pájaros en los bolsillos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

JAVIER EXPÓSITO LORENZO

pájaros en los bolsillos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Colección al cuidado de
Fernando Gomarín

 

 

© Del prólogo: José Fernández de la Sota

© De los textos: Javier Expósito Lorenzo

 

Santander, enero de 2015

 

Edita: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6. 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 978-84-946597-2-0

 

 

 

A modo de prólogo

 

 

He aquí un libro de cuentos. O quizás alguien diga que de microrrelatos, porque algunas de las piezas de Pájaros en los bolsillos son ciertamente breves. Da lo mismo. Lo grande y lo pequeño se prestan a infinitas conjeturas. La realidad es un lugar extraño. Un suceso dudoso. Un territorio incierto donde las proporciones suelen ser relativas.

En nuestras vidas, como en el Universo, también abunda la materia oscura. Es difícil saber lo que pasa. No es sencillo entender lo que ocurre a nuestro alrededor. Alguien debe contarlo. Hay que contarlo. Contar es acercarse, aproximarse, saber que nunca vamos a llegar. Es un riesgo. Javier Expósito sabe que es un riesgo y lo acepta gustoso. Es su trabajo. Lleva años embarcado en el proyecto de contar lo que pasa y no se ve, lo que no todos ven o pueden ver.

Sin embargo, hasta el día de hoy Javier Expósito solo había cruzado las líneas de la intimidad editorial con una especie de feliz rareza titulada Más alto que el aire. Breviario para el alma. Un libro de raíz espiritual en el que palpitaba la poesía sin ser un poemario, fluía la narración sin ser en puridad una novela (la de la propia vida) y había —como era inevitable— cuentos breves y leves.

Ahora estamos, al fin, casi una década después de ser escritos, delante de sus verdaderos cuentos, quizá no completos. Los cuentos que Javier Expósito cuenta (los cuentos que Javier Expósito escribe como disciplinado náufrago) podrían ser a veces poemas narrativos, notas de algún diario, crónicas de sucesos improbables, noticias de milagros que nadie ha presenciado. Los géneros se borran, las fronteras (al menos las fronteras literarias) acaban diluyéndose. He aquí un libro de cuentos. Da lo mismo el marbete o la etiqueta que queramos colgarle a este volumen. Digamos que son cuentos más bien cortos, muy cortos, ultracortos, de acuerdo. Da igual. He aquí los mundos de Javier Expósito, las historias que ha sabido cazar al vuelo, lo mismo que a esos pájaros (pájaros incogibles) que le salen a Guille (protagonista del relato que da título al libro) de los bolsillos de sus pantalones.

Recorren estas páginas niños que ponen huevos y que viven ocultos, encerrados por sus celosos padres; mayordomos que entran y salen de los espejos como Pedro por su casa; hombres a los que traiciona su propia sombra; soldados desmemoriados; gente extraña… Sucedidos fantásticos narrados con precisión y economía, con una depurada sencillez. Porque Javier Expósito no pretende contarnos el mundo ni condensar la vida en un relato parecido a la vida como una gota de agua a otra gota de agua. Es mucho más modesto, más realista y por eso, paradójicamente, más fantástico.

No es casual que el autor encabece Pájaros en los bolsillos invocando, a través de las citas preceptivas, los nombres de tres maestros: Borges, Chèjov y Carpentier. El primero nos habla de la imaginación, el segundo de la verdad y de lo verdadero, el tercero de lo maravilloso, es decir, del milagro. Al autor de este libro le gustan los milagros (compruébenlo leyendo, además de este libro, Más alto que el aire), cree en ellos, sabe que son posibles, no dudaría nunca, por ejemplo, del milagro de Milagro en Milán que nos contó en el cine Vittorio de Sica. Los milagros de Totó son posibles y el autor de este libro lo sabe. Por eso nos los cuenta.

Hay mucha libertad en este breve libro. Y muchas paradojas. Y mucha magia, como la de esa mujer asesinada con una pistola sin balas, un día sin calendario, delante de los hijos que no ha tenido aún. El cuento nace y crece, en unas pocas líneas, igual que un fuego súbito. Javier Expósito, hombre de fe, náufrago esperanzado, ha conseguido con el viejo utillaje de la lengua y su imaginación fecunda, regalarnos unas cuantas historias que van a conmovernos. He aquí un libro de cuentos. Léanlos. Créanlos. Disfrútenlos.

 

José Fernández de la Sota

 

 

 

 

A María, por sus alas de luz, mi amor.

 

A Eri, hermana de alma, que creíste en mí
desde el principio, mi eterno recuerdo.

 

…Y ahora, diez años después… a mi querida Patricia,
por lo que ella y la Providencia saben…

 

…Sin olvidar la generosidad inmensa de Amelia de Paz.

 

 

 

«Lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de sus inadvertidas riquezas».

Alejo Carpentier

 

«…de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la invención».

Examen de la obra de Herbert Quain. Jorge Luis Borges.

 

«No imagines sufrimientos que no hayas experimentado y no dibujes cuadros que no hayas visto, pues la mentira en un cuento es mucho más aburrida que en una conversación».

Consejos a un escritor. Anton Chèjov

 

 

 

Génesis de Dios

 

 

Y la luz, se hizo.

 

 

 

Juan Gallina

 

 

Juan nunca salió del granero. Sus padres, vecinos nuestros, le tenían encerrado a cal y canto porque no querían que nadie en el pueblo se enterara. De pequeños, mi hermano y yo nos escapábamos de clase para verlo, recorriendo un pasadizo que habíamos cavado bajo el vallado de separación de las granjas. Acurrucado en su nido, Juan temblaba, sonreía, y piaba un poco al advertir nuestra presencia. Nunca dijimos nada a los mayores, sólo nos mirábamos con tristeza cuando la madre de Juan llegaba a casa y le traía a la mía los huevos que religiosamente pagábamos. «¿Os ha hecho algo la tortilla?, ¿por qué no mojáis la yema?», solía regañarnos mi madre viendo que no tocábamos el plato. Nosotros, niños que éramos, nunca entendimos que tuvieran a Juan encerrado en el granero sólo por poner huevos de vez en cuando.

 

 

 

La eterna vida de Juliancito

 

 

A Juliancito le revelaron la vida eterna una mañana de diciembre en que se moría su abuelo. Aquel cura le separó de sus perros, le puso la mano en el hombro y le llevó al rincón de la estufa para asegurarle que la vida no tenía fin. «Se acaba, y empieza otra, así de fácil», le aclaró al sorprendido crío. Y ya sabemos de la creencia e impresionabilidad de los niños. Juliancito se pasó la agonía de su abuelo susurrándole al oído que, si se moría, no pasaba nada, porque el señor de negro le había dicho que se acababa esta vida y empezaba otra. Y el abuelo miraba sin pestañear al cura administrándole el viático y luego a Juliancito mientras por la boca entreabierta se le iban ronquidos de vaho. Por eso cuando su madre le anunció que el abuelo había muerto, Juliancito le dijo a su madre que no. Durante el velatorio y hasta que lo metieron en el féretro, le abría los ojos al anciano cada vez que alguien llegaba y se los cerraba. Luego sufrió lo indecible viendo a unos hombres descolgar muy despacio, a lo más profundo de una fosa, la caja en la que iba su abuelo. «De ahí no va a poder salir», le decía Juliancito a su madre viendo la caja de madera perderse en la oscuridad. «Ahí estará bien», le replicaba ella. Pero Juliancito, que veía asentir a los mayores en misa siempre que el cura les sermoneaba, no dudó de la palabra de aquel hombre bruno como los cuervos. La vida se acaba y empieza otra, recordaba la confesión del cura. La misma tarde del sepelio, después de marcharse todos, Juliancito se puso a excavar la tierra aún blanda del cementerio. Una vez dio con la caja en la que habían metido al abuelo, golpeó dos veces con los nudillos en la tapa, y se acuclilló dentro del agujero que había abierto a la espera. Al crepúsculo, con la primera gran nevada de diciembre, acudió la agitación a la casa de Juliancito, aunque hasta bien entrada la noche no salieron a rastrear el campo, con la nieve a la altura de las rodillas. Fue de mañana, nada más soltar los perros de Juliancito, cuando la madre vio que trotaban como poseídos hacia el cementerio.

 

 

 

El último guerrero bunzu

 

 

Nadie que haya visto un guerrero bunzu puede olvidarlo. Cuando los holandeses llegaron al sur de África y establecieron contacto con las tribus del Zambeze, éstas les narraban historias de cómo los bunzu arrojaban sus lanzas hacia el sol y en su caída traspasaban la cabeza del enemigo en una vertical perfecta clavándolo al suelo. También les contaban relatos de jóvenes bunzu que, sólo ayudados por sus manos, se ganaban el derecho a ser guerreros luchando con leones a los que devoraban sus testículos una vez cazados. Los bunzu eran una tribu que cazaba con cuchillo los abundantes cocodrilos del Zambeze, colgándoles luego en tiras que secaban al sol. La agudeza de su olfato y oído, equiparables a los de una gacela con la fuerza de un rinoceronte, hizo que todos les temieran, aunque al nacer llorasen como cualquiera de nuestros niños. Mantuvieron a raya a zulúes, hotentotes, incluso a los böers, rechazándolos hacia Orange y Traansval, donde las madres acostaban a sus hijos amenazándoles con ¡qué viene el bunzu!

Pero fue poco antes de las recientes guerras zulúes, cuando la fama de los bunzu se extendió por la vieja Europa como una maldición o un mal bíblico. Ocurrió tras la aniquilación del General Cunningham y sus dos mil hombres, en una derrota del todo obviada en los anales de la Historia militar. Uno de los rastreadores del General descubrió el poblado bunzu a un día del ejército, pero al levantar la vista de sus prismáticos recibió una lanzada que penetró por su ojo derecho y salió por el cogote. No pudo alertar a Cunningham, y saltando como leopardos de los árboles, los bunzu colocaron las cabezas del General y los chicos de la Reina Victoria en hilera a lo largo de un sendero, como migas de pan que guiaron al siguiente ejército a otro exterminio mientras recogían las cabezas de sus compatriotas. Después de sucesos tan tristes, los más catastrofistas proclamaban por las calles de Londres que los bunzu serían los primeros invasores de las Islas Británicas desde los normandos. Por supuesto, no ocurrió así. Volvieron junto al Zambeze, y al no ser necesario nombrar en los mapas aquel diminuto territorio irreductible en el Sur de África, no fueron molestados durante años. Quedaron en el olvido, hasta que unos soldados británicos descubrieron diamantes en las riberas del Zambeze. Muchas mujeres bunzu fueron capturadas en el río. El mando inglés evitaba el choque directo, y a la noche, dejaba a las puertas de los poblados ropa u objetos infectados de tifus o malaria esperando que hicieran su trabajo. Al poco, los bunzu ya no representaban un peligro, y los británicos pudieron hacerse con los diamantes. Aunque hay quien asegura su exterminio a causa de estas epidemias, los militares creen que los supervivientes se integraron con los zulúes, desangrándose en sus guerras. Todos afirman que no quedan guerreros bunzu, que no volverán a danzar antes del combate en torno al fuego, lanzando al viento el grito de bunzu bunzu con el que ahuyentaban a sus enemigos.

No digo que no, pero mi criada favorita, la que capturé en la orilla del Zambeze, y tras licenciarme traje a Inglaterra, es una espléndida bunzu de porte atlético y relieves profusos. En las noches calurosas, se sienta en una mecedora frente a la mansión, mirando hacia la ventana abierta de mi alcoba, mientras le canta al niño que acurruca en su regazo historias de antepasados. Por eso, temo el pasar del tiempo. Con cuatro años, el niño rompe de una pedrada una botella a cien metros, y luego me mira, arrogante, retador, con esos ojos verdosos que me son tan familiares.

 

 

 

Cuestión de familia

 

 

Mi hijo siempre tuvo una inquietante capacidad para fantasear a decir de su madre. Un día nos anunció que preparaba una expedición al centro de la Tierra con algunos compañeros de clase. Le escuché sin pestañear, aunque su madre perdiera un poco la compostura. Necesitaban comida, brújula, un bloc para anotar los descubrimientos de nuevas especies y alguna escopeta. Su madre empezó a vociferar que no sabía a quién había salido ese niño, aunque, para entonces, yo ya estaba ultimando los preparativos, esperando con ilusión el día en que comenzaríamos la marcha.