COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española

Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación

Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

Procedimiento de selección de originales, ver página web:

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¿EL REENCUENTRO

EUROPEO?

A los veinticinco años de la

caída del Muro de Berlín

Editor

SALVADOR FORNER MUÑOZ

Autores

AMANDO DE MIGUEL

DONATO FERNÁNDEZ NAVARRETE

GUILLERMO PÉREZ SÁNCHEZ

HEIDY-CRISTINA SENANTE BERENDES

JOSÉ GIRÓN GARROTE

JOSÉ MARÍA MARCO

JUAN MASCAREÑAS PÉREZ-ÍÑIGO

RAFAEL L. BARDAJÍ

RICARDO MARTÍN DE LA GUARDIA

ROQUE MORENO FONSERET

SALVADOR FORNER MUÑOZ

SARA GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

SILVIA MARCU

YOLANDA GÓMEZ SÁNCHEZ

Valencia, 2015

Copyright ® 2015

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(Preparación y revisión del texto: Juan Boris Ruiz)

© TIRANT HUMANIDADES

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Introducción

A los veinticinco años de la caída del Muro de Berlín (1989-2014)

SALVADOR FORNER MUÑOZ

La trascendencia de los cambios operados en el continente europeo desde el derrumbe del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 permite contemplar esa fecha como una especie de divisoria que marca el fin del orden europeo surgido de las cenizas de la Segunda Guerra; que señala, asimismo, el inicio de un nuevo período de la historia de Europa y del proceso de integración comunitaria desarrollado desde los años cincuenta del pasado siglo. Dicha trascendencia quedó resaltada ya en su momento por acontecimientos cuyas consecuencias han sido, y continúan siendo, determinantes para el devenir europeo de los últimos veinticinco años. Desde finales de 1989 hasta comienzos de 1992, es decir, en poco más de dos años, se produjo el hundimiento de los regímenes comunistas de la Europa del Este y la implosión de la Unión Soviética, la reunificación de las dos Alemanias en un único Estado y la aprobación del Tratado de la Unión Europea, hito trascendental en la historia de la Europa comunitaria.

Quizá sea ahora, transcurrido un cuarto de siglo desde dicha simbólica fecha, cuando la sensación de estar viviendo una «historia todavía abierta» se ha hecho más patente, y cuando se percibe con más nitidez la estricta contemporaneidad con el presente de aquellos acontecimientos. La preeminencia de Alemania en el seno de la Unión, tras el inicial bache atravesado como consecuencia de los costes de la reunificación; los problemas institucionales originados por una ampliación sin precedentes; la existencia del euro como factor condicionante de la evolución económica de los países perteneciente a la Unión Monetaria, y del impacto sobre los mismos de la reciente crisis, echan sus raíces precisamente en las transformaciones, cambios, nuevos proyectos y retos a los que se enfrentó Europa en los años que siguieron a la caída del Muro. Por lo demás, la vuelta a Europa de esa mitad del continente separada durante decenios de la otra mitad, como consecuencia del antiguo dominio soviético, se ha convertido en pieza clave de la geopolítica europea e internacional como muestra en la actualidad el preocupante conflicto ucraniano.

No le faltaba razón al historiador británico Perry Anderson cuando algunos años después de la caída del Muro afirmaba que las tres cuestiones cruciales a las que se enfrentaba la Unión Europea en aquellos momentos —la moneda única, el papel de Alemania y la multiplicación de Estados miembros— constituían las arenas movedizas políticas sobre las que debía levantarse el edificio de Europa1. Desde la perspectiva que facilitan los veinticinco años de distancia y el conocimiento de la trayectoria de Europa desde dichos momentos hasta nuestros días puede haber razones para un matizado optimismo sobre la situación actual de la Unión pero resulta quizá prematuro afirmar que dichas arenas movedizas hayan quedado definitivamente atrás. La casual coincidencia en 2014 del aniversario de los cien años desde el comienzo de la Primera Guerra y de los veinticinco años de la caída del Muro constituye un buen motivo para la reflexión sobre el pasado reciente, y el más lejano, de una Europa enfrentada ahora a unos retos de futuro pero en la que un posible «retorno» al pasado no debe ser contemplado como una mera referencia retórica.

Con unas características especialmente dramáticas, ese retorno al pasado se hizo patente en la antigua Yugoslavia entre 1991 y 1999 en lo que constituyó el mayor fracaso de la historia de Europa desde la finalización de la Segunda Guerra2. Nos lo recuerda Roque Moreno al abordar en el capítulo tercero de esta obra colectiva el análisis de la descomposición del Estado yugoslavo y de los acontecimientos que ensangrentaron «el patio trasero» de la recién creada Unión Europea. La imagen y legitimación internacional de ésta iba a verse muy deteriorada en la década de fin de siglo como consecuencia del conflicto balcánico. Resultaba paradójico que, a pesar de los propósitos de asumir un protagonismo en política exterior y de seguridad, la Europa comunitaria no fuera capaz de intervenir en su propio continente para evitar el genocidio que se estaba perpetrando en Bosnia. Incapacidad más paradójica todavía si se tiene en cuenta que muy poco antes, en 1991, había entrado en guerra contra Irak en apoyo de Estados Unidos para restablecer el orden internacional3. El espectáculo de las operaciones de limpieza étnica a las puertas de la recién creada Unión Europea aportaba el recuerdo de tiempos que parecían ya superados en una especie de bucle vengativo de la historia4. Y lo peor es que, aunque no fuera esa la causa del conflicto, todo había comenzado con una política errática y desunida de los distintos Estados miembros, incapaces de ver lo que podía significar la destrucción precipitada de la antigua Yugoslavia.

La manifiesta incapacidad de los países comunitarios para articular una mínima posición común determinó la pérdida de la gestión de la crisis yugoslava en el marco europeo y el traslado de la misma a la imprecisa «comunidad internacional», es decir, Estados Unidos y Rusia, con lo que finalmente la prioridad fue que el conflicto balcánico no se convirtiera en fuente de divisiones entre la Unión Europea, la OTAN y Rusia. Desde entonces hasta la independencia de Kosovo en febrero de 2008, la actuación de los agentes internacionales en el conflicto ha sido interesada y contradictoria, y ha supuesto en el caso de los países de la Unión Europea respecto a la cuestión kosovar, con la excepción de España y Chipre, un peligroso precedente de apoyo a procesos secesionistas que se pone ahora en evidencia con la posición actual de apoyo a Ucrania ante la cuestión de Crimea y de los territorios orientales del país originando una indudable deslegitimación de la política internacional de la Unión.

Es precisamente en la esfera internacional donde los cambios derivados de la caída del Muro han tenido mayor repercusión para Europa. El final de la Guerra Fría supuso una pérdida de protagonismo europeo al haber dejado de ser el continente el escenario privilegiado de un conflicto que, con la descomposición de la Unión Soviética y la debilidad inicial como gran potencia de la nueva Rusia, dejaba a EE.UU. como potencia hegemónica en el nuevo orden mundial. La nueva situación internacional suponía, como subraya Rafael L. Bardají en el capítulo sobre las consecuencias estratégicas de la caída del Muro, un cambio bastante súbito en las condiciones que desde la segunda postguerra definieron un sistema mundial de estabilidad, en el marco de la tensión entre los dos bloques, y de la focalización de los conflictos. De alguna forma, las sociedades europeas occidentales se habían beneficiado enormemente del colchón de seguridad que durante la guerra fría supuso la alianza con Estados Unidos. Y no sólo desde el punto de vista de la defensa sino también por la enorme cantidad de recursos que, gracias al potencial bélico de Estados Unidos, se ahorraron los europeos en sus presupuestos militares. Tanto, que no resulta exagerado decir que el Estado de bienestar «a la europea» ha sido fruto en buena parte de esa beneficiosa relación con la gran potencia americana. Pero desde comienzos de la década de 1990 la Unión Europea se enfrentó a su propia impotencia para responder con un mínimo decoro a sus responsabilidades en materia de seguridad y defensa.

El gran problema de la Unión Europea es que durante los cuarenta y cinco años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Europa occidental quedó relegada estratégicamente a esa situación de dependencia militar de Estados Unidos. No obstante, el ser Europa escenario privilegiado de la lucha entre el comunismo y las sociedades democráticas permitió a los europeos occidentales conservar un grado de influencia y respeto internacionales más alto del que correspondería a su mermada potencia militar. El final de la Guerra Fría puso al descubierto, sin embargo, que la pujanza económica de Europa no se traducía necesariamente en poder estratégico y geopolítico5. El unilateralismo norteamericano en la política internacional, tan denunciado en su momento por algunos dirigentes europeos a raíz del agravamiento de la crisis de Irak en 2003, era consecuencia más bien del vacío producido por la ausencia de una auténtica voluntad europea para desarrollar un potencial militar mínimamente digno y con garantías de operatividad que de una opción voluntaria por parte de Estados Unidos6. No obstante, la evolución posterior de la potencia americana, especialmente tras el inicio de la crisis financiera en 2008, ha significado, como señala Rafael L. Bardají, una convergencia con la actitud europea en materia de política internacional al producirse un repliegue que pone en entredicho la capacidad de liderazgo de Estados Unidos para seguir dando forma al sistema mundial.

El nuevo escenario internacional producido por ese repliegue estadounidense y por la emergencia del poderío militar ruso sitúa a los territorios fronterizos de la Unión Europea con Rusia en una zona de conflicto que, aunque quizá resulte prematuro decirlo, puede convertirse en una amenaza futura incluso para la estabilidad de algunos de los países orientales de la Unión. La descomposición del bloque soviético, que se analiza en este libro con sendas aportaciones de Guillermo Pérez Sánchez y de José Girón Garrote, supuso la mayor convulsión geoestratégica del siglo XX. La transitoria debilidad de Rusia, como heredera del antiguo imperio soviético, se tradujo en un repliegue ruso a favor de occidente en los territorios que habían constituido el antiguo glacis soviético. La incorporación a la OTAN desde 1999, y posteriormente a la Unión Europea, de los países del antiguo bloque comunista constituyó una pérdida de influencia, fruto de circunstancias históricas excepcionales, muy difícil de digerir por la gran potencia oriental. Para sobrevivir geopolíticamente como tal potencia Rusia necesita mantener una esfera de influencia política y económica, lo que requiere impedir que los territorios de su vecindad oriental basculen hacia la Unión Europea7. Pero en ese nuevo equilibrio, más allá de los nuevos Estados surgidos de la descomposición de la URSS, como Ucrania, Bielorrusia o Moldavia, quizá puedan verse también afectados los países de la Unión fronterizos con dichos territorios.

No debe olvidarse que, a pesar del entusiasmo inicial hacia la Unión Europea, las sociedades de los países del antiguo bloque comunista han evolucionado hacia un cierto distanciamiento y escepticismo respecto a la integración europea. Quizá no falten motivos para ello, tanto por la actitud de occidente antes de la caída del Muro como por las dificultades y aplazamientos de su plena incorporación a la Unión. La «otra Europa» parecía haber quedado, en efecto, definitivamente excluida del proyecto comunitario europeo hasta que se produjo la descomposición del bloque soviético. La división de Europa estaba prácticamente asumida en el subconsciente europeo, aunque no en la retórica oficial, por más que los alemanes occidentales, como señala el historiador británico Tony Judt, hubieran estado cerca de reconocerlo oficialmente con la Ostpolitk de Willy Brandt y sus sucesores socialdemócratas8. Es muy posible que durante cuarenta años a partir de 1949, como señala también Judt, los europeos occidentales hubiesen llegado a tener un «profundo y creciente interés en mantener a Europa dividida»9.

De lo que no hay duda es que el statu quo de la división de Europa había sido aceptado poco menos que como inmutable por los dirigentes occidentales hasta el propio momento de la caída del Muro. Tampoco hay duda de que las sociedades occidentales permanecieron ajenas a la situación económica y política de la población de los países del Este y a los movimientos de disidencia, por no hablar de la actitud de identificación con los regímenes comunistas por parte de amplios sectores de la izquierda y de la intelectualidad occidentales. Así se apunta en el capítulo de este libro a cargo de José María Marco en el que se da cuenta de la inflexión producida al respecto por la evidencia, ahora ya sin excusas para su descarnado conocimiento, de la realidad económica y política padecida por las sociedades del Este de Europa durante largos decenios. Dicha evidencia no ha significado, sin embargo, una completa liberación de las tentaciones totalitarias por parte de dicha intelectualidad ni ha supuesto tampoco, como se analiza en el capítulo de este libro dedicado a la evolución de la izquierda europea tras la caída del Muro, una completa revisión de dogmas y una total aceptación de los fundamentos de las sociedades abiertas.

Por lo que se refiere a su incorporación a la Europa comunitaria, no hay duda de que las reticencias y recelos iniciales de occidente10 pudieron también producir un cierto desencanto en dichas sociedades. Pero lo cierto es que los problemas venían del pasado y que, aunque no quizá con la intensidad necesaria, las ayudas comunitarias comenzaron a desplegarse desde el año 1990 en el marco del denominado programa PHARE para la ayuda y reconstrucción de los países del antiguo bloque soviético11. Es evidente que para los países occidentales la incertidumbre sobre el mantenimiento de los logros económicos y sociales conseguidos a lo largo del proceso comunitario se agravaba ante la perspectiva de una futura incorporación a la Unión Europea de dichos países. A pesar de ello, en la cumbre de Copenhague del 21 y 22 de junio de 1993 se abrió ya la posibilidad de una ampliación hacia los mismos y, posteriormente, en el Consejo Europeo celebrado en Essen los días 9 y 10 de diciembre de 1994 se pondría en marcha el proceso de preadhesión. Aparte de las dificultades institucionales que una ampliación de tales dimensiones planteaba, se producía también una gran inquietud por las consecuencias que la incorporación de nuevos Estados miembros, con un nivel de renta muy inferior al de la Europa comunitaria y con importantes sectores agrarios, podría tener en la redistribución de ayudas y fondos europeos.

Tras las expectativas iniciales y la apertura hacia la democracia y la economía de mercado en los países que acabarían incorporándose a la Unión, pronto se puso de manifiesto que las dificultades para la superación del pasado resultaban más importantes de lo que cabía imaginar. En el plano político, las nuevas democracias del Este desarrollaron procesos constitucionales que han ido consolidando las nuevas democracias europeas. La adhesión de las mismas a la Unión Europea ha debido cumplir con los principios contenidos en el Tratado de Maastricht que impone que dichos Estados acrediten en sus ordenamientos constitucionales la asunción de los principios comunes de libertad, democracia, respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el Estado de Derecho, recogidos en los criterios de Copenhague que cimentaron la quinta ampliación de la UE en 2004. Recíprocamente, como se analiza en el capítulo a cargo de Yolanda Gómez, la ampliación significó también una adaptación «constitucional» de la Unión para encajar en las instituciones europeas la presencia de los nuevos Estados miembros.

Pero era en el plano económico donde iban a plantearse las mayores dificultades. La situación de dichos países no era similar a la de países menos desarrollados o a la de las propias sociedades occidentales antes del despegue industrial, ni siquiera a la de sociedades tradicionales en vías de desarrollo. El comunismo no sólo había destruido los fundamentos económicos anteriores a su implantación sino que había arrasado también el tejido de relaciones sociales propio de las sociedades abiertas y configurado un tipo de mentalidad colectiva muy poco apto para los retos que se avecinaban. No se trataba tan sólo por tanto, en el caso de las «democracias populares», de un paréntesis de más de cuarenta años tras el cual podía enlazarse, sin apenas traumas, con la anterior historia de dichos países sino de una situación de descomposición social e institucional sin precedentes que mostraba el demoledor resultado producido por la eliminación durante tantos años de las libertades políticas y económicas, la democracia y la economía de mercado. Las dificultades de la transición hacia un nuevo orden económico podían ser percibidas, sin embargo, como un mal derivado del paso al capitalismo y no como consecuencia del retraso provocado por el socialismo. Ello permitió a los partidos herederos de las antiguas formaciones políticas comunistas, como se analiza en el capítulo de este libro a cargo de Ricardo Martín de la Guardia, mantener durante un tiempo un papel relevante en la escena política de dichos países. De tal forma que, apelando a las seguridades, al legado de valores, a los comportamientos adquiridos y a la visión del mundo perfilados durante décadas, la herencia comunista dispuso de una capacidad movilizadora todavía notable para influir y obtener respaldo de ciertos sectores sociales por medio de los «partidos sucesores».

Pero una rápida incorporación a la Unión Europea tampoco podía ser la fórmula milagrosa para resolver los retos sociales y económicos planteados por la caída del comunismo y contrarrestar esa nostalgia del pasado; y tampoco podían asumir de golpe los países de la Unión las consecuencias de una rápida ampliación. La experiencia alemana, con la incorporación inmediata de los territorios de la antigua RDA a la Comunidad Europea, mostraba que dicha fórmula podía tener muy malas consecuencias. La reunificación de las dos Alemanias, impulsada por el canciller de la República Federal Helmut Kohl en 1990 tuvo, en efecto, una honda repercusión sobre la economía alemana y, consiguientemente, sobre la de los países europeos occidentales. La situación de deterioro económico y de infraestructuras de la antigua Alemania comunista superaba con creces las peores previsiones y obligaba a un trasvase de recursos de cuantiosas proporciones. La reunificación resultaba moral e históricamente irreprochable pero quizá se produjo de forma excesivamente precipitada. Como analizan Sara González y Juan Mascareñas, la aparición de la nueva Alemania afectó notablemente al hasta entonces gran motor de la integración europea, la República Federal Alemana, porque asumir la carga de la parte oriental resultó ser —económica, social y psicológicamente— mucho más costoso de lo esperado y originó un cambio en sus prioridades del que, lógicamente, se resintieron los demás socios europeos. La reunificación se produjo además en momentos en los que el ciclo económico entraba en muchos países europeos en una fase recesiva que se agudizó como consecuencia de la subida del tipo de interés del marco, abriendo una etapa de gran incertidumbre económica en los años iniciales de la nueva Unión Europea.

Finalmente, la ampliación al Este se produjo en 2004 mediante la adhesión a la Unión de diez nuevos países, la mayoría de ellos pertenecientes al antiguo ámbito comunista. El proceso de ampliación hacia las nuevas democracias del Este de Europa, que puede seguirse en el capítulo a cargo de Donato Fernández Navarrete, se inició formalmente en marzo de 1998, aplicándose los criterios de adhesión establecidos en la cumbre de 1993. Obligaban éstos a los futuros Estados miembros a contar, en el momento de la adhesión, con instituciones democráticas, una economía de mercado con posibilidades competitivas y la capacidad suficiente para asumir las obligaciones derivadas de la pertenencia a la Unión por medio de una administración pública capaz de aplicar y gestionar la legislación comunitaria. Desde la caída del comunismo en 1989 hasta que se hiciera efectiva la adhesión de los nuevos diez países iban a transcurrir un total de quince años. Demasiado tiempo si se tienen en cuenta las expectativas y las esperanzas que las sociedades del Este habían depositado inicialmente en la Europa comunitaria. Es cierto que otras ampliaciones habían llevado también su tiempo, que un país con un alto nivel de desarrollo como el Reino Unido había logrado la adhesión después de dos intentos previos y que España y Portugal fueron aceptados en la Comunidad después de muchos años de esfuerzos. Pero ninguna de las situaciones anteriores resultaba comparable desde el punto de vista geopolítico con la nueva ampliación, ni alcanzaba los niveles simbólicos que revestía la entrada en la Unión Europea de una buena parte de los países de Europa oriental, sometidos a lo largo del siglo XX a las dos experiencias totalitarias más destructivas que, hasta ahora, ha conocido la Humanidad.

El comienzo de la «unificación europea» iba a llegar finalmente más como consecuencia del propio esfuerzo de los antiguos países comunistas que como resultado de una decidida y unánime actuación de la Europa desarrollada a favor de los «hermanos pobres» de la «otra» Europa. Aun así, e incluso a pesar de las reticencias que acompañaron el desarrollo de la ampliación a diez nuevos países, la culminación de ésta supuso un hito histórico de enorme magnitud y el que en la actualidad, tras las posteriores incorporaciones de Bulgaria, Rumania y Croacia, podamos hablar indistintamente con cierta propiedad de Europa o de Unión Europea como términos prácticamente coincidentes desde el punto de vista territorial12.

Esa «unificación» de Europa, que en el título de este libro se expresa con el término «reencuentro», no deja de ser meramente simbólica y de ahí la interrogación que lo acompaña. Quizá, con una más que abusiva licencia comparativa, podría decirse que Europa retornaba en 1989, tras lo que se ha dado en llamar el «corto siglo XX», a la historia anterior al estallido de la Primera Guerra. Los sobrevivientes a dicha catástrofe contemplaron los años anteriores al conflicto como una belle époque, en una visión sin duda idealizada por el contraste con la época de enfrentamientos y divisiones que abrió la Gran Guerra. Pero tampoco ahora, al igual que en aquel entonces, deberíamos ser excesivamente complacientes con una Europa en la que las desigualdades entre países, el rebrote del identitarismo nacional y el recelo hacia el extraño plantean el riesgo de exclusiones y discriminaciones que dificultan las libertades de circulación y residencia y el derecho al trabajo en cualquier país de la Unión de los ciudadanos europeos. En el capítulo de este libro a cargo de Silvia Marcu se analiza, con especial referencia a España, el lento y dificultoso camino para llegar a la apertura total de las «fronteras laborales» para los ciudadanos comunitarios y de cómo incluso, al día de hoy, subsisten las reticencias bajo el discurso euroescéptico de una presunta llegada masiva de inmigrantes y el correlativo abuso de los sistemas de seguridad social.

Después de veinticinco años desde la caída del Muro, otros muros no visibles permanecen enhiestos o se levantan en actitud defensiva ante los retos que hoy en día se plantean a Europa. A ellos nos aproximan las reflexiones finales de Amando de Miguel con las que se cierra este libro colectivo. Europa está muy lejos de las metas federales soñadas por el idealismo europeísta de la segunda postguerra. Incluso puede resultar excesivo hablar de un éxito definitivo e irreversible del proceso integrador tal como ha llegado a nuestros días. Pero no puede negarse la capacidad de atracción de dicho proceso desde su núcleo inicial de seis países a la actual Unión Europea de veintiocho miembros. Indudablemente, los sucesivos procesos de ampliación han tenido, y tendrán, el efecto de aumentar la heterogeneidad y diversidad de preferencias entre los Estados miembros. En primer lugar por la existencia de distintas tradiciones históricas recientes de cada uno de ellos pero también por la convivencia en el seno de la Unión de muy diferentes ciclos de modernización económica, social e institucional que sólo con el tiempo adecuado podrán armonizarse.

La futura superación de una crisis que ha afectado de forma desigual a los países de la Unión podrá quizá servir para solventar la encrucijada que, tras las elecciones de mayo de 2014, se abre ante Europa. La deriva hacia un populismo que, a derecha e izquierda, apela al descontento y al malestar social, apuntando como responsable a las políticas europeas de ajuste, puede constituir, sin duda, un factor desestabilizador de la Unión Europea y originar cambios impredecibles en los actuales sistemas partidarios de algunos de los más importantes países comunitarios. Por el contrario, si se define correctamente hacia qué unidad europea aspiramos, sin ocultar a la ciudadanía los costes de su consecución, y se abordan decididamente las reformas estructurales necesarias para mantener el actual diseño de la Unión, se podrán superar las incertidumbres que, tras veinticinco años de ampliación y profundización, aquejan actualmente al proceso integrador.

Sirvan unas líneas finales para expresar el reconocimiento a la Consellería de Educación y Cultura de la Generalitat Valenciana y al Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil Albert por su aportación a este trabajo colectivo con el que esperamos contribuir al mejor conocimiento del devenir europeo durante los últimos veinticinco años.

1 Anderson, Perry, El Nuevo Viejo Mundo, Madrid, Akal, 2012, p. 60 (El ensayo original del que procede la cita fue publicado en 1996 en la London Review of Books).

2 Ruiz-Domènec, José Enrique, Europa. Las claves de su historia, Barcelona, RBA Libros, 2010, pp. 342 ss.

3 Una interesante reflexión sobre la debilidad de Europa en política internacional a propósito del conflicto en Bosnia en: Bilbeny, Norbert, Europa después de Sarajevo. Claves éticas y políticas de la ciudadanía europea, Barcelona, Ediciones Destino, 1996, pp. 225-232.

4 Vid. Tertsch, Hermann, La Venganza de la Historia, Madrid, El País-Aguilar, 1993, pp. 9-17. A este respecto señalaba Ralf Dahrendorf: «Las grandes fallas históricas de Europa aparecen de nuevo ante nosotros: son las grietas de las divisiones entre las grandes religiones del mundo, las grietas de las divisiones en el interior del cristianismo, el cisma entre católicos y ortodoxos. Las grietas de las divisiones entre los viejos imperios: el de los Habsburgo, el otomano y el ruso (…). Existe un desafortunado lugar de Europa en el que virtualmente todas estas grietas parecen converger, en una mezcla explosiva y terrible; ese lugar es Bosnia» («Entre la vieja y la nueva Europa», Política Exterior, VII, 34, 1993, p. 20).

5 Vid. Kagan, Robert, Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial, Madrid, Taurus, 2003.

6 El presupuesto de defensa estadounidense —380 mil millones de dólares en 2003— superaba con creces al de todos los países de la Unión Europea y era superior también al de todas las potencias mundiales sumadas. Rusia, por ejemplo, gastaba 65 mil millones en defensa, China, 47 mil y Francia, 30 mil.

7 Torreblanca, José Ignacio, «Sangrienta vecindad», El País, 20 de febrero de 2014.

8 Judt, Tony, ¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa, Madrid, Taurus, 2012, pp. 53 ss.

9 Ibídem.

10 Especialmente por parte de Francia. Vid. Verluise, Pierre, Vingt ans après la chute du Mur. L’Europe recomposée, París, Choiseul Éditions, 2009, pp. 143 ss.

11 Vid. Pérez Sánchez, Guillermo, «La ‘nueva Europa’: de la caída del comunismo a la integración en la Unión Europea», en: Forner Muñoz, Salvador (Ed.), La construcción de Europa. De las «guerras civiles» a la «unificación», Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, pp. 207 ss.

12 Los únicos Estados Europeos, dejando a un lado a Rusia, que no pertenecen a la Unión son Suiza, Noruega e Islandia y algunos de las antiguas Yugoslavia y Unión Soviética. El territorio ocupado por los países de la Unión supone más del 70 por 100 del total del continente, exceptuando también la parte europea de Rusia.

Capítulo I

Los últimos años de la URSS: la época de Gorbachov

GUILLERMO Á. PÉREZ SÁNCHEZ

«La experiencia nos enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno es generalmente aquel en que empieza a reformarse.»

Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la revolución

«Cada generación vive en el absoluto: se comporta como si hubiese llegado a la cima, o al fin, de la historia.»

E. M. Cioran, Del inconveniente de haber nacido

Liminar

Desde el mismo momento del primer golpe de Estado de los bolcheviques, en 1917, comenzaron a desgranarse opiniones respecto al «viraje decisivo» hacia la degradación del socialismo en la Unión Soviética13. En nuestra opinión14, el primer hito fundamental en la desintegración del Estado soviético tuvo lugar con motivo de la celebración, en febrero de 1956, del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS): el Congreso de la «desestalinización». Sin embargo, el proceso desatado por Kruschov no sólo afectó a Stalin (y a sus métodos de terror), sino que la esencia del sistema soviético quedó irremediablemente tocada. Ante tal evidencia se dio marcha atrás de manera apresurada, pero el momento de peligro sufrido por el régimen (recuérdese a Tocqueville: «La experiencia nos enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno es generalmente aquel en que empieza a reformarse») marcó ineluctablemente su camino hacia la desintegración.

El segundo hito fundamental hacia el colapso de la URSS llegó treinta años después y coincidió con el proceso a gran escala de reestructuración —la perestroika— ensayado por Mijaíl Gorbachov15. En efecto, a la altura de 1985 se podía hablar con propiedad de la descomposición interna del sistema socialista, lo que estaba produciendo su muerte natural, biológica, por pura consunción. De 1982 a 1985, en un periodo de 28 meses, se habían relevado en el poder nada menos que cuatro secretarios generales del Partido16. Ante la sucesión de hechos luctuosos, y para preservar la imagen del régimen, los jerarcas de la nomenklatura, con Gromiko, —el «vitalicio»ministro de Asuntos Exteriores— a la cabeza, apostaron para el cargo de la más alta responsabilidad del Estado soviético por un hombre de otra generación y, por lo tanto, joven en relación con la clásica gerontocracia: el 11 de marzo de 1985 el Comité Central nombraba a Mijaíl Gorbachov17 Secretario General del PCUS. El nuevo líder de la Unión Soviética, formado en las filas del Partido conforme a los más estrictos cánones comunistas, reclamó para sí la legitimidad que dimanaba exclusivamente de V.I. Lenin para investirse de toda la autoridad moral y política que requerían los nuevos tiempos de reforma en profundidad del sistema socialista soviético18.

13 Cfr. Roemer, John E., Teoría general de la explotación y de las clases, Madrid, Siglo XXI, 1989, pp. 4-5.

14 Véase Pérez Sánchez, Guillermo Á., «Algunas claves del proceso de desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas», en: Martín de la Guardia, Ricardo y Pérez Sánchez, Guillermo Á. (Coordinadores), El sueño quedó lejos. Crisis y cambios en el Mundo Actual, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1993, pp. 77-108.

15 Véase Perestroika. «Mi mensaje a Rusia y al mundo entero», Barcelona, Ediciones B, 1990.

16 Desde la muerte de Breznev en noviembre de 1982 hasta la llegada de Gorbachov al poder en marzo de 1985, la URSS pasó por un interregno durante el cual dos ancianos secretarios generales, Yuri Andropov (noviembre de 1982-febrero de 1984) y Konstantin Chernienko (febrero de 1984-marzo de 1985), hicieron frente a uno de los periodos más delicados de la historia soviética. Véase a este respecto: Pérez Cerrada, Manuel y García, Mª José, «Kremlin: morir en Moscú», Nuestro Tiempo, 369 (marzo 1985), pp. 24-69, y Saldívar, Américo, El ocaso del socialismo, México, Siglo XXI, 1990, en especial el epígrafe 2. «Los caracteres de la gerontocracia (o los eternizadores de los dioses del ocaso)», pp. 28-33.

17 Sobre la figura de Mijaíl Gorbachov véase, por ejemplo, Medvedev, Zhores, Gorbachev, Oxford, Basil Blackwell, 1986, y también Mezzetti, Fernando, Gorbachov. La trama del cambio, Madrid, Espasa, 1990.

18 «Las obras de Lenin y sus ideales socialistas —afirma Gorbachov— seguían siendo para nosotros una fuente inagotable de creativo pensamiento dialéctico, de riqueza teórica y de sagacidad política», Perestroika…, op. cit., pp. 22-23. Véase, a modo de contraste con lo anterior, López Campillo, Antonio, La caída de la casa Lenin, Móstoles, Ediciones Madre Tierra, 1992.