COMITÉ CIENTÍFICO de la editorial tirant humanidades

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española

Universitat de València

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Catedrático de Teoría e Historia de la Educación

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Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

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Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

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Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

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CARISMA E IMAGEN POLÍTICA.

LÍDERES Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN EN LA TRANSICIÓN

Editores:

Vicente J. Benet

Nancy Berthier

Rafael R. Tranche

Vicente Sánchez-Biosca

Coordinación editorial:

Olga García-Defez

Javier Ramírez Serrano

tirant humanidades

Valencia, 2016

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© Vicente J. Benet

Nancy Berthier

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Prólogo

El libro que el lector tiene entre sus manos nace de un proyecto de investigación I + D del Ministerio Español de Economía y Competitividad titulado La construcción mediática del carisma de los líderes políticos en períodos de transformación social: del Tardofranquismo a la Transición (HAR2012-32593) en colaboración con el CRIMIC EA 2561 de la Universidad Paris-Sorbonne y es la plasmación de un trabajo en común que se declinó en numerosas actividades científicas desarrolladas entre 2013 y 20161. A lo largo de esos cuatro años, los miembros del equipo de investigación han explorado las relaciones existentes entre el carisma de los líderes políticos surgidos o reconvertidos durante la Transición española a la democracia, los acontecimientos decisivos de la historia del país y la función de la imagen (fotográfica, cinematográfica, televisiva, etc.) en relación con los medios de comunicación para plasmar y transmitir una y otros. Figuras políticas, acontecimientos e imágenes son, así, los protagonistas de este libro. No lo son en cuanto hechos empíricos y separadamente, sino en su complejidad y en su interrelación.

Debido a estas dos condiciones, el libro se estructura en tres partes. La primera de ellas aborda de manera concisa las caprichosas formas en que los tres conceptos citados se entrelazan, sus arabescos y la originalidad que supone el estudio de su cruce en un período tan complejo como el comprendido entre 1971 y 1982. La segunda está constituida por seis estudios de caso, en los que sus autores abordan las dificultades de interpretación a partir de coyunturas precisas. La elección de los casos no obedece a un propósito de exhaustividad, sino que procede de una voluntad de ofrecer al lector un abanico representativo de las principales figuras del momento. Para completar ese abanico, la última parte toma a su cargo el análisis selectivo de un puñado de imágenes emblemáticas en las que el azar, el trabajo de los medios y la insistencia de la posteridad han llevado a la cristalización de ciertos acontecimientos en la memoria colectiva.

Aun si se presentan con modestia y conciencia de sus limitaciones, las tres partes constituyen una propuesta metodológica que se quiere decidida acerca del modo de abordar la figura de un líder político sobre el tapiz de la historia y, muy en particular, en torno a cómo las imágenes, lejos de ser mera ilustración de fenómenos que suceden con independencia de ellas, cobran un protagonismo en la historia y, como dijera no hace mucho Susan Sontag, permanecen en muchos casos como lo único que recordamos.

Este libro y el proyecto del que surge es deudor en su conjunto de varias personas e instituciones, con independencia de las deudas contraídas por cada autor en su trabajo particular. En primer lugar, habría sido imposible sin el soporte a la investigación concedida por el MINECO mencionado más arriba. En segundo lugar, sin la colaboración de instituciones que contribuyeron a la organización de actividades a lo largo de estos años: la Casa de Velázquez, la Universidad Complutense de Madrid, en la Facultad de Ciencias de la Información y en sus Cursos de Verano de El Escorial, la Universitat de València, la Filmoteca Española, el Centre de Recherches Interdisciplinaires sur les Mondes Ibériques Contemporains de la Université Paris-Sorbonne (CRIMIC), entre otras. En tercer lugar, el apoyo generoso de profesionales como los fotógrafos que han ayudado a evaluar mejor el contenido de su trabajo y han cedido los derechos de su reproducción: Guillermo Armengol, César Lucas, Marisa Flórez, Manuel Pérez Barriopedro, Germán Gallego. Igualmente, a Adolfo Suárez Illana, autor de una de las fotografías comentadas en este libro.

La voluntad de este libro es, a fin de cuentas, invitar a una observación de ese período confuso y fascinante de nuestra historia desde una perspectiva todavía poco explorada: la de sus imágenes. Y, por ser más precisos, contribuir a que las imágenes no sean solo consumidas como algo parásito, nostálgico o dentro del circuito de narcisista autoexaltación en el que los medios de comunicación suelen envolverlas.


1 Buena parte de sus actividades y resultados han quedado plasmados en la página web <http://www.carismaytransicion.es>

Parte I
CARISMA, IMAGEN Y ACONTECIMIENTO.

CUESTIONES DE MÉTODO

Vicente J. Benet

Nancy Berthier

Rafael R. Tranche

Vicente Sánchez-Biosca

Canon histórico, canon visual

Sobre la pantalla, el estallido de un vehículo. Mientras el estruendo invade la banda sonora, la imagen del automóvil saltando por los aires ya ha desaparecido y, desvaída entre sobreimpresiones, se hace visible la silueta de Francisco Franco, con su fajín rojo de mando, junto al almirante Carrero Blanco, que viste de negro. Una fecha se superpone, enorme, a este fondo: 1973. Son las imágenes y los sonidos con que se abre la serie televisiva La Transición. Emitida por TVE en 1995, aunque su producción tuvo lugar entre 1987 y 1993 y ligada al nombre de la periodista Victoria Prego, La Transición, según una opinión comúnmente admitida, asentaba un relato del logro de la democracia en España partiendo del mismo corazón de la Dictadura franquista y, al propio tiempo, fijaba en la memoria retrospectiva un puñado de fotos, planos cinematográficos y televisivos que acompañarán hasta nuestros días toda recuperación, selectiva o completa, de aquellos años convulsos1.

En ese genérico se mezclan escenas callejeras que muestran la agitación social con otras tan reiteradas como entierros de víctimas de diferentes acontecimientos violentos, actos institucionales, manifestaciones políticas y disturbios… Todo ello debidamente puntuado por fechas (expresadas por rótulos que señalan los años) que hacen hablar esta brevísima y entrecortada síntesis del cambio para concluir con varios planos del proceso electoral de 1977. El cierre de este desfile de iconos refrendados por fechas entraña, sin embargo, un auténtico ejercicio conceptual: una bandera franquista, con el águila de San Juan y el escudo, ocupa por completo la pantalla ondeando levemente. Sobre ella emerge desde el escudo, con una lenta superposición que aprovecha su flamear, la bandera de la España Constitucional hasta reemplazar definitivamente a la primera. Es entonces cuando el título de la serie entra en campo por la derecha sobreimponiéndose a la bandera, hasta que las letras, en discreto color blanco, permanecen solas en la pantalla sobre un fondo negro: La Transición.

Estas imágenes, incluidas en ese escaso minuto y diez segundos que condensa todo un proceso, serán una y otra vez evocadas, recordando al espectador de cada episodio que, cualquiera que sea su recuerdo de los acontecimientos pasados, el itinerario que sigue está comprimido en esa transformación desde dentro, en esa mutación decisiva y definitiva. Esa será la intención y de ella dependerá, pues, la estructura de la serie.

Con independencia de la opinión que nos merezca la interpretación de los acontecimientos históricos que contiene La Transición, resulta indispensable analizar sus mecanismos de significación. Planteemos, pues, ordenadamente algunas de las cuestiones que implica este análisis. Los trece episodios que constituyen la serie se hallan vertebrados a modo de un relato; es decir, no aluden o representan solo acontecimientos reconocibles de los años en liza, sino que se articulan todos ellos en una cadena que, si bien sigue por lo general la cronología con que se produjeron, no está obligada por razones obvias a seleccionar sus pertinencias en función del final, el cual determinará retrospectivamente su punto de origen. Así, el asesinato del presidente del gobierno Luis Carrero Blanco, acaecido el 20 de diciembre de 1973, ha sido escogido como arranque de un proceso que concluirá con las primeras elecciones generales de 15 de junio de 1977; hecho este último representado en el genérico mediante una urna depositada sobre una mesa electoral que encarna el ejercicio del derecho a voto en el caso de una joven. Sin entrar a discutir el criterio, baste reconocer que el itinerario lógico entre estos dos momentos postula un orden narrativo cuyos extremos no son inocentes ni tampoco meros mojones históricos, sino que deben leerse en justo contraste: de la ruptura con un sistema dictatorial a la transformación democrática y pacífica del mismo, del franquismo sacudido por un atentado al primer ejercicio democrático electoral, anterior en realidad a la regulación constitucional y, por tanto, a la consecución de una verdadera democracia. Como se deduce fácilmente de lo dicho, hay entre ambos extremos tantas correspondencias como contrastes.

El relato que en este genérico tiene todavía forma de mosaico, a pesar del esbozo de cronología, concluye con un efecto conceptual: la sustitución de banderas. Tales relato y concepto son, por demás, explícitos de la tesis que sustenta la acotación del proceso practicada por la serie: 1973 (un atentado contra el Estado franquista que entrañó la descomposición de la pieza que garantizaba la continuidad sin cambio del régimen: Carrero Blanco como fiel sucesor de Franco) y 1977 (las elecciones que dan el derecho democrático de elección al pueblo, a falta todavía de Constitución).

Sin embargo, el espectador de esta serie, al menos quien la visite desde la distancia, podría plantear razonables preguntas y, en su caso, impugnaciones, mayores a medida que el lapso de tiempo respecto a los hechos narrados crece: ¿por qué concluir en 1977 y no con la aprobación de la Constitución en 1978?, ¿por qué arrancar el proceso en 1973 y no tras la muerte de Franco en noviembre de 1975?, ¿por qué no posponer el proceso, puestos a formular hipótesis argumentables, tras el fracaso del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que desmanteló verosímilmente la amenaza de involución en el seno de las Fuerzas Armadas?; ¿o, incluso, por qué no extender este proceso a la victoria socialista en las elecciones del 28 de octubre de 1982 que serían, ahora sí, el punto de no retorno a un pasado heredado de la Guerra Civil? Como puede imaginar el lector, todas estas periodizaciones han sido propuestas apoyándose en argumentos razonables, primero por los agentes políticos interesados en recalcar un acto en el que ellos o su partido tenían protagonismo, más tarde por los historiadores que analizaron el delicado advenimiento de la democracia. Incluso otras teorías más peregrinas han sido ensayadas, como aquella que quiso ver el nacimiento de la Transición surgiendo en el llamado “contubernio de Múnich” en 1962. Sea como fuere, en un proceso tan desigual, incierto y precario como el vivido en España durante esos años, poner coto temporal, decidir un final y un principio responde sin duda a una de esas reglas ineludibles de la narración que es la teleología: el fin conquistado es lo que organiza el trayecto, determina su origen y justifica la causalidad de hierro que encadena sus fases, descartando unas y restando potencia a otras mientras convierte las terceras en fundamentales. No sería ajeno a este propósito el mecanismo de montaje utilizado en la cabecera de los créditos iniciales de la serie que, pese a su elemental urdimbre muy alejada de sofisticados fotomontajes o secuencias de montaje cinematográficas, solapa y encadena un conjunto de iconos para que adopten una lógica de progresión temporal. Sea como fuere, este relato sería inconsistente sin que interviniese un sentido o incluso una intención. Y bien, ¿de dónde procede esta en el caso de La Transición? O, en otras palabras, ¿responde a voluntades personales de los líderes, a la mecánica de clases de la sociedad o a una incontrolable inexorabilidad de la historia? Aparquemos de momento esta cuestión para recogerla más adelante.

Los pequeños nudos de imágenes (es decir, los resultados de solapamientos y sobreimpresiones) que median entre el origen y el final de este escaso minuto programático son ricos en escenas. Pese al estado magmático en el que parecen encontrarse, el espectador atento no puede por menos que rescatar algunas imágenes revestidas del halo del gran acontecimiento: la última aparición de Franco en el balcón del Palacio de Oriente, la Marcha Verde marroquí en el Sahara, los funerales del dictador, los sucesos de Montejurra que enfrentaron dos bandos carlistas, el discurso del Rey Juan Carlos ante el Congreso estadounidense, la proclamación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno… Son, pues, imágenes testimoniales que el relato se encargará, en el curso de la serie, de entroncar con el discurso histórico y, de paso, reafirmar con ello su competencia narrativa.

Aunque no faltan algunas imágenes de protagonismo colectivo (entierros, manifestaciones, elecciones…), el cuerpo central de los planos está ocupado por una serie de figuras que representan el liderazgo personal de las figuras que protagonizaron la vida política de la Transición a través de primeros planos. Son personajes reconocibles, más exacto sería decir estrellas, de ese firmamento carismático que dio a luz el proceso: Francisco Franco, Carrero Blanco, Carlos Arias Navarro, el rey Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Manuel Fraga Iribarne, Felipe González, Dolores Ibárruri (Pasionaria)… A estas alturas del visionado, todavía es difícil pronunciarse sobre la relación que estos personajes mantendrán con los agentes colectivos de la historia en el curso del relato, y ni siquiera podemos precisar su propia interacción, pero ya aparecen destacados como sus conductores. En cierto modo, también podría leerse como una versión a pequeña escala del dispositivo de conjunto que se prolongará por la serie: una sucesión de aconteceres nodales donde unos actantes (gestores políticos con distintos papeles, incluso antagónicos) se ven sujetos a peligros, incertidumbres y decisiones espinosas que darán como resultado un proceso cerrado.

Ahora bien, si hace un instante nos preguntábamos por las fechas de arranque y desembocadura, no podemos dejar de hacer gravitar sobre esas dos fechas la de 1993, año en que La Transición fue concebida y producida. No es un momento cualquiera de la historia reciente de España: una democracia consolidada y un no menos consolidado gobierno socialista, que acabaría por ser el más largo en la historia de la democracia, una España crecientemente influyente en la comunidad internacional y una mirada decidida puesta en el futuro. No puede ser banal recordar que un año antes, en 1992, fastos de consagración y conmemorativos recorrieron la península y dieron una deslumbrante proyección internacional al país: los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y las celebraciones del V Centenario del Descubrimiento de América. En suma, motivada o no por este nuevo contexto, La Transición realizó su zambullida en el pasado desde una certeza de estabilidad y éxito nacional y puso en imágenes una lectura del proceso histórico de superación de la Dictadura y logro de la sociedad ahora triunfante que contribuyó definitivamente a su canonización. Mas los cánones son efímeros o, cuando menos, sus piezas se agrietan con tanta mayor facilidad cuanto más contundentes parecen. Así, poco tiempo después, subirían de tono las voces que clamaban sobre la deficiencia democrática de España, replantearían la cuestión de la feroz represión franquista y las cicatrices no restañadas de la Guerra Civil. En consecuencia, la impunidad de los represores sería motivo de acusación a la Transición misma y, por ende, a su relato contenido en la serie televisiva. Este proceso que minaría la imagen impoluta de la Transición ha llevado, como demuestra la vida política reciente, a reubicar el proceso de la Transición en un eje de reflexión nueva. No se trata, por supuesto, de discutir las tesis de la serie periodística en cuestión desde la perspectiva de los hechos, sino de detectar las múltiples temporalidades implicadas en los acontecimientos narrados y en el proceso que los orienta.

Sin embargo, por encima de todo ello, La Transición da carta de naturaleza al régimen de las imágenes que deben mostrar los acontecimientos establecidos por el texto lineal que sirve de base narrativa y lo hace sin prácticamente precedentes2. Para ello, opera una selección, que nada tiene de natural, de las imágenes efectivas obtenidas en todo ese proceso, imágenes por demás heterogéneas (clandestinas, amateurs, televisivas, de procedencia nacional y extranjera, documentales o, cuando estas faltan, de ficción)3; a continuación, las dispone en serie, las conduce, las enriquece con sonidos o voces reconocibles, ora para hacerlas más elocuentes, ora para controlar mejor su direccionalidad. Y así permite identificar y asentar el canon visual de la Transición.

En virtud de esta importancia, nos hemos acostumbrado a leer esta serie como una unidad indisociable de imágenes y relato. Si, por ventura y como experimento, decidiésemos ofrecer a un conjunto de espectadores la voiceover que conduce el relato, entonada por la misma periodista Victoria Prego, sin mostrarles al mismo tiempo las imágenes, concluirían estos asumiendo una exposición lineal de la Transición, sin ribete alguno. Si procediésemos de modo inverso, dando a ver la sucesión de planos y escamoteando la línea argumental, el efecto tendería a transmitir una mayor dispersión e indefinición. Dicho en otros términos, el canon visual, el narrativo y el conceptual que cristaliza brillantemente en 1995, mediante un ímprobo trabajo de filmación, entrevistas, recopilación documental y de archivo, de investigación en todos los órdenes, no cierra ni puede cerrar por completo sus costuras. Es más, esa lectura homogénea ha contribuido a estabilizar la apreciación de la serie como un producto periodístico, cuya solvencia de escritura podría coquetear con el discurso histórico (pese a no contar, al menos reconocido en sus créditos, con ningún asesor histórico), por su cercanía a una Historia événementielle. De ahí la falsa atribución de la autoría a quien en realidad solo fue subdirectora y guionista. La propia Victoria Prego no ha tenido reparo en reconocer que el verdadero artífice de la serie es su director y realizador Elías Andrés4. La corrección del dato no es baladí, pues la serie establece realmente sus mejores logros como reportaje histórico en el hallazgo, selección y combinación de fuentes audiovisuales. Es decir, en una estructura de montaje que no abandona las imágenes de archivo en beneficio del texto, sino que (en una práctica alejada de las rutinas del periodismo televisivo) otorga a estas un estatus privilegiado (por más que la presencia constante de la locución puede ensombrecer esta perspectiva). De ahí también la tendencia a considerar la serie como un documental histórico, confiriéndole un empaque propio de las ambiciones y presupuestos de este género.

Por último, debemos evaluar igualmente las sucesivas recepciones que la serie ha tenido. Su inicio no pudo ser peor, ya que pese a cerrar su producción en 1993, TVE la retuvo sin emitir hasta 1995 por considerarla un producto poco atractivo. Sin embargo, su primera emisión, del 23 de julio al 15 de octubre de 1995, obtuvo una media de más de dos millones de espectadores por episodio. Este inusitado éxito llevó a la cadena pública a reemitirla meses después, en abril de 1996. Más recientemente, fue emitida desde el 14 de junio de 2007 y actualmente está disponible on line en Televisión a la carta. Pero la verdadera prueba de su difusión popular son las sucesivas ediciones, primero en VHS y después en DVD, que publicaciones como El País o Tiempo lanzaron en diferentes momentos. Este fenómeno de relectura cíclica habría que enmarcarlo en una especie de industria del recuerdo de la Transición que los propios medios contribuyeron a crear al poco tiempo de su devenir5. De hecho, esta etapa histórica ha suscitado numerosos tratamientos y aproximaciones cíclicas (monográficos, especiales, series televisivas, conmemoraciones…), produciendo un curioso fenómeno de apropiación por parte de los mismos. Hay razones que explican este fenómeno: muchos de los principales medios actuales surgieron durante la Transición y, en cierto modo, protagonizaron el relato de sus acontecimientos. Además, las luchas por los derechos y libertades generales coincidieron con las reivindicaciones por la libertad de expresión en las que numerosas publicaciones se vieron envueltas sufriendo censura de sus contenidos, secuestros de sus ediciones e, incluso, atentados.


1 J. C. Rueda Laffond. “Monumentalización del pasado, historiografía y memoria mediática: el holocausto y la Transición española”, Historia Actual Online, 38 (3), 2015, pp. 71-85.

2 El programa Teleobjetivo de TVE emitió, el 18 y 19 de noviembre de 1985, dos programas titulados “Operación tránsito” y “Un Rey para todos” dedicados al mismo periodo histórico. Obsérvese que entonces el término “transición” aún no había fraguado lo suficiente como para aparecer en el título.

3 Recuérdese, por ejemplo, las imágenes del atentado contra Carrero Blanco extraídas del film de Gillo Pontecorvo, Operación Ogro (1979), utilizadas cual si se tratase de un documento y, en ese sentido, repetidas por doquier.

4 “El auténtico padre de este proyecto es Elías Andrés…; de él partió la idea y él fue quien buscó las imágenes y las montó en un auténtico esfuerzo titánico. Yo me añadí cuando el proyecto ya estaba dibujado”. S. Alegre. “La Transición Española, un documental histórico”, Film-Historia, Vol. X, nº 3, 2000, p. 172.

5 Véase, sin ánimo de exhaustividad: Historia de la transición. 10 años que cambiaron España. Madrid, Diario 16, 1983-1984; Historia de la Democracia. La aventura de la libertad. 1975-1995, colección de fascículos de El Mundo, Madrid, 1995; La Transición. Memoria gráfica de la historia y la sociedad españolas del siglo XX, Madrid, El País, 2006; El camino de la libertad (1978-2008). La democracia año a año, colección de libros de El Mundo, Madrid, 2008.

Narración, protagonistas, imágenes

Por tanto, La Transición no está sola. En esta serie cristalizó un relato, pero este no nació con ella; y, por otra parte, aunque su efecto fue ciertamente inmenso, dista mucho de haberse tornado incontestable. Es, sin embargo, una buena concreción para interrogar la interacción producida entre tres instancias que constituyen el nudo de nuestra investigación, a saber: el relato de un proceso, los protagonistas y las imágenes que ambos producen, es decir, los protagonistas envueltos en la acción. Veámoslo esbozado en su complejidad.

Primero, los acontecimientos. Resulta cuando menos paradójico instituir un orden causal narrativo a lo que, ya de entrada, se define como un proceso de transición. Por descontado que el término ‘transición’ enfatiza el paso de un estado a otro, mas parece hacer recaer su peso sobre los instantes o momentos intermedios, dejando en una laxitud peligrosa los puntos de partida y llegada. Los historiadores han discutido ampliamente sobre estos nudos, así como sobre las escansiones del itinerario, pero cabe añadir igualmente reflexiones sobre sus puntos ciegos, líneas narrativas muertas, posibilidades apuntadas y jamás proseguidas. Así, determinados estudios tomarán a su cargo “la transición sangrienta”, es decir, la violencia diaria que ha sido minimizada en el recuerdo común; otros, la apresurada construcción y estructura interna de partidos o sindicatos, por solo citar dos ejemplos. Resulta, con todo, evidente que, en los relatos de conjunto (a ellos nos referimos ahora) la selección de los acontecimientos significativos depende del modelo de narración (o de narración-modelo) que se haya decidido construir. Y, dado que la orientación de esta narración está alimentada por los riesgos, problemas y concepciones del presente, los estudios de la Transición no pueden sino estar diferentemente motivados en los años noventa y desde finales de la primera década del siglo XXI, lo que no es óbice para que las investigaciones monográficas sobre aspectos concretos sigan su curso con cierta autonomía.

Segundo, los protagonistas. Por una regla narrativa fundamental que es tanto más operante cuanto más nos aproximamos a grandes relatos, la determinación de los acontecimientos relevantes o incluso clave, suele ir unida a los papeles desempeñados por los protagonistas de ese proceso. Y, puesto que la Transición posee claros puntos de giro (por recurrir a un término procedente de la práctica del guion cinematográfico), los roles fundamentales irán pasándose de unos a otros, así como entre los antagonistas. El papel del Rey Juan Carlos I, por ejemplo, convergerá con Adolfo Suárez (o Torcuato Fernández Miranda) desde que empieza a declinar la estrella de Carlos Arias Navarro. En cambio, el Rey jugará un nulo papel con anterioridad a este momento. Así ocurre también con Santiago Carrillo: su entrada en el foco donde se jugaba lo ardiente de la Transición entre finales de 1976 y las elecciones generales del 15 de junio siguiente hace que todo el proceso dependa casi exclusivamente de sus movimientos. Aunque presente y activo, momentos anteriores no lo reclaman para el metarrelato del mismo modo. Por otra parte, un análisis narrativo de estos grandes núcleos de acontecimientos revela algo que cualquier narratólogo conoce: que la posición de los actores en ese proceso funciona siempre por combinación, confrontación e interacción de figuras. Dicho de otro modo, que el nudo Carrillo-Suárez (presiones mutuas, juegos de silencios, reunión secreta, peticiones de pronunciamientos por mediadores…) es lo que permite avanzar un relato que, en La Transición, por seguir con el ejemplo utilizado, se anima fuera de campo por esa figura demiúrgica y benevolente, que, según el relato clásico, ha diseñado con renglones torcidos todo el proceso, que es el Rey Juan Carlos. Ahora bien, este reparto de papeles deja al margen, por fuerza, otros personajes y proyectos. Una de las críticas más reiteradas a la serie es precisamente el sesgo en la elección de los personajes, no solo por quienes son, sino por los atributos asignados: “…verdadero relato de refundación mítica que ratificará, en una época de profunda crisis política, las figuras oficiales de los destinadores de la democracia (muy especialmente el rey Juan Carlos I y el presidente Adolfo Suárez) y la supuesta deuda colectiva de los españoles para con ellos. Claro está, dejando en la sombra, por efecto mismo de esa focalización, a un sinnúmero de actores individuales y colectivos de aquella peripecia”6.

El papel dirigente de personalidades destacadas en el curso de los acontecimientos plantea directamente otra de las cuestiones clave de nuestra investigación: el carisma de los líderes políticos. Todos ellos son —de ahí su enorme interés— carismas inestables y precarios: los unos se encuentran en proceso de construcción, pues se trata de líderes recientes que están surgiendo del proceso. Pueden ciertamente tener trayecto político anterior, pero este no les ha confrontado todavía con las masas, los partidos ni el electorado; los otros, entre los que destacan los procedentes del exilio, deben reconvertir el suyo, reciclarlo, transformarlo en función de las nuevas sociedades y expectativas. Todos ellos sin excepción deben definirlos en relación con marcos inéditos: asociaciones y luego partidos políticos, movimientos de masas y más tarde electores, instituciones del franquismo invadidas por espíritus nuevos que actúan desde dentro. Pero lo decisivo es que deben hacerlo a través de los medios de comunicación que están sufriendo una convulsión enorme en esos años: prensa, radio, cine en sus variadas formas y formatos, televisión, fotografía, e incluso los medios tradicionales de la propaganda (pasquines, carteles, octavillas). Todos estos medios no son solo vehículos para transmitir y consolidar el carisma; son la materia con la que este se está formando. Y esta afirmación supone una interacción entre tales figuras y unos nuevos adeptos que se encuentran también, si se nos permite la expresión, en proceso de formación. Esto nos lleva a desembocar sobre nuestro tercer concepto.

Tercero, las imágenes. Ese encuentro entre acontecimiento y persona se plasma en imágenes duraderas. También, como sabemos, en voces. Pero la imagen desempeña un papel importantísimo en este proceso. Imágenes que van de la ausencia (clandestinidad) a la omnipresencia de los carteles electorales, de la televisión a la presencia física en mítines y encuentros o actos públicos (entierros, declaraciones, congresos, comparecencias, consejos de ministros…). Lo fascinante del periodo, desde este punto de vista, es el carácter experimental de estas tentativas: experimentan los medios, inexpertos ante el nuevo juego democrático, y lo hacen las figuras o stars del firmamento político. Pero también un nuevo pueblo se va acostumbrando a ellos y formulando, implícita o explícitamente, sus exigencias.

Nuestro objetivo no es, pues, pensar de manera separada estos tres aspectos, sino verlos en su interrelación, en su convergencia. Así, el discurso del Rey ante las últimas Cortes franquistas podrá ser comparado con el dado por el monarca ante la primera sesión del Congreso y el Senado el 12 de julio de 1977, tras las elecciones. Esta rima servirá para expresar de manera sintética un itinerario, determinar sus nudos, ligarlos a una figura y suponer un trazado demiúrgico y a veces invisible entre uno y otro momento. Si a esto subyace una idea de la Transición, aquella no tiene menos forma humana y carismática. El sollozo de Arias Navarro con su lectura del testamento de Franco, la llegada de Pasionaria del exilio en un avión de Aeroflot, la salutación de Tarradellas al pueblo catalán tras su regreso, la aparición esperpéntica de un tricornio en la tribuna del Congreso de los diputados el 23-F, la mano alzada de Felipe González sostenida por Alfonso Guerra mientras el primero mira al futuro el día de su triunfo electoral, entre muchas otras, no son imágenes naturales. Son, por el contrario, producto de una depuración que se produjo en varios momentos y a varios niveles: la que resultó, en primer lugar, de los medios de comunicación que captaron estos acontecimientos en vivo, sin saber si eran tan significativos para perdurar; tales imágenes hubieron de filtrarse, seleccionarse en función de si habían captado el “instante decisivo” del acontecimiento. En segundo lugar, aun cuando lo hubieran hecho, ¿quién podría asegurar que dicho acontecimiento no se convertiría en banal en un proceso tan repleto de todo tipo de acontecimientos? ¿Y qué decir de esos personajes cuyo protagonismo fue de gran importancia a ciertas escalas y que más tarde serían descartados? ¿Recuerda alguien imágenes-icono de José María de Areilza, por ejemplo? Si no es así, ello se debe muy probablemente a que la ecuación relato-acontecimiento singular e imagen carismática no tiene lugar en ese (es decir, en otros muchos) caso(s). Por último, ¿cómo plantear que todas esas imágenes finalmente decantadas acabarían por forjar un imaginario colectivo, un canon audiovisual de la Transición periódicamente reavivado por los media? Si el protagonismo de los medios fue inusitado entonces, más llamativo es que hoy se hayan arrogado el papel de custodios de su memoria y oficiantes destacados de sus conmemoraciones.


6 G. Abril. Análisis crítico de textos visuales. Mirar lo que nos mira, Síntesis, Madrid, 2007, p. 137.

La cuestión del carisma

Acontecimientos, protagonistas e imágenes de la Transición se anudan en torno a un concepto de compleja densidad filosófica, sociológica e incluso teológica, que suele asociarse al liderazgo político en los procesos de transformación social: el carisma. Por su organización como relato y el eficaz uso de las estrategias representativas del audiovisual, la serie televisiva inviste implícitamente de ese halo a los actores políticos que son realzados desde un abigarrado conjunto de acontecimientos heterogéneos y con múltiples facetas cuya complejidad es necesariamente dejada de lado para construir un relato de apariencia cohesionada. Quizá debamos detenernos brevemente sobre este factor aglutinante, el carisma de los líderes políticos, para pensar su articulación en el elemento que parece decisivo: su integración en discursos mediáticos.

Al tratar la cuestión del carisma se evoca habitualmente la imagen de un líder capaz de proyectar su magnetismo sobre las multitudes, ejerciendo una atracción que resulta tan consistente como a menudo indescifrable. Tal como la entendemos aquí en relación con los líderes políticos del siglo XX, la idea del carisma está íntimamente ligada a las transformaciones de la modernidad y la sociedad de masas. Su afianzamiento se vincula a la generalización desde finales del siglo XIX, sobre todo con el proceso de nacionalización de las masas y la dramatización de la política7, de liturgias colectivas en las que se trascienden las diferencias de clase, de instrucción o de procedencia cultural y social. Esas liturgias culminan en la figura de un líder que suele aparecer rodeado de una serie de atributos. En el mundo contemporáneo, dichos atributos se irán transformando desde las tradicionales y aparatosas simbologías religiosas o monárquicas hasta un repertorio cada vez más simplificado consistente en los símbolos del Estado-Nación y la propia apariencia física del líder. Recursos elementales, pero al mismo tiempo decididamente convincentes si se saben articular de manera eficaz con los medios de comunicación. No cabe duda de que este repertorio depende en gran medida de relatos e iconografías transmitidos por dos grandes fenómenos de la sociedad de masas. Por un lado, la educación universal que disemina narraciones e iconografías sobre las que se asientan los discursos nacionales y la interpretación del pasado histórico. Por otro lado, los medios de comunicación que colaboran en la configuración de la agenda política y de la opinión pública.

En cualquier caso, lo fundamental para nuestro estudio es que estos relatos se apuntalan en imágenes que acaban diseñando el perfil de los líderes ante sus seguidores. Estas imágenes, así como los discursos asociados a ellas, se configuran a través de manifestaciones tan simples como el aspecto físico y el atuendo del líder político, la gestualidad, la modulación de la voz, las cualidades interpretativas y, sobre todo, la argumentación retórica para despertar las emociones de los espectadores. Todos estos componentes deben aparecer perfectamente armonizados para circular con fluidez por los distintos soportes mediáticos. Consecuentemente, estos elementos vinculados a los rasgos físicos y el talento dramático serán los más recurrentes desde la generalización del uso de la fotografía, del cinematógrafo y posteriormente de la televisión o incluso los nuevos medios para la propaganda política. Dicho con otras palabras, el cuerpo del líder carismático moderno se entrecruza con la tecnología audiovisual y sobre todo con los medios de comunicación para imponer y reduplicar su presencia en la esfera pública y para proyectarse en todos los ámbitos de la vida cotidiana. De este modo, se convierte en un referente ineludible y omnipresente que, partiendo de lo público, irrumpe decididamente en lo privado, así como en las mentalidades y las creencias de los individuos.

La noción de carisma nos conduce a una tradición compleja de modos de representación de la autoridad y del liderazgo cuyo recorrido excede los objetivos de este estudio. Sabemos que se puede remontar a las diferentes formas de configuración imaginaria del poder, tanto político como religioso, desde la Antigüedad. Pero particularmente, el periodo de entreguerras, justo el momento de la eclosión de la radio y el cine sonoro, fue fecundo en teorizaciones del liderazgo y caudillaje vinculados al establecimiento de los estados totalitarios8. El concepto de carisma surgido en este momento histórico, perfectamente diseñado además en simbiosis con los medios de comunicación, está imbricado con una interpretación religiosa, política y económica, tal como la podemos encontrar analizada en Max Weber, el primer y principal teórico contemporáneo en utilizar el término para describir los procesos de la sociedad de masas. Weber estaba particularmente interesado por la aparición de líderes excepcionales en tiempo de crisis y en Economía y sociedad, obra publicada un año después de su muerte, asumía que para aproximarse a la explicación de la influencia de los líderes sobre las masas debía hacer uso de un concepto, el de carisma, proveniente directamente del cristianismo primitivo. En esta relación carismática entre el líder y los dominados primaba un vínculo que excedía lo político y que se podría explicar desde una dimensión de culto, o de “religión secular” como ha sido posteriormente planteada, entre otros, por Raymond Aron o sobre todo Emilio Gentile9. De este modo, Weber resumía la dominación radicada en el carisma como una devoción de la comunidad hacia el caudillo en el que predominaban tres tipologías que él consideraba puras: el profeta, el héroe guerrero y el gran demagogo10. Podríamos añadir que estas figuras, en ocasiones combinadas y entendidas de una manera laxa, constituyen el molde que sirve para dar forma a las grandes figuras carismáticas del siglo XX.

Max Weber planteaba una cuestión más, referida a la imbricación de la idea del carisma con las formas de dominación del estado moderno. Detectaba un proceso que denominaba la transformación o también rutinización del carisma. Un proceso que tiene que ver con el modo en que la sacralización de origen heroico del carisma va mutando, con la desaparición o incluso la decadencia del líder, en sistemas más o menos relacionados con las otras dos formas fundamentales de dominación social: la racional-burocrática por un lado, y la anclada en las tradiciones por otro. Este poder transformativo es esencial para entender su ductilidad y el modo en que puede ser reutilizado o definido de nuevo en contextos sociales diferentes. Como nos recuerda el propio Weber, el proceso de dominación carismático tiene como función esencial la legitimización de un sistema de dominación. Y la legitimización no depende tanto de los atributos que distinguen a la figura que concita ese papel carismático, como del hecho de que los “dominados”, los “adeptos” al líder depositen voluntariamente en él las cualidades sobrehumanas que adornan su figura11.

Pero vayamos por partes. La aparición de la sociedad de masas todavía se topó con figuras carismáticas que entrecruzaban los símbolos del soberano antiguo con los rasgos de la modernidad y la iconografía imperial bonapartista puede ser un ejemplo destacado de ello. De todos modos, las monarquías fueron perdiendo ese papel provisorio de iconografías del poder político para ser sustituidas poco a poco por el Estado-Nación y por formas burocratizadas y compartimentadas de dominación, habitualmente parlamentarias, que precisaron de un nuevo aparato simbólico e imaginario12. Este problema resultaba particularmente candente en el momento en que Weber se centró en la cuestión del carisma. El año de la muerte del sociólogo e historiador alemán, en 1921, muchos estudiosos, desde las disciplinas más diversas, intentaban descifrar la cuestión del poder carismático en relación con los nuevos fenómenos que estaban observando en la política del momento. Sobre todo por la respuesta de las multitudes ante esas formas de dominación basadas en la devoción por los líderes. Por ejemplo, el historiador francés Marc Bloch publicó su clásico libro Los reyes taumaturgos en 1924. Explicando las formas del poder medieval que le otorgaban al soberano la facultad de sanar a sus súbditos con la mera imposición de manos o su voluntad, observaba que un tipo de pensamiento mágico asociado al mismo había ido desapareciendo debido a las revoluciones políticas que derribaron a los estados feudales y absolutistas. El planteamiento ilustrado de Bloch parecía entrar en contradicción, sin embargo, con la deriva de la modernidad hacia la sociedad de masas, en la que los nuevos líderes del período inscribían su carisma en liturgias que volvían a remitir a símbolos de la Antigüedad o de la Edad Media. Pero en esa contradicción radicaba un síntoma de los tiempos que coincidía con las preocupaciones de Weber.

Otro estudio rigurosamente contemporáneo a Weber y Bloch abordaría el asunto desde una perspectiva totalmente distinta. En 1921 Sigmund Freud publicaba su Psicología de las masas y análisis del yo, un ensayo escrito en parte como refutación del trabajo previo de Gustave Le Bon y de otros estudiosos sobre el comportamiento de las masas, un tema que fascinaba cada vez más a los psicólogos sociales. Centrándose en los mecanismos que permitían cohesionar a la masa mediante procesos psíquicos semejantes producidos en cada uno de los individuos que la conforman, Freud desatendía el papel que jugaba el líder, aunque sostenía una idea esencial: el elemento aglutinante era la proyección del ideal que cada miembro de la multitud realizaba en un objeto externo13. Esta energía psíquica compartida era lo que coaligaba a cada componente de la masa con sus congéneres. En cierto modo, la tesis de Freud se oponía a la estructura de la autoridad carismática planteada por Max Weber, que “…no deriva en modo alguno su autoridad de[l reconocimiento del líder] por parte de los sometidos, sino que es al revés: la fe y el reconocimiento se consideran como deber, cuyo cumplimiento [exige para sí] el que se apoya en la legitimidad, y cuya negligencia castiga”14. En cualquier caso, el misterio de esa energía aglutinante, la contaminación de un pensamiento mágico en el corazón de la modernidad a la hora de explicar la relación de las multitudes con sus líderes carismáticos, es un elemento que intrigaba en ese momento a pensadores de disciplinas muy diversas y que provocaba respuestas muy diferentes.

15Political Image Makers16

Estas características, que sirven de base para los relatos sobre los que se asienta el carisma contemporáneo y del que también resultan deudoras sus iconografías, se combinan con elementos derivados de contextos propicios, como las crisis, los conflictos violentos y las revoluciones. La Transición en España, con su inestabilidad y sus tensiones, supuso un momento particularmente fecundo para el desarrollo de estos rasgos carismáticos en una serie de líderes. De una sucesión de acontecimientos primarios, casi todos ellos enfatizados por la serie de Elías Andrés y Victoria Prego, fueron surgiendo los conceptos y las imágenes que definirían el panorama iconográfico de un complejo y heterogéneo proceso histórico.


7 G. Mosse. La nacionalización de las masas [1975], Marcial Pons, Madrid, 2005, p. 23.

8 H. J. Puhle. “El liderazgo en la política. Una visión desde la historia”, en L. Mees y X. M. Núñez Seixas. Nacidos para mandar. Liderazgo, política y poder. Perspectivas comparadas, Tecnos, Madrid, 2012, p. 28.

9 E. Gentile. Politics as Religion, Princeton University Press, Princeton, 2006, p. 1.

10 M. Weber. Economía y sociedad [1922], Fondo de Cultura Económica, México, 1979, p. 711.

11 Ibidem, p. 193.

12 B. Baczko. Les imaginaires sociaux. Mémoires et espoirs collectifs, Payot, París, 1984, p. 16.

13 S. Freud. “Psicología de las masas y análisis del yo” [1921], en Obras Completas VII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 2.592.

14 M. Weber. Op. cit., p. 713.

15 S. Giner y M. Pérez Yruela, “La manufactura del carisma”, en C. Castilla del Pino (ed.) Teoría del personaje, Alianza, Madrid, 1989, pp. 56-57.

16 J. W. Stutje. Charismatic Leadership and Social Movements: The Revolutionary Power of Ordinary Men and Women, Berghahn Books, Nueva York, 2012, pp. 7-9.