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Prensa y tradición

La imagen de España en la obra de Miguel Antonio Caro

 

BIBLIOTECA JOSÉ MARTÍ

 

Serie

Estudios Culturales

Title

Rubiano Muñoz, Rafael

Prensa y tradición: la imagen de España en la obra de Miguel Antonio Caro / Rafael Rubiano Muñoz. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad de Antioquia, 2011.

236 p.; 21 cm.

Incluye bibliografía.

1. Caro, Miguel Antonio, 1843-1909 - Crítica e interpretación 2. Caro, Miguel Antonio,
1843-1909 - Pensamiento político 3. Literatura - Historia y crítica 4. Política
y literatura 5. Filosofía política I. Tít.

320.1 cd 21 ed.

A1273435

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

La presente edición, 2011

© Rafael Rubiano Muñoz

© Siglo del Hombre Editores

Cra 31A Nº 25B-50, Bogotá D. C.

PBX: (571) 3377700 • Fax: (571) 3377665

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Diseño de carátula

Alejandro Ospina

Diseño de la colección y armada electrónica

Precolombi, David Reyes

Conversión a libro electrónico

Cesar Puerta

e-ISBN: 978-958-665-324-4

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

 

ÍNDICE

 

AGRADECIMIENTOS

Presentación. HACIA UNA RELECTURA DE MIGUEL ANTONIO CARO

INTRODUCCIÓN

Capítulo I. EL INTELECTUAL Y LA POLÍTICA. MIGUEL ANTONIO CARO Y EL PENSAMIENTO CONSERVADOR

Ilustración, Revolución Francesa y pensamiento conservador

El pensamiento conservador en Latinoamérica

Miguel Antonio Caro: variedades y perspectivas del pensamiento conservador latinoamericano

Capítulo II. LA IMAGEN DE ESPAÑA Y EL PENSAMIENTO CONSERVADOR DE MIGUEL ANTONIO CARO EN EL SIGLO XIX

Lengua y tradición: herencia común de España e Hispanoamérica en el pensamiento conservador del siglo XIX

Españoles y americanos: herencia y unión de una misma raza

Conquista y colonización de América: ¿civilización o barbarie?

Las revoluciones de Independencia en Hispanoamérica bajo el escrutinio del lente conservador

España y Marcelino Menéndez Pelayo. Presencia indeleble y preservación de la herencia cultural en Hispanoamérica

A MODO DE CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

Obras consultadas de Miguel Antonio Caro

Obras secundarias consultadas en la investigación

Obras de consulta general

 

AGRADECIMIENTOS

 

Debo mis más profundos agradecimientos a mi entrañable amigo, el profesor Juan Guillermo Gómez García, por la compañía intelectual, por sus observaciones y por su paciencia, por su dedicación y por la enseñanza brindada a lo largo de más de 10 años. Dedico este trabajo a mi familia, en especial a mis padres, Rafael Rubiano Padilla y Gloria Estella Muñoz Castrillón, por sus esmeros y sacrificios, que hicieron posible mi dedicación académica e intelectual. Con todo el amor, a mi hijo, Miguel Ángel Rubiano Hincapié, luz, faro, motivación y esperanza. A Clara María Mira González, compañía, amor y dulzura. Este trabajo está dedicado a la memoria de muchos ausentes, en especial, mis abuelos, mis tíos, y al entrañable amigo Andrés Gómez García.

 

Capítulo II.
LA IMAGEN DE ESPAÑA Y EL PENSAMIENTO CONSERVADOR DE MIGUEL ANTONIO CARO EN EL SIGLO XIX

El señor Caro es en política, en religión y en literatura el
tipo más acabado del conservador, dando a esa palabra
toda la extensión de que es susceptible. Nada tengo
que ver con sus ideas sobre la marcha de Colombia, ni
con las respetabilísimas inspiraciones de su conciencia;
pero cae bajo el dominio de la crítica su apasionamiento
ilimitado por las cosas que fueron la glorificación
constante del pasado, del pasado español,
contra todas las aspiraciones del presente, aun del presente español.
Si la casualidad ha hecho que el cuerpo del señor Caro
haya venido a aumentar la falange humana en suelo
colombiano, su espíritu ha nacido, se ha formado y vive
en pleno Madrid del siglo XVI.

Miguel Cané. En viaje (1881-1882)

 

Lengua y tradición: herencia común de España e Hispanoamérica en el pensamiento conservador del siglo XIX

Considerando las observaciones del diplomático y viajero argentino citado en el epígrafe, resulta pertinente expresar que la figura política de Caro promulgó a través de su obra la defensa de los valores y costumbres propios de España; esta actitud lo diferenció de muchos otros latinoamericanos que tomaron la senda del antihispanismo, entre quienes podemos considerar al argentino Domingo Faustino Sarmiento y al anarquista Manuel González Prada. El hispanismo de Caro en Latinoamérica no constituyó una actitud fortuita en el marco de las polémicas que durante el siglo XIX propiciaron los intelectuales en el contexto hispanoamericano.1

Caro representó la expresión del intelectual que desde muy temprano se esforzó por conservar y, aún más, por alentar la riqueza de los conocimientos acumulados heredados en Hispanoamérica de la cultura española, en el campo de la ciencia, en el contexto del idioma, en el ámbito de las costumbres, en el mundo de la literatura e incluso en la política, el derecho y, con preeminencia, en la cultura. Para una adecuada reconstrucción de las relaciones entre el pensamiento conservador de Caro y su imagen de España resulta fundamental rehacer el contexto histórico que lo determinó y las circunstancias internacionales que le exigieron la imperiosa tarea de revitalizar las relaciones no solamente político-ideológicas, sino también culturales y sociales de España e Hispanoamérica.

En la trayectoria intelectual de Caro se pueden encontrar las claves de lectura para poder trazar con detalle la imagen de España que él fue elaborando y en la que consignó todo su esfuerzo hasta el final de sus días, en 1909, año algo alejado de la finalización o caída del dominio colonial español, que se materializó en 1898. Al rastrear lo que representó España para Caro es inocultable expresar que fue un heredero directo de las tradiciones españolas más rancias, como lo indica su apellido paterno, además de su pasado familiar, a lo que hay que añadir que en él se cruzaron determinaciones sociales y políticas que con el tiempo se fueron acrisolando hasta formar un ideario conscientemente romántico, propio de un conservador radical,2 que concluyó con una Constitución —la de 1886— y con un proyecto de Estado y de sociedad que aclimataba en el territorio colombiano muchos de los alcances de la monarquía española, bajo la soberanía de Fernando VII.3

La primera determinación social e histórica del pensamiento de Caro fue el triunfo del liberalismo radical de 1863, y su elaboración de una Constitución federal en la que se rompían los lazos y los vínculos de centralidad y de autoridad en el siglo XIX en el ámbito del poder político; ruptura que trascendería a los escenarios de la educación y la cultura. Los radicales,4 como se conoció en nuestro país a esa generación liberal, colocaron por encima del orden tradicional las libertades ciudadanas, y establecieron como fundamento una organización racional cuyo proyecto secular deslindaba las relaciones de la Iglesia y el Estado; también promovían un tipo de sociedad burguesa orientada por el laissez faire, que iba en contra del paternalismo, del autoritarismo y la jerarquización eclesial e hispánica concebida por los tradicionalistas hispanoamericanos.

Los conservadores reaccionarios en Hispanoamérica advertían con pánico que los vínculos fundamentales de la sociedad se disolvían a causa de las reformas del siglo XIX. El proyecto liberal se impulsaba bajo el esquema de una percepción burguesa de estirpe decimonónica, con lo que conculcaban las tradiciones heredadas, a la luz del lente de los conservadores; además destruían los lazos de la tradición comunitaria, el pasado colonial, las costumbres inveteradas españolas, el idioma castellano, e igualmente las creencias religiosas y las tendencias políticas centralistas. Todo ello condujo a una disputa ideológica sobre la herencia española, que abarcó la mayor parte del siglo XIX.5

Las enardecidas polémicas se extendieron incluso en el marco del IV centenario del Descubrimiento, en el año de 1892, cuando se tejieron diversas contiendas diplomáticas entre España e Hispanoamérica, con ocasión de su celebración; tales polémicas avivaron las luchas ideológicas entre americanistas e hispanistas, como lo revela la valiosa investigación de Aimer Granados, titulada Debates sobre España. El hispanoamericanismo en México a fines del siglo XIX,6 que examina las tensiones ejercidas por los dos continentes, a causa de la pérdida del dominio colonial español en estos territorios, en 1898, tras las independencias de Cuba y Puerto Rico.

La discusión sobre la herencia española y su importante influencia en Hispanoamérica se desenvolvió primordialmente en el terreno de la educación, pero alcanzó su máxima manifestación en los debates sobre el idioma y la interpretación de la historia continental. Entre muchas de las contribuciones de Caro, representativas de la preservación y conservación del legado cultural de España,7 se destacan dos escritos, característicos de la reivindicación histórica y de la discusión de la herencia española en Hispanoamérica: Del uso en sus relaciones con el lenguaje (1881)8 y Andrés Bello. Estudio biográfico y crítico (1882).9 No sin antes mencionar que a esos dos escritos los antecede su poema en homenaje al libertador Simón Bolívar, titulado “A la estatua del Libertador”, en el que recrea al líder de la Independencia americana como héroe sacrificado y salvador, que ejemplificó la prolongación española en suelo americano y a quien convierte en un representante de la raza hispánica, en términos que se detallan a continuación:

Ya el obcecado hermano

El arma revolvió contra tu pecho.

Y en el confín postrero colombiano

Te brinda hidalgo hispano,

Si patria te faltó, su honrado techo.10

Con la imagen de un Simón Bolívar hispánico Caro intentaba desestimar las contiendas ideológicas y políticas que habían causado las independencias latinoamericanas, en el marco del contraste histórico que las determinó: la invasión napoleónica en 1808 y la restauración de Fernando VII en 1814, ya que entre esos dos eventos, los hispanistas y los antihispanistas se entreveraron en severas pero crudas contiendas y polémicas que definieron los dilemas y las incertidumbres del proceso de emancipación hispanoamericano. Por eso la labor de Caro fue desactivar cualquier argumento que sustentara el proceso de Independencia como ruptura política y, en especial, como disolución cultural.

En el discurso leído ante la Academia Colombiana, en la Junta Inaugural del 6 de agosto de 1881, que lleva por título Del uso en sus relaciones con el lenguaje, es perceptible claramente la disputa que la herencia española generó entre los liberales y los conservadores hispanoamericanos. El papel de las Academias como conservadoras del legado español, y la difusión del cuidado del habla y la escritura castellana, revelaron esa imperiosa necesidad de contrarrestar la innovación educativa e idiomática propuesta por la intensificación de la modernidad literaria liberal, en la que se empezaban a dislocar los referentes de la cultura local y regional. Al resquebrajar la originalidad y autenticidad de la lengua castellana, se alentó una tensión entre nacionalismo y cosmopolitismo en las mentalidades que llevaron a las diversas disputas sobre la realidad y el ser de los hispanoamericanos.

Nada fue más revelador de la actitud de Caro que su defensa del legado español, en un contexto de polémicas ideológicas que figuraban como luchas en el marco de la cultura hispanoamericana del siglo XIX. Él justificó esa posición, como contienda ideológica y defensa cultural, al expresar:

Volvemos a honrar hoy, según la costumbre en buena hora establecida, el recuerdo de aquellos hombres de fe y sin miedo que trajeron y establecieron la lengua de Castilla en estas regiones andinas. Volvemos a conmemorar el día glorioso que en este valle de los Alcázares comenzaron a sonar acentos neolatinos, de [los] que estas mismas palabras, que por encargo vuestro tengo el honor de dirigiros, son como una continuación y un eco.11

La memoria y el cuidado de la lengua, la preservación del habla y de la escritura, así como también la conservación de las costumbres y valores del pasado español figuraron en Caro como un proyecto teológico-político y cultural que evitaba al máximo la injerencia de la modernidad que arrasaba todo vestigio de la tradición.12 Nuevas formas de expresión colectiva ante las realidades cambiantes encauzadas por las tensiones económicas alentaron las batallas ideológicas entre tradicionalistas y liberales, que condujeron a sangrientas guerras civiles. La relación dominio y poder educativo, control del proceso de enseñanza y aprendizaje, y la continua disputa entre la instrucción laica, orientada hacia lo práctico, y la instrucción sacra, orientada hacia la contemplación, desataron las luchas ideológicas y armadas que terminaron, en el siglo XIX en Colombia, con la pérdida del canal de Panamá y la Guerra de los Mil Días, tal como lo investigó Charles Bergquist en su obra Café y conflicto en Colombia. La Guerra de los Mil Días, sus antecedentes y consecuencias.13

Las contiendas se intensificaron, pues, al contraponer al modelo educativo escolástico un arquetipo funcional de educación para el mercado y el comercio, en el que se impulsó la importancia de las ciencias naturales para el desarrollo burgués capitalista; lo que llevó al límite el discurso religioso católico y lo replegó en términos de su importancia institucional. Así, se buscaba consolidar una fuerza para el mundo del trabajo14 bajo la secularización de la educación, que unía la descorporativización de la sociedad mediante la desamortización de los bienes de la Iglesia con la descomposición de las viejas estructuras coloniales españolas, acrisoladas a través de la educación religiosa. En las memorias escritas por insignes liberales como Salvador Camacho Roldán, José Hilario López, Miguel Samper, Florentino González, el prejuicio cultural racial —el antihispanismo— se recompuso bajo la aparente lucha por la libertad de esclavos, orientada a proletarizar a esa clase social, marginada y excluida, a mediados del siglo XIX. Esta tensión ideológica frente a la influencia española fue para muchos conservadores el ocaso de la identidad y de la cultura hispanoamericanas; entre otros, para José María Rivas Groot, quien veía en los impulsos de la secularización liberal una profunda contrariedad para la unidad y el pasado colombiano heredado del mundo español.15

Oponer al discurso libertario del libre cambio en la economía un discurso en el que la lengua, la filología y la historia cultural fueran los elementos del análisis de los problemas sociales fue para los conservadores colombianos, entre ellos Caro, no simplemente una cuestión de ardor polémico sino una tarea impostergable de la función social del escritor y del hombre de fe, quedando definido de esa manera el perfil del intelectual católico conservador hispanoamericano. De modo que la labor del intelectual conservador fue atenuar la fuerza de la modernidad como innovación y progreso en la sociedad, al tiempo que ubicar la importancia y la fundamentación que el pasado, no la novedad, tenía para la integración nacional; así lo demostraba esta frase de Caro: “El pueblo habla la lengua que ha recibido por tradición”.

El segundo apartado del ensayo Del uso en sus relaciones con el lenguaje, ya revelaba su intención de elevar la polémica sobre la base de una profunda erudición analítica e histórica; Miguel Antonio Caro lo titula “Opiniones de algunos humanistas sobre la cuestión”, para reiterar la supremacía que ante toda especulación liberal generaba el problema de la transformación de la sociedad hispanoamericana. Al retomar a Quintiliano y a Cervantes, especialmente, coloca el discurso liberal que enaltece la ciencia práctica en un bajo nivel, demostrando con ello que las implicaciones económicas y políticas que se tradujeron en la modelación de un nuevo tipo de hombre y de sociedad fomentaban el desorden y la anarquía, la destrucción de las bases naturales de la sociedad.

Al desarrollar su reflexión sobre las relaciones entre el uso y la autoridad del lenguaje, Caro hace notar que el problema del lenguaje no es solamente un problema filológico de erudición, sino que es también social y político; y agrega que el uso de la lengua no es autoridad suficiente para construir un pueblo histórico y una nación. Lo es más bien el estudio y la investigación, esto es, la erudición, que dicta de manera correcta el uso de la lengua e impide su decadencia y su destrucción.16 De nuevo, citando a Fenelón y Littré, cuestiona Caro la democratización del lenguaje, cuando se cree que el uso del lenguaje en la mayoría se convierte en referente de autoridad; al declinar la investigación y la erudición, que son los elementos condicionantes para que existan una comunidad literaria y lingüística y una nación letrada, se deforma la construcción de un pueblo orgánico integrado.17 En otros términos, Caro parte de un presupuesto afirmativo, que había sido en Bello una conclusión condicionada al complejo problema social y político hispanoamericano.

La disputa por la autoridad y la legitimidad del uso del lenguaje guarda una radical importancia en Caro: así como la democracia como representación ha de ser practicada por unas minorías, la cultura nacional, y con ella la identidad nacional, ha de ser construida por una elite aristocrática. En términos de lo que significaba esto en las disputas por la educación y por la historia de los países latinoamericanos, “gobernar es educar” pero, ante todo, “educar es preservar y conservar”. De modo que así se puede apreciar lo que en las dinámicas por el poder y el control político podía significar el interrogante por el legado español: es una minoría la que tiene la verdad, el monopolio, el control y la difusión de la palabra y el pensamiento, más aún, de la historia de los pueblos, tal como esta última es elaborada e interpretada. Por eso Caro, recurriendo a Horacio, admitió:

Observa el mismo Horacio que no sólo han de caer muchas voces en olvido, si lo quiere el uso, sino [que] otras ya obsoletas renacerán, también si lo quiere el uso. ¿Y quién es poderoso a restaurar voces olvidadas? No por cierto el vulgo, conocido depositario del uso, sino los escritores que dirigen o reforman el uso. Concede, por tanto, Horacio al uso la facultad de recibir y sancionar las voces, no la de inventarlas, que es privilegio de eminentes poetas e insignes prosadores.18

Es curioso cómo, en el texto referido, Caro compara la clase aristocrática con la Academia, en una sociedad como la hispanoamericana del siglo XIX, donde las clases populares y medias apenas se insinuaban de manera muy moderada en el ascenso social y económico, de modo que era casi imposible que entre ellas llegaran a surgir académicos, más aún, personas disponibles para ocupar puestos públicos o ser parte de la alta burocracia estatal. La recurrencia a los clásicos latinos, y su frecuencia en las citas como en su pensamiento, se convirtió en Caro en una fuente de justificación intelectual, y le permitió sustentar su valor como miembro de una casta de privilegiados, de una elite de letrados,19 que se consideraron llamados a dirigir y a ocupar los puestos públicos del país por condiciones históricas naturales; ellos formaban la burocracia de los académicos y literatos.

Las relaciones entre la clase de privilegiados aristocráticos y la burocracia se enlazan o se vinculan de manera adecuada con la imagen que tuvo el polígrafo conservador bogotano de la noción monárquica de la sociedad, en la que divide tajantemente en dos cámaras la representación política del Congreso colombiano, con la absoluta obediencia de aquellas a las decisiones del presidente de la República, como nos lo recuerdan sus intervenciones en las sesiones preparatorias para la elaboración de la Constitución Política de 1886.20

Como lo investigó de manera adecuada y oportuna Ángel Rama, en su libro La ciudad letrada, el dominio burocrático de la clase de los letrados se estableció durante el siglo XIX como preservación del poder y como contención de la participación popular en los puestos públicos privilegiados del Estado. Malcolm Deas, si bien no cita a Ángel Rama, consideró que, en conjunción con la casta militar, aquella otra casta —la de los letrados— se constituyó como una burocracia autónoma que puede denominarse “el poder de la gramática”.21 Se trataba de un tipo social de funcionarios públicos, revestidos de la herencia tradicional, por cuyos méritos autodefinidos deseaban colocarse como árbitros de la nación. En el escenario político colombiano este aspecto se ratifica con la frase con la que Caro culminó su aporte a la discusión de la relación entre el uso y el lenguaje: “El lenguaje no es invención de los hombres, sino tradición inmemorial”.22 Con ello aludía, de manera directa, al poder rector de la casta de los letrados y gramáticos sobre el que edificó Caro su noción de dominación política enraizada en el acento cultural, que garantizaría superar y equilibrar los avatares de la defectuosa democratización política de la sociedad colombiana de fines del siglo XIX.

Pero si ha de considerarse a Caro en esta perspectiva histórica aludida por Deas, creemos más pertinente ver en Caro la manifestación más conspicua del “clientelismo de tipo señorial”,23 conforme a la categoría acuñada por Rafael Gutiérrez Girardot; apreciación analítica que resulta pertinente en la investigación de la historia social hispanoamericana. Como respuesta a la “secular pobreza hidalga”, las elites bogotanas encontraron, no en los negocios ni en el mundo empresarial sino en la menguada burocracia estatal, el refugio a su situación, y en la República carista la medida apropiada de su imagen tradicional del mundo político-social. “Para los hijos de la clase media bogotana pobre”, anota el profesor Gutiérrez Girardot:

[…] que, como contertulios de la Gruta, combatieron en la escaramuza literaria bajo la mirada rectora de Miguel Antonio Caro, tras el concepto de resignación cristiana se ocultaba una moral estrecha y sustancialmente hipócrita, contraria a la realidad social del país y a la vida misma, que parecía eterna no solamente porque el país, pese a los cambios subterráneos que se operaban, parecía incapaz de trasformación, sino porque desde la cátedra y el púlpito poderoso se proclama esa eternidad.24

Esa eternidad, como lo hemos visto, la asimiló Caro a la sustancia inalterable de la España católica, de la España del Cid, de la España de Menéndez Pelayo. La gramática, como garrote cultural, se asoció al poder en un país que, lejos de haber asimilado los presupuestos de la modernidad política, se abrazaba neurótica y autodefensivamente a esa causa de acento ahistórico. Creemos que la prédica carista, en estos términos, no hubiera conocido los alcances que tuvo en Colombia, ni en la Argentina posrosista —que exhibía otros problemas, expuestos en el Martín Fierro—, ni en el Chile posterior a Portales-Bello, ni siquiera en el Perú de González Prada, tras su derrota frente a Chile.

Esa dominación burocrática —por medio de aquel “clientelismo de tipo señorial” y no racionalizado, de tipo weberiano—, aunque incipiente, si se piensa que fueron los militares en concordancia con esta aristocracia de la inteligencia los que dominaron hasta bien entrado el siglo XX, sirvió para repensar la endeble constitución de la opinión pública como reguladora de la vida nacional. Si se examinan sus contenidos, no es difícil comprobar el déficit sobre el que descansa; vale decir, un funcionariado o burocracia racional, basada en la competencia —formación y servicios— de tipo prusiano, y un vacío en la dinámica de una sociedad civil, como la norteamericana, que, como observó atinadamente Weber, no precisó de ese funcionariado moderno sino hasta muy tarde, por el impulso desbordante de su sociedad joven, sin lastres semi-estamentarios. En Francia, el intelectual era un técnico de los asuntos del Estado —un experto en asuntos carcelarios—, como Tocqueville. El tipo de funcionario o letrado que representa Caro corresponde a un país estancado —creemos que en Argentina ya no sería posible—, aislado del mundo, y que aventuró una salida autodefensiva como último recurso ante los retos sociales y políticos de la época. Era un caso especial de anacronismo, virtuoso y efectivo en sus resultados.

Es de notar que la insistencia de Caro en la pureza del lenguaje y en la autoridad de la gramática se concatenaba con la noción de dominación política elitista, e incluso eclesial, por cuanto de ese modo podía justificar, a través de su proyecto de reacción conservadora —la Regeneración—25 la posibilidad de contener los avatares de una sociedad centrada en los referentes y vínculos del mercado, que había sido impulsada por los liberales a través del pensamiento utilitarista de Bentham y de Tracy. Una vez más, en la opinión pública, en el debate periodístico y en la educación, se centraron las disputas sobre cómo edificar la integración de la sociedad: o bien por la vía del comercio como motor del ascenso social, o bien a través de la herencia familiar, del nacimiento, de las relaciones de parentesco o, en último caso, por el poder de la palabra escrita y hablada. Este último presupuesto se reveló de manera contundente, si señalamos la observación de Malcolm Deas sobre Caro y los conservadores colombianos:

Caro estaba destinado, inequívocamente, para la política. Es representante de cierta clase, pero de una clase que tiene su existencia en el gobierno, no en ningún sector o faceta particular de la economía. Es heredero de la antigua burocracia del imperio español, tal como los Cuervos, los Marroquín, los Vergara. Estas familias estaban acostumbradísimas al poder, sin poseer grandes tierras ni riqueza comercial. En eso se manifestaban no interesadas, o mejor, desinteresadas: el poder sí les interesaba. No les parecía, en lo más mínimo, anormal o inverosímil que éste fuera ejercido por los letrados, como muchos de sus miembros, cuyos antepasados habían venido a las Américas a gobernar a cualquier título. Para los letrados, para los burócratas, el idioma —el idioma correcto— es parte significativa del gobierno. La burocracia imperial española fue una de las más imponentes que el mundo haya jamás visto y no es sorprendente que los ascendientes de esos burócratas no lo olvidaran; por eso, para ellos lenguaje y poder deberían permanecer inseparables.26

No era de extrañar que el ensayo de Caro sobre la relaciones del uso y el lenguaje, más que una discusión filológica y crítico-analítica, contuviera una dimensión político-pedagógica, porque al tiempo que revisaba esas relaciones construía una orientación de carácter sociológico, en la que se perfilaba la crítica a la democracia, a la estratificación social de la modernidad, a la relación entre la burocracia y la clase social emergente, a los nexos entre masas y dirigentes, y a la problemática del papel del erudito y el intelectual en el mundo social. De ahí que en esos problemas sociales Caro estimara la necesidad de una reivindicación histórica de los letrados como esencial en las relaciones entre sociedad y política. En su apartado titulado “El uso y los escritores clásicos”, Caro encuentra de manera detallada y fina lo que postularía como el elemento sustancial del desarrollo y del progreso del país: la revitalización del legado español.

Recordando con un amplio examen la labor de algunos escritores clásicos castellanos, Caro valoró los aportes que hicieron a la discusión sobre el uso de la lengua; y destacó los aciertos y los desaciertos que en su contribución erudita dejaron la vulgarización o el mantenimiento de lo que es auténticamente clásico en la lengua castellana. Las obras de Juan de Valdés, Quintana, Cienfuegos, Joan de Castellanos, Fray Luis de León, Góngora, entre otros, son citadas en las páginas de su discurso, para concluir que son propias de la grandeza de España y sus dominios. Por el contrario, lo que los empobrece tiene otra raíz:

Cuando una pluma escrutadora y diligente bosqueje la historia de la lengua, describirá todas las curiosas peripecias del combate general, si vale decirlo así, que en épocas de confusión empeñaron los escritores contra el uso, más como conquistadores de regiones incultas, que como legisladores de bien organizadas comunidades; descenderá a explicar las tentativas individuales, afortunadas unas veces, y desgraciadas otras; rastreará el origen clásico de muchas voces y frases que hoy son del dominio público; dirá, si lo logra, cómo y cuándo entraron unas en el caudal de la lengua y descartadas otras se relegaron al olvido; ofrecerá, en fin, a la admiración no a la imitación, la gloria de los triunfadores, como León y Quintana; y para que sirva de escarmiento y freno a la osadía de miserables medianías enseñará la ruina de genios poderosos como Góngora y Cienfuegos, que en la lengua que hablamos dejaron rastros anónimos de su fuerza, y con las obras que escribieron, a modo de obeliscos aislados, monumentos de su temeridad.27

La ofuscación por la influencia de una Constitución liberal que no conserva lo sagrado y lo clásico, por envejecido y abstruso, llevó a Caro —un Burke en materia lingüística— a atizar el debate y a plantearse en este discurso el problema de la fijeza del lenguaje y de los cánones que han de guiar la escritura y la lectura. Si algo caracterizó la unidad de la nacionalidad hispanoamericana fue haberse guiado por una identidad de idioma que subyace a la fuerza de la Conquista y la colonización; pero, además, la valoración del pasado cultural heredado de España, en el que se expresan los valores del auténtico progreso de la civilización española, pese a los esfuerzos de Domingo Faustino Sarmiento o, el caso más ejemplar en Colombia del bolivariano Juan García del Río, el cartagenero insigne, autor de los ensayos sobre las contrariedades del proceso de Independencia en América Latina, escritos en 1829 y publicados bajo el título Meditaciones colombianas.28 Diplomático, intelectual versátil, ensayista pródigo y arquitecto de América, junto con Andrés Bello, García del Río, a contrapelo de Caro, propuso, en su proyecto bolivariano de Independencia, la simplificación del idioma como vía expedita antihispánica de la construcción de las naciones latinoamericanas, y como elemento imprescindible del proceso de emancipación política y cultural.

Sin embargo, la vuelta a la barbarie de la mediocridad lingüística, propia de la vulgarización comercial del siglo XIX liderada por el liberalismo decimonónico, en la que se satisface el deseo del vulgo y no la esencia de lo artístico y del arte, evidencia la reacción romántica que en Caro tiene como fundamento histórico-literario la amargura con que Goethe en su prólogo al Fausto explicó, al reflexionar sobre la relación entre el teatro y el vulgo: “Lo que relumbra nació para el instante presente; pero lo auténtico no queda perdido para la posteridad”.29

“Civilización o barbarie” fue el lema de una polémica que se suscitó a lo largo del siglo XIX; en dicha disputa se gestaron, como lo profundiza Carlos Rama en su libro Historia de las relaciones culturales entre España y América Latina en el siglo XIX,30 las contiendas entre americanistas e hispanistas en el continente, y se abrieron igualmente las sendas que definirían los rasgos de los liberales y los conservadores hispanoamericanos. Esta controversia fue enriquecida a través del pensamiento de Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento,31 y se acentuará en Caro con los mismos motivos y propósitos, esto es: el problema del idioma y la educación como ejes de las luchas ideológicas decimonónicas. Al enfrentar a los liberales a través de la prensa, los escritos y ensayos de Caro se orientaron a recuperar la herencia hispánica, batallando para ello en el idioma castellano; lo que se ratifica en el librito de Caro, titulado Ideario hispánico,32 en el que se mostraba su rígida intencionalidad conservadora. Es curioso recabar que este libro se recopiló bajo el amparo de la época de la reacción conservadora contra el liberalismo de Alfonso López Pumarejo en Colombia, de la mano de Laureano Gómez (1950-1953);33 lo que, entre otras razones, demuestra la honda huella dejada por el centelleante pensamiento carista en el siglo XX en Colombia.

Justamente uno de los capítulos del libro de Carlos Rama ya citado sobre las relaciones culturales de España e Hispanoamérica en el siglo XIX se dedica a explorar el problema de las relaciones entre los americanistas y los hispanistas, en el marco de las disputas ideológicas y políticas de la herencia española. Rama, citando a Rafael Núñez —amigo de Emilio Castelar— y a Miguel Antonio Caro, explica el por qué de la reacción conservadora de ambos, referido a los problemas que habían dejado las revoluciones de Independencia:

España perdió toda su influencia en el mundo a tanta costa conquistado por sus armas, y ese mundo, además, quedó, en cierto modo, sin brújula en el nuevo derrotero que marcó a sus destinos su repentina segregación política de la madre patria. Tuvimos que buscar consejos y protección fuera de nuestro histórico centro. Y no ha sido el menor de los daños que nos hizo experimentar la segregación absoluta, el habernos visto fatalmente obligados a prohijar teorías de gobierno muy poco conformes con nuestra constitución tradicional; constitución que debe ser el punto de partida, y aún la base de las instituciones escritas.34

Caro consideró a los liberales en el marco de la política, pero más aún en el de la cultura y la educación, como los promotores de una dislocación de la sociedad colombiana. No solamente los llama culpables y enemigos absolutos, sino también, recurriendo a metáforas descalificantes, los trata como impíos, anárquicos, masones, jacobinos, revolucionarios, e incluso traidores de la patria. Como contrapartida a la crítica a los contenidos ideológicos del liberalismo colombiano que había elaborado Caro, los liberales del “Olimpo radical” emprendieron paralelamente un esfuerzo nada desdeñable que, en sus trazos ideológicos básicos, coincidía con el liberalismo hispanoamericano, pero que resultó ineficaz en Colombia.

Aunque fueron muchas las contradicciones históricas que frustraron el discurso liberal hispanoamericano del siglo XIX, entre ellas la de reconciliar un proyecto de reforma social y política con vínculos y prácticas propias del mundo tradicional, los liberales decimonónicos no concebían que su programa de transformación social se hallara cercano a la obstinada y ciega reverencia con que los conservadores tradicionalistas hispanoamericanos pretendían mantener y preservar el legado español. Las diferencias se hallaban en la explicación y en la comprensión de los factores históricos que llevaron a la Conquista y a la colonización, pues, a diferencia de los liberales, los conservadores se entendían como restauradores, esto es, como “celadores” de las estructuras básicas de la historicidad hispanoamericana, además de considerar que tenían el derecho natural y sagrado de impedir los cambios abruptos que habían desatado en el continente ideologías como el liberalismo progresista del siglo XIX, socavando incluso los fundamentos del desarrollo en Hispanoamérica.

Nada se oponía más a la insolencia liberal que el modo como los conservadores comprendían la devoción por España. Al explicar el sentido de la tradición y su importancia en la restauración y reorganización de la sociedad, los conservadores consideraron que el sistema social del imperio español, heredado de la colonización y la Conquista, no fue un capricho de dominación y de poder, que sostenía de manera estática una casta de privilegiados, sino el designio de una ingeniosa labor de civilización, cuya prueba contundente se cifraba en las glorias del heroísmo medieval, transmitidas a través del lenguaje castellano. Así concibe Caro, en uno de sus apartes del discurso Sobre el uso en sus relaciones con el lenguaje, la relación entre España y el lenguaje: como una misión cuya labor constituía un derecho natural que, aunque anclado en el pasado, restauraría los vínculos primarios de la herencia española. Por eso afirmaba en la polémica idiomática:

Mas con la lengua de Castilla se ha verificado un fenómeno que no tiene ejemplo en la historia: que habiéndose extendido por derecho de conquista a remotos y dilatados territorios, ha venido a ser lengua común de muchas naciones independientes. De ser hermanas blasonan las Repúblicas de la América Española, y ora amistosos, ora sañudos sus abrazos, serán siempre, si en paz, hermanas, y si en guerra, fratricidas, anverso y reverso de un parentesco fundado en una común civilización, y estrechado por vínculos de los cuales la unidad de la lengua no es el menos poderoso. De inmensa importancia es, por razones obvias, la conservación de esa unidad hermosa; pero no hay probabilidad de que ninguna de las capitales de las naciones que recibieron el castellano como herencia común, adquiera en punto de lenguaje título de primacía por consentimiento unánime de las demás; “el continente hispanoamericano”, ha dicho el célebre geógrafo Eliseo Reclus, “se jacta de tener varias Atenas, entre ellas dos principales, una al Sur, otra al Norte —Buenos Aires y Bogotá. ¿Y convendría en aceptar lugar secundario Méjico, la que engendró a Alarcón y crió a sus pechos a Valbuena? ¿Quedaría postergada Caracas, la magna parens virus, que con sólo el nombre de Bello oscurece constelaciones de nombres gloriosos? ¿Rendiría parias a nadie la orgullosa Santiago, centro floreciente de riqueza y de ilustración?35

Españoles y americanos: herencia y unión de una misma raza

Para darle unidad al proyecto de la Regeneración —versión colombiana de la Restauración canovista—, Caro apeló a la noción de tradición. En ella vio un rasgo común entre españoles y americanos, un pasado común. Ese pasado común se expresó tanto en el habla como en las costumbres heredadas de la “Antigua Patria”, o de la “Madre Patria”, como prefirió Caro denominar al cuerpo político de la nación. En la idea de “patria” se enlazaron en hermandad tanto la España sojuzgada por las revoluciones de Independencia como también las nuevas “Repúblicas americanas”, herederas de esa causa misional que se entendió como la “búsqueda de un destino propio”, en la que se expresó la experiencia acumulada de la heroicidad. Para Caro, las revoluciones de Independencia de América tuvieron un trasfondo común: el heroicismo, legado de la Conquista y la colonización españolas, enmarcadas en los proyectos de expansión de las cruzadas de la Edad Media.36

En España y en Hispanoamérica, los libertadores fueron objeto de discriminación y exaltación. Fueron vistos como hijos de España, según el lente conservador o, como mejor lo describió Caro, como españoles americanos. Como lo hace destacar Carlos Rama, en el capítulo “La crisis de la emancipación” del libro ya citado, el criollismo descolló como elemento de autonomía, inicialmente cultural, y luego pasó a engrosar el proyecto político de la emancipación.37 Para los liberales eran simplemente criollos, nacidos en suelo americano; eran los contradictores de una raza, de una cultura y de una civilización. La polémica sobre los héroes libertadores, sobre esa generación de luchadores y ante todo de revolucionarios, se contradecía con la noción de tradición que Caro intentó revalorar y restaurar. En sus ensayos, especialmente en el escrito sobre la figura de Simón Bolívar como Libertador, Caro no hablaba del precursor de las libertades americanas sino del continuador de la figura del héroe-salvador, que encarnó en el caballero, el hidalgo medieval de las tradiciones aventureras de los siglos XIV-XV.

Una de las polémicas acerca de las relaciones entre España e Hispanoamérica se orientaría, en Caro, a desacreditar la ruptura y la distancia racial que provocaban las denominaciones criollo, revolucionario americano o libertador. Por eso, la polémica que Caro enardeció fue la de la interpretación de la “Independencia de América”, que se refería no solamente a la procedencia hispánica de los hijos de la revolución, sino también a sus nexos raciales y culturales.38 En España fue malentendido, en su poema sobre el Libertador, que Caro llamara a Simón Bolívar el “vengador de los Incas”.39 Para Caro, su poema no ofrecía ninguna retaliación frente a la “Madre España”, por cuanto no pretendía estimar allí la tensión entre raza española conquistadora y raza indígena sometida. Para Caro no existía ninguna diferencia entre las generaciones de españoles y criollos, y mucho menos entre la raza vencedora y la raza vencida, como la había expresado en forma radical González Prada, en su poema “Canción de la india”, de Las baladas peruanas.40

La noción de raza no la empleó Caro en su dimensión política: la de dos entornos contradictorios —el hispánico y el criollo-americano—, sino que la construyó a través de una dimensión cultural, en donde una proporción continua de respaldo y de elemento común identifica una misma tradición conformada básicamente a través del habla —el idioma— y las creencias religiosas. Esas bases comunes no podían considerarse como vínculos rotos por el proceso de emancipación independentista, período que cubrió los años de 1810 a 1824. El enlace más fructífero entre las dos culturas ha sido designado por el vínculo que contiene la tradición, es decir, por encima de las contingencias de las revoluciones de Independencia. Los elementos culturales de la tradición: costumbres, creencias, habla, entre muchas otras, se impusieron por encima de cualquier representación política y cultural que haya pretendido superar lo originario y primigenio de la presencia española en Hispanoamérica. Por eso el Bolívar de Caro no fue un “revolucionario” que buscara la ruptura con España, sino un “héroe” que prolongaba las aventuras y los riesgos del típico caballero medieval español.

De este modo, Caro no defendió la Independencia como la realización de una ruptura política y cultural entre dos razas en contienda, sino, más bien, como “guerras civiles” provocadas por acontecimientos equívocos por su naturaleza; esto es, como un error de juventud, de la inmadurez de un pueblo o, dicho en términos de Caro, como el producto de la rebeldía de los “hijos” frente a su madre. “Rebeldía” significó en Caro insubordinarse, pero no “revolución”, como quiebre de las estructuras políticas, sociales y culturales de la raíz común. Si la “revolución” no fue una ruptura, entonces, ¿qué fue para Caro?

En el poema presenta a Bolívar como el representante de la raza prolongada en el suelo americano: “¿Fue nuestra guerra de Independencia pavoroso desastre procurado por el deseo de romper con la raza conquistadora?”.41 La irritante polémica que desató Caro frente a los liberales, al desacreditar la Independencia como un proceso de ruptura y de desvinculación, lo llevó a negar de manera tajante cualquier tipo de comprensión histórica que viera en la revolución de Independencia una innovación histórica de una nueva raza, una construcción histórica de una nación y unas costumbres, alejadas de la trama heredada de la antigua España. Para deslegitimar el proceso de Independencia como ruptura cultural, Caro se centró en la polémica sobre la Conquista y la colonización de América, y no menos en el papel que Carlos III (1759-1788), rey ilustrado, había jugado para desnaturalizarnos de nuestra raíz hispánica.

En ese contexto se dirige Caro a destacar a una de las personalidades más representativas de la elite ilustrada de la época preindependentista hispanoamericana: Andrés Bello. Su ensayo, titulado Andrés Bello. Estudio biográfico y crítico (1881), comienza con una valoración de Bello, en la que lo presenta como hispanista, católico, tradicionalista y clasicista.42