Agradecimientos

Estar escribiendo estas palabras me parece increíble. Yo, que recibí tantos rechazos de editoriales que llegó un momento en el que estaba segura de que nunca lo conseguiría, ahora he ganado el premio de Neo y, de su mano, he descubierto lo que se siente cuando los sueños se transforman en realidad.

Gracias a los miembros del jurado por darme los mejores regalos del mundo: confianza, ilusión y fuerza renovada. A Anna, mi editora, por demostrarme aquel día tomando un café en Atocha que para ella estos personajes existían, me hizo sentir menos loca y saber que estaban en buenas manos. Un pálpito. Y no me he equivocado. He disfrutado cada detalle de esta edición.

Dicen que existe una novela en la que todo autor se deja el corazón y otra que se lo hace más grande. Esta es de las segundas. Gracias a esta historia se ha forjado una amistad, un triángulo, una unión que hace que, para mí, los mejores recuerdos de este libro sean los que he compartido con Pilar e Inés. Ellas lo han sido todo. Me han demostrado que el camino de la literatura compartido es mucho más divertido, real y único. Han estado a mi lado. Siempre. Desde la primera palabra hasta la última. Chicas, lo hemos conseguido, por fin vamos a poder achucharlo.

A Daniel Ojeda por demostrarme que hay gente que es buena porque sí y que, como Sam, tiende su mano sin esperar nada a cambio, por el placer de poder hacerlo. A Alice Kellen y a María Martínez, todavía estoy haciendo la croqueta y gritando como una niña pequeña por vuestras frases. Tener compañeras así le da sentido a este mundo literario. Hace que lo mires de otro modo. Que veas el lado bueno de las cosas.

A mi familia: Bertita, Antonia, Nuria, Rubén, Jorge, Amparo, Miguel Ángel (Titi), Javier, Elena y Pablo. Gracias, papá, por aconsejarme, por ser mi constante, por tener la pizca justa de cautela para que mamá y yo mantengamos los pies en la tierra y, una vez que todo ha salido bien, celebrarlo como si verme feliz fuese lo que mueve tu mundo. Gracias, mamá, por la ilusión, por hacerte unas gafas para poder leer mis novelas, por confiar tan fuerte cuando todo se veía negro que era imposible que tu entusiasmo no se contagiara, por ser el impulso que necesitaba para dejar de llorar y ponerme una vez más detrás del teclado. Tú eres la razón por la que sigo haciéndolo. La heroína de mi historia.

A toda la gente de mis dos pueblos, Villora y Villar del Maestre, ver cómo tantas personas se vuelcan contigo te hace un nudo en la garganta y te pellizca el corazón. En especial me gustaría mencionar a mis amigos: Alejandro, Silvia, Miguel, Alberto, Carolina, Mónica, Toni, Samuel, Antonio, Sergio, Víctor, Carmén, Guillem, Tamara, Rubén, Nuria, Vanessa, José, Nico, Paula, Lara, Natalia, Berta, Diego, Mario, Blanca, Rodrigo, David, Irene, Carlos, Darío, Noah, Laura, Alicia, Andrea, Noah, Laura, Guiye, Raúl, Ana, Rosa, Tito, Belén, Sergio y Lucas. A mis amigos de la universidad, Raúl, Alberto, Dani y Carlos. A mis amigas del colegio, Cristina, Alba, Silvia, Bea y María, de vallecasdigital, Paloma y Tamara, y mis amigos del Erasmus, Ana, Paula, Vera, Cristian, Sara, Ángela, Mado, Roberto y Laura. Saber que una novela más os puedo dar las gracias solo puede significar una cosa, seguís a mi lado, y nuestra gran familia crece.

¿Creías que te quedabas sin agradecimiento, rubita? Eso nunca. Te he dejado para el final como venganza por decir que me río a trompicones o como un perro pulgoso (¡Mi maldad no conoce límites!). Mis chicas del CAM (y chicos) tenían que estar aquí. Y es que vosotras me regaláis cada día con vuestras conversaciones, risas y amistad todos los sentimientos que después quiero transmitir en mis novelas. Sois el ejemplo de que nunca sabes cuál es el camino que conduce directo a la felicidad. A veces tomas una autopista sin muchas expectativas y, ¡magia!, te das cuenta de que existe un mundo en el que madrugar no es tan malo si sabes que vas a compartir tus horas con gente maravillosa. A Sheila, Raquel P., Nuri, Sandra, Sara, Raquel V., Andrea, Javi, Ceci, Rosa, J. C., Fani, Virginia, Yoana, Eva, Virgi y Nati (el mensaje es el mismo para ti, aunque el departamento sea distinto). Con vosotras al fin del mundo, ¡incluso a tirarnos con un paracaídas o hacer mi primera fiesta de pijamas con casi treinta añazos!

A Sam, April y Sebastian. Gracias por devolverme la ilusión por escribir. Gracias por dejarme contar vuestra historia. Gracias por mudar la piel conmigo, romperme, reconstruirme, enamorarme y hacerme sentir de todas las maneras posibles. Gracias a vosotros encontré mi voz. Gracias a vosotros mi universo cambió de color. Con el vuestro. Y ahora os veo allí donde mire.

Por último, quería darte las gracias a ti. Por leer su historia, por hacer que cobren vida de nuevo, por permitir que sigan existiendo y por dejar a esta autora soñar con que ellos serán eternos. GRACIAS.

Capítulo 1

7 meses después.

El café todavía estaba caliente y humeante en la taza de mariquitas rojas y negras en la que llevaba desayunando desde el colegio. La agarré con las dos manos y templé mis dedos helados mientras observaba cómo el columpio, que construyó mi padre en mi más tierna infancia, se movía al ritmo del viento, como si este lo meciese, con las hojas secas que se habían caído del viejo roble sobrevolando a su alrededor como si siguieran una armoniosa melodía que yo no era capaz de descifrar.

Sorbí un trago pequeño reflexionando sobre las ironías de la vida. Últimamente pensaba mucho. Puede que demasiado. Cualquier cosa, por insignificante e inapreciable que fuese, captaba mi atención. Una consecuencia de mi encierro voluntario, del hartazgo de mantener conmigo misma idénticas conversaciones, de repasar una y otra vez el pasado hasta comenzar a difuminar el presente. Una curva que se repetía, incesante, una y otra vez. Esa mañana mi cabeza se concentró en la taza que sostenía y cómo su contenido había crecido a la vez que yo, pasando de estar repleto de cereales con chocolate o miel al café solo que dejaba un regusto amargo en el interior de mi boca.

Estuve así hasta que vacié el contenido y lo dejé en el lavavajillas. En el interior estaban los recipientes usados de mis padres y mi hermana. Ese sábado habían madrugado. Lo sabía porque los había oído hablar entre lo que a ellos debían de parecerles susurros para no despertarme. Mi padre había sido el primero en bajar a la planta inferior. Lo había hecho como de costumbre, andando como si fuera un ciclón destructivo que no podía evitar arrasar con todo en cuanto se movía, chocando contra cualquier mueble y pared que se cruzaba en su camino. Después del tercer «mierda», estuve a punto de salir para decirle que podía encender la luz antes de que se diese un golpe por el que tuvieran que amputarle el dedo gordo del pie. No lo hice. Permanecí en la misma posición que había tenido durante las tres horas que llevaba en vela, tumbada y sin hacer ningún tipo de ruido, mirando a la nada, con la mente vacía.

Sabía dónde estaban todos. Ese año habían decidido hacer una especie de programación de actividades familiares para nuestras vacaciones. La semana anterior había tocado colocar los adornos navideños en la fachada color pastel de nuestra vivienda y ese día era el turno de la pintura de su despacho de abogados.

Mis padres se conocieron en la Universidad de California cuando ambos estudiaban Derecho. Al terminar, regresaron a la ciudad natal de mi madre, Charleston. Trabajaron en varios bufetes antes de decidirse a fundar su propio negocio. El despacho de los Collins estaba en nuestro jardín. Era pequeño, íntimo, con muebles de antaño que habían recolectado de la familia y las paredes repletas de cuadros motivadores.

Habían decidido hacerle un lavado de imagen sin contratar a nadie para que los asesorase. Querían que tuviese su propia esencia y personalidad. Estaban entusiasmados con la idea. Se avecinaba un desastre.

Llegué a la puerta de la entrada principal y me puse el abrigo rojo. A pesar de que este tenía capucha, decidí complementar mi atuendo con un gorro de lana blanco y una bufanda del mismo color. En los bolsillos encontré unos guantes. Valoré la idea y volví a guardarlos. Me parecía excesivo. Estábamos en Carolina del Sur, uno de los pocos estados que se libraban de las temperaturas glaciales en invierno. Aunque ese año parecía diferente. Un manto gris se había apoderado de nuestro soleado cielo. Otro signo más de que todo había cambiado.

Una corriente de aire frío me recibió cuando salí de casa. El barrio estaba silencioso, en calma, tranquilo. En mitad de esa quietud caminé hacia el coche. Suspiré aliviada al comprobar que mi padre no había dejado el suyo delante y podía marcharme sin necesidad de dar explicaciones, de mantener esa conversación diaria en la que ellos me preguntaban adónde iba y, para su disgusto y frustración, yo les contestaba que ya lo sabían.

–¿De dónde has sacado este gorrito tan cuqui? –Mi madre me sorprendió por detrás y me quitó la prenda antes de que pudiese reaccionar.

–Lo compré en el viaje a Alaska –le aclaré, girándome.

–¿En el que te partiste la pierna esquiando?

–Ese fue papá y, por lo que me habéis contado, influyó más la botella de whisky que el tío y él le habían robado al abuelo y se bebieron a morro antes de salir a la pista, que practicar deporte.

–Cierto, ¡qué cabeza la mía! Uno de los problemas de hacerse vieja, aparte de que las tetillas empiezan a sufrir los efectos de la gravedad, es que tengo tantas anécdotas que las mezclo. Voy a tener que hacer como en Inside Out y empezar a eliminar las innecesarias, o acabaré por volverme loca y te preguntaré a ti si has ido a que te hagan las pruebas de la próstata y a tu padre si le compro tampones. –Sonrió ante su ocurrencia. Mi madre siempre estaba feliz. Tal era su optimismo que, en el instituto, mis amigas y yo llegamos a pensar que consumía alguna sustancia y buscamos durante semanas como auténticas detectives plantas de marihuana por toda la casa–. ¿Qué dices? –Se lo colocó encima de la coleta. Parecía un pitufo al que se le escapaban rizos rubios por debajo.

–Te queda bien. –Me encogí de hombros.

–¿Sí? ¿No me hace cabeza cono?

–Para nada.

–Bien, me compraré uno cuando vaya a la tienda.

–Puedes utilizar este si quieres.

–¡Una señal más! Mi niña se hace mayor. Una adulta. Hace unos años me habrías amputado una mano si hubiera intentado sacar algo de tu armario…

–No seas exagerada…

–¿Exagerada? ¿Te recuerdo cierto día que me viste por la calle con una de tus camisetas y por poco me haces quedarme en sujetador para que te la devolviese?

–Me la estabas ensanchando… –refunfuñé.

–Me estaba adelantando al tiempo, haciendo hueco para que no tuvieses que tirarla cuando tus garbancitos… –para mi propia vergüenza, mi abuela y ella se habían empeñado en llamar así a mis pechos, y lo decían delante de todo el mundo– creciesen. –Evitó que añadiese algo colocándome de nuevo el gorro con tanto ímpetu que me tapó hasta los ojos–. No vayas a pillar frío.

–¿Y me lo dices tú?

Subí el borde para recuperar la visión y la miré de arriba abajo. Con esas temperaturas, más propias de Nueva York que de Charleston, iba vestida únicamente con una camiseta de manga corta blanca y un peto ancho vaquero por encima.

–Tenemos un trabajo frenético allí dentro. No puedes ni imaginarte el calor que hace. Una sauna, ¡eso es lo que parece! Y eso que no hemos empezado a montar los muebles. Entre tú y yo… –se acercó para susurrarme como si hubiera alguien más que pudiera oírnos– creo que tu padre está retrasando el momento porque en el fondo sabe que se marcó un farol cuando leyó las instrucciones y dijo que era pan comido.

–¿Todavía estáis con la pintura?

–¿Tienes alguna duda? –Se señaló a sí misma. Tenía manchados la cara, los brazos y la ropa de diferentes tonalidades–. Me he convertido en la paleta de mezclas de tu hermana. Podrías ayudarnos y evitar que me transforme en un arcoíris andante. –Los ojos azules le brillaron. Ahí estaba el motivo por el que había venido.

–Cuatro personas son suficientes para decidir un color…

–Tu padre no cuenta. Parece un animalillo acorralado entre tanta conversación femenina. Yo no sé decir que no y tu hermana y Clary… –Clary era la mejor amiga de Claire y un ente fijo en nuestra casa; no solo sus nombres se parecían, sino que daba la sensación de que eran siamesas, con la misma ropa, el mismo corte de pelo y las mismas expresiones al hablar– están emperradas en que sea rosa, ¡rosa! Ya ves cómo están las cosas. O vienes o nuestro despacho acabará siendo igual que el maldito apartamento de Barbie. –Bromeó, pero había una súplica en su voz. Obviamente, su petición camuflada iba más por otros derroteros que por la mera decoración.

–No puedo –zanjé para que no insistiese y yo me sintiese peor persona de lo que ya lo hacía–. Lo siento –añadí ante su gesto derrotado y doloroso–. Lo intentaré mañana…

–Sí, claro, cariño, mañana seguro que sacas un hueco.

Ambas sabíamos que era mentira, que nada cambiaría de un día para otro y que volvería a marcharme.

Dudó unos instantes antes de abrazarme. Antes no se despedía así. Ahora lo hacía siempre. A veces sospechaba que una parte de ella deseaba transmitirme parte de sus fuerzas con ese contacto, transformarse en pegamento, abarcar todas mis piezas rotas y desperdigadas entre sus brazos y fusionarlas de nuevo hasta volver a construirme entera. Suspiró apesadumbrada y yo tuve que apartarme para que mi coraza no se cayese al suelo y mostrase mi verdadero estado de ánimo. Lo mantenía a raya. Oculto. Mío. Me costaba sudor y esfuerzo no exteriorizarlo, porque el maldito luchaba con uñas, dientes y afiladas garras que me desgarraban por dentro para salir. Temía que, si eso sucedía, podría llorar hasta quedarme seca, con la fuerza de un río cuando se cae el dique que lo contenía en una presa y, con furia, arrasa con todo lo que pilla por su paso.

Volví a decirle adiós cuando arranqué el coche. Abandoné mi casa sin dejar de mirarla por el espejo retrovisor, viendo cómo poco a poco se hacía más pequeña. Me alivió girar en la carretera y dejar de observarla frotándose los brazos más para infundirse ánimos que para combatir el frío.

Dejé atrás Rainbow Row. La calle de casas de diferentes tonalidades recubiertas de musgo español y alineadas frente a la costa con magníficas encinas rodeándolas siempre me había parecido mágica, especial, diferente, con su propio carácter. Tanteé las diferentes emisoras en busca de alguna en la que el tema de conversación no girase alrededor de la Navidad, pero no encontré ninguna. Parecía que todos los locutores se habían puesto de acuerdo y habían viajado al país de la piruleta y entrevistaban a personas tan felices que bien podrían protagonizar la próxima película de Disney cantando a todos los animales que se encontrasen en el bosque.

La apagué. Podría haber sido políticamente correcta, decir que nunca me habían gustado ese tipo de festividades o ironizar acerca del consumismo de aquellos que participaban. Desmerecer la celebración para no revelar el verdadero motivo. La razón por la que no quería escuchar esas historias era porque me moría de rabia, de envidia, de impotencia. No comprendía qué habían hecho esas personas para merecerse ese estado de felicidad y, el detalle más importante, en qué había fallado yo para, en lugar de estar buscando nuevas recetas de galletas para el desayuno de Año Nuevo, ir camino del hospital.

Tuve que dar varias vueltas hasta que pude estacionar el coche en el parking. Era sábado y, por lo tanto, el día de visitas oficial. No ocurría así entre semana, cuando podía dejarlo prácticamente en la entrada. Quité el contacto, saqué la bolsa de aseo de la guantera y bajé el espejo. De nuevo no me reconocí. ¿Esa era yo? ¿En qué momento había perdido el color de la piel hasta ser tan blanca como la nieve, la luz de mis ojos azules o el brillo en la melena rizada rubia? ¿Cuándo se me habían instalado esas ojeras negras debajo de los ojos, los acentuados huesos de mis pómulos eran los protagonistas en mis mejillas o la forma de mis labios se asemejaba a la pintura de un payaso triste?

Negué con la cabeza. Él no podía verme así.

Me puse manos a la obra para evitarlo. Lo primero fue quitarme esa coleta propia de un espantapájaros y esmerarme en que las ondas adquiriesen el volumen al que lo tenía acostumbrado. Lo intenté con los métodos que practicaba antes, pero el resultado no fue el mismo. Era como si mi propio cabello estuviese muerto. Me decanté por echármelo todo hacia un lado recogido con horquillas para simular el efecto.

Una vez solucionado ese punto pasé a la siguiente fase. Mi cara. Quería eliminar el aspecto decrépito que la dominaba. Agradecí por primera vez que hiciera frío en la ciudad; sino, habría tenido que embadurnarme entera de maquillaje para que no se percatase de que mi piel tenía el tono asociado a los muertos vivientes. El jersey de cuello alto y los vaqueros me ayudaban a camuflarlo. Me puse colorete rosado para tener un aspecto más sano, máscara de pestañas y brillo. Revisé de nuevo mi imagen en el espejo del coche y, aunque seguía siendo una sombra difusa de lo que un día fui, me di el visto bueno para salir e ir a verlo.

Los adornos navideños me persiguieron al hospital. Los celadores ayudaban a las enfermeras a colocar el inmenso abeto que había comprado la institución. Los niños, ingresados o de visita, los miraban embelesados, como si estuvieran siendo testigos de una proeza.

Pasé de largo y fui directa a la habitación 303. La suya. Mis pies andaban de manera automática, sin tener que pensar qué pasillo seguir en esa especie de laberinto. Cuando quise darme cuenta estaba frente a la puerta blanquecina. Tomé una gran bocanada de aire mientras sostenía el frío pomo entre las manos y lo solté lentamente.

Cerré los ojos, forcé mi mejor sonrisa y abrí.

Respiré profundamente y entre el olor a antisépticos propio del hospital localicé su aroma. Despegué los párpados y allí estaba él. Sam. Tumbado en la cama, con un pequeño rayo de luz que había traspasado las nubes incidiendo directamente en su cara, acentuando el tono claro de las puntas de su cabello. Como siempre, cerré de un portazo, demasiado fuerte en la quietud del lugar, y corrí a su encuentro, como si la mismísima muerte me estuviera persiguiendo y yo necesitase rozarlo antes de abandonar este mundo.

Iba tan deprisa que mis Converse derraparon cuando frené en seco al lado de la cama.

El hueco libre del colchón era pequeño. No supuso ningún problema. Había perdido tanto peso que apenas necesitaba espacio. Normalmente, cuando el espejo del baño me devolvía mi propia imagen, me asustaba. Las costillas se marcaban tanto en mi piel que daba la sensación de que no tenían protección y podían partirse si alguien las rozaba demasiado fuerte, y mis piernas eran tan finas que temía salir volando si venía una ráfaga de aire. Era como una pluma débil e indefensa. Ese fue el único momento en el que agradecí ser un esqueleto andante por la facilidad a la hora de acoplarme a su lado. Me sentí como la pieza de un puzle moldeable, capaz de encajar con su cuerpo.

Estaba girado en dirección a la ventana. Lo miré a la cara, humedecí mis labios y, retirando un poco el tubo que llevaba adherido a la boca, lo besé con delicadeza y cuidado, cuando lo que más necesitaba era hacerlo con agonía, con fuerza, con determinación. Notar cómo su piel, que siempre había sido suave, estaba seca, fue un nuevo golpe, un latigazo que bien podría haberme hecho gritar si no hubiera estado acostumbrada a vivir permanentemente con ese dolor asfixiante a la altura del pecho.

–Hola, mi amor.

Sam no reaccionó y no lo culpé por ello. Hacía siete meses que no respondía a los estímulos. Exactamente desde que había entrado en coma después del accidente.

Observé la habitación. Durante todo ese tiempo me había dedicado a transformarla para que el día que se despertase se sintiese como en casa, con sus cuadros, libros y demás, y no en un lugar extraño, triste y frío. Hice una nota mental de los adornos que podría poner para trasladar la Navidad allí donde estaba él por si ese Dios en el que había dejado de creer, si es que un día lo había hecho, decidía demostrarme que existía y nunca nos había abandonado regalándome el milagro de mi vida. ¿No decían que en esas fechas se cumplían los deseos? Pues bien, yo solo quería uno. Pensaba tan fuerte en él que a veces me descubría roja, conteniendo la respiración, con las uñas clavadas en la palma de la mano.

Habría hecho cualquier cosa que me hubieran pedido, cualquiera, porque Sam regresase a mí. Gustosamente y sin ninguna duda incluso habría dado mi propia vida si antes me hubieran dejado escuchar su voz una última vez. Daba igual la palabra. Un simple «pequeña» me habría bastado. Ese sonido me habría proporcionado más vida en un segundo que llegar a cumplir cien años. Habría vivido en la inmundicia sin ninguna posesión por sentir cómo su dedo, simplemente su dedo, se movía un milímetro hasta acariciar el mío. No habría necesitado más. Por ese roce habría vendido mi alma al mismísimo diablo y no me habría arrepentido envuelta en llamas toda la eternidad. Total, yo ya vivía en mi propio infierno terrestre.

Paseé los dedos por su rostro hasta enredarlos en su cabello como un acto de reconocimiento. Para asegurarme de que seguía recordando todos los detalles de su anatomía, como, por ejemplo, el remolino que tenía en el nacimiento del pelo. Una vez que comprobé, aliviada, que no había olvidado nada, apoyé la cabeza en su pecho. Me reconfortaba y calmaba el movimiento de sus pulmones al llenarse de aire y los latidos débiles de su corazón eran un bálsamo, un tónico reparador, el sonido más hermoso que había escuchado en mi vida. Algo así como el llanto de un bebé que acaba de nacer para su madre. Era tan rítmico que a veces no podía evitar quedarme dormida como si fueran los acordes de una nana.

Lo abracé, inspiré profundamente para inundarme de su aroma y cerré los ojos para concederme unos segundos de paz antes de la rutina de todos los días. Después volvería a contarle nuestra historia una y otra vez en bucle hasta quedarme sin saliva, gastando todas las palabras que podía utilizar en una vida. Tendía a decirme que lo hacía para que, estuviera donde estuviera, la escuchase y supiera que seguía esperándolo, que lo haría hasta el fin de mis días. La realidad es que había otro motivo, y es que mientras le hablaba de cómo nos enamoramos, nuestro romance seguía siendo real. Era el clavo ardiendo al que me agarraba aunque me quemase la piel, esa esperanza que había evitado, por el momento, que me volviese loca.