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RETRATO DE UN NAVÍO

Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza de la carrera

Manila-Acapulco (1733-1750)

Jesús García del Valle y Gómez

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CUBIERTAS

DELANTERA: El navío de la carrera Manila - Acapulco, Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza. Óleo sobre lienzo, 100 x 73 cm, de Esteban Arriaga. (Propiedad de JGV)

POSTERIOR: El navío Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza aparejado en seco. Acuarela de Almudena Espinosa. (Propiedad de JGV)

© Jesús García del Valle y Gómez
© Retrato de un navío
ISBN: 978-84-686-0735-1
ISBN ebook: 978-84-686-0736-8
Impreso en España / Printed in Spain
Impreso por Bubok

A las dotaciones de los galeones y navíos
de Manila que, durante doscientos cincuenta
años, hicieron la carrera de Filipinas

Índice

Prólogo

Agradecimientos

Abreviaturas de fuentes documentales

Introducción

Primera parte: SU HISTORIA

I El galeón de Manila

II Primeros viajes

III Contrabando

IV Guerra

V Se suspende el comercio

VI El final del Pilar

VII Epílogo

Segunda parte: PLANOS Y ESPECIFICACIONES

I Preámbulo

II Definición del casco

III Construcción del casco

IV Armamento principal

V Interiores

VI Aparejo

APÉNDICES

FUENTES DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

ÍNDICE DE NOMBRES Y LUGARES

A ESTA HISTORIA

del navío Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza

Guarda en el fondo el mar tantos misterios
sin desvelar aún, tanta quimera
encallada en el rumbo entre dos puertos,
que uno piensa al final que su color
no es del todo inocente,
tiene el musgo apagado de la historia
la mirada perdida de los hombres
y el intacto tesoro de un inmenso
tintero azul que solo espera
el barco de papel, la gaviota
de la página en blanco
convirtiendo el secreto en libro abierto.

Guarda en el fondo el mar tantos misterios
que uno piensa al final que su color
solo puede encontrarse entre los dedos
que manchados de tinta lo navegan.

Fernando Beltrán

Prólogo


Venturoso lector:

El calificativo rezuma deliberada meditación, porque no es poca ventura que a tus manos llegue un libro como este sobre el navío Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, señero protagonista de la carrera Manila-Acapulco.

Veamos por qué.

Ante todo, por su carácter de primicia. Hasta ahora no ha habido quien osara hurgar en el fárrago documental que escondía sus orígenes, avatares y desaparición definitiva.

En segundo lugar, la presente obra constituye un acopio inverosímil de datos con su intricada urdimbre que únicamente un espíritu avizor y perito fuera capaz de desentrañar con tal maestría que lo que, de suyo, es difícil y recóndito para el profano, se torna diáfano y comprensible, lo cual acrece el interés del lector y cautiva su atención. Ignoti nulla cupido, según reza el apotegma clásico. Pues bien; al hacer fácil el conocimiento de cuanto de tecnicismo abriga el tema, se ha conseguido que haya enamoramiento de él.

Si bien el autor parece pretender ceñirse tan solo a la historia de la nao Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, le resulta imposible soslayar el contorno histórico, en tiempo y espacio, de sus singladuras. De ahí que para provecho del lector se aborda nada menos que el luengo devenir del comercio entre Manila y Acapulco y viceversa, con sus altibajos y contingencias, todos narrados con lujo de detalles y de manera tan gráfica que las páginas escritas logran semejarse a una cinta cinematográfica que deslía, con escenas vivas, toda la problemática de esta singular carrera marítima sin paralelo en la historia. Se suceden personas e instituciones, pragmáticas y preceptos, conflictos y resoluciones, como en un recorrido calidoscópico de ineludible impacto. Es tal el virtuosismo histórico del autor que, además, juntamente con los anales marítimos del susodicho comercio, resulta que también va repasando los hitos del desarrollo de las islas Filipinas, con atisbos certeros a su gobernación, así en tiempos bonancibles como en plenas campañas bélicas. Por ello, este libro se hace lectura obligatoria para todo el que pretenda conocer la historia de aquel antiguo florón de la Corona de España.

Con ser tan útil la primera parte de esta obra para los propósitos ya apuntados, no es menos la segunda. Las precisiones técnicas de que está aderezada no son óbice para que el lector llano se solace con su lectura. Esto es así, no ya porque todo nuevo conocimiento brinda por sí mismo un cierto placer intelectual, sino porque la explicación detallada de dichas características técnicas está realizada de una manera tan lúcida que facilita sobremanera su inteligibilidad. Por descontado que la idoneidad con que el autor trata la dimensión técnica de la embarcación objeto de su estudio es inapreciable servicio que hace a los peritos de hoy en la ampliación de los conocimientos de su especialidad.

Luego también es de justicia recalcar que, sin ánimo de apología y siempre dentro del más ajustado rigor histórico, el autor rinde un merecido homenaje a la labor civilizadora de España en Filipinas y el Nuevo Mundo con la oportunidad del V Centenario conmemorativo. No ha precisado de loas y ditirambos; tampoco se ha embarcado en raciocinios justificativos. Ha preferido que los hechos por sí mismos hablaran y lo hacen con la elocuencia de la verdad. Al margen de toda leyenda negra o rosa Jesús García del Valle Gómez, que, ya es hora de decirlo, es el nombre del autor, ha logrado centrar la ejecutoria cristianizadora y civilizadora de España en Filipinas, prolongación fidelísima, siquiera con rectificaciones dictadas por la justicia y la experiencia, de su pareja hazaña en las Américas.

Por las razones anteriormente reseñadas —¿acaso hacen falta más?—, Jesús García del Valle Gómez, una vez más, se hace acreedor al agradecimiento de cuantos amamos la verdad, la razón y el honor.

Mas no hay por qué extendernos más. El lector venturoso, a no dudar, siente ya impaciencias por hincar la atención en el libro que tiene entre las manos, por lo que el autor de este prólogo debe hacer mutis, cuanto antes, mejor.

Antonio M. Molina

Agradecimientos


La primera edición de este libro formaba parte de un programa más amplio realizado con motivo de la celebración del V Centenario del descubrimiento de América, por la Asociación de Ingenieros del I.C.A.I., como colaboración al programa del COMITÉ V CENTENARIO del Instituto de la Ingeniería de España, del que fui vicepresidente. El proyecto inicial se centraba en el estudio de los navíos de la carrera Manila-Acapulco en el siglo XVIII.

Por otra parte, entre los proyectos de las Sociedades Estatales para la ejecución de programas del V Centenario y Expo 92, figuraba la construcción de varios modelos de naves representativas de la historia naval española, para su exposición en el pabellón de la Navegación de la Expo 92, en Sevilla. Uno de los modelos había de ser el correspondiente a un galeón o navío de la carrera de Filipinas, para el que faltaban planos y especificaciones para su construcción. Del concierto entre ambos programas, resultó un proyecto único centrado sobre el navío Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza que ha contado con el patrocinio de ambas sociedades estatales, así como de la Asociación de Ingenieros del I.C.A.I. y del Instituto de Ingenieros de España, iniciadores del proyecto. Sin el concurso de estas cuatro instituciones, este proyecto nunca habría salido adelante.

El Archivo de Indias ha sido fuente inagotable de información, vaya pues mi gratitud a su personal y dirección por su ayuda y comprensión, así como a Ramón Serrera, catedrático de Historia de América, que me proporcionó un grupo de alumnos que trabajaron con gran eficacia en la búsqueda de información en dicho archivo. Debo agradecer también a María Lourdes Díaz-Trechuelo, catedrática de Historia de América, su valiosa información al inicio del trabajo. Asimismo, al director del Museo Marítimo del Cantábrico José Luis Casado, por sus comentarios y aportaciones.

La presentación de esta segunda edición es la misma que figuró en la primera y se debe a la gentileza del historiador, diplomático y profesor filipino Antonio M. Molina, por desgracia ya fallecido. El R. P. Gabriel Casal O.B. director del Museo Nacional de Filipinas me proporcionó la imagen filipina de la Virgen del Pilar, contemporánea del navío. La colaboración recibida de las direcciones y personal del Museo Naval, Biblioteca Nacional y Archivo General de la Nación (México) ha sido siempre amable y eficaz, a todos mi reconocimiento. Al catedrático de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Montes César Peraza debo la orientación e información bibliográfica para el estudio de las maderas empleadas en la construcción naval, mientras que Daniel Fernández Morán me ayudó en el estudio de sus protecciones.

Los constructores del modelo del navío Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza que se exhibió en el pabellón de la Navegación de la Expo 92 en Sevilla, Javier Escudero y Manuel Benavente, me han apoyado con su experiencia y meticulosidad en la comprobación de los planos y especificaciones del navío durante la construcción del modelo, al que pertenecen algunas de las ilustraciones de este libro.

La contribución, siempre competente y entusiasta, de Francisco Fernández, catedrático de Arquitectura Naval de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Navales, fue siempre fuente inagotable de inspiración y apoyo. La dedicación, paciencia, entusiasmo y buen hacer que, durante casi dos largos años, pusieron en su colaboración José Luis Díaz, Tomás Enguita, Lucía Gil y Rafael de Góngora, entonces alumnos de la E.T.S. de Ingenieros Navales, y Almudena Espinosa, a la sazón alumna de la E.T.S. de Arquitectura y hoy una de mis nueras, facilitaron la terminación de los planos del navío.

Las aportaciones artísticas originales creo que deben calificarse de excepcionales. Así el dinamismo de los dibujos a pluma de Javier Escudero; la lucidez del fascinante y sugerente poema de Fernando Beltrán que abre las dos ediciones del libro; y, finalmente, la luminosa y precisa interpretación del navío Pilar del marinista Esteban Arriaga, que me ha sugerido el título del libro y lo enriquece con tan singular contribución.

La publicación de la primera edición se debió a la decisiva intervención del entonces capitán de navío Enrique Lechuga que me puso en contacto con la Editorial Naval. Nunca agradeceré bastante su iniciativa, pues encontré en el personal de esta editorial y en su director, el coronel del Cuerpo de Máquinas José Antonio Ocampo, un grado de competencia, profesionalidad y amor por la obra bien hecha difícilmente superable. La primera edición de este libro obtuvo el Premio Del Mar en la convocatoria de 1993 de los Premios “Virgen Del Carmen” del Instituto de Historia y Cultura Naval de la Armada Española.

Para terminar, no debo silenciar que la más importante aportación a este trabajo ha sido el apoyo que he recibido de mi mujer, Marisa, y de nuestros hijos, así como su paciencia durante la preparación de las dos ediciones.

Jesús García del Valle - 2011

Abreviaturas de fuentes documentales


A.G.I.: Archivo General de Indias.
A.G.N.M.: Archivo General de la Nación, México.
B.L.: British Library.
M.A.: Museo de Acapulco, fuerza de San Diego.
M.N.: Museo Naval de Madrid.
M.O.S.S.: Museo Oceanográfico de San Sebastián
N.M.F.: National Museum, Filipinas.
N.M.M.: National Maritime Museum, Greenwich
R.A.H.: Real Academia de la Historia.
S.G.E.: Servicio Geográfico del Ejército.

Introducción


El navío de la carrera Manila-Acapulco Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza es el principal protagonista de esta historia; pero no es el único, también lo son otros bajeles, amigos y enemigos, que tuvieron relación con el Pilar. Asimismo, los hombres que formaron sus dotaciones y aquellos otros responsables de sus destinos. No ha de chocar que una máquina, obra de los hombres, sea vista como si de un ser vivo se tratase; sobre todo si dicha obra es una nave, la más compleja fábrica de su época, en cuya construcción y manejo intervienen prácticamente todas las ciencias y artes entonces conocidas.

Cada nave tiene su personalidad, no hay dos iguales, aunque se hayan construido en el mismo astillero, por los mismos artífices y con las mismas reglas y especificaciones. Su complejidad; el dinamismo de los medios, la mar y el aire en que se mueven; y la importancia que tiene en su destino la calidad, los conocimientos y la entrega de los hombres que las fabrican, tripulan y mantienen, hacen de cada nave un ente único. Así ha sido reconocido por la humanidad que pronto empezó a distinguirlas por sus nombres, que reciben en ceremonia singular en consonancia con el entorno cultural de sus constructores.

Pero el hombre ha pretendido siempre limitar el componente impredecible del comportamiento de sus máquinas y, con mayor razón y por tantos motivos, de aquellas que le permiten surcar los mares. Desde principios del siglo XVIII, la creciente importancia del método científico hace que se acelere el proceso de sistematización y normalización de la construcción naval, como conjunto de artes de vanguardia, proceso en el que España venía siendo pionera desde el siglo XVI. Gracias a este proceso, y a la organización y eficacia de la burocracia española de la época, ha sido posible encontrar suficientes datos en reales órdenes, publicaciones científicas, documentación de la Real Hacienda, informes, consultas…, muchos de ellos de origen filipino y siempre contemporáneos del navío Pilar, para reconstruir los planos y especificaciones del protagonista de esta historia.

Su estudio se ha realizado siguiendo las proporciones que el teniente general de la armada don Antonio de Gaztañeta propuso en 1720 para las fábricas de navíos y fragatas de guerra, por orden de Su Majestad el Rey Don Felipe V. El documento de Gaztañeta especificaba todas las dimensiones del casco del navío, salvo excepciones de menor importancia, así como el escantillonado de sus elementos constructivos. El resto de especificaciones de arboladura, aparejo y armamento quedaba para una segunda relación, que no llegó nunca a ver la luz.

Afortunadamente, el piloto mayor de la carrera de Filipinas don José González Cabrera publicó en Manila un excelente tratado de navegación en el año de 1734. En el capítulo XV de esta obra, se dan “las Reglas, y medidas para fabricar Navios, y otras cosas necessarias para su vso”. Las especificaciones correspondientes al casco coinciden con las de Gaztañeta, pero Cabrera fija, además, la arboladura, las menas de los cabos más importantes de la jarcia firme y de maniobra, el equipo de fondeo, la lancha y el corte de velas. El resto de la jarcia, detalles de armamento, artillería y sistema de aparejado se ha basado principalmente en el famoso manuscrito que el marqués de la Victoria escribió, en la metrópoli, entre los años de 1719 y 1756.

Los lectores familiarizados con la primera edición de esta obra echarán de menos su riqueza de ilustraciones en color. Por cuestiones económicas, esta edición solo cuenta con ilustraciones en blanco y negro y en menor cantidad, pero suficientes para la correcta interpretación del texto y para facilitar su lectura.

Finalmente, un aviso al lector no especializado: este es un libro cuyo protagonista es un navío del siglo XVIII. En aras de la precisión y concisión del lenguaje, es inevitable el empleo de términos navales específicos que, por su cantidad, no parece razonable incluir en un glosario. Sus definiciones se pueden encontrar en un buen diccionario de la lengua española y en la bibliografía se sugieren, además, obras adecuadas de consulta. Se han conservado las unidades de medida del lugar y de la época, con el deseo de mantener al lector en el ambiente en el que se desarrolló la historia del Pilar; en el Apéndice I se encuentra una tabla de equivalencias con el Sistema Internacional de Unidades.

Jesús García del Valle - 2011

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Galeón del siglo XVII, pluma y acuarela por Rafael Monleón, 1889 M.N.

Capítulo I

EL GALEÓN DE MANILA


El doce de junio de 1750 había amanecido con tiempo claro y sereno, después de una semana de vendavales del SO al OSO, con frecuentes turbonadas y aguaceros que habían lavado el ambiente. Una ligera brisa del NE, impregnada del aroma de los bosques de las montañas de San Mateo, apenas refrescaba el ambiente y no llegaba a rizar la gran bahía de Manila, que brillaba en todo su esplendor con la refulgencia de una lámina de plata fundida.

Al sur de la bahía, los astilleros e instalaciones del puerto y ribera de Cavite iniciaban su actividad, poco después de terminada la ceremonia de cambio de guardia y de izar bandera en el castillo de la fuerza de San Felipe. Las marchas de pífanos y tambores parecían encontrar eco en las que, debilitadas por la distancia, se oían por la parte del castillo de la fuerza de Santiago en Manila.

Esa mañana del 12 de junio de 1750 podía verse, atracado al muelle para las embarcaciones de los reales efectos, un navío de dos puentes y de bellas proporciones que, lavado por las pasadas lluvias, brillaba recién pintado. Completamente aparejado y lastrado, listo para recibir su artillería y carga y cruzar el Pacífico, presentaba una bellísima estampa cuyos reflejos cabrilleaban en las aguas de la bahía.

Era el navío de Su Majestad, de la carrera Manila-Acapulco, de 50 codos de quilla y del porte de 50 cañones, Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, protagonista de esta historia. El 12 de junio de 1750 terminaba, prácticamente, uno de sus más largos procesos de carenado y aderezo. Había entrado en astillero el 13 de abril de 1749 para un primer carenado, con un período en servicio activo entre el 28 de septiembre del mismo año y el 18 de enero de 1750.

En esos diez meses en astillero, se había realizado una renovación completa del navío. Incluso se había pintado desde la línea de flotación hasta los tamboretes de los palos machos, práctica poco común en una época en que faltaba tiempo y recursos en las Cajas Reales de las islas.

El Pilar aparecía con los costados pintados de amarillo limón. Los cintones, cintillos, posteleros, amuradas del alcázar y castillo de proa, tapas de regala y mesas de guarnición y sus cadenotes estaban realzados en negro mate. La proa estaba pintada de negro, con los bajorrelieves de las gambotas, brazales, curvas bandas y tapas de serviolas destacados en azul galoneado de blanco. El mascarón de proa, en blanco, dada la falta de recursos para dorarlo. La popa y sus jardines también tenían un fondo negro, con los paneles inferiores de los ventanales de la cámara baja realzados en azul galoneado de blanco. El blanco también destacaba la columnata de la galería de la cámara alta, los dinteles de ventanales y los galones de la herradura y tapas de regala.

Por carestía de recursos, asimismo se había empleado el blanco en las tallas de la popa: imagen de la Virgen del Pilar y escudos con las armas reales y las de la noble ciudad de Manila. En situación de desplazamiento “en rosca”, el navío flotaba un tanto alto en sus líneas, lo que permitía ver parte del forro de plomo que cubría su carena.

El navío Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza era heredero y continuador de los famosos galeones de Manila, cuya verdadera historia había empezado dos siglos antes…

* * *

El martes 18 de septiembre de 1565, la nao San Pedro de “porte de quinientas y çincuenta toneladas, e tiene de talón a talón por quilla treynta e ocho codos”1, cuyo capitán era don Felipe de Salcedo auxiliado por fray Andrés de Urdaneta, recalaba en la isla de San Miguel (34o 01’N, 120o 18’O), en las costas de California. Se había dado a la vela en el puerto de Cebú, en las islas Filipinas, el viernes 1 de junio de 1565 por orden del general don Miguel López de Legazpi2.

El genio de Urdaneta, con la colaboración de los pilotos de la nao, Esteban Rodríguez y Rodrigo de Espinosa, había establecido la derrota de vuelta desde las Filipinas a la Nueva España3 que haría posible la evangelización y desarrollo de aquellas islas. La Corona española podía ya mantener la frontera occidental de sus reinos en la posición más avanzada que la bula Inter cætera del papa Alejandro VI y los posteriores pactos con Portugal le permitían4.

Cortadas por los turcos las rutas comerciales de los productos de oriente, que había monopolizado la república de Venecia, se había hecho necesario encontrar nuevos caminos para el comercio con el lejano oriente. Las talasocracias atlánticas europeas aceptarían el desafío. Primero Portugal, por el sur (cabo de Buena Esperanza); España después, por la ruta occidental; y más tarde Inglaterra y Holanda, siguiendo el camino portugués, establecieron sistemas y compañías de comercio con las Indias Orientales5.

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Nao de 150 toneles según García de Palacio (1587)

En el caso de España, el comercio iba a ser solo un medio que permitiría mantener la presencia española en las islas Filipinas. El principal objetivo de la corona española en las islas fue: en primer lugar, su evangelización6; después, mantener sus derechos que hicieron del océano Pacífico un mar español durante más de dos siglos. Esta política española en el oriente no hubiese sido practicable sin un sistema de comunicación regular. Así nació una línea marítima, servida por naves de la corona española, que durante doscientos cincuenta años hizo de puente entre las islas Filipinas y la Nueva España, donde entroncaba con los sistemas de comunicación establecidos entre las Indias Occidentales y la España peninsular.

El comercio entre China y la Nueva España, de donde se extendía al resto de las Indias Occidentales y a la metrópoli, pronto alcanzó importantes proporciones. Desde 1589 la corona se vio obligada a regular estrictamente el comercio de la nao de Acapulco para evitar una excesiva sangría de plata mexicana y para no dañar la industria textil de Andalucía, en especial la de la seda. Las leyes y decretos reales ponían límite al comercio entre Manila y la Nueva España; definían las normas para su reparto, transporte, dotación y defensa de las naves de la carrera, y dificultaban el contrabando.

El comercio quedaba exclusivamente reservado a los residentes españoles de las islas Filipinas, pues la corona comprendía la necesidad de compensar de alguna forma a sus servidores en islas tan alejadas de la España peninsular. El valor de las mercancías que se embarcasen en Manila para la Nueva España se amplió en 1702 hasta un máximo de 300.000 pesos de a ocho reales, mientras que el retorno a Manila del principal y ganancias obtenidas con su venta se limitaba a 600.000 pesos. La compra de mercancías en Acapulco quedaba circunscrita a los comerciantes de la Nueva España, por tanto, se excluía del comercio a los residentes del virreinato del Perú, de la Tierra Firme y de la Guatemala.

La capacidad de carga de las bodegas del navío o navíos7 era cuidadosamente medida y dividida en piezas, equivalentes a un fardillo de 1 más 1/4 varas de largo, 2/3 de vara de ancho y 1/3 de vara de alto8. En la época que nos ocupa, el permiso quedaba limitado a la capacidad de la nave, con un máximo de 4.000 piezas si fuese mayor, representadas por certificados llamados boletas. Las piezas se distribuían entre la población española de Manila y Cavite, según su antigüedad y condición, por una junta que presidía el propio gobernador, cuya falta de imparcialidad, en su caso, podía resultar en cargo en su juicio de residencia9.

En el reparto de la capacidad del navío, entraban también soldados, viudas y eclesiásticos, estos últimos bajo ciertas restricciones. Para la dotación del navío, se reservaban 200 piezas, cuyo mercadeo podía compensar la cortedad de las pagas de la gente de mar, mientras que el gobernador, los ministros togados y los oficiales reales10 se repartían 100 piezas para el embarque de regalos.

Las boletas eran al portador y podían transferirse al mejor postor, siempre que ya figurase en el reparto, generalmente los grandes comerciantes de Manila. En ocasiones los dueños de boletas, faltos de recursos, podían obtener financiación en las llamadas Fundaciones Piadosas, a pesar de las reiteradas prohibiciones emanadas de la Santa Sede para evitar la participación de las órdenes religiosas en el comercio de Filipinas11.

A pesar de un sistema de control tan bien concebido, no fue posible erradicar el contrabando, de forma que dio lugar a que se promulgaran leyes encaminadas a ese fin. El fiscal de la audiencia de Manila debía estar presente en las visitas de las naves que llegasen de Acapulco, para denunciar cualquier exceso en el permiso de la plata embarcada. De haberlo era decomisado y repartido por igual entre la Corona, el juez y el denunciante.

Las multas por exceso de carga para el permiso aprehendido en el camino de Acapulco eran de 2.000 ducados de Castilla y diez años de servicio en la isla de Ternate. La mercancía había sido comprobada en Acapulco por los oficiales reales y contrastada con los registros de la nave. La evaluación de las mercancías recibidas en Acapulco se debía repetir en la ciudad de México por un contador del Tribunal de cuentas, un oficial de la Real hacienda y un representante del Consulado de México12.

El galeón de Manila, o nao de Acapulco, o navío de China13, una vez aprestado, artillado y municionado, fondeaba, para recibir la carga de su permiso, en el pozo o zona del surgidero de Cavite, al SE de la punta con suficiente calado para la carga de los navíos de la carrera. El fondeadero de Cavite quedaba al SE14 de la gran bahía de Manila.

Con 30 leguas de bojeo y un plano de agua de más de 70 leguas cuadradas, la bahía podía admitir en su surgidero a los navíos de todas las armadas del mundo sin estorbarse en sus borneos. Sus fondos de arena fina y fango apretado, con una profundidad media de unas 10 brazas, y sus orillas, formadas en su mayor parte por playas aplaceradas, donde las embarcaciones podían acostarse en la bajamar sin daño para sus fondos, hacían de este fondeadero de Manila un verdadero regalo de la naturaleza.

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Plano de la ciudad de Manila y sus arrabales (1763)
Basado en AGI – Planos de Filipinas 43 (Filip. 719)

La embocadura de la bahía de Manila o Mariveles, partida por las islas de Pulocaballo y del Corregidor, queda al SO. Por levante desemboca en la bahía el río Passig15, en cuya orilla derecha se levantaba la noble ciudad de Manila mientras los arrabales de Tondo, Bay-Bay, Binondo y Quiapo quedaban en la orilla izquierda.

El castillo de la Real Fuerza de Santiago formaba la esquina NO de la ciudad intramuros, que encerraba la Audiencia y el Palacio del Gobernador, la Catedral y el Palacio Arzobispal con el Seminario, la Universidad de Santo Tomás, el hospital de San Juan de Dios, la iglesia y convento de Santo Domingo, el colegio de Santa Isabel, y la iglesia y convento de San Agustín. También, el colegio de Santa Potenciana para la educación de las hijas de españoles, San Francisco, la iglesia y colegio de la Compañía, y la iglesia de San Nicolás de los agustinos recoletos.

El baluarte de San Diego quedaba al sur de la muralla, a su lado, la Casa de la Fundición. El resto de la ciudad intramuros estaba formada, a mediados del siglo XVIII por unas 900 casas de un solo piso, con terrazas y azoteas, y de factura irregular, generalmente de mampostería.

La ciudad amurallada estaba rodeada por el lado de tierra por arrabales. El primero, siguiendo la orilla del río, era el Parián de los sangleyes, comerciantes y artesanos chinos paganos que tenían sus propias autoridades y jugaron un importante papel en la vida y comercio de la ciudad16. Al SE de la ciudad, los arrabales de Bagumbayán y de Dilao; y, algo más al sur, la ermita de Nuestra Señora de la Guía y el fortín de la Polvorista o de San Antonio Abad, fábrica y almacén de pólvora aislado en la playa.

La noble ciudad de Manila era cabeza de las Filipinas, residencia de la Audiencia y Cancillería Real, cuyo presidente era el gobernador de las islas y capitán general de los ejércitos que las guarnecían. La audiencia tenía cuatro oidores, que también eran alcaldes del crimen, un fiscal, un alguacil mayor y un teniente de gran canciller, así como los ministros y oficiales necesarios17. La ciudad misma estaba gobernada por el cabildo, del que formaban parte los alcaldes ordinarios, el alférez real y los regidores18.

El pueblo y río de Bacoor, al SE de la bahía y enfrente de la punta de Cavite, era el punto donde comenzaba el puerto del mismo nombre. Su surgidero era la ensenada de Bacoor, oblonga, de una legua de diámetro medio, y un buen abrigo para los vientos del primer y cuarto cuadrante19. Tenía una profundidad máxima de 15 brazas con fondo de arena, fruto de los aportes de los ríos Bacoor, Binacayán y en especial del llamado Cavite el Viejo, que con sus depósitos constituían su principal problema20.

La lengua de arena de Cavite (cavit es garfio en tagalo) surgía de una discontinuidad del borde sur de la bahía por los depósitos de los ríos y corrientes litorales. Corre en dirección NE, corregida al E en su extremo por los temporales del N y NE, y tiene una longitud de casi legua y media. El nacimiento de la lengua, cubierto de manglares, está casi cortado por la laguna de Dajalicán. En su extremo tiene dos puntas, la del Sangley más al norte e incipiente en el siglo XVIII, y la de Cavite, donde se asienta la ciudad y puerto de este nombre.

En el istmo de la lengua, estaba el pueblo de San Roque, con las playas de ambas riberas cubiertas de barcas de pescadores nativos. San Roque estaba separado de la ciudad de Cavite por un foso, que cortaba la lengua de tierra de mar a mar, y por una muralla, guarnecida en sus extremos por dos cubos redondos, y abierta por la “puerta Vaga”, y su rastrillo. La muralla del lado de tierra se unía con otra muralla en la marina, al norte, bastante deteriorada por los embates de los temporales del N y NE. Intramuros, el caserío de Cavite con las iglesias de San Juan de Dios, Santo Domingo, la Compañía de Jesús, los Recoletos, de la Soledad y la Parroquial.

La ribera y los muelles estaban en lado sur de la lengua, de ellos el más cercano al istmo era el muelle de las embarcaciones para los Reales Efectos. Al lado del muelle, los almacenes del puerto con sus bodegas para custodiar el arroz, brea, aceites, abacá y otros efectos de Su Majestad. Al norte de la lengua, el barrio del Camachile, cerca de la muralla de la marina. En medio, el castillo de la Fuerza de San Felipe, construcción irregular de cuatro lados con sus esquinas rematadas en baluartes.

Los talleres de preparación de pertrechos, apoyados en el parapeto de la muralla, cubrían prácticamente el lado NE de la punta, incluidas la Real Herrería y la casa del capitán de la punta, situadas en su mitad. Por el sur el muelle continuaba hacia el este con la plataforma para el embarque y desembarque de la artillería, el muelle para las embarcaciones menores, y el cuerpo de guardia de tropa pampanga21.

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Fragmento del mapa de la Bahía de Manila (1787)
Vindel: Mapas de América y Filipinas, Vol. II, páginas 145-146

Entre ambas construcciones, había un muro, que unía la ribera con el castillo de San Felipe, abierto por la puerta llamada “de la ribera”. A continuación corría una batería rasa para 20 cañones sobre cureña. La batería terminaba en los fogones para cocer la brea para el carenado de las embarcaciones. Más al este, el pantalán para el carenado de navíos. A ambos lados del pantalán de carenado, las gradas de construcción de embarcaciones.

En el extremo de la punta, estaba el muelle para la descarga de carbón para la Real Herrería y un cubo, llamado de Santa Catalina, capaz para 10 cañones. Junto al cubo de Santa Catalina, y en la ribera, el largo almacén para mástiles y vergas22. El alcaide y castellano del Real Castillo de San Felipe era también justicia mayor del puerto de Cavite y su distrito y superintendente de la ribera de Cavite.

Fondeado, pues, el navío en el pozo de Cavite recibía el permiso que se componía de: cajones con sedas y tejidos finos, marfiles y lacas; fardos con tejidos y ropa de algodón y alfombras; marquetas de cera; balsas de loza fina, cerámica y porcelana; churlos de canela y saquetes de especias; muebles y biombos; y otros productos de la China, India, Java, Ceilán, Japón y otros países del oriente. Durante la carga, el navío estaba guardado por infantería de la guarnición de Manila y supervisado por su maestre, los representantes del comercio de Manila y los oficiales reales.

Terminada la carga, por la que se pagaba 7.500 pesos de derechos de almojarifazgo23, se aprovisionaba el navío de jarcia, velas y demás pertrechos de respeto y carenado, así como de los víveres, agua y leña necesarios para el viaje. Todo ello se estibaba en sus pañoles correspondientes.

Después de embarcar el resto de su dotación, retornaba a tierra la guardia de Manila, se llegaba a bordo el general que al izar su insignia recibía un saludo de siete disparos de cañón y cinco a la voz, y se recibía a bordo la imagen de Nuestra Señora de la Paz y Buen Viaje24 a la que se saludaba con una salva de siete cañonazos.

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También el correo, los pasajeros, generalmente representantes del comercio de Manila y, ocasionalmente, algún funcionario, civil o militar, o misionero de vuelta a la Nueva España o a la metrópoli. Finalmente, puesto el navío a son de mar, quedaba en franquía sobre el ancla de leva y con las velas desempañicadas, en espera de vientos favorables25.

El navío se hacía a la vela, “…en el nombre de Dios…”26, desde la bahía de Manila, a finales de junio para aprovechar la estación de los vendavales27. Al levar anclas, saludaba con nueve disparos a la bandera del fuerte de San Felipe de Cavite que respondía con siete disparos. Llevaba sus anclas a la pendura, la lancha a remolque y los mastelerillos sin aparejar28. Generalmente traía en conserva, hasta el puerto de San Jacinto, una galeota del servicio de Su Majestad con víveres frescos para la despensa de los oficiales mayores del navío.

Se gobernaba al OSO para salir de la bahía de Manila por la boca chica de los Mariveles y se mantenía ese rumbo hasta 10 millas de la costa para librar la isla de Fortún antes de caer al S cuarta SE. Montada Fortún, se gobernaba al SSE, entre el cabo Santiago y la isla de Ambil, hasta avistar las costas de Mindoro. En ese punto se tomaba el rumbo E para pasar entre las islas de Maricabán y Mindoro.

Avistada la isla Verde, se gobernaba para pasar entre esta isla y la punta del Escarceo, en Mindoro, cuya costa se barajaba hacia el SSE, con el fondo en la mano, para salir por el canal entre la punta de Calapán y las isletas de Baco. Se gobernaba después al SE cuarta E, hasta montar la punta gorda de Pola, donde se tomaba el rumbo E cuarta SE. Se pasaba entre las islas de los Tres Reyes y de las Dos Hermanas y se entraba en el mar interior de Sibuyán por el sur de la punta de Bandoc. El navío caía dos cuartas a estribor y se mantenía rumbo SE cuarta E hasta pasar entre las islas de Masbate y Burias.

A la altura de la punta de la Aguja, en Burias, se gobernaba al ENE para doblar la punta de San Miguel (conocida también como punta del Diablo), en el norte de la isla de Ticao. Después se barajaba hacia el sur la costa este de Ticao hasta el puerto de San Jacinto donde fondeaba el navío, después de recorrer unas 310 millas en unos quince o veinte días de navegación, según las circunstancias de vientos, corrientes y mareas, con la tripulación puesta a punto por la variedad e intensidad de las maniobras.

La estancia en San Jacinto se aprovechaba para hacer la aguada, completar la carga de leña y aprovisionarse de alimentos frescos del país y de la galeota de acompañamiento. Más tarde, por medio de dicha galeota, volverían a Manila los misioneros que habían embarcado para ayudar al capellán del navío en las confesiones de la dotación. Aprestado de nuevo, unos diez días más tarde, se tesaba el aparejo y se hacía un recorrido general de la nave, ya en son de mar29.

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Derrotero por los mares interiores
Trazado sobre carta parcial del archipiélago de Filipinas. M.N. Filipinas 58-13

Puesto el navío en franquía para proseguir el viaje, se esperaba una colla de vendaval para poder vencer las fuertes corrientes del estrecho de San Bernardino30. Dado a la vela con el viento favorable, se gobernaba al E cuarta SE, para zafarse de los temidos islotes de los Naranjos, por estribor, y del bajo de Calantas, por babor, hasta rebasar la punta norte de la isla de Capul. En ese punto, se caía cuatro cuartas a babor para seguir el rumbo NE cuarta N con el que se desembocaba en el Pacífico de dos a diez días más tarde, según la suerte y pericia de los pilotos, con 45 millas adicionales de navegación y se dejaba las dos islas de San Bernardino31 por estribor y las tierras de Bulusán, al sur de Luzón, por babor.

Una vez adentrado en el océano Pacífico, se gobernaba al E cuarta NE y con ese rumbo se navegaban unas 175 millas. Entre tanto, se embarcaba y estibaba la lancha en el combés, se estibaba en el pañol de cables el virador, se desentalingaban las anclas y, una vez desmontados los cepos, se estibaban, encima del virador, en el pañol de cables. En esa etapa, de tres a cinco días de duración, el navío podía esperar vientos del tercer cuadrante, de fuerza 1 a 4, entreverados de calmas y temporales.

Al llegar a la posición 13o 20’ N, 127o 20’ E, caía el navío una cuarta a babor y seguía el rumbo ENE hasta montar las islas Marianas. Se alcanzaba esta posición, 20o 30’ N, 144o 40’ E, después de navegar unas 1.100 millas, durante veinte o treinta días, con vientos de fuerza 1 a 6 que pasan del tercero al segundo cuadrante, con alguna calma y temporales del segundo cuadrante; y corrientes de dirección O de hasta dos nudos de intensidad. Durante esas dos etapas, el navío navegaba casi siempre de bolina en ocasiones con olas de más de tres metros32.

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Carta del océano Pacífico con los derroteros de la carrera de Filipinas

Dobladas las Marianas, el navío trataba de ganar latitud y caía tres cuartas a babor para gobernar al NE cuarta N si los vientos lo permitían, ya que podían soplar de cualquier cuadrante. Al principio del segundo y tercero con fuerzas 1 a 4, con temporales entreverados, para tender luego al cuarto, primero y segundo con fuerzas 2 a 7. Las corrientes, de un nudo de intensidad, tienen al principio dirección O y más tarde al E.

Se mantenía el rumbo medio NE cuarta N hasta la latitud 31o 00’ N, que se alcanzaba alrededor de los 152o 35’ E, después de navegar unos quince o veinte días y recorrer 750 millas efectivas. En esa altura, se entraba en otra zona, que alcanza las costas americanas, con corrientes muy constantes de dirección E y uno a dos nudos de intensidad, y donde la frecuencia de olas de más de tres metros era del 18%33.

En los 31o 00’ N, se caía tres cuartas a estribor para gobernar al ENE hasta alcanzar una latitud mínima de 37o 00’ N, en la longitud de 169o 00’ E. Se navegaban en ese rumbo unas 850 millas en doce o dieciocho días con vientos variables, con preferencia del segundo y cuarto cuadrantes, de fuerza 3 a 7 y entreverados de temporales.

Alcanzada la latitud de los 37o 00’ N, se gobernaba al E hasta recalar en las costas de California. Los vientos dominantes en esa época del año son de los cuadrantes 3 y 4, de fuerza 3 a 7 con algún temporal. Generalmente se arriaban en esa etapa la verga y vela de mesana, poco eficaz con vientos portantes, para disminuir el riesgo de partir de orza, y se aparejaban toldos en el alcázar y toldilla como defensa de los elementos y para recoger agua de lluvia y reponer las reservas de agua potable.

Entre treinta y cuarenta días más tarde, después de navegar unas 3.100 millas, solían avistar las señas, algas y focas34, que anunciaban la proximidad de las costas americanas, en los 37o 00’ N, 126o 30’ O y a unas 270 millas de la bahía de Monterrey. Era el momento de dar gracias al cielo con un tedeum y una salve a la patrona del navío, y de celebrarlo con fiestas y mascaradas a bordo35.

Avistadas las señas, que iban acompañadas de cambios en la dirección de los vientos dominantes que, con fuerza 1 a 6 y eventualmente 7 rolaban al primero y cuarto cuadrantes, y cambios en las corrientes que en esos parajes y época son de dirección SSE y 0,5 nudos de intensidad, se cambiaba el rumbo del navío al ESE. A continuación se desaparejaban los toldos, se izaban verga y vela de mesana, se aparejaban mastelerillos y juanetes de mayor y trinquete, se aparejaban las anclas en sus pescantes de gata y se alistaba la lancha en el combés. Por la proximidad de tierra, se reforzaba la guardia de vigías en las crucetas y se reducía el andar de la nave durante las guardias de prima, de media y del alba36.

Con rumbo al ESE y después de seis a ocho días y 300 millas de navegación, se avistaban las islas de Santa Bárbara o la punta Concepción, 35o 00’ N, 121o 40’ O, donde se caía casi tres cuartas a estribor para barajar la costa de la Baja California con rumbo SE cuarta S guiñado al SE. Durante 860 millas y unos seis a nueve días de navegación, se tomaban marcaciones a la isla de Guadalupe por estribor y por babor la isla de Cedros, punta de San Pablo, cabo de San Lázaro e isla de Santa Margarita, las Tetas y cabo San Lucas.

Si el viaje había sido poco favorecido por los elementos y había que reponer leña y agua, así como provisiones frescas para los enfermos, recalaba el navío en el surgidero de la misión de San José, al NE cuarta E de cabo San Lucas. En caso contrario, a la vista del cabo se caían tres cuartas a babor para cruzar la boca del golfo de California en demanda del cabo Corrientes.

Después de tres o cinco días y 300 millas de navegación y de dejar las islas de Las Tres Marías por babor, se marcaba el cabo Corrientes. A su vista se corregía el rumbo una cuarta a babor al SE cuarta E guiñado al SE hasta la altura del morro de Navidad, 19o 13’ N, 104o 50’ O, que se avistaría después de 270 millas y tres a cinco días de navegación y de marcarse por babor los volcanes de Safa y Colima. En esa posición, el navío disparaba tres cañonazos para avisar a tierra de su recalada. La noticia corría de pueblo en pueblo por mensajeros y volteo de campanas hasta llegar a la ciudad de México, que celebraba la llegada con un tedeum en la catedral.

De México, Puebla y otras ciudades salían al punto caravanas de comerciantes que, por el camino real de Acapulco, también llamado camino de China, se dirigían a la ciudad de los Reyes y puerto de Acapulco. Entre tanto, marcada la boca del surgidero de la Navidad, caía el navío al ESE, se marcaban los Motines, el surgidero de Zihuatanejo, el morro de Petatlán, las tetas de Coyuca y el cerro de la Brea y, dos o tres días y 180 millas más tarde, la isla Roqueta que divide la embocadura de la bahía de Acapulco, 16o 50’ N, 99o 55’ O37.

Después de navegar más de 8.200 millas en un plazo que, en función de los elementos, época de salida, porte y características del navío, y pericia de los pilotos, podía oscilar entre ciento treinta y doscientos días, y con su dotación más que diezmada por fatigas y enfermedades, fondeaba el navío en el surgidero de Santa Lucía, dentro de la gran bahía de Acapulco, “…Gracias a Dios, y al Patrocinio de María Santísima…”38. Allí se amarraba con un calabrote por la popa a una gran ceiba, situada en la orilla, después de dar fondo con las anclas de proa, arriar sus gavias, saludar a la bandera de la fortaleza de San Diego con nueve disparos de cañón y recibir siete de contestación39.

Una vez fondeado, subía a bordo el castellano de la Real Fuerza de San Diego y alcalde mayor de la ciudad, acompañado de los oficiales reales, para inspeccionar la nave y montar una guardia con soldados de su mando. Realizada la inspección y desembarcados enfermos y pasajeros, se procedía a alijar el navío de la carga del permiso, que se comparaba con el libro de sobordo presentado por el maestre de la nave y con los registros enviados por los oficiales reales de Manila. Terminado el alijo del permiso, se firmaban los autos de la descarga que se remitirían al Consejo de Indias por el virrey de la Nueva España. Toda mercancía fuera del permiso era automáticamente decomisada40.

La ciudad de los Reyes y puerto de San Diego de Acapulco está situada en la costa de poniente de la Nueva España a unas 100 leguas al sur de la ciudad de México. Los montes que circundan la bahía, donde pueden fondear con comodidad varias armadas, defienden a los navíos surtos en ella de toda clase de vientos, pero convierten su clima, ya de por si tórrido, en insano y muy poco benigno, en especial en la época de las lluvias.

Tenía Acapulco, a principios del siglo XVIII, una iglesia parroquial y dos ermitas, San José y San Nicolás, así como un hospital real. La defensa de la ciudad y puerto estaba encomendada a la Real Fuerza y Castillo de San Diego, que albergaba cincuenta soldados y treinta y un artilleros, al mando directo de un alférez, y montaba 31 piezas de hierro y bronce de a 25 y 16 libras. El castellano de la Real Fuerza y Castillo de San Diego era también alcalde mayor y capitán de guerra de la ciudad de Acapulco, y teniente de capitán general de las Costas del Mar del Sur. Durante el año habitaban en la ciudad apenas diez familias de españoles, además de la guarnición, y cuatrocientos hombres negros, mulatos, mestizos y chinos41.

La ciudad cambiaba su fisonomía con la llegada del navío de Manila. Los residentes habituales de la plaza podían multiplicarse por cinco con la población de paso. Esta última formada por: los oficiales del navío; los representantes del comercio de la ciudad de Manila, encargados de la venta de los productos en la feria; comerciantes compradores de México, la Puebla de los Ángeles y otras ciudades de la Nueva España; oficiales reales y otros funcionarios venidos de la ciudad de México; mozos, criados y sirvientes de los anteriores; la tripulación del navío, que allí recibía la mitad de su paga y estaba vigilada por una guardia volante de infantería de la nave; mayorales y muleros con sus recuas para el transporte de las mercancías; indios y chinos de San Miguel de Coyuca y otros lugares de la jurisdicción de Acapulco, llegados a la ciudad con verduras, frutas, aves y otros víveres frescos para alimentar la población de paso; mestizos, mulatos, indios y chinos de los pueblos de la jurisdicción de Tixtlán, para ganar unos jornales en la descarga de mercancías y su transporte42; finalmente, al calor de toda esta humanidad, buhoneros, mendigos profesionales, tahúres, descuideros, chulos y otras gentes de vida fácil.

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Real Fuerza y Castillo de San Diego. (SHM Cartoteca)

El colorido de todo este revoltillo de razas, profesiones, medios de vida y clases sociales se realzaba por la exposición de las mercancías del oriente a lo largo de la playa en tiendas de lona y tenderetes, durante las tres semanas que podía durar la gran feria de Acapulco. Durante ese período, en el que la nave quedaba bajo severa vigilancia para evitar la entrada de contrabando, se carenaba el navío, se reparaban los desperfectos ocasionados por los temporales y se aprestaba para el tornaviaje. En ese proceso se empleaban repuestos y pertrechos que el propio navío había traído desde Manila43.

Finalizada la feria, vueltos a sus puntos de partida los compradores y limpia la playa de mercancías, no terminaba el puerto de Acapulco de recuperar su ritmo de vida normal. La playa se veía, de nuevo, invadida por: pertrechos del navío; alimentos frescos, legumbres y bizcocho que esperaban su turno para su embarque; toneleros que trabajaban con duelas y fondos en el montaje de pipas de agua; cargas de leña; botes que, como lanzaderas, iban y venían entre la orilla y el navío mientras se hacía la aguada y se embarcaba la leña y los víveres.

Todavía quedaba en la ciudad población de paso en espera de embarcar en la nave. En su mayor parte, soldados de infantería, probablemente reclutados en la Nueva España, destinados con sus oficiales a reforzar la guarnición de las islas; en ocasiones, algún artillero, misioneros de diferentes órdenes y funcionarios. La mayoría terminaría su vida en las islas Filipinas.

Una vez aprestado y avituallado, el navío quedaba en disposición de embarcar la plata, la mayor parte acuñada. Delicada operación que se realizaba con toda suerte de controles, por parte de los oficiales reales, para evitar el fraude. El producto de la venta que podía embarcarse en pesos era el doble del valor de las mercancías desembarcadas, menos unos derechos del orden de 2%44. A ese valor en plata, se añadía: los sueldos de la dotación del navío, a los que se descontaba un 2% para ayuda del Real Hospital de Acapulco45; el situado o fondos de ayuda de algunas órdenes religiosas; y el Real Situado, fondos que aportaba la corona para ayudar a la limitada hacienda de las islas a soportar los gastos de su gobierno, evangelización y defensa46.

A continuación embarcaban los pasajeros y el correo, y se ponía el navío en son de mar y en franquía sobre su ancla de leva y con el velamen, esta vez completo, provisionalmente aferrado en 47