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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Shirley Kawa-Jump, LLC.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un rompecorazones en casa, n.º 100 - febrero 2014

Título original: How the Playboy Got Serious

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4128-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

La vida que Riley McKenna conocía estaba a punto de cambiar. Y sería un gran cambio. Lo podía sentir; era como una variación en la dirección del viento cuando el verano daba pie al otoño.

–Te quiero mucho, Riley, pero alguien tiene que decirte esto. –Los ojos azules de Mary McKenna se clavaron en su nieto–. Ya es hora de que crezcas.

Mary, una mujer elegante y de pelo gris, estaba sentada en una de las dos sillas estilo Windsor de la salita matinal, que Riley y sus hermanos denominaban la «salita seria» porque era el lugar que su abuela elegía cada vez que se tenía que poner seria con alguien. Cuando eran niños y los llamaba a la salita, ya sabían que les iban a dar un largo y severo sermón. E incluso ahora, a sus veintiséis años de edad, Riley seguía soportando largos y severos sermones.

Mary era una mujer imponente, que solo había vivido para la familia y para los negocios. Tenía una franqueza tan descarnada que intimidaba a la mayoría de las personas, empezando por sus nietos. Pero eso no significaba que Riley no tuviera intención de intentar escapar al sermón que se le venía encima.

–Abuela, es mi cumpleaños... –Riley le dedicó la mejor de sus sonrisas–. Ya he crecido. O, por lo menos, soy más adulto que ayer.

Riley pensó que quizás fuera más adulto en términos de edad, pero no de sensatez. La noche anterior había salido con unos amigos y se había emborrachado en un bar, como demostraba su molesta resaca. Y aquella noche iba a salir otra vez. Pero, extrañamente, la idea de tomar las mismas bebidas y de mantener las mismas conversaciones con las mismas personas le pareció de lo más aburrida.

–Sabes de sobra que no me refería a eso.

Su abuela tomó un poco de té. La luz del sol, que entraba por la ventana, daba un tono dorado a la majestuosa salita de estilo victoriano. La casa tenía más de cien años; era un edificio de tres plantas de altura, con paredes interiores forradas de madera y pocos detalles modernos. Mary tenía dinero suficiente para comprarse una mansión, pero había preferido quedarse en el sitio donde había vivido con su esposo y criado a sus hijos.

A Riley le gustaba. Le parecía un lugar agradablemente cómodo. Siempre se las arreglaba para retrasar el momento de mudarse a la casita de invitados, que se encontraba a poca distancia. Además, quería estar cerca de su abuela para vigilarla un poco. Mary tenía tendencia a esforzarse demasiado y a no hacer caso a nadie. La veta obstinada de los McKenna era especialmente fuerte en ella.

–Tu cumpleaños es una ocasión perfecta para que reflexiones sobre tus prioridades y te concentres en objetivos más propios de una persona madura.

Riley la conocía lo suficiente como para saber lo que le estaba pidiendo. Quería que se casara y que sentara la cabeza, algo que él no estaba dispuesto a hacer.

Se giró hacia la ventana y vio un perro dorado en el jardín. Era la mascota de su hermano mayor; una hembra de golden retriever, probablemente la más bonita que Riley había visto nunca. No le extrañaba que Finn la mimara en exceso.

–¿Finn ha traído a su perro?

–Lo voy a cuidar durante unos días, mientras ellos están de viaje. Heidi es una perrita maravillosa... Pero, si crees que voy a permitir que cambies de conversación, olvídalo. Estoy hablando en serio. ¿Has leído la edición matinal del Herald?

–No.

–Cuando la leas, observarás que tienes un papel protagonista en los medios de comunicación. Otra vez. –Mary suspiró–. Por Dios, Riley... ¿Es necesario que todo el mundo se entere de tus situaciones comprometidas?

Riley no necesitó que entrara en detalles. Su abuela se refería a lo ocurrido unas noches antes, durante una gala benéfica. Riley había conocido a una mujer que estaba especialmente deseosa de llevarlo a la cama y, antes de que se diera cuenta, ella se levantó el vestido, saltó y cerró las piernas alrededor de su cintura. Por desgracia, la sala estaba llena de periodistas que, por supuesto, inmortalizaron la escena.

–Fue un error. Había bebido demasiado y...

–Basta de excusas. Ya no tienes edad para hacer tonterías y que te las perdonen. Tu hermano Brody se acaba de marchar a Afganistán; se ha ido voluntario para cuidar de los heridos... y, por culpa de tu indiscreción, la prensa ha despreciado ese hecho y se ha concentrado en ti. ¿Eres consciente del daño que has hecho a la Fundación McKenna y a los veteranos de guerra en cuyo honor se organizó esa gala?

Riley también suspiró.

–Tienes razón, abuela. No debería haber pasado.

Mary sacudió la cabeza.

–No es la primera vez que ocurre, Riley. Te quiero, pero no voy a permitir que manches el buen nombre de la familia. Vas por ahí con tu cara bonita, sin pensar en las consecuencias de tus actos, y olvidas que te deberías comportar como un adulto responsable.

A Riley le pareció que la descripción de su abuela era un sarcasmo. Nadie lo había acusado jamás de pretender ser un adulto responsable. Eso encajaba con Finn, el hombre de negocios que se había casado recientemente con Ellie Winston; y con Brody, el médico que ahora se había ido a trabajar de voluntario. Pero no encajaba con él.

Como tantas veces, pensó que no estaba a la altura de sus hermanos. Él solo sabía hacer una cosa: divertirse. Asistir a otra fiesta, terminar con otra cara bonita y, como Mary había dicho, actuar sin preocuparse por nada que no fuera él mismo.

–Me estoy haciendo vieja, Riley...

–¿Qué dices? Estás muy lejos de ser vieja.

–Me estoy haciendo vieja –insistió Mary–, y me estoy cansando de esperar bisnietos.

–Pero si Finn acaba de darte uno... Y ya están esperando otro niño –le recordó.

–¿Y tú?

–¿Yo? ¿Por qué me preguntas a mí? Brody es mayor que yo. Si alguien tiene que ponerse ese yugo, que se lo ponga él.

–El matrimonio no tiene por qué ser un yugo. Tu abuelo y yo...

–El abuelo y tú erais la excepción a la norma –la interrumpió–. La gente ya no mantiene relaciones como la vuestra.

El abuelo de Riley había fallecido tres años antes, pero Mary no había olvidado al hombre del que había estado enamorada durante cinco décadas. Habían sido la pareja perfecta en todos los sentidos. Cuando era niño y los veía juntos, Riley se preguntaba si alguna vez tendría una relación como la suya; pero luego, al hacerse mayor, se dio cuenta de que encontrar esa clase de amor era tan difícil como encontrar un unicornio en un zoológico.

Mary tomó un sorbo más de té y dejó la tacita en el platillo.

–Puede que no, pero deberías sentar la cabeza, Riley. Hasta podrías descubrir que el amor no es tan terrible como crees.

–Estoy bien así.

–Quizás.

Mary jugueteó con la cucharilla durante unos instantes y, después, clavó la vista en los ojos de su nieto.

A sus setenta y ocho años de edad, su inteligencia seguía tan despierta como siempre. Aún dirigía McKenna Media, la compañía de publicidad que había fundado su esposo. No dejaba de quejarse por el exceso de trabajo, pero trabajaba de todas formas.

Riley sospechaba que permanecía al pie del cañón porque así se sentía más cerca de su difunto marido.

–Todavía no has hecho nada con tu vida, Riley.

–¿Cómo que no? Tengo un trabajo...

–Oh, vamos. Pasas de vez en cuando por la oficina, holgazaneas un poco y recibes tu cheque a fin de mes.

–Bueno, todos somos expertos en algo. Eso es lo mío.

Su abuela no encontró divertido el comentario de Riley.

–Te he mimado demasiado porque eres el más pequeño de los tres. Te he tratado de forma distinta porque me sentía mal.

–No te entiendo...

Mary suspiró.

–Te quedaste sin padres a una edad tan temprana... Y luego, tuviste que dejar la única casa que conocías para venirte a vivir con nosotros.

–No importa, abuela. Yo estaba bien.

–¿Seguro?

Riley apartó la mirada.

–Sí, seguro.

Mary sonrió.

–Si repites eso muchas veces, es posible que termines por creerlo.

Riley soltó un largo suspiro. No estaba de humor para conversaciones serias en salitas serias. No estaba de humor en absoluto.

Se levantó de la silla y dijo:

–He quedado para comer, abuela. Será mejor que me vaya.

–Cancela esa comida.

Él arqueó una ceja.

–Ah, ahora lo entiendo... Me has organizado una fiesta de cumpleaños, ¿verdad? No sé por qué te molestas en mantenerlo en secreto. Nunca has conseguido sorprenderme.

Mary sacudió la cabeza.

–No, este año no he organizado ninguna fiesta, Riley. A decir verdad, creo que tus días de fiesta deberían terminar de una vez por todas. Siéntate otra vez, por favor.

Riley se estremeció y volvió a tomar asiento. Conocía la expresión de su abuela; significaba que se le había ocurrido algo y que no le iba a gustar.

–Creo que necesitas un cambio.

–¿Un cambio?

–Sí. Y como creo que lo necesitas, estás despedido.

Riley la miró con asombro.

–¿Cómo?

–A partir de este momento, dejas de trabajar para McKenna Media. Te mudarás a la casita de invitados y pagarás un alquiler todos los meses, empezando por el mes que viene –afirmó imperturbable.

Riley abrió la boca.

Tenía intención de protestar, de intentar engatusarla, de bromear, de utilizar cualquiera de las estratagemas que había usado hasta entonces para ganarse a su abuela cuando se ponía dura con él.

Pero no dijo nada. En lugar de eso, sopesó sus palabras y se dio cuenta de que, en cierta forma, tenía razón.

Mary nunca había aprobado su forma de vida; pero ella no sabía que Riley no rechazaba los compromisos porque las responsabilidades le dieran miedo, sino porque aún no había encontrado nada que le interesara de verdad.

Había hecho un esfuerzo por trabajar en Mc-Kenna Media, pero la publicidad no era lo suyo. Había salido con docenas de mujeres bellas, pero no había conocido a ninguna que le llegara al corazón.

Obviamente, su abuela quería que se buscara un empleo y que sentara la cabeza con alguna de las nietas de sus amigas, pero Riley no necesitaba eso.

Necesitaba un desafío.

Algo que lo empujara a levantarse de la cama cuando amanecía. Algo importante, algo con sustancia.

Riley siempre había sido consciente de que, algún día, su abuela perdería la paciencia con él y lo pondría en una situación difícil. Sin embargo, lejos de asustarse, se sintió intensamente vivo. Por primera vez en mucho tiempo.

¿Significaba eso que iba a poner fin a su vida de fiestas y diversiones? Riley se dijo que no. Aquello no era más que un obstáculo en el camino. Seguiría el consejo de su abuela durante una temporada, le demostraría que no era tan irresponsable como parecía y, a continuación, volvería a su existencia anterior.

–Muy bien. Lo haré.

Mary parpadeó, sorprendida.

–Me alegro mucho... –La abuela de Riley se llevó una mano al bolsillo y le dio un talón–. Aquí tienes tu último sueldo y la indemnización correspondiente. Te estoy echando de la empresa y de mi casa, pero no quiero que te mueras de hambre.

Riley sonrió a su abuela, se levantó y le dio un beso en la mejilla.

–No te preocupes por mí.

Después, le devolvió el talón, se despidió de ella y se dirigió a la salida y a un mundo nuevo, que estaba lejos de conocer.

Pensó que sería fácil, como la vida que había llevado.

Se equivocaba.

 

 

Stace Kettering ya no podía más.

Se quitó el delantal y lo dejó en la barra, junto con la libreta donde apuntaba los pedidos. El último de los clientes que iban al establecimiento a desayunar se había marchado unos minutos antes, permitiendo que ella se tomara el primer descanso de la mañana.

–Lo dejo, Frank. Estoy hablando en serio. Di-mito.

Frank Simpson soltó una carcajada que hizo temblar su barriga. Había sido el chef y el copropietario del famoso Morning Glory Diner durante treinta años, y Stace llevaba casi toda su vida de adulta con él.

–No es la primera vez que dices eso. –Frank salió de la cocina, se apoyó en la barra y la miró a los ojos–. De hecho, creo que lo has dicho cien veces. O doscientas.

–Pero esta vez hablo en serio.

Stace alcanzó una rosquilla y le pegó un bocado. La dulce masa era tan fina que se derritió en su lengua.

–¿Es que Walter te ha vuelto a molestar? Ya sabes que no tiene malas intenciones.

–Walter es el tipo más cascarrabias de toda la ciudad de Boston... No, de todo el estado de Mas-sachusetts.

Frank volvió a reír.

–O de todos los Estados Unidos.

El comentario de su jefe arrancó una sonrisa a Stace.

–Sí, es posible. ¿Por qué se tiene que sentar siempre en una de mis mesas?

–Porque le caes bien.

Walter era cliente habitual del Morning Glory Diner, aunque nadie sabía por qué; cada vez que llegaba, se dedicaba a sacarle faltas a todo, desde los tenedores hasta las patatas fritas. Y siempre se sentaba en una de las mesas de Stace, como si no tuviera nada mejor que hacer que amargarle el día.

–Me ha dicho que soy la camarera más lenta de todo el sistema solar. Hasta se ha quejado de que su agua no sabía a nada.

–¿De que el agua no sabe a nada? –preguntó Frank, arqueando una ceja–. ¿Y a qué quiere que sepa?

–A nada, supongo. Lo habrá dicho porque no se le ocurrían más quejas.

Frank sacudió la cabeza, alcanzó el delantal y se lo devolvió a Stace. Ella dudó un momento y se lo puso.

–Está bien, no me marcharé hoy. Pero si no contratas a alguien más, te aseguro que me iré –le advirtió.

Stace ya no podía más. Irene, su compañera de trabajo, llevaba quince días de baja por maternidad; y como Frank no le había buscado un sustituto temporal, Stace se veía obligada a trabajar por dos.

Naturalmente, eso también tenía sus ventajas. Ahora sacaba más dinero de las propinas. Pero al final del día, cuando llegaba a su piso, estaba tan agotada que no tenía fuerzas para nada.

–Sí, supongo que estarás muy cansada... –dijo Frank.

–No se trata solo de mi cansancio. También me preocupas tú. Sé que el negocio está en horas bajas, y odio ver que te matas a trabajar.

–No es para tanto, Stace. Ya me conoces... si lo llevara mal, me quejaría.

Ella rio.

–Tú no te quejas nunca, Frank. No dejas de repetir que te vas a jubilar uno de estos días, pero no te jubilas. Y deberías tener tiempo libre.

–Si me jubilo, ¿quién se va a encargar del famoso Morning Glory?

–Yo.

Frank soltó una carcajada.

–No te ofendas, pero ni siquiera sabes preparar una hamburguesa de queso. A tu difunto padre le pasaba lo mismo... Era un genio con la contabilidad y con los clientes, pero una pesadilla en la cocina –afirmó–. Sin embargo, estoy seguro de una cosa.

–¿De cuál?

–De que, si siguiera entre nosotros, se sentiría profundamente orgulloso de ti.

Stace contempló el local que su padre había construido, pintado y decorado. Su espíritu impregnaba cada centímetro del Morning Glory Diner. Aquel local era un verdadero monumento a su memoria.

–Gracias, Frank.

Él se encogió de hombros.

–¿Qué tal te va con Jeremy?

–Bueno... me da mucho la lata.

Stace pensó que esa expresión no alcanzaba a definir la verdadera situación con su sobrino. Je-remy estaba enfadado con su madre, con el mundo, con todo. Pero, de momento, Stace no tenía más opción que concentrarse en el trabajo e intentar ganar el dinero suficiente para dar de comer a otra boca.

–El pobre chico lo ha pasado muy mal –observó Frank–. Si necesitas algo, pídemelo. Sabes que puedes contar conmigo.

Stace sonrió. Frank, que ya había sido una especie de padre adoptivo para ella, se había convertido en una especie de padre adoptivo para Jeremy. Siempre estaba al tanto de lo que sucedía.

Si la televisión se les rompía, les compraba otra; si el chico se negaba a ir al colegio con su tía, lo llevaba él. Incluso había concedido a Stace un aumento de sueldo que ni siquiera le había pedido.

–Lo sé.

A Frank se le humedecieron los ojos, pero disimuló su emoción tras un carraspeo. Aunque era un hombre encantador, no mostraba sus emociones con facilidad. Stace solo le había visto llorar en una ocasión.

–En cualquier caso –continuó él–, te prometo que contrataré a la primera persona que entre por esa puerta.

Ella volvió a reír.