estas horas recorre las calles de México: hace un año que desaparecieron los normalistas de Ayotzinapa, cuando acudían a honrar la memoria de otros estudiantes. Alumnos como los que David Huerta, profesor, acoge cada nuevo curso en su aula. El tiempo no convida a los estudios nobles. El otoño ha vuelto otra vez ahogado en océanos de congoja. Como en Tlatelolco. Allá, en el Distrito Federal, el poeta cívico cargado de lunas vela, recuerda, medita, escribe.

 

amelia de paz

Sansueña, 27 de septiembre de 2015

 

 

 

...De vez en cuando recibimos noticias de que hay un enemigo dispuesto a quitarnos el país o a mudarlo de naturaleza o a reemplazarlo por otro. En esas ocasiones, se oyen balas, nos dicen. Vienen desde rincones que no sabemos ubicar y se ocultan detrás o dentro de cuerpos a los que no prestamos atención. Quién sabe si son balas. Los objetos y los nombres de los objetos se eclipsan a tanta velocidad que da lo mismo llamarlos de cualquier manera.

Cuando esos fenómenos ocurren suele también, por coincidencia, desaparecer un cuerpo. No nos asombra. La lógica enseña que los cuerpos tienen fases como la luna. Si estuvieron alguna vez, estarán siempre. Los cuerpos que no vuelven es porque nunca fueron cuerpos o porque no hay una sola persona que pueda decir: yo los vi ser alguna vez, yo lo recuerdo.

[...] Hay días en que las balas trazan extrañas parábolas y caen o se eclipsan en los que tienen ilusiones. Será por algo, suele explicar mi madre. Y aunque podría mirar lo que hay dentro de ese algo, no se ha molestado en hacerlo. Poco a poco, el algo ha ido acomodándose entre nosotros, y ahora se nos ha vuelto tan familiar, tan invisible diría, que todo lo que nos pasa, aun lo más terrible, es, fatalmente, por algo.

 

tomás eloy martínez, «confín»

(Tinieblas para mirar, 2014)

 

 

 

LA VIOLENCIA EN MÉXICO

 

 

 

PALABRAS PRELIMINARES

 

he escrito este libro sobre la trágica situación actual de México con la ayuda, la orientación intelectual y el apoyo moral —en diversos terrenos y de diversas formas— de un puñado de mexicanos preocupados y aun angustiados por la situación en la que, de un tiempo a esta parte, viven el país y sus habitantes —si no es que son lo mismo. Lo cierto es que puede afirmarse que más allá de la demografía y la geografía el país es también una idea.

El título pone en cuatro palabras el rasgo principal, tristemente notorio, de lo que ha distinguido a México en los lustros recientes. La frase es un eco de lo ocurrido en la historia moderna de otro país latinoamericano: Colombia, que sufrió un largo proceso de violencia a partir de mediados del siglo pasado —un proceso conocido y consagrado en la historia, el periodismo y la política de esa nación, con esta frase: «la violencia en Colombia».

Los mexicanos no queríamos «colombianizarnos»; ese deseo negativo se escuchó durante algunos lustros en mi país. Ya no se oye nada semejante, pues la crisis trágica de la inseguridad y la violencia se ha vuelto la desfigurada y sangrante realidad cotidiana de vastos sectores de las ciudades, los pueblos y los campos de México. Lo que nos ha ocurrido es diferente, pero no menos grave: la violencia en nuestro país, desatada principalmente por las ambiciones deformes de grupos criminales sin escrúpulos y por una conducta gubernamental errática, sospechosa e irresponsable, tiene rasgos mexicanos. No podía ser de otra manera.

Los mexicanos no nos «colombianizamos»: lo que nos ha ocurrido es consecuencia de condiciones propias del país, enlazadas trágicamente con un mercado mundial que no ha podido resolver el «problema» de las drogas y del tráfico monstruoso del cual aquellas son objeto. El papel del mercado consumidor en los Estados Unidos es central en este panorama siniestro, pero no es el único elemento que debe ser considerado. Hace años, durante la presidencia de Bill Clinton, unos cuantos escritores latinoamericanos —entre ellos, notoriamente, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, colombiano y mexicano— le dijeron al político más poderoso de los Estados Unidos que era vitalmente necesario combatir en serio el consumo de drogas en ese país, pues cada día eran más las muertes de latinoamericanos debidas al negocio inicuo que tiene su principal punto de origen al norte del río Bravo. Si no hubiera demanda en los Estados Unidos, la oferta necesariamente disminuiría. De entonces a esta parte, la situación sin duda ha empeorado.

La violencia en América Latina es un fenómeno creciente y en algunas regiones, como la región ístmica del centro del Continente, ha rebasado límites que se creían infranqueables. Es posible que Honduras sea el país más violento de esta parte del mundo y uno de los más violentos en el planeta entero. Pero México, por su densidad de población y por su complicada geografía, es un país especialmente desgarrado, con enormes problemas debido a la incesante actividad criminal. Las cifras desalentadoras de un pobre crecimiento económico solamente se explican por esa violencia, en combinación con los quebrantos de la economía internacional.

No soy especialista en ninguno de los campos o disciplinas de quienes, oficial u oficiosamente, se ocupan del crimen organizado: ni reportero de la sección criminal de ningún periódico, ni periodista de investigación, ni historiador, ni cronista, ni sociólogo, ni criminólogo o investigador forense. Soy eso que en lengua inglesa se llama, sencilla y expresivamente, un concerned citizen, es decir, un ciudadano mexicano interesado en aquello que sucede a mi alrededor, que trata de observarlo y juzgarlo con imparcialidad y con la mayor honradez de la que sea capaz. Por supuesto, la inseguridad y la violencia, el crimen y las conductas oficiales y de la llamada sociedad civil me interesan sobremanera: de ahí que aceptara la encomienda de preparar este libro sobre los años recientes en la vida de mi país.

Trabajo como profesor de Literatura en dos universidades públicas: la Nacional Autónoma de México y la Autónoma de la Ciudad de México. La primera fue refundada en el siglo xx en su actual forma secular; la segunda es muy joven, de apenas tres lustros de existencia. Soy, por añadidura, escritor, periodista literario y poeta. Entiendo que a más de uno les parezca incorrecto y aun irresponsable que alguien como yo se ocupe de temas como el de este libro; ya sabemos, empero, a qué callejones sin salida nos ha llevado el abandono de los grandes asuntos de la sociedad en las manos y los cubículos de los especialistas, entre quienes hay sin duda personas cuya contribución a estos debates e investigaciones es fundamental y de enorme valor. Pero se trata de algo semejante a la muy expresiva broma que rezaba así: la política es tan importante que no hay que dejarla únicamente en manos de los políticos (¿o era la economía el asunto de esa broma? Creo que es indiferente: políticos y economistas en México, y en el mundo, han contribuido como casi nadie a los desastres del siglo xxi).

No me apena en absoluto ocuparme de los temas que abordo ni me parece que no debía hacerlo; al contrario: lo sentí como una especie de deber ante amigos españoles, genuina y sinceramente interesados en mi país, y ante sus preguntas acerca de lo que ocurre con los mexicanos, con el país, con una sociedad que intuyen convulsa, pues en verdad lo está, como he tratado de explicarlo y describirlo en estas páginas que nunca hubiera querido escribir, pero que he escrito como un deber ineludible, con un enorme dolor y con la esperanza de que sirvan para entender los años trágicos que han vivido los mexicanos en el paso de un siglo a otro.

He aquí los nombres de los amigos, colegas y colaboradores solidarios sin quienes el libro jamás habrían alcanzado la forma que tiene: Juana Adcock, Guadalupe Beatriz Aldaco, Esther Hernández Palacios, Francisco Martínez Negrete, Blanche Petrich, María Rivera, Javier Sicilia. Gabriela Damián y Óscar Luviano hicieron una lúcida y utilísima lectura de la penúltima versión del texto. Mi esposa, la escritora Verónica Murguía, fue siempre una presencia benévola, una constante señal de luz y sensatez, a lo largo de la escritura del libro.

Desde luego, todos los errores o fallas de información o de criterio que haya en estas páginas —¡ojalá sean mínimos!— deben atribuirse a quien lo firma; ninguno a las personas de esa lista honorable.

Agradezco la hospitalidad de La Huerta Grande Editorial.

 

david huerta

Ciudad de México, septiembre de 2015