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LA CRUZ BLASFEMA

José María Cuadro

LA CRUZ BLASFEMA

COLECCIÓN SÍSTOLE

Primera edición, abril 2016

© José María Cuadro Pina, 2016

© Esdrújula Ediciones, 2016

ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

www.esdrujula.es

info@esdrujula.es

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz Diseño de cubierta: Perroraro

http://www.perroraro.es/

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal : GR 422-2016

ISBN : 978-84-16485-64-2

Impreso en España· Printed in Spain

A mi hija Lucía, que se cumplan tus sueños.

I

6 de abril de 1808

En uno de los tribunales de la Sala de Alcaldes de la Casa y Corte1 se está viendo un juicio por asesinato.

—Créame, señor alcalde, yo no quise apiolarlo —argumenta en ese instante el encausado—, tan solo acollonarlo porque no me quería pagar el alquiler de un par de machos que me pidió prestados para hacer un porte a Aranjuez. Discutimos y nos calentamos porque acabábamos de bebernos una jarra de vino, y casi sin darme cuenta saqué la navaja. El Corneja era muy gallo y bastante caradura, tendría que haberlo conocido su excelencia, y me dijo que no me pensaba pagar jamás y que, además, no tenía huevos para pincharlo. Yo le respondí que sí, que los tenía y bien puestos, pero que no iba a pincharlo sino a rajarlo de arriba abajo… Se lo dije de boquilla, no lo dude su excelencia, pues soy de buena pasta solo que aquel día andaba algo revuelto, debió ser por el vino. Y estando en esas, de que si sí o que si no, de que si tú menos pero yo mucho más, se acordó de mis muertos. Yo le respondí que hasta ahí habíamos llegado, que no se lo consentía y que para muertos, los suyos… Entonces, se me echó encima hecho una furia con la mala fortuna de que él solo se clavó en mi navaja sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Se lo juro por mi santa madre, que en gloria esté

Un fuerte murmullo surge del público seguido del rebullir de los asistentes ante tan peregrina declaración. Beltrán Ramírez, alguacil mayor del cuartel2 de Maravillas, aprovecha el revuelo para retirarse disimuladamente hacia la puerta de salida ya que su tarea ha finalizado. Acababa de declarar instantes antes como testigo de cargo por ser quien detuvo al reo en su día y está seguro de que el mulero dará con sus huesos en un penal, si es que consigue salvar su cuello de la horca, porque era difícil tragarse la historia de que el Corneja se había pinchado casualmente con su navaja al volcarse sobre él. Tanto más cuando acabó degollado con un tajo casi perfecto de lado a lado del cuello… Pero ese ya no es su problema sino el del juez.

Por su parte, quiere visitar a cierto letrado, asesor del secretario de Estado don Pedro Cevallos, para conocer las últimas noticias. Hace poco más de dos semanas que Fernando VII es rey y que Murat entró en Madrid, y la situación empeora por momentos en el Reino de España. Pero primero pasará por la sede de su cuartel para ver si hay alguna novedad.

* * *

Se habían citado en un bosquecillo de rebollos a orillas del Manzanares camino de El Pardo. François de Vaulgrénat llegó antes de la hora en un landolet de la embajada francesa y se sorprendió al ver que el Señor de Hades ya lo estaba esperando.

—Siempre tan misterioso con sus lugares de cita, Señor de Hades. ¿No le parece demasiado apartado este lugar?

—Los tiempos andan revueltos y es mejor que no nos vean juntos.

—Pues entonces vayamos al grano. Quería anunciarle que, en pocos días, Beauharnais cesará en su cargo de embajador. Lo sustituirá el conde Laforest y, con tal motivo, yo dejaré mis funciones de secretario de la embajada francesa.

—Lo lamento.

—No, no lamente nada porque así podré dedicarme con ahínco al tema que nos interesa. Debe saber que Saint Cloud3 mantiene una política muy sana y sagaz para financiar sus guerras. Cuando el Emperador emprende una campaña se marca una cifra objetivo a recaudar en el territorio ocupado a fin de financiar los gastos de la operación y sé que, llegado el momento, espera obtener unos doscientos cincuenta millones de francos de la ocupación de España.

—Aquí pinchará en hueso porque la hacienda del reino está quebrada.

—Pero España atesora un inmenso patrimonio en los palacios reales, iglesias y casas nobles, de ahí saldrán los dineros. Mis socios quedaron muy satisfechos con su actuación durante la operación de trueque de monedas4 y desean montar nuevos negocios aquí contando con su colaboración Pensamos gestionar buena parte de las operaciones que planea Saint Cloud, principalmente en lo referente a pinturas y joyas.

—No será tarea fácil.

—Pero con su organización y nuestra capacidad de tutela tampoco será difícil. Tenga en cuenta que mis socios son personas destacadísimas y muchos de ellos desempeñan altas responsabilidades en nuestro gobierno.

—Aun así, seguirá siendo complicado. Tendré que pensármelo, ¿cuál sería el papel de mi Hermandad?

—Principalmente, el de ejecutar las requisas, llamémoslo así. Aunque previamente tendrá que realizar otra tarea muy importante. No nos conviene que se alcance un acuerdo a medias tintas entre España y Francia como parece querer don Fernando y, por tanto, conviene crear cuanto antes un clima social exaltado y pleno de incidentes que justifique la toma de control absoluto del poder por parte de Francia. Una vez conseguido eso, tendremos las manos libres para hacer lo que queramos.

—Lo voy entendiendo.

—Y, para contribuir a ello, su Hermandad deberá propiciar el malestar de los españoles contra nosotros los franceses.

—Eso costará poco. Vuestras tropas ya se bastan por sí solas para sembrar el descontento.

 Quizá no maticé bien mis palabras, donde dije malestar debí decir odio exaltado... Mientras, nosotros iremos calentando los ánimos de los generales franceses para que actúen en consecuencia.

—Muy astuto.

—Por cierto, le recuerdo mi invitación para mañana, Señor de Hades.

—No crea que me atrae la idea.

—Anímese, le aseguro que será una experiencia muy excitante.

* * *

Arnaldo Suero y Lemus es un destacado funcionario con el que Beltrán siempre ha mantenido una excelente relación. Hombre joven, inquieto, culto y de su tiempo, ha ascendido dentro de la carrera judicial por méritos propios sin necesidad de contar con la ayuda de su familia, una de las más influyentes de la corte pues varios de sus miembros son destacados servidores de la Corona. Entre todos ellos destaca con luz propia don Francisco Gil y Lemus, ministro de Marina y capitán general de la Real Armada.

Beltrán está relativamente desinformado sobre lo que ocurre por las altas esferas desde el fallecimiento de su tutor, el alcalde don Leandro, y espera obtener noticias de su amigo en el transcurso de la visita. Pero de inicio él es el interrogado.

Beltrán, ¿qué opinas de la situación en Madrid?

—Que los problemas de orden público irán a más conforme pasen los días. Nadie se cree ya el bonito cuento de que los franceses vinieron para ayudar a don Fernando pues sus tropas se comportan con descaro y sin respeto, como si fueran invasoras y no aliadas.

—Yo estoy convencido de que la supervivencia de nuestra nación está en peligro —tercia Arnaldo—. El motín de Aranjuez y la posterior abdicación de don Carlos IV han debilitado a la Corona, que no parece capaz de reaccionar ante el francés. Unos pocos opinamos que deberíamos comenzar a preparar su defensa por lo que pueda pasar, pero nadie quiere oírnos. Por el contrario, algunos asesores del Rey están obcecados en verlo todo de color de rosa y mantienen que con la presencia francesa se consolida don Fernando VII en el trono. Para mí que están ciegos o son idiotas. Ni siquiera dan importancia al hecho de que el rey padre, don Carlos IV, haya manifestado por carta a Napoleón que fue forzado a abdicar en Aranjuez y, al tiempo, reclame la ayuda de Murat para retomar el trono… Padre contra hijo, y el Emperador mediando, ¡bonita situación! Ya conoces el dicho de quien parte y reparte...

¿Quiénes son esos optimistas?

—Principalmente don Juan Escóiquiz, que posee una enorme influencia sobre el Rey aunque no forme parte del gobierno. El canónigo es un engreído que trata de controlar las decisiones de Su Majestad porque se considera el único capaz de deshacer el nudo gordiano que se ha creado en torno a la Corona de España y de las Indias. Defiende que «el Emperador es un esclarecido, heroico y poderoso defensor de don Fernando». ¡Ahí es nada! El gobierno flojea y apoya esa misma idea con la única oposición franca de mi familiar, el ministro de Marina. Viven engañados desde el día en que Napoleón hizo la vaga promesa de que podría aceptar un casamiento entre don Fernando y una Bonaparte porque, según ellos, las diferencias entre ambas naciones se arreglarán entonces en familia y en amistad.

—Eso tiene muy mala pinta.

—Y veremos cosas peores porque algo más traman los franceses. Murat lleva días amagando con la noticia de que Napoleón viene de camino a España a fin de parlamentar. Pero no precisa la fecha de su llegada y, sin embargo, exige que don Fernando salga ya a su encuentro como gesto de cortesía. Menos mal que el Rey desconfía y se niega a abandonar Madrid mientras no tenga la seguridad de que el Emperador está en nuestro territorio. Ha respondido al mariscal que por ahora solo enviará al infante don Carlos a su encuentro. En fin, que no nos faltan los problemas y las incertidumbres.

¿Hace mucho que no ves a Aureliano?

—Como poco, un par de semanas.

—Pues yo me encargo de organizar una comida para que podamos discutir con tranquilidad sobre todo esto.

* * *

Hades es persona muy precavida y celosa de la discreción por razón de su negocio. Jamás desciende de un vehículo a la puerta de su domicilio en la calle de la Parada porque sabe que así resulta muy sencillo controlar la vida de cualquiera. Hoy baja del coche en la calle de Enhoramalavayas esquina a la de Aunqueospese, sigue su camino hacia la de Salsipuedes5 y callejea durante un rato por los barrios del Rosario y de Leganitos bien embozado en su capa. Finalmente, cuando se asegura de que no lo siguen, emprende camino a su casa.

El portón está abierto y un par de hombres de cierta edad hacen guardia en el zaguán. Son Dimas y Gestas, sus perros guardianes, dos sicarios a su servicio exclusivo desde hace años.

—Buenas tardes tenga vuestra merced, Señor de Hades

—le saludan.

—Y ustedes buena vela. Ojo atento y boca cerrada.

—Ojo atento y boca cerrada —repiten aquellos hombres al tiempo que cruzan los antebrazos en aspa ante su pecho.

Hades tiene una parte de la casa reservada para su uso personal y en ella no entra nadie, ni tan siquiera una fregona para aviarlas. Y los de la Hermandad que dirige imaginan que allí esconde mil tesoros, pero se habrían sorprendido si hubieran visto que andan medio vacías ya que se conforma con vivir sin lujos. Tras dejar sus ropas de calle en un armario del dormitorio, se dirige a una esquina de la estancia. Disimulada en la tarima de madera que cubre el suelo, hay una trampilla. Toma un candil, la levanta y se introduce en ella. Desciende unos cuantos escalones entre dos muros, que formaron parte de una vieja muralla de la villa en su día, hasta alcanzar una antigua galería de evacuación que discurre a su pie. A pesar de que ya no conduce aguas, pues hace mucho que dejó de utilizarse como albañal, los viejos ladrillos macizos de sus paredes aparecen revestidos por excrecencias de salitre y moho y traspiran humedad. Aquí el candil alarga su llama y tinta su luz con un apagado tono rojizo porque el aire está podrido, resulta espeso y atosiga el pecho al respirar. Hades acelera el andar, avanza un trecho por ella espantando a decenas de cucarachas y, finalmente, abandona la galería ascendiendo por una estrecha escalera de manos hacia su salida.

* * *

—Así que quieren robar los tesoros de la Corona, la nobleza y la Iglesia en bien de Francia y de sus bolsillos —musita fray Bernardo en su celda—. Son listos estos pillastres, camarilla podrida de prohombres aparentemente honrados. Amparados en sus cargos y en los desórdenes causados por las sucesivas invasiones, han ido tras las tropas del Emperador desvalijando a media Europa... No está mal pensado, pero aquí van a pinchar en hueso porque, si puedo, lo más valioso que atrape la Hermandad quedará en nuestro poder a fin de sufragar nuestras propias actuaciones. Y quieren encolerizar a los madrileños..., seguiremos su juego porque eso también conviene a mis fines. Cuanto peor, mejor. Todo tiene que ser destruido para que de las cenizas surja un nuevo mundo, nuestro mundo, el Reino de Dios. Seremos socios leales del francés por el tiempo que nos convenga y, en el momento adecuado, robaremos al ladrón porque dicen que eso tiene cien años de perdón.

Fray Bernardo suelta una risita aguda y seca que semeja el gañido de un cachorro apaleado mientras se frota las manos con satisfacción.

—Bien, Señor de Hades, le doy las gracias por su eficacia y diligencia. No le entretengo más porque sé que le aguardan otros asuntos. Pero, antes de partir, recemos el Ángelus que ya comienza a oscurecer.

Fray Bernardo se hinca de rodillas sobre el frío suelo e inicia el rezo.

In nomine Patris, et Filii et Spiritus Santi, amen. Angelus domine nuntiavit Mariae…

Minutos después el Señor de Hades alza la trampilla que da acceso a la escala de manos y desciende por ella para dirigirse a su casa.


1 Institución jurídico policial creada por los reyes de Castilla hacia el siglo XIV que conocía los actos y delitos sucedidos en la corte, allá donde estuviera, y que desde el asentamiento de la capital del reino en Madrid dejó de ser trashumante.

2 Distrito ciudadano.

3 Palacio en las afueras de Paris donde tenía su residencia Napoleón.

4 Con la entrada de tropas francesas se tendió a aceptar la equiparación de la moneda española de dos ducados de oro con el napoleón francés y al peso de plata con los cinco francos franceses, a pesar de que el valor intrínseco de las francesas era casi un diez por ciento inferior. Eso dio lugar a la exportación de moneda española e importación de la francesa durante unas semanas hasta que se establecieron unas tablas de equivalencia adecuadas en el cambio.

5 Estas calles desaparecieron al trazar la Gran Vía de Madrid a principios del siglo XX.

II

Un párroco reticente

El portón de la casa parroquial gime al abrirse mientras la recia figura de mosén Antón Esparza asoma por el hueco.

—Buenas tardes, Señor de Hades, llega usted con mucho retraso. Le aviso que don Baltasar Calvo se acaba de marchar hace unos instantes porque tenía otro compromiso que no podía esperar.

—Discúlpeme, mosén Antón, pero tuve que resolver un asunto que me entretuvo más de lo previsto. En todo caso, nos vendrá bien hablar a solas.

—Por mí, encantado, pero pasemos al despacho parroquial donde estaremos más cómodos y fuera de miradas indiscretas

—le invita Antón Esparza.

—Me tenía vuestra merced preocupado —le añade mientras se acomodan—, llegué a pensar que podría haber sufrido algún incidente con las tropas francesas.

—En absoluto. Además, las calles están bastante tranquilas desde que dieron orden de cerrar tabernas, cafés y botillerías a las ocho de la tarde.

—Es cierto, casi nadie se da un paseo en cuanto se pone el sol... La gente está muy asustada.

—Asustada y sorprendida porque los franceses ya nos dejaron claro que rechazan a don Fernando, sobran las pruebas. Murat cometió la indecencia de no rendirle pleitesía como Rey tras su entrada en Madrid el pasado 24 de marzo. Y el embajador francés, Beauharnais, antiguo partidario suyo, escurre ahora el bulto y también evita reconocerlo formalmente. A mí no me queda duda de que ambos siguen instrucciones de Bonaparte. La Corona de España y de las Indias carece ahora de dueño para el poderoso francés y a saber por dónde romperá el corso. A este paso, no nos quedará más camino que el del levantamiento popular para propiciar la llegada del Reino de Dios.

—Me deja usted atónito porque suele ser templado de ideas.

—La sangre tendrá que correr fatalmente para redimir a los inocentes de las garras del mal. Ahora mismo vivimos ahogados por la miseria moral que nos ha traído la ilustración, las ideas revolucionarias francesas y, particularmente, la ola de lujuria que nos invade. Tendremos que quemar ese árbol hasta sus raíces aun a costa de entregar la vida emulando así el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en pro de nuestra salvación... Y, para conseguirlo, el clero tendrá que tomar la iniciativa.

¿Qué podemos hacer unos cuantos curas y religiosos sin armas ni ejército?

—El púlpito y las homilías serán vuestras armas, y el pueblo vuestro ejército... Lo noto algo remiso, mosén Antón, y eso me sorprende porque vuestra merced no es un hombre apocado. Todos sabemos que desempeñó un papel muy brillante cuando el motín de Aranjuez al frente de sus leales huestes de la parroquia de la calle de San Antón.

—Me preocupan los franceses tanto como a usted, pero opino que aún no ha llegado el momento de actuar. Yo espero que don Fernando y el Emperador lleguen a un acuerdo.

—Es usted un optimista… Por cierto, ¿qué le comentó don Baltasar Calvo sobre este tema?

—Está muy inquieto. Dice que arde en deseos de actuar contra el hereje galo, pero al tiempo se muestra medroso y ahora le tienta la idea de abandonar Madrid para iniciar el levantamiento en algún otro sitio donde no haya tanta tropa francesa.

—Le gusta enredar con amagos. Acuérdese de la que organizó hace pocos años, ¿qué sentido tenía enfrentarse a la mayoría de los canónigos de la Real Capilla de San Isidro denunciándolos como jansenistas? Y, encima, acusó a la Condesa de Montijo, una Grande de España, de ser el alma mater de aquello pues, según él, las reuniones heréticas se celebraban en su casa. Le recuerdo lo que manifestó por entonces mi primo fray Bernardo, que no habría causa ante el Santo Oficio y sí, tan solo, algunas sanciones medio tapadas. Al final, sucedió eso, y don Baltasar solo consiguió crearse una enorme cantidad de enemigos y pasar una temporada apartado de la vida pública bajo sanción de las autoridades eclesiásticas.

—Es un exaltado, pero no me negará que comulga plenamente con sus ideas.

—Aun así, me tiene muy preocupado. Odia demasiado, lo que no está nada mal dada la situación, pero le falta templanza. Tendremos que vigilarlo de cerca para que no cometa errores porque ahora debemos ser cándidos como palomas y astutos como serpientes, tal como indica el Nuevo Testamento... En pocos días celebraremos la Semana Santa y será el momento adecuado para encender el ánimo de los madrileños. Nos reuniremos aquí mismo la víspera del Domingo de Ramos, el día nueve, a fin de planear nuestra actuación.

A mosén Antón le desagrada la forma en que Hades trata de imponer su voluntad en todo. Ni siquiera ha tenido la cortesía de preguntarle si estará disponible ese día. Ordeno y mando. Y también le molesta que tenga el hábito de mesarse la barbilla con gesto petulante mientras lo observa de soslayo con indiferencia, como si tratara de dejarle claro que se siente muy por encima de él.

«Aunque igual es que le pica de no lavarse porque acostumbra a oler muy pobremente», se dice.

Antón Esparza lo acompaña hasta la puerta para despedirlo y, cortésmente, espera en el umbral mientras Hades se pierde por el final de la calle de San Antón6 en dirección a la Red de San Luis. Luego vuelve sobre sus pasos y se dirige a la sacristía pues se acerca la hora del rezo del Santo Rosario.

Esparza debería haber sido soldado antes que cura por razón de su talante y su naturaleza recia. Aragonés, originario de las Cinco Villas, lindando con Navarra, sus padres lo llevaron al seminario de Huesca a fin de que se labrara un porvenir porque era espabilado y de buen seso. Y, más por inercia que por vocación, acabó cantando misa con el pasar de los años. Al no poder ser ya guerrero de Dios porque había pasado el tiempo de las cruzadas, desahogó sus inquietudes tomando partido en la reciente lucha dinástica sostenida entre los Borbones. Como era contrario a las ideas de la ilustración y muy decidido partidario de don Fernando, lo ayudó a alcanzar el trono desde su pequeña palestra tomando parte muy destacada en el motín de Aranjuez al frente de sus huestes parroquiales. Mesnada formada por lo mejorcito y más granado de los chisperos, bravucones, chulos de mancebía, jugones de billar, roba bolsas y matachines de la calle San Antón. Lógicamente, tras tanto esfuerzo y dedicación personal, ahora le duele ver dudar y encogerse a don Fernando ante el francés, falto de decisión y redaños... Y eso lo entristece profundamente porque lo consideraba el epítome de todas las virtudes humanas y no entiende que vacile ante un hereje en situación tan crítica.

Por esta y por otras razones, mosén Antón Esparza no está de buen humor. Se siente cansado y decepcionado, y decide confiar a su sacristán el rezo del rosario por aquel día.

* * *

—Mosén Antón, no me gusta un pelo ese tal Señor de Hades —una lucida, jacarandosa y reluciente María Truenos lo espera en el despacho parroquial tras regresar de despedir a la visita.

¡Dios mío!, me la encuentro en todas partes. ¿Por dónde ha entrado?

—Si yo no cuido de vuestra merced, ¿quién lo cuida? Vengo a prepararle la cena, que no todo han de ser cabildeos, rezos y penitencias.

—No me ha respondido… En fin, tendré que dejarla por imposible.

¿Y qué más da cómo y por dónde haya entrado? Vengo a asistirlo y encima me gruñe. Además, le insisto en que ese tal Señor de Hades me da muy mala espina. Debería desconfiar.

¿Por qué?

—Porque me parece un desaborido y un pitarroso.

¡Qué tendrá que ver la sosería y las legañas con la valía de una persona!

—Todo. La gente de bien tiene chispa y es limpia. No como él, que es un triste astroso y hasta huele mal. Además, es un retorcido y un falso. Mucho traje negro de hace un siglo —tan solo le falta ponerse una golilla emperifollada al cuello para parecerse a sus bisabuelos—, mucho aparente empaque y mucho aire de misterio, pero rara vez mira cara a cara... Eso es que no tiene el alma tranquila.

—O que es bajito.

¿Bajito?... es un tapón de cuba pero con mala hiel.

—Modere su lenguaje, María, porque yo lo respeto. Tenga en cuenta que su primo hermano, el dominico fray Bernardo, desempeña el importante cargo de segundo secretario del Consejo de la Suprema Inquisición. Todos lo consideran un santo y manda mucho dentro de esa institución aunque aparente estar en un segundo nivel. En realidad, es quien la dirige hoy en día y nos conviene estar a bien con ella.

¿Un santo dentro de la Inquisición?... ¡Eso es imposible! Y, aunque sea verdad, no haga caso a las ideas de su primo porque lo meterá en un lío en cuanto se descuide.

¿Me ha estado espiando?

—Lo he estado protegiendo.

María, se está convirtiendo usted en mi purgatorio —le amonesta el cura.

—Porque vuestra merced lo quiere, pues yo podría ser su paraíso...

La voz de María Truenos ha sonado cálida al hablar. Se conocen desde hace tiempo porque ella posee varias casas en la calle de Fuencarral, que alquila a quien puede pagarlas y le dan buenas rentas. Y, aunque vive en la plaza de Antón Martín, acostumbra ir a misa a la calle San Antón por aquello de que la iglesia queda cerca de aquellas y así las vigila. Se las dejó en herencia un marido que la casó con demasiados años y tuvo el buen gusto de morirse poco tiempo después al no poder superar con salud el reto que María le planteó en el lecho conyugal.

—Mi querido Epímaco, que en gloria esté, quiso moza jovenzana, bien plantada y altanera de culo y tetas —explicaba ella a sus íntimas—. Y la tuvo… pero el pobre mío no pudo con la carga.

Más tarde, llevada por sus inquietudes patrióticas, entró a formar parte de las huestes reclutadas por mosén Antón con ocasión del motín de Aranjuez. Tomó parte muy activa en él y, dada su entrega, valor y empuje, se convirtió casi de inmediato en la alférez de la tropa parroquial porque batalló como diez hombres durante aquellos gloriosos días. Poco después —al calor de la convivencia mantenida durante aquellas trascendentales jornadas—, la guapa y arriscada manola le declaró a mosén bajo secreto de confesión que estaba enamorada de él hasta los ijares porque lo consideraba el hombre más gallardo y valeroso que jamás había conocido. Y, desde entonces, nuestro cura se debate entre la observancia debida a su voto de castidad y la dulce tentación que ella representa. Pero mosén Antón es una persona responsable y un terco cumplidor de sus compromisos, como buen aragonés, aunque ambas cualidades lo fastidien sobremanera en lo referente a María Truenos. En diversas ocasiones ha llegado a plantearse la imperiosa necesidad de alejarla de su lado para siempre… aunque jamás lo intentó porque es muy agradable saberse admirado.

Además, ahora no puede prescindir de ella porque los tiempos de lucha se acercan y él debe ayudar en todo lo posible a su venerado Fernando VII.

—...y como siempre le añado —prosigue María Truenos—, vuestra merced se lo pierde, que parece tonto y sin remedio. A ver, ¿qué quiere de cena? Aunque no sé por qué pregunto pues no debe tener ni migajas de pan en la alacena.

—La archidiócesis de Toledo dejó de pagarme los emolumentos correspondientes a mi ración en su catedral, y ando sin un real ya que esta parroquia apenas me da para nada.

Mosén Antón Esparza había sido nombrado canónigo racionero de la catedral de Toledo años atrás gracias a sus buenas relaciones con la camarilla del, por entonces, príncipe heredero Fernando. Pero con los últimos y reiterados problemas hacendísticos de la Corona, el arzobispo también se había apuntado al vicio del no pagar a su gente, y mosén llevaba un par de meses sin ver un ochavo.

Parte María Truenos hacia la cocina, y el cura, con cierta desgana, admite para su coleto que también desconfía del Señor de Hades. No comparte sus teorías utópicas por las que aspira a implantar en España una rara teocracia a la que llama el Reino de Dios. Lo había escuchado al principio y se había reunido con él en diversas ocasiones porque lo creyó un firme partidario de don Fernando, pero se ha dado cuenta de que oculta otros extraños y confusos planes. Además, se siente incómodo con él pues le sorprende el fuerte contraste que muestra entre su débil apariencia física y su áspero talante. Bajo un cuerpo menudo y débil, de afilado rostro ratonil y ojos fríos, guarda un carácter prepotente, extremado e inflexible con cualquiera que no esté de acuerdo con sus ideas. Tiene la mirada como de reptil y observa siempre de soslayo a su interlocutor, aunque sin perderlo jamás de vista, como si lo evaluara tapadamente tratando de encontrar sus puntos débiles.

Curioso personaje el Señor de Hades, surgido a la sombra de su primo fray Bernardo. Extraño individuo, taimado y reservón del que apenas sabe nada... Un día le preguntó por el origen de su título, Señor de Hades, señor del inframundo, pero eludió la respuesta.


6 Actual calle Pelayo.

III

Satanismo e Inquisición

Un diácono revestido con una casulla negra sobre alba gris aparece como surgido de la nada blandiendo una carraca. Su desapacible y seca llamada acalla las conversaciones, y los asistentes se disponen ordenadamente frente a la gran mesa revestida con paños bermellones que hace las veces de altar. En su mayoría son hombres aunque también pueden verse a unas pocas mujeres que aún cuchichean nerviosas entre ellas. Todos van enmascarados.

La ceremonia va a comenzar pero Hades no se ha movido de donde está, un poyete en un lateral de la estancia que le permite dominarla por completo. Contempla a los asistentes al acto con una mezcla de curiosidad y desprecio mientras se pregunta qué oscuros motivos los impulsan a participar en algo tan sacrílego.

Un nuevo personaje irrumpe en escena desde una puerta situada al fondo, justo bajo el crucifijo invertido anclado a la pared que preside la ceremonia. Cubierto hasta los pies por una tornasolada capa negra, avanza grácilmente de puntillas produciendo en todos la sensación de que se desliza sobre las losas del suelo sin llegar a tocarlas. Se sitúa ante el ara dando la espalda a los presentes y, solo entonces, aparta la capucha que cubre su cabeza permitiendo que una tupida melena azafranada caiga sobre sus hombros. Es una mujer.

Muy lentamente, recreándose en ello, desanuda la cinta de la capa y la deja deslizar hasta el suelo. Su ebúrneo cuerpo desnudo, de tersa espalda, rotunda grupa y bien torneadas piernas, está ungido con aceite y brilla bajo la luz palpitante de los cirios y candiles que rodean el altar. Un apagado murmullo de admiración saluda a su belleza. Y ella, maliciosamente provocadora, se gira para mostrar a todos la perfección de sus senos y el receptáculo de su vientre al tiempo que hace una cortés y pícara reverencia.

Por un instante, Hades siente la punción del deseo pero la apaga de inmediato. Él no está allí para admirar el cuerpo de una bella mujer y, además, siempre ha sabido dominar sus impulsos lascivos.

¿No le parece muy hermosa, Señor de Hades? —le susurra al oído su anfitrión, Vaulgrénat.

El francés está en lo cierto, acepta Hades, sin duda es muy hermosa…, hermosísima. Luce esa espléndida belleza que solo se da con la sazón en la mujer, cuando deja atrás la inmadurez de la juventud y su cuerpo no muestra aún las crueles marcas del discurrir del tiempo. Hasta su negro y demoníaco antifaz, coronado de pequeños cuernecillos, parece bello.

—Ciertamente, Monsieur de Vaulgrénat, pero no me atrae.

¡Mon Dieu!, Señor de Hades. ¿Jamás se deja arrastrar por las pasiones?, ¿nunca lo dominan los sentidos? ¡Anímese!, tiene la oportunidad de poseer a esta maravillosa venus antes que ningún otro invitado, y sepa que no me resultó fácil poder reservarle esa alta distinción. Le aseguro que es una dama de alto rango y no una meretriz cualquiera… ¿Dejará escapar a tan preciosa presa? ¿O acaso prefiere poseer a algún efebo o, quizás, gozar con los favores que le pueda dispensar el Gran Cabrón?

—No insista, Monsieur de Vaulgrénat. Ninguna de sus propuestas me interesa.

—En ese caso, permítame que yo ocupe el lugar que le tenía reservado en la ceremonia.

—Por supuesto, no se preocupe por mí.

La carraca deja oír nuevamente su desagradable llamada. La mujer se dirige al altar y se recuesta sobre él permitiendo que sus orgullosos senos apunten retadores al techo. La hermosa víctima se entrega voluntariamente al sacrificio... El diácono regresa llevando un almohadón de terciopelo negro ribeteado por una orla dorada y lo coloca bajo su cabeza. A renglón seguido, siete hombres se despojan de sus ropas y se alinean frente al altar. El silencio es absoluto pues todos esperan expectantes la gran aparición.

La carraca retruena de nuevo acompañada esta vez por el desagradable chirrido de un rozar de hierros. Un negro y barroco trono con ruedas, rematado por calaveras en su espaldar, avanza hacia el ara arrastrado por cuatro mujeres desnudas luciendo horrendas máscaras que recuerdan lejanamente el semblante de la Gorgona. Acomodado sobre él, destaca un abominable semihombre de tronco humano y testa de macho cabrío armada con cinco cuernos, tres sobre la frente y otros dos sobre el colodrillo, a modo de corona. Las llamas de cirios y candiles reverberan en sus enormes ojos de vidrio, mientras las cerdas de su luenga barba de chivo caen sobre un grueso, fofo y velludo cuerpo.

La feligresía se arrodilla y humilla la cerviz. Y el monstruo desciende entonces del trono exhibiendo pretenciosamente a diestro y siniestro un enorme, enhiesto, amenazante y postizo príapo anclado entre sus piernas. Uno por uno, a modo de introito del acto, los hombres desnudos se le acercan, le entreabren las nalgas y besan su ano mientras las acólitas canturrean una extraña salmodia que recuerda lejanamente a un motete religioso. Satisfecho el rito de sumisión mediante este ósculo infame, el Gran Cabrón se dirige a la asamblea.

¡Satánicas criaturas! —vocifera en francés—, arrepentíos de vuestras buenas acciones porque, caso contrario, no seréis dignos de asistir a este sacrificio.

El Señor de Hades piensa que aquella voz, atiplada y al tiempo cascada, desentona con respecto a la idea del personaje que emula. Habría sido más adecuado que mostrara un vocejón desgarrado y bronco para representar a un príncipe de los demonios. Pero eso no parece importar a nadie y todos siguen embebidos la escena. El Gran Cabrón se dirige ahora al altar donde descansa la mujer.

¡Asmodeo, príncipe de la lujuria! —clama—, que tentaste a nuestra madre Eva con el fruto prohibido, te ruego aceptes la entrega de esta satánica belleza a nuestros bestiales instintos.

¡Amén! —responde la asamblea.

Los cirios lanzan un humo espeso y maloliente que deja negras pavesas flotando en el aire. «Deben estar hechos con sebo de vaca —medita Hades—, aunque la ortodoxia exige que se hagan con la grasa de un ahorcado o, mejor aún, con la de un niño recién nacido ahogado en un pozo por mala mujer».

El Gran Cabrón está ungiendo ahora a la víctima con los aceites aromáticos que le ofrecen sus acólitas. Sus dedos gruesos y velludos no dejan un ápice de su piel por recorrer y dedican especial atención y cuidado a sus partes pudendas. Al acabar la tarea, invita a acercarse a los hombres desnudos con un gesto.

Monsieur de Vaulgrénat ha jugado a ocultarlo, pero Hades sabe que el Gran Cabrón es un orgulloso general francés, ajado por los años, que ya dejó muy atrás pasados momentos de gloria en combate. Y también sabe que la bella víctima del supuesto sacrificio es su esposa, quien se entregará dócilmente a las arremetidas de los siete varones que aguardan su turno de intervención. Antigua mucama de particular belleza, había encandilado al Emperador con sus destacados y lascivos servicios tiempo atrás, cuando Bonaparte era casi un desconocido en los medios del poder en Francia. Pasados los años, y en agradecimiento por aquello, la casó con el general tras distinguirla con el título de Marquise de una remota villa de la Auvernia.

La farsa ha dejado de interesarle pues intuye que va a quedar reducida a una torpe y absurda mezcla de misa negra y aquelarre. ¡Salaces degenerados! En manos de la Inquisición querría verlos para ser condenados, relajados7 y quemados en la hoguera... Pero, desgraciadamente para él, ya no son tiempos de autos de fe porque Francia controla en la sombra casi todos los resortes del poder de España, y el Santo Oficio ha caído en desgracia.

La visión de tanta depravación no lo turba en lo personal. Al contrario, en cierta forma lo complace porque todo lo que sea desorden moral en la gente ayuda a sus fines. Aceptó la invitación de Vaulgrénat por curiosidad a fin de observar personalmente el rito de la misa negra. Pero, visto lo visto, sabe que no aprenderá nada nuevo sobre lo que ya conoce a través de algunos escritos. Así que le es fácil imaginar lo que sucederá a continuación: los siete hombres yacerán con la mujer y, tras ello, el émulo del Gran Cabrón procederá a la sacrílega consagración de un vino sobre el vientre de la víctima que remedará la sangre de Asmodeo. Quizá también profane algunas hostias consagradas, hurtadas en alguna iglesia o suministradas por falsos comulgantes, introduciéndolas en el sexo de la víctima antes de dárselas a comer a algunos de los asistentes al acto. Tras tan infame y blasfema comedia, vendrá la gran orgía en la que todos participarán... Son unos vulgares aficionados al satanismo, y decide abandonar inmediatamente aquel circo de lujuria aprovechando que andan absortos en el desarrollo de la ceremonia.

En el exterior, ya va de caída la tarde. La primavera ha roto con esplendor y la vaguada del Manzanares se muestra a sus pies reverdecida y cuajada de flores silvestres. Debe regresar a Madrid, tiene asuntos pendientes y se encamina hacia donde lo aguarda un landó. Un par de hombres cubiertos por sombreros gachos, que apenas dejan ver sus rostros, le esperan.

—Estamos a sus órdenes, Gran Maestre —saludan al tiempo que cruzan sus antebrazos formando un aspa sobre el pecho.

—Procuren identificar a todos los que abandonen la finca a partir de este momento.

La información es fundamental para sus fines. La información acarrea poder... Él ya sabe mucho de bastantes madrileños, pero aspira a saberlo todo.

* * *

Vaulgrénat vio cómo Hades abandonaba la sala y no lo entendió. Incluso lo consideró una descortesía. Tampoco comprendía por qué había rechazado poseer a la bella Marquise. Pocas personas, y menos aún siendo españolas, tenían la oportunidad de ser introducidas a un acto tan excitante... Obviamente, Hades no había sabido apreciar su regalo.

Lo había invitado con el fin de halagarlo y, al tiempo, para conocerlo mejor observando su comportamiento ante las pasiones. Porque la verdadera personalidad de los hombres se muestra al afrontarlas pues ahí afloran las debilidades. Pero aquel individuo carecía de apetitos desordenados, era frío como el hielo y jamás parecía alterarse por nada… Lo cual era bueno para sus negocios comunes, que por cierto iban muy bien. Pero él desconfía por sistema de los hombres perfectos, sin fallos ni fisuras, porque suelen ser malos adversarios e incómodos socios…

¡Monsieur!

La chillona voz del Gran Cabrón hiere sus oídos al tiempo que le propina un zurriagazo en las nalgas con un vergajo. Se ha distraído con sus pensamientos y la Marquise aguarda recibirlo. Ella parece estar excitada pero él ha perdido la concentración, lo que levanta un murmullo reprobador entre los asistentes.

* * *

El hermano lego Cipriano dormitaba sobre el jergón de su celda cuando repicó la campanilla que pende del techo. Fray Bernardo lo llama y, al parecer, con prisas. Dirán por ahí que es un santo, pero con esos campanillazos lo trae mártir desde el día que unieron sus celdas con ese invento maléfico que usa a cualquier hora del día o de la noche y por cualquier simpleza.

Cipriano suspira resignado, calza sus sandalias, se arregla el hábito y sale al húmedo y frío pasillo. La celda de su superior se encuentra tres calabozos más allá, lindando con el muro exterior de la casa.

—Esa es otra que no acabo de entender.

El dominico se había emperrado en alojarse en el sótano, habilitando para ello alguno de los viejos calabozos en desuso porque los encausados por el Santo Oficio eran ya encerrados en unos nuevos situados en el último piso y en el guardillón, bajo la armadura del tejado. Fray Bernardo se justificó diciendo que soportar aquellas humedades y fríos suponía una humilde forma de compartir los padecimientos de la Pasión de Cristo. Allá él con sus penitencias y sacrificios, piensa Cipriano, quien opina que habrían estado mucho más cómodos en cualquier otra planta del edificio. Espacio libre había, y de sobra, desde que el Consejo de la Suprema Inquisición trasladó su sede a la vecina calle Torija, a un nuevo edificio diseñado por el afamado arquitecto Ventura Rodríguez. Pero el Tribunal de la Corte y la propia cárcel del Santo Oficio permanecían aún en el antiguo y viejo caserón de la temida calle de la Inquisición8.

Llama a la puerta de su celda y fray Bernardo la abre enseguida aunque deja poco más de una rendija para poder hablar. Su rostro algo aniñado, como de novicio, al que una hirsuta barba apenas otorga madurez, se deja ver.

—Hermano, traednos algo de comer porque me visita mi primo, el Señor de Hades.

Cipriano gruñe para sus adentros. Hacía apenas una hora que había llamado a su puerta para ofrecerle la cena y ni siquiera le había respondido. Ahora tendrá que irse a la cocina para preparar personalmente algo pues los marmitones ya se habían ido. El primo es un personaje extraño e imprevisible, aparece de tarde en tarde y siempre de forma misteriosa. Minutos después regresa de la cocina y, llevado por la curiosidad, se pone a escuchar tras la puerta de la celda de fray Bernardo antes de entregar el refrigerio. Enseguida percibe por su tono de voz que el fraile está muy excitado.

—Me cuesta trabajo creerte... Es horrible ver hasta dónde llega la degeneración del hombre, ¡hasta dónde alcanza su escarnio para con Dios! Una mezcla de misa negra y aquelarre... ¿De dónde han salido estos depravados franceses?, ¡y me dices que se les han unido algunos españoles! ¿Acaso no hay castigo para tanta inmundicia y lujuria? Pero lo habrá, que no te quepa la menor duda, porque yo seré la espada que acabe con sus vidas y lleve sus podridas almas a los infiernos. ¡Exurge Domine et judica causam tuam!9 —clama fray Bernardo.

Ocurría en escasas ocasiones, pero si fray Bernardo ha tomado el camino de citar la leyenda que orla el escudo de la Santa Inquisición, es que está fuera de sí y a punto de esparcir su cólera sobre el primero que encuentre. El susodicho escudo es oval, tiene una cruz en su centro y suele coronar el frontis de todas sus sedes. Pero, en aquellos momentos, el dominico no piensa en el ramo de olivo que escolta la cruz por un costado, simbolizando la paz y la reconciliación con los arrepentidos de sus pecados, sino en la espada fiel y justiciera situada al otro, que acaba con la vida de herejes y pecadores.

Con gran cuidado y algo de temor, Cipriano deposita la bandeja con los alimentos en el suelo, llama con los nudillos a la puerta y se aleja a toda prisa porque teme a un fray Bernardo encolerizado. Pocos lo conocen como él, diez años sirviéndolo hasta en lo más humilde, como un lacayo... El fraile se comporta como si fuera su dueño, y él no es un don nadie pues sabe hasta leer y escribir... mal, pero algo sabe. Mas debe aceptar su prepotencia porque quedó preso de su voluntad por causa de un pecado.

* * *

Fray Bernardo pasó la noche prácticamente en vela angustiado con sus ensoñaciones, dudas y zozobras. Un monstruo había crecido en su cabeza de forma incontenible hasta prevalecer sobre cualquier otro pensamiento. Trató de apartarlo de su mente mil veces, pero las imágenes de la depravación regresaban como alimañas carroñeras a perturbar su conciencia y roer su espíritu... Incluso probó a tumbarse sobre las frías y húmedas losas del suelo para alejarlas, se azotó con furia y apretó aún más el cilicio contra su muslo tratando de alejar aquellos fantasmas mediante el dolor, pero sin conseguir la deseada paz.

Una mujer poseída por varios hombres..., el vicio nefando..., un crucifijo invertido..., la consagración sacrílega... La misa negra, ese era el origen de sus turbaciones. ¿Cómo podía haber gente que se refocilara en tal sacrilegio?

¡Malditos rijosos, hijos de la ilustración y el laicismo!

Él había ascendido dentro del Santo Oficio con exquisito tino, cuidado y tesón, pues fue maestro en surgir de la nada, pasar desapercibido y envolverse en una capa de falsa humildad a fin de no levantar envidias ni rechazos entre otros ambiciosos. Al principio, se hizo necesario a la organización desempeñando las tareas ínfimas sin rechistar, aquellas que otros rechazaban porque no daban lustre. Fue el más servil con el poderoso y, al tiempo, el más despótico con los que iban quedando a sus pies porque prefería que lo temieran a que lo respetaran... Y acabó siendo imprescindible en cualquier asunto. Tras casi dos décadas de lucha y trabajo, había llegado a controlar su maquinaria desde una aparente y oscura segunda fila.

Ramón José de Arce y Uribarri, el Inquisidor General, se había refugiado precipitadamente en Toledo tras el motín de Aranjuez al temer por su vida ya que era un leal partidario de Godoy. Y fray Bernardo se encuentra solo desde entonces al frente de la Inquisición. Arce, Arzobispo de Zaragoza y Patriarca de las Indias, es un hombre instruido, hábil y cortesano que rechaza los viejos usos del Santo Oficio y lo ha mantenido atemperado bajo su mandato, dejándolo constreñido a ser un instrumento del poder político. Malas lenguas aseguran que ascendió dentro de la jerarquía eclesiástica gracias a los buenos oficios de la Marquesa de Mejorada, también partidaria de Godoy. Incluso aventuran que la amistad entre la marquesa y el obispo ha ido más allá de lo prudente y santo. Fray Bernardo no lo aventura, lo afirma, porque sabe que son amantes y tiene pruebas. Además conoce que Arce es afrancesado y masón.

En sus primeros tiempos, fray Bernardo tuvo como meta ser solo un poder dentro del poder, ser el fulcro de la Corona de España, el conductor de sus ideas desde el Santo Oficio. Luego, esa ambición fue madurando y empezó a imaginar un reino regido tan solo por la fe cristiana… Empujó a su primo, el Señor de Hades, a crear la Hermandad para que fuera el brazo armado de sus planes y la financió en sus inicios con los fondos que ya controlaba como ecónomo y tesorero de la Inquisición. Hoy, gracias a ella, fray Bernardo conoce casi todo lo que sucede en la corte porque no solo el Inquisidor General necesita ocultar sus miserias, sino que hay otros que tienen mucho que tapar... Detectar sus pecados para poder usarlos contra ellos en el momento oportuno, ese era su camino para llegar a dominar a la corte y, más tarde, a la Corona.

Con Arce lejos, ha alcanzado la cima y pasado a dominar en la sombra al Santo Oficio. Pero, para su desgracia, ahora no puede emplear su fuerza e imponer su concepción del Estado por causa de la presencia francesa. ¡Exurge Domine! Años de lucha y trabajo por ir ascendiendo en la escala jerárquica del Tribunal resultaban inútiles por causa de la invasión de los bastardos extranjeros... Pero no va a consentir que su obra, tan minuciosa y trabajadamente labrada, quede en nada por este imprevisto. El Reino de Dios salvará a los españoles de su decadencia y él será su conductor como intermediario del Altísimo.

Pero una nueva idea lo obsesiona desde hace unas pocas horas: necesita realizar un acto de desagravio a Dios por la misa negra. Y ha empezado a imaginar en qué consistirá. Al igual que el fuego extrae el metal puro de las entrañas del sucio mineral, el nuevo mundo que anhela habrá de nacer como verdad única de la catarsis del mal. Y un ser inmaculado e inocente emergerá del pozo de inmundicia que lo enclaustra para contribuir a la redención de España.


7 Entregados a los tribunales ordinarios de la Corona para ser ejecutados después de haber sido condenados a muerte por los de la Inquisición. El Santo Oficio nunca ejecutaba las penas de muerte que dictaba.

8 Hoy llamada de Isabel la Católica. En el moderno edificio de su número 4, estaban antiguamente las instalaciones del Santo Oficio aquí apuntadas.

9 Levántate Señor y juzga tu causa.