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EL SEÑOR BELLO Y EL ELIXIR AZUL

Para Ulrich Limmer, en agradecimiento

por lo divertida que resultó su colaboración

en nuestros guiones de cine

1

MAX NOS CUENTA

Si aquel día esa anciana no hubiera entrado en la farmacia de papá, nos habría evitado una gran emoción. Y también a Millardo.

Esto último suena a que nos habría evitado también a Millardo. Pero no era ésa mi intención. Aunque Millardo bien puede llegar a crispar los nervios de cualquiera con sus continuas mediciones, tablas y listados.

Siempre que visito su granja con papá, mide mi altura, por ejemplo. Luego anota los resultados en forma de punto en una tabla y los une con una línea roja. De ese modo, dice, puede seguir de forma exacta la evolución de mi crecimiento. Aunque no sé de qué sirve. También puedo apreciar el estirón en mis pantalones. Los del año pasado ya me llegan por los tobillos.

Además, no me permite que le llame Millardo, aunque ése sea su verdadero nombre. Me corrige constantemente:

–¡Max, mi nombre es don Millardo!

Lo cierto es que don Millardo es muy amable. Y, además, es el mejor amigo de papá.

Y si esa anciana extraña no hubiera entrado en la farmacia, nunca habríamos conocido al señor Bello. Y eso habría supuesto una gran pena. Así que estuvo bien que nos trajera aquel líquido.

Pero quizá debiera comenzar mi historia desde el principio.

Verena afirma que hay que empezar las historias por el comienzo y no por el final. En cualquier caso, Verena Celeste no aparece hasta más tarde. ¡Así que empezaré la historia desde el principio!

Todo comenzó cuando papá me regaló un perro por mi duodécimo cumpleaños. Cuando le dije que quería un perro, me dijo:

–¡Imposible! Un perro en la farmacia. Eso es antihigiénico. No puede ser.

Papá es farmacéutico. Es dueño de la farmacia Teobromino de la calle de los Leones.

–El perro no pisará jamás la farmacia. Estará siempre arriba, en el piso –le aseguré.

Papá se limitó a sacudir la cabeza:

–Max, un perro necesita salir. Y arriba en el piso ¿cómo piensas hacerlo?

–¡Sé muy bien cómo hacerlo! –exclamé.

Pero se limitó a sacudir nuevamente la cabeza.

Le conté a la oronda señora Catacaldos, la asistenta de nuestro piso y de la farmacia desde hace ya veinte años, lo mucho que deseaba tener un perro. Y que papá no me lo permitía.

Y entonces ella me sugirió:

–Deja que hable con tu padre. Quizá consiga hacerle cambiar de opinión. Será mi regalo de despedida. La semana que viene me jubilo y se acabó el limpiar.

Habló con él y le dijo que el chico (es decir, yo) estaba mucho tiempo solo en el piso mientras su padre, su único educador (es decir, papá), se pasaba el día mezclando unos líquidos apestosos, que posteriormente cambiaban de color y comenzaban a humear, en la rebotica de la farmacia.

Papá le dijo que no debía preocuparse por los líquidos, pues estaba elaborando un fertilizante para su amigo Millardo, más concretamente, para sus pastos y campos.

La señora Catacaldos le respondió que no estaba hablando de los líquidos sino de su hijo Max. Que éste se sentía muy solo sin su madre y que una mascota podría hacerle compañía. Que un perro era lo mejor.

Aunque no me sentía solo en absoluto, no la contradije e intenté adoptar un gesto de soledad.

Rápidamente me percaté de que la señora Catacaldos había puesto el dedo en la llaga. Pues cuando alguien nombra a mamá e insinúa que quizá papá no es un buen padre, se queda completamente afligido.

Mamá y él llevan cuatro años separados. Hace cinco años pasamos las vacaciones en Australia. Mamá conoció allí a un cazador de cocodrilos neozelandés y nos dejó. Nos dijo que papá y yo no debíamos sentirnos tristes, que ella deseaba embarcarse en aventuras y que estaba harta de pasar el día de pie detrás del mostrador de la farmacia. Si soy sincero, comprendí perfectamente que no quisiera pasar el resto de su vida vendiendo pastillas. A papá tampoco le entusiasma ser farmacéutico. Lo que más le divierte es recubrir las pastillas de diversos colores, elaborar gominolas de fruta de tonos llamativos o pintar un cuadro que después coloca a modo de adorno en el escaparate, entre las tabletas de vitaminas y los aerosoles para la tos.

Mamá siempre ha tenido un espíritu aventurero. Probablemente lo heredara de su padre, mi abuelo materno. Nunca le conocí. Se murió muy pronto cuando intentaba descender las cataratas del Niágara en el interior de un barril metálico. Llegó sano y salvo abajo. Pero, por desgracia, en ese momento se desencadenó una tormenta y un rayo alcanzó el barril.

Antes de que mamá y papá se casaran, mamá solía ir de caza y disparaba a jabalíes. Aquello horrorizaba a papá. Él adora a los animales y era incapaz de entender que alguien pudiera dispararles.

Mamá abandonó la caza por amor a papá y se limitó a disparar a latas, que colocaba sobre unas piedras en nuestro patio. Pero los vecinos se quejaron del continuo estruendo. Así que también lo dejó y, por último, se limitó a disparar a dianas que papá le pintaba en el sótano de la farmacia con una pistola de aire. A veces alcanzaba, sin querer, algún tubo de ensayo que contenía las mezclas de papá. Mamá recogía los añicos y los escondía en la papelera, envueltos en el diario de la farmacia. Pero, aun así, la señora Catacaldos descubría lo sucedido la mayoría de las veces y se chivaba a mi padre:

–Su esposa ha vuelto a disparar al jarabe para la tos.

Papá defendía siempre a mamá y solía decir:

–No es tan grave. Esas cosas pasan. Haré una nueva mezcla. La anterior, de todos modos, no tenía un color bonito. Era demasiado verdosa.

En fin, a pesar de todo, mamá nos dejó.

En el viaje de regreso de Australia, papá intentó consolarme:

–A partir de ahora seré tu padre y tu madre.

Pero al llegar a casa me llevé una pequeña desilusión. De algún modo me había imaginado a papá vestido de mujer para hacer el papel de madre. Con peluca, falda y medias. Esperaba expectante su nuevo aspecto. Hoy, por supuesto, sé que no lo decía de forma literal sino en sentido figurado. Pero entonces yo era más pequeño.

Hace cuatro años, yo tenía entonces ocho, mamá nos envió otra postal. Me puse muy contento, porque llevaba dos sellos australianos, muy difíciles de encontrar aquí. Los cambié en clase por seis sellos estadounidenses y se los di a Roberto Gansobravo para que dejara de insultarme en el camino de regreso a casa y, de esta forma, me dejara en paz. Pero, por desgracia, aquello no duró sino una semana. Después continuó como siempre con su actitud pueril.

No recuerdo exactamente lo que decía la postal. Creo que en ella mamá nos decía que se había mudado con su nuevo marido a Tasmania o a Túnez. En cualquier caso, el país empezaba por «T». Y que allí cazaban tigres o leones.

Pero, volviendo al asunto del perro, la señora Catacaldos dio en el clavo y papá me autorizó a tener uno.

En mi duodécimo cumpleaños, un miércoles, papá y yo visitamos cinco criaderos de perros en busca de uno. Papá había dicho que no debía ser demasiado grande, teniendo en cuenta que nuestro piso es pequeño. Vimos foxterriers de pelo duro, caniches, terriers y grifones. Pero ninguno de ellos me gustó. Creo que es importante sentir, a primera vista, el deseo de tener un perro determinado. Y yo no experimenté esa sensación con los perros que vimos.

Así que regresamos a casa sin perro y, en compañía de la señora Catacaldos, nos comimos la tarta de cumpleaños que papá había preparado y adornado con un baño de azúcar de, al menos, siete colores diferentes.

2

TEOBROMINO

Y DON MILLARDO

Don Millardo y Teobromino, el padre de Max, eran amigos. Se conocían desde su época estudiantil.

Don Millardo había sido el mejor de la clase en matemáticas y siempre había ayudado a Teobromino con los deberes de geometría. A cambio, Teobromino le había echado un cabo en la clase de dibujo. Teobromino había recibido un sobresaliente en dibujo y era un maestro en la mezcla de colores.

Don Millardo tenía intención de convertirse en matemático o físico más tarde.

Teobromino soñaba con ser un afamado pintor y exponer sus cuadros en los museos de todo el mundo.

Finalmente don Millardo se convirtió en agricultor y Teobromino en farmacéutico.

La culpa la tuvieron sus padres.

El padre de don Millardo había dicho:

–¿Matemático? ¿De dónde has sacado esa idea? ¿Qué pasará con nuestra granja? Tu bisabuelo fue agricultor, tu abuelo fue agricultor, yo lo soy y tú también lo serás. ¡No se hable más del tema!

Fue así como don Millardo se convirtió en agricultor.

En cualquier caso, no se puede afirmar ni por asomo que don Millardo se convirtiera en un agricultor de éxito y que hiciera fortuna. Al contrario que la mayoría de sus colegas no podía permitirse tan siquiera un Mercedes Diesel. Cuando don Millardo iba a la ciudad a visitar a su amigo Teobromino, lo hacía en tractor o en moto.

La razón quizá residiera en que pasaba muy poco tiempo arando y fertilizando los campos. Prefería estar en el establo y apuntar cifras en una lista gigantesca que había sujetado con catorce clavos a la pared, a la derecha de la puerta del establo.

Todos los días, por ejemplo, medía la distancia que había entre los orificios de los hocicos del cerdo y anotaba el resultado en relación con su peso. De este modo, dieciocho meses después, don Millardo podía demostrar, de forma matemática, que la distancia entre los orificios del hocico había aumentado en proporción a su peso.

A Teobromino tampoco le quedó más remedio que enterrar en el olvido sus sueños infantiles. Su bisabuelo había sido farmacéutico, había fundado la farmacia Teobromino y le había dado renombre. Y su abuelo se había hecho cargo de ella más tarde. Era un genio inventando medicamentos, tintes y productos de belleza. De hecho, en aquella época el periódico local llegó a denominarle «el mago de la calle de los Leones», porque había conseguido curar al segundo burgomaestre de su adicción al alcohol con un remedio que él mismo había preparado.

Cuando Teobromino le dijo a su padre que deseaba asistir a una escuela de arte y convertirse en pintor, éste se limitó a sacudir la cabeza y le dijo:

–Mi abuelo era farmacéutico y mi padre también. Yo siempre fui el mejor en historia, concretamente en la Edad Media. De niño quería ser historiador. Pero ¿qué habría sido entonces de la farmacia Teobromino? Hay veces que uno debe olvidar sus sueños infantiles, ¿entiendes?

Teobromino lo había comprendido. Fue así como don Millardo se convirtió en agricultor y Teobromino en farmacéutico.

Pero Teobromino y don Millardo tenían algo más en común. Ninguno de los dos estaba conforme con su nombre: Teobromino con su nombre de pila y don Millardo con su apellido.

Don Millardo se apellidaba «Hogoroso». Cuando, al presentarse, se inclinaba y decía su apellido, «Hogoroso», le preguntaban siempre: «¿Qué le resulta tan horroroso?».

De nada servía que lo intentara de otro modo y dijera: «Mi apellido es Hogoroso», por ejemplo, porque entonces le preguntaban: «¿Por qué? ¿Cómo se apellida usted?».

Por ese motivo don Millardo decidió un buen día omitir su apellido. A partir de entonces, cuando se presentaba, decía siempre: «¡Llámeme simplemente don Millardo!».

En cambio, al padre de Max no le gustaba mencionar su nombre de pila y se hacía llamar «Teobromino» a secas. Su nombre de pila era «Pipino» y, ya en el colegio, aquello había provocado muchas risas. Aquel nombre de pila tan inusual se lo debía a su padre, pues, de entre todos los reyes de la Edad Media, Pipino III era su favorito.

Con el fin de que su hijo no tuviera que padecer los agravios de un nombre extraño, Teobromino le había dado un nombre sencillo y con brío: Max.

3

LA EXTRAÑA ANCIANA

Lo siguiente que ocurrió fue que don Millardo aparcó, una vez más, su tractor en una zona prohibida, entró precipitadamente en la farmacia y le dijo a Teobromino:

–Tienes que ayudarme. No puedo seguir así. La cosecha es cada vez peor, la hierba no quiere crecer, y las patatas no te quiero ni contar. Los caracoles se han comido las lechugas y no consigo encontrar las cebollas que planté. Y eso que había elaborado un plan milimétrico con una proporción de 1:50.

–Buenos días, don Millardo –fue lo primero que dijo Teobromino. Valoraba sobremanera la amabilidad–. ¿Pretendes que te ayude a encontrar las cebollas?

–¡Qué disparate! –respondió don Millardo–. Tienes que elaborar un fertilizante extrafuerte para que todas esas verduras crezcan. ¿De qué me sirve si no tener un amigo farmacéutico?

–Pero, si no recuerdo mal, ya te preparé un fertilizante el mes pasado –dijo Teobromino.

–Sí, sí, lo hiciste –le reconoció don Millardo–. Pero no era óptimo. Lo utilicé para abonar la hierba. Creció mucho, pero, por desgracia, después formó rizos.

–¿Rizos? –preguntó Teobromino–. ¿Qué quieres decir?

–Bueno, se enrolló de una forma extraña y su aspecto parecía más bien el de las virutas verdes que se compran como hierba otoñal.

–Lo siento mucho. Seguramente añadí demasiado nandrolone –dijo Teobromino–. ¿Has tenido que deshacerte de la hierba?

–No, he alimentado a los conejos con ella. De hecho, les ha gustado mucho. Pero quizá puedas intentarlo de nuevo –le rogó don Millardo–. No creo que me resulte fácil vender zanahorias con hojas y tallos rizados en el mercado. Y tampoco lograré desprenderme de los puerros rizados.

–Lo intentaré –contestó Teobromino–. Dame cinco días.

–¿Cinco días? Eso son 120 horas o, lo que es lo mismo, 7.200 minutos –calculó don Millardo–. ¿No podrías hacerlo en menos tiempo?

–De acuerdo, intentaré darme prisa. Te avisaré en cuanto tenga el fertilizante preparado –dijo Teobromino–. ¿De qué color lo quieres? Te sugiero el verde. Hace juego con el color de las plantas.

–El color me trae sin cuidado –le respondió don Millardo–. Lo importante es que las plantas crezcan con más rapidez. Bueno, ahora he de marcharme. A las cinco y cuarto de la tarde he de darle la segunda comida a mi cerdo y a las seis menos veinte les toca a las gallinas. Hasta luego, Teobromino.

–No hace falta que te vayas tan deprisa, don Millardo. ¡Mi reloj está cinco minutos adelantado! –le gritó Teobromino.

Pero don Millardo había salido disparado hacia la puerta, tras haber echado un vistazo al reloj grande y redondo que había colgado encima del armario de la farmacia.

Los cinco minutos mencionados eran incluso pocos dado que el reloj tenía un adelanto de casi diez minutos. Al mediodía, Teobromino había girado la manecilla con el fin de acabar antes y poder pintar otro rato.

Pero don Millardo ya había cerrado la puerta.

A través del enorme y delgado cristal del escaparate, Teobromino pudo ver a don Millardo hablando con la vigilante del estacionamiento. Ésta acababa de ponerle una multa por haber aparcado mal y, como era habitual, quería colocarla debajo del limpiaparabrisas. Pero el tractor de don Millardo carecía de parabrisas y, por tanto, de limpiaparabrisas. Así pues, se limitó a introducir la multa en el bolsillo de la camisa de don Millardo, se dio media vuelta y se marchó sin prestar atención a las enérgicas protestas de don Millardo.

Teobromino observaba sonriente la escena a través del escaparate, cuando, a su espalda, sonó el tintineo de la campanilla de la farmacia. Una anciana había entrado.

Teobromino la miró sorprendido. Caminaba un tanto encorvada, algunos pelos cortos, blancos como la nieve, asomaban bajo la copa de su sombrero y, a pesar del suave clima primaveral, iba ataviada con un abrigo de pieles.

–¿En qué puedo servirle? –le preguntó.

–¿En qué puede servirme? –repitió la anciana–. En este momento no se me ocurre nada. Podríamos reflexionar sobre ello alguna vez...

–Quiero decir, si necesita algún artículo. ¿Trae consigo alguna receta? ¿Qué desea? –le preguntó Teobromino.

Se esforzó por hablar despacio y claro. La anciana parecía algo confusa.

–No quiero nada. Al contrario. He venido a traerle algo –respondió.

–¿A traerme algo? ¿A qué se refiere? –preguntó Teobromino.

La anciana abrió una mochila desgastada, con aspecto de tener los mismos años que ella y, con las dos manos, sacó una botella de cuerpo voluminoso y redondeado.

–A esto –dijo, y dejó la botella sobre el mostrador frente a Teobromino–. Soy vieja. Uf, vieja no es la expresión. ¡Viejísima! –dijo. Esbozó una sonrisa y Teobromino observó que le faltaba un diente–. No viviré mucho más. Y sería una pena que tiraran este elixir tras mi muerte. ¿No cree?

–¿Este exilir? –preguntó Teobromino con cautela.

–Bueno, esto de aquí –respondió señalando la botella–. ¿Reconoce la etiqueta? Pertenece a su abuelo, el «mago de la calle de los Leones», como le solían llamar. Él lo inventó y, por así decirlo, lo probó conmigo. Y, como puede ver, funcionó –al ver la mirada interrogante de Teobromino, prosiguió–: Pero supongo que él le habrá hablado de ello. Lo normal es que un secreto así se transmita de abuelos a padres y de padres a hijos. ¿No es cierto?

–Que yo sepa, no –dijo Teobromino.

Aquella situación le resultaba cada vez más extraña. En ese momento recordó que alguien le había hablado de aquella extraña anciana embutida en un abrigo de pieles. Según contaban, en los días de luna llena salía a veces al jardín a aullar a la luna.

–Puede hablar abiertamente –le dijo ella–. No hay nadie en la farmacia. He llenado en casa una botella con el elixir y la he metido en la nevera. Por si las moscas. El efecto no perdura eternamente, ¿me entiende? Tenga mucho cuidado con ella.

–¿Con ella? –repitió Teobromino–. ¿Se refiere a beber de ella?

–¿Beber de ella? No se lo aconsejo –contestó–. No sé qué podría suceder si una persona bebiera de ella.

¿«Una persona»? ¿Quién si no? Teobromino confirmó que la anciana estaba ciertamente algo desorientada.

¿Qué podía hacer para deshacerse de ella? Lo mejor era seguirle la corriente y no llevarle la contraria, se dijo.

–Es muy amable de su parte que haya pensado en mí –dijo–. Aprecio mucho su regalo.

–Bueno –dijo la anciana satisfecha–. Estaba convencida de que estaría al corriente del asunto. ¡Mucha suerte con el líquido!

–¿Líquido? –preguntó Teobromino.

Ella le miró de reojo y sacudió la cabeza, desconcertada ante tanta suspicacia respecto a los términos.

–Bueno, el contenido la botella –respondió.

–Ah, ya, claro. El contenido de la botella –repitió Teobromino esbozando una sonrisa–. Bueno, pues muchas gracias y hasta luego.

–Que siga bien –le respondió.

Se dio la vuelta y salió de la farmacia arrastrando los pies.

Teobromino observó la botella que había en su mostrador. Estaba sellada con un corcho y contenía dos tercios de un líquido de color azul celeste.

Teobromino tiró del corcho. La anciana debía haberla encorchado con gran fuerza, pues sólo tras grandes esfuerzos logró sacarlo.

Teobromino olisqueó el orificio de la botella. El líquido era inodoro. ¿No sería más bien agua en la que la anciana había vertido, en su locura, tinta azul?

Durante un instante Teobromino vaciló. Después, con ayuda del dedo pulgar, volvió a introducir el corcho en el cuello de la botella, la cogió con ambas manos y la llevó a la rebotica de la farmacia. Allí la colocó sobre una mesa de laboratorio.

A continuación regresó a la farmacia y miró a través del escaparate. El tractor de don Millardo había desaparecido y, con él, don Millardo.