contra

 

 

 

 

Entrevista videograbada

 

 


 

 

André Schiffrin

Esta entrevista, que en el marco del Congreso Internacional del Mundo del Libro se proyectó el miércoles 9 de septiembre a las 16:00 hrs., se encuentra disponible para su reproducción en línea en la siguiente URL:
http://www.fcemultimedia.net/09.html

 

 

 

 

Conferencia magistral

Las bibliotecas y el futuro digital


 

 

Robert Darnton

 

 

 

 

 

 

 

¿Cuál es el futuro de las bibliotecas de investigación y cómo podemos prepararnos para ese futuro? Estas preguntas no pueden ser descartadas por ser académicas —del tipo de preguntas que un profesor haría sin repercusión alguna para el común de la ciudadanía—, ya que van al corazón de lo que busca cada ciudadano diariamente: información para un conocimiento pertinente.

Cuando intento prever el futuro, veo hacia el pasado. Aquí, por ejemplo, se trata de una fantasía futurista publicada en 1171 por Louis-Sébastien Mercier en su exitoso tratado utópico L’An 2240. Mercier se queda dormido y despierta en el París que existirá siete siglos después de su nacimiento (1740), y encuentra una sociedad purgada de todos los males del Ancien Régime. En el capítulo climático del primer volumen, visita la Biblioteca Nacional, seguro de que encontrará miles de volúmenes espléndidamente formados al igual que en la Bibliothéque du Roi bajo el mandato de Luis XV. Sin embargo, para su gran asombro, sólo encuentra un cuarto modesto con cuatro pequeños libreros. ¿Qué le ocurrió a la enorme cantidad de material impreso acumulado desde el siglo XVIII, si en ese entonces ya estaba abarrotando las bibliotecas?, se pregunta. Los quemamos, responde el bibliotecario: 50 mil diccionarios, 100 mil obras de poesía, 800 mil volúmenes de leyes, 1 millón 600 mil libros de viajes y mil millones de novelas. Una comisión de virtuosos eruditos leyó todos los volúmenes, eliminó las falsedades y lo redujo todo a su esencia: unas cuantas verdades básicas y preceptos morales que cupieron fácilmente en los cuatro libreros.

Mercier era un defensor militante de la Ilustración y fervoroso creyente en la palabra impresa como agente del progreso; no favorecía la quema de libros pero su fantasía expresó un sentimiento que ahora se ha convertido en una obsesión: el sentimiento de ser abrumado por la información y la impotencia ante la necesidad de encontrar material pertinente entre una montaña de textos efímeros.

La sobrecarga de información no es algo nuevo. Ha oprimido a los lectores desde el siglo XVI, si no es que desde antes. Pero ahora plantea problemas para diseñar las bibliotecas del futuro. ¿Deberían ser electrónicas, casi sin libros y similares al cuarto de lectura imaginado por Mercier? En vez de esos libreros residuales, la biblioteca del futuro podría tener computadoras conectadas a motores de búsqueda que revisaran millones de textos en bancos de datos digitales para suministrar a los lectores exactamente lo que quieren.

¿Parece poco creíble? Pues ya existe, aunque no se llama biblioteca, se llama Google Book Search. Regresaré a ese tema en un minuto, pero primero quisiera puntualizar algo que se olvida fácilmente con todo el alboroto sobre Google, los lectores electrónicos, las Espresso Book Machines y otras innovaciones tecnológicas: que los libros impresos se sostienen bastante bien. De hecho, la producción del libro estándar tradicional se ha incrementado regularmente durante las primeras décadas de la era digital. De acuerdo con Bowkers, 700 mil nuevos títulos aparecieron por todo el mundo en 1998, 859 mil en 2003 y 976 mil en 2007. A pesar del declive económico actual, pronto se publicará un millón de libros cada año.

El continuo poder del venerable códice impreso ilustra un principio general en la historia de la comunicación: un medio no desplaza a otro, por lo menos no a corto plazo. Mucho después de la invención de Gutenberg, la publicación de manuscritos siguió floreciendo, los periódicos no acabaron de una pasada con el libro impreso, la radio no reemplazó al periódico, la televisión no destruyó a la radio y la internet no hizo que los televidentes abandonaran sus televisores. Por tanto, ¿los cambios tecnológicos ofrecen un mensaje tranquilizador con respecto a la continuidad?

No. La invención de los modos electrónicos de comunicación es por lo menos tan revolucionaria como la invención de la imprenta de tipos móviles, y tenemos tanta dificultad para asimilarla como la tuvieron los lectores del siglo XV cuando se enfrentaron con textos impresos. Aquí, por ejemplo, hay una carta de Niccolò Perotti, un erudito clasicista italiano, a Francesco Guarnerio, escrita en 1471; menos de 20 años después de la invención de Gutenberg:

 

Mi querido Francesco, últimamente he alabado la época en que vivimos, por el gran don, en verdad un don divino, de un nuevo tipo de escritura llegada a nosotros recientemente desde Alemania. De hecho, vi a un solo hombre imprimir en un mes todo lo que podrían escribir a mano varios hombres en un año… Fue por esta razón que tuve esperanzas de que dentro de poco tiempo tendríamos una cantidad de libros tan grande que no habría una sola obra que no pudiera ser conseguida, ya fuera por escasez o falta de recursos… Pero —¡ay, pensamientos falsos y demasiado humanos!— veo que las cosas resultaron muy diferentes de lo que había esperado. Porque ahora que cualquiera es libre de imprimir lo que guste, usualmente no se toma en cuenta aquello que es lo mejor y en cambio se escriben, como entretenimiento simplemente, cosas que sería mejor olvidar o, peor aún, borrar de todos los libros. Y aun cuando se escriban cosas que valgan la pena, se las tuerce y corrompe hasta el punto en que sería mucho mejor deshacerse de tales libros, en vez de tener mil ejemplares esparciendo falsedades por todo el mundo.

 

Perotti habla como algunos de los críticos del Google Book Search, incluyéndome a mí, que lamentan las imperfecciones textuales y las inexactitudes biográficas en el “nuevo tipo de escritura” que nos llega por internet. Como quiera que sea el futuro, será digital, y el presente es un tiempo de transición en el que los modos de comunicación impresos y digitales coexisten. Incluso ahora somos testigos de la desaparición de artículos familiares: las máquinas de escribir ahora están relegadas a las tiendas de antigüedades, las postales son una curiosidad, las cartas a mano están más allá de la capacidad de la mayoría de los jóvenes, que son incapaces escribir en letra cursiva; el periódico está extinto en varias ciudades; la librería local ha sido reemplazada por cadenas, mismas que están amenazadas por distribuidores por internet como Amazon. ¿Y la biblioteca?

Puede parecer la institución más arcaica, y si no se adapta a la tecnología moderna será reemplazada por Google. Al digitalizar acervos de 30 bibliotecas, según el último conteo, Google está creando una base de datos compuesta por millones de libros, tantos que pronto habrá construido una megabiblioteca digital más grande que cualquiera que hayamos imaginado, excepto en la literatura de Jorge Luis Borges.

Lo que distingue a la biblioteca de Google de las demás no es la digitalización, pues ésta existe en todos lados, sino la escala del escaneo y su propósito. Google es una empresa comercial cuyo objetivo principal es ganar dinero. Las bibliotecas existen para suministrar a los lectores libros, además de otros materiales, algunos de ellos digitalizados. La misión comercial oculta de Google surgió a plena vista el 28 de octubre de 2008, cuando anunció que había llegado a un acuerdo con un grupo de autores y editores que lo estaban demandando por una supuesta infracción de derechos de autor. El acuerdo creó un mecanismo complejo para compartir las ganancias que se generarían al vender el acceso a la base de datos de Google. Su provisión más importante desde la perspectiva de las bibliotecas de investigación es una suscripción institucional. Al pagarle una cuota anual a Google, las bibliotecas ofrecerán acceso a sus lectores para explotar toda la información en los libros que Google ha digitalizado, excepto los libros que estén protegidos por copyright y cuyos titulares elijan que esos libros no estén disponibles a través de la suscripción institucional.

El acuerdo nos pareció turbio a muchos de los que estamos a cargo de las bibliotecas. Al principio nosotros proporcionamos a Google los libros sin ningún costo y ahora nos pedían que los volviéramos a comprar, junto con los libros de nuestras bibliotecas hermanas, en formato digitalizado. Aún más importante, nos preocupaba que Google estuviera creando no sólo un monopolio, sino un tipo diferente de monopolio, potencialmente más grande que cualquiera que haya existido: un monopolio de acceso a la información.

La gente de Google encuentra desagradable la palabra que empieza con eme. Para evitar herir su sensibilidad, uno podría hablar de una empresa hegemónica, económicamente invencible, tecnológicamente inexpugnable y legalmente invulnerable, la cual podría aplastar a toda la competencia… Pero, en un lenguaje sencillo, Google Book Search es un monopolio.

Es un monopolio por tres razones. Primero: después de que Microsoft abandonara el campo, ningún competidor tenía el poder tecnológico y económico para defenderse ante Google. Segundo, porque la demanda tiene un carácter colectivo: el acuerdo cubre a todos los autores en la categoría de titulares de derechos. Por lo tanto, un rival de Google tendría que ganar el acuerdo de cada poseedor de un copyright y establecer innumerables demandas por violación de derechos de autor con tarifas que podrían variar desde los 30 mil hasta más de 100 mil dólares. (Al mismo tiempo el acuerdo convertiría a Google y los demandantes en los dueños efectivos de los libros cuyos derechos de autor no han sido reclamados; una cuestión compleja que involucra millones de obras y no simplemente los supuestos libros “huérfanos”.) Tercero, el acuerdo contiene una cláusula de nación más favorecida, la cual previene que cualquier otro competidor reciba mejores términos que los acordados con Google.

Los monopolios no son necesariamente malos. En el caso de la telefonía y de los viajes en ferrocarril una sola compañía puede proporcionar un mejor servicio que una profusión de compañías compitiendo (recuérdense los casos de las “Baby Bells” y del New Jersey Transit). Google podría traer su magnífica biblioteca digital dentro del rango de lectores en bibliotecas públicas y universidades pequeñas en todo el país, y tal vez algún día en todo el mundo.

¿Pero queremos que una empresa comercial tenga el control exclusivo de tanta información? Ya preocupa a las bibliotecas tener que entregar los registros de sus patrocinadores al gobierno, lo que puede ser solicitado como un acto patriótico. Google podría saber más de nosotros que la cia, el fbi y el fisco combinados. Podría saber lo que leemos, lo que compramos, a quién visitamos, de cuántos metros cuadrados es nuestro cuarto, qué mensajes intercambiamos con nuestros destinatarios y, si todos sus algoritmos son correctos, qué habremos de elegir al momento de tomar una decisión.

No hay nada satánico en las ambiciones de Google, ni es poco sincero su eslogan: “Do no evil” [No hagas el mal]. El crecimiento del poder de Google simplemente será resultado del éxito de su plan de negocios. Como cualquier negocio, su primera obligación es producir ganancias para sus accionistas, sin preocuparse por el bienestar del público. Podría parecer que el público no tiene nada que temer de un monopolio de acceso a la información, porque la información está donde sea —nos ahogamos en ella—, pero consideremos el poder inherente en la función de Google como su guardián. Cualquiera que dirija los portales de la información digital puede actuar como un cobrador, obligándonos a pagar la entrada a la carretera de la información. En el caso de los libros, los ejemplares digitales en la base de datos de Google pertenecerán a Google y Google puede cobrar cualquier precio que desee por el acceso a ellos. Le pertenecerá un extenso tramo de la carretera.

El acuerdo incluye algunas guías muy vagas para establecer los precios, pero no contiene ninguna condición que evite su aumento desmesurado. Google tendrá que estar de acuerdo con los niveles del Book Rights Registry [Registro de Derechos de Libros], el cual se encargaría de los reclamos de copyright y de efectuar los pagos. Pero el registro será dirigido por representantes de autores y editores, los cuales tendrán interés en incrementar los precios. De todos, la parte con el mayor interés es el público, aunque el público no tiene voz en el acuerdo. Bibliotecas, escuelas, universidades, ciudadanos ordinarios, todo aquel que lee libros pero que no pertenece al grupo de los dueños del copyright: todos han sido excluidos de las deliberaciones de la corte que determinará el destino del acuerdo.

Si el juez se adhiere a las prácticas estándar en demandas colectivas, puede limitar su papel a verificar que el acuerdo trata de manera justa los intereses de ambas partes. Si considera una visión amplia de los temas, podría rehusarse a autorizar el acuerdo y pedir a las partes que preparen una versión mejorada. Las mejorías podrían incluir: 1) monitoreos regulares de los precios por una autoridad pública; 2) representación de bibliotecas y lectores en el Registro; 3) una disposición para que las obras no reclamadas puedan estar disponibles para la digitalización por los posibles rivales de Google; 4) un requisito de que Google consiga con el Departamento de Justicia un acuerdo antimonopolios para prevenir el abuso de su poder monopolístico, y 5) alguna medida para proteger la privacidad de los individuos del omnisciente ojo electrónico de Google.

Uno podría incluso imaginar un final feliz: que la legislación haga que toda la información de Google esté disponible al público general. Cualquier ciudadano podría utilizarla y cualquier compañía podría explotarla. Las leyes de derechos de autor tendrían que redactarse de nuevo, tendría que recompensarse a los accionistas e indemnizar a Google por su inversión de escaneo. Google podría mantener sus algoritmos en secreto y continuar con su servicio de búsqueda, pero su banco de datos se volvería propiedad del público. Tendríamos una biblioteca digital.

Ese sueño puede ser tan imposible como la utopía de Mercier. Para llevar esta discusión a un nivel más realista, lo mejor sería asumir que alguna versión de Google Book Search sobrevivirá como una empresa privada. ¿Cuál será entonces el papel de las bibliotecas de investigación en un ambiente digital? Si Google resulta triunfante en la corte, puede eclipsar a cualquier biblioteca que se rehúse a suscribirse a sus servicios, y mientras tanto puede aprovechar al máximo un argumento que ha sido el punto más fuerte a su favor: puede poner la mayoría de la literatura mundial al alcance de lectores que no tienen acceso a una biblioteca bien surtida. Puede democratizar el conocimiento y hacerlo con mayor eficiencia que las bibliotecas más grandes, cuyas puertas están cerradas al público en general. Este argumento debe tomarse con seriedad, porque en los Estados Unidos esas bibliotecas usualmente pertenecen a universidades exclusivas como Harvard, Yale, Princeton y Stanford, que, aunque admiten investigadores del mundo exterior, generalmente reservan esas riquezas para su profesorado y sus alumnos; o como lo diría Google, los pocos privilegiados.

El argumento contra la exclusividad me golpeó con fuerza mucho antes del asunto con Google, cuando disfruté del privilegio de ser un estudiante de posgrado en Oxford. En mi época, los colegios de Oxford estaban cerrados para las personas del exterior con paredes altas, cuya parta superior estaba adornada con púas y vidrio cortado. Las rejas de mi propio colegio, St. John’s, se cerraban a las 10 en punto cada noche. Si estabas afuera después de las 10, podías tocar una campana y pagar una multa o intentar escalar la pared —una experiencia desalentadora a menos que un compañero te diera una pista sobre un pasaje clandestino en forma de farol o un techo bajo, un hueco entre las púas o algún otro punto débil en las fortificaciones que el decano a cargo de los estudiantes dejara desguarnecido, de acuerdo con un contrato implícito de permitir que los chicos se comportaran como chicos (excepto por algunos establecimientos femeninos, los colegios en ese entonces eran exclusivos para varones).

Las barreras para las personas del exterior junto con el conocimiento de los de adentro sobre cómo romper las reglas reforzaron un sentimiento general de exclusividad. Si la arquitectura no lograra transmitir el mensaje, se puede leer sobre ello en Jude the Obscure, de Thomas Hardy, que describe los intentos de Jude para penetrar el mundo de aprendizaje tras las amenazadoras paredes de Oxford. No he vuelto a leer la novela en años, pero tal como la recuerdo por las discusiones en St. John’s, Jude nunca pudo tener contacto con la vida interna de los colegios y uno de sus hijos sucumbió a la maldición respecto de los forasteros primero al asesinar a los otros niños y luego al colgarse en un cuarto del Lamb and Flag, un bar ubicado justo afuera de un punto en la pared por donde yo solía escalar.

Las casas residenciales neogeorgianas de Harvard casi nunca se prestaban a esa clase de melodramas, pero sí pueden parecer amenazadoras para los forasteros. Sin embargo, la biblioteca de Harvard ofrece una opción para que la universidad se abra al público, no físicamente (pues la cantidad de lectores inundaría los cuartos de lectura y empantanaría al personal docente), pero sí digitalmente, al compartir su riqueza intelectual a través de internet. La accesibilidad es el principio rector que seguiremos para adaptar la biblioteca a las condiciones del siglo XXI. Permítanme citar unos ejemplos.

El año pasado varias facultades de Harvard votaron a favor de una resolución de libre acceso que obliga a sus miembros a hacer que sus artículos académicos sean accesibles desde un depósito digital. Incluía además una disposición para la renuncia automática de los que no quisieran participar, pero esto significaba que la mayor parte de la erudición que en un futuro se produjera en Harvard estaría disponible de manera gratuita para cualquiera con acceso a internet. La biblioteca de la universidad estableció una Office for Scholarly Communication [Oficina para la Comunicación Académica] que construirá y administrará el depósito, y que expandirá su oferta para incluir tesis digitalizadas, actas de coloquios, conferencias especiales y todo tipo de “literatura gris”, o sea, los diversos tipos de documentos que producen los académicos y que no suelen publicarse.

La biblioteca también creó el Open Collections Program [Programa de Colecciones Abiertas] con el fin de que algunos de sus acervos más ricos estuvieran disponibles gratuitamente en internet. Este programa ha digitalizado libros, panfletos, manuscritos, grabados y fotografías relacionados con temas específicos, tales como mujeres trabajadoras, inmigración, epidemias, exploraciones científicas y la herencia cultural del Islam. El material se ha traducido a 72 idiomas y ha sido consultado por cientos de miles de lectores en todo el mundo.

Asistir al resto del mundo es una responsabilidad que importa a Harvard, porque su biblioteca universitaria tiene materiales que no existen en ningún otro lugar. Los archivos que datan de la fundación de la universidad en 1636 revelan mucho sobre los orígenes de la educación en los Estados Unidos y de la nación misma. Las colecciones especiales del sistema bibliotecario son muy importantes para otros países. La Biblioteca Yenching tiene más de 200 ejemplares únicos de obras chinas que se digitalizarán junto con los otros 52 542 libros antiguos en un proyecto de cooperación con la Biblioteca Nacional de China, que busca lograr el libre acceso. Harvard espera digitalizar su material proveniente de Ucrania, la colección más grande del mundo y de importancia vital para el pueblo ucraniano, que perdió la mayoría de su herencia literaria durante las tragedias que abrumaron a ese país en el siglo XX. Las enormes colecciones de Harvard dedicadas a la zoología, la botánica y la medicina también se están digitalizando y haciendo accesibles a través de proyectos de libre acceso como la Biodiversity Heritage Library [Biblioteca del Patrimonio de la Biodiversidad] y las revistas de la Public Library of Science [Biblioteca Pública de Ciencias].

Las bibliotecas de investigación en otras universidades tienen acervos igual de importantes y todas deben asumir la responsabilidad de recolectar material que será crucial para la investigación en el futuro. Casi todo este material “nacerá digitalmente”. Por lo tanto nos enfrentamos a un problema de enormes proporciones porque el software y el hardware se vuelven obsoletos en unos cuantos años, y porque los textos digitales son extremadamente frágiles: se pueden perder con facilidad en el ciberespacio debido a la insuficiencia de metadatos para encontrarlos. En Harvard hemos batallado con este problema a través de un programa llamado Library Digital Iniciative [Iniciativa de Biblioteca Digital]. Aunque no hemos llegado a resolverlo, estamos experimentando con soluciones provisionales por medio de proyectos piloto diseñados para recopilar material de sitios web, guardarlo, reformatearlo y hacerlo accesible sin restricciones. También estamos desarrollando planes para archivar los millones de mensajes intercambiados dentro de la universidad por correo electrónico.

El problema del correo electrónico existe en todos lados, y por supuesto de forma notable en el gobierno. Para estar seguros, el Committee on the Records of Government [Comité para los Archivos del Gobierno] exageró la amenaza cuando proclamó en 1985 que “Estados Unidos está en peligro de perder su memoria”, y la famosa “pérdida” del censo de 1960 es en realidad un mito. Por medio de ingeniería elaborada y cara, la Census Bureau [Oficina del Censo] recuperó la mayoría de la información que en 1976 parecía ser irrecuperable debido a la obsolescencia del hardware. Sin embargo, la mayoría de las entidades gubernamentales usaban correo electrónico hacia mediados de la década de 1980 y la mayor parte de esa correspondencia se ha perdido —no se perdieron completos los seis millones de correos electrónicos producidos cada año por la Casa Blanca de Clinton, pero aparentemente se perdieron más durante la administración de Bush entre 2001 y 2005, y aún más en los niveles inferiores de gobierno—. Todavía no hemos resuelto el problema de crear archivos que conserven un registro adecuado de la vida en el siglo XXI.

Mientras nos enfrentamos con esta dificultad tecnológica fundamental, debemos encontrar una forma de vencer los obstáculos financieros para mantener nuestras colecciones en nivel adecuado. La hiperinflación del precio de las revistas académicas es un ejemplo: muchas de ellas cuestan más de mil dólares al año y algunas llegan hasta 30 mil. La presión sobre los presupuestos de las bibliotecas es tan grande que puede haber alcanzado un punto de inflexión y el balance puede cambiar en favor de un nuevo modelo de negocio, uno en el que el costo de publicar sería financiado por quienes producen el contenido en vez de que lo haga el consumidor. El cambio ya está sucediendo en varios sectores tales como las ciencias, la medicina y la tecnología, en los que comúnmente se espera que los autores paguen cuotas de publicación. El mejor ejemplo es PLoS Biology, una revista en línea de la más alta calidad, de libre acceso y con dictaminación entre pares, la cual ofrece artículos que pueden ser descargados, leídos y reimpresos por quien sea, sin ningún costo. Paga sus propios gastos al cobrar a los autores una cuota de publicación de 2 850 dólares por artículo. Esta cuota generalmente es pagada con subsidios a la investigación, porque las agencias patrocinadoras consideran que publicar es una fracción pequeña pero importante de lo que invierten en investigación científica. Y si el autor no puede costear la cuota, la revista no se lo exige.

Los modelos de negocio de este tipo pueden parecer viables en biología y física, pero ¿funcionarían en los campos de las humanidades y las ciencias sociales, que reciben poco financiamiento para la investigación? Harvard está considerando un plan para subsidiar las cuotas de publicación para académicos de todos los campos que escriban para revistas de libre acceso. Los cálculos preliminares sugieren que no sería ruinosamente caro pagar un subsidio por cada artículo de los académicos de Harvard hasta un límite incluido en el presupuesto anual. Si este tipo de apoyo económico se divulgara a otras universidades, las revistas de acceso libre, o de precio moderado, gradualmente reemplazarían a las costosas revistas comerciales; las universidades ahorrarían mucho más al eliminar sus suscripciones si pagaran las cuotas de publicación.

Los escépticos pueden objetar que solamente las universidades ricas podrían sostener tal política y que eso colocaría a las universidades pobres en desventaja, especialmente en los países en vías de desarrollo. Pero los subsidios a las revistas deben ser suficientes para que se pueda eximir la cuota de publicación a cualquier autor que no pueda pagarla. Por medio de la acción colectiva debemos invertir la dirección de las fuerzas económicas; una vez que el giro del financiamiento tenga suficiente ímpetu, nada lo detendrá. La mayoría de las revistas cambiarían a la publicación de acceso libre, incluyendo las pequeñas revistas académicas de humanidades, la cuales deberían florecer en este nuevo entorno.

Mientras tanto, el alivio de los gastos de suscripciones daría holgura a los presupuestos de las bibliotecas para gastar más en monografías. Pero la monografía misma cambiará también. La mayoría de los autores hoy producen textos electrónicos y la mayoría de los editores conservan sus catálogos de obras en depósitos digitales. Un mundo en el cual los libros “nazcan digitalmente” y los lectores sean “nativos digitales” es un mundo en el cual las bibliotecas ya no necesitarán abastecerse de enormes cantidades de obras contemporáneas en formato impreso. La impresión bajo demanda y los dispositivos digitales de lectura serán suficientes para satisfacer las necesidades inmediatas. Este mundo parece muy lejano y no podemos reducir nuestras adquisiciones de monografías impresas hasta que hayamos resuelto una gran cantidad de problemas, sobre todo el de preservar los textos digitales.

En caso de que se cumpla este pronóstico, las bibliotecas de investigación podrán concentrarse en lo que siempre ha sido su fuerte: las colecciones especializadas. En el futuro, tales colecciones podrán involucrar un tipo de material que ni nos imaginamos hoy en día. Pero sus acervos de libros y manuscritos a la antigua serán más ricos que nunca. Después de esconder sus tesoros durante siglos, las bibliotecas al fin tendrán que compartirlos con el resto del mundo. Google habrá escaneado casi todo en las colecciones estándares pero no habrá penetrado con profundidad en las salas de libros antiguos y archivos especiales, en donde se harán los descubrimientos más importantes. Al digitalizar sus colecciones especiales y hacerlas disponibles con acceso libre, las bibliotecas de investigación habrán cumplido un aspecto crucial de su misión.

Pero tal vez he permitido que mi afición por los libros del pasado distorsione mi visión del futuro. No importa cuán avanzada sea la tecnología, no puedo concebir que una imagen digitalizada de un libro viejo genere algo comparable con la emoción del contacto con el original. Durante mi primer año en Harvard, en 1957, descubrí que los estudiantes de licenciatura podían entrar a la Houghton Library (la biblioteca de Harvard que conserva libros y manuscritos antiguos). Me armé de valor, entré y pregunté si, como había escuchado, tenían la copia de Essays de Emerson que perteneció alguna vez a Melville. En cuestión de minutos apareció en mi escritorio. Ya que Melville había escrito extensas notas en los márgenes, me encontré leyendo a Emerson a través de los ojos de Melville o, por lo menos, intenté leerlo así.

Un fragmento de esas notas al margen ha permanecido fijo en mi memoria. Tiene que ver con la experiencia de Melville al concluir que el cabo de Hornos debe de tener las aguas más peligrosas del mundo. En esa época yo pensaba que el mundo en general era bastante peligroso, por lo que estaba listo para simpatizar con una nota mordaz a un pasaje sobre el clima tormentoso. Melville se preguntaba, según el comentario al margen, si Emerson tenía alguna idea del terror que enfrentan los marineros de los barcos balleneros en el cabo de Hornos. Vi en la nota una lección sobre el lado extremadamente optimista de la filosofía de Emerson.

Ya medio siglo después, en Harvard, el recuerdo apareció de pronto acompañado por una pregunta: ¿lo había entendido correctamente? Me olvidé de todas las citas en la agenda y me fui volando a Houghton otra vez.

La oportunidad de experimentar con el déjà vu no se presenta todos los días. Aquí está el resultado: un pasaje en la página 216 de “Prudence” en Essays: by R. W. Emerson (Boston, 1847), que Melville marcó con lápiz en el margen exterior con una gran X: “Los horrores de la tormenta son principalmente reducidos al salón y al camarote. El boyero, el marinero, lo golpea todo el día y su salud se renueva con un pulso vigoroso bajo el aguanieve, como si estuviera bajo el sol de junio”. Al pie de la página, Melville garabateó otra X y escribió: “Para alguien que se ha curtido en el cabo de Hornos como un marinero cualquiera, qué cosas son éstas”.

El comentario al margen era más agudo de lo que yo había recordado, y la sensación de tener en mis propias manos el Emerson de Melville, un pequeño volumen encuadernado en tela barata, era aún más conmovedor. Ese tipo de experiencia sólo se puede tener en salas de libros antiguos. Pero una imagen digitalizada de la página 216 de “Prudence” sería ayuda suficiente para que alguien lea a Emerson a través de Melville. De hecho, la digitalización puede permitirnos ver cosas invisibles al ojo desnudo, como han aprendido los académicos al manipular versiones digitales de textos, entre ellos el del manuscrito más remoto de Beowulf.

Por supuesto, la situación actual necesita más que iniciativas tentaleantes para digitalizar colecciones especializadas. Para que las bibliotecas de investigación florezcan en el futuro deberán sumar fuerzas. Si prosperaron en el siglo XX al atender cada una su propio interés, independientes unas de otras y sin interferencia del Estado, en el siglo XXI se enfrentan con la enorme tarea de avanzar en dos frentes: el analógico y el digital. Sus presupuestos para adquisiciones no resistirán la carga, por lo que deben formar coaliciones, acordando invertir en algunos temas mientras dejan otros a sus aliados; deben desarrollar depósitos comunes externos a las bibliotecas, perfeccionar los préstamos bibliotecarios, intercambiar documentos electrónicamente, preparar metadatos interoperativos, integrar sus catálogos y coordinar sus digitalizaciones.

Experimentos de este tipo se han intentado y han fallado, lo sé. Pero debemos intentar de nuevo. Mediante un proceso de prueba y error debemos avanzar lentamente hacia la creación de una biblioteca digital nacional que luego se convierta en una internacional. Google ha demostrado su viabilidad y también el peligro de hacerlo mal; es decir, de favorecer las ganancias privadas a expensas del bien público.

Los cambios tecnológicos erosionan el paisaje informático demasiado rápido como para que alguien sepa qué aspecto tendrá dentro de 10 años. Pero ahora es el tiempo de actuar, si queremos que el canal cambie en beneficio de todos. Necesitamos acciones del Estado para prevenir el monopolio y la interacción entre las bibliotecas para promover un programa común. Digitalizar y democratizar no es una fórmula fácil, pero es la única que servirá si en verdad queremos concretar el ideal de una república de las letras, que alguna vez pareció irremediablemente utópico.

 

 

Traducido del inglés por Claudia Angélica De Anda Galindo.

 

 

 

 

Conferencia magistral

Perspectivas del libro ante la tecnología digital:
las lecciones de la prensa


 

 

Franklin Martins

 

 

 

 

 

 

 

1

 

En primer lugar, quiero agradecer la invitación del Fondo de Cultura Económica para participar en este congreso. Como muchos brasileños de mi edad, tengo una gran deuda con el Fondo. Hubo una época en América Latina en que muchos libros estaban prohibidos. No se podían publicar, vender ni leer. Y en esa época el Fondo de Cultura Económica fue una isla de inteligencia, de luz, en medio de un mar de mediocridad y de oscuridad que ahogó a muchos países de América Latina, incluido Brasil.

He leído, por ejemplo, El capital, de Marx, en una edición del Fondo, una edición en tres tomos que tenía, en la portada de color naranja, una gran foto del viejo barbudo. He leído en español algunos de los libros de Celso Furtado, uno de los más importantes economistas brasileños. Estaban en el Index Librorum Prohibitorum de los dictadores en Brasil, pero el Fondo los publicó y de alguna forma entraron en mi país.

Entonces, muchas gracias, Fondo de Cultura Económica, por haber producido luz en aquellos tiempos de tinieblas.

 

 

2

 

El tema central de este encuentro es el impacto de las nuevas tecnologías y de la digitalización en las formas con que se escriben, se editan, se venden y se leen los libros. Yo no soy escritor ni editor, tampoco tengo librerías. Sí soy un lector contumaz y voraz. Desde niño, mantengo con los libros una relación intensa, apasionada e íntima. Pero no creo que me hayan invitado a este congreso porque yo sea un lector constante o porque me gusten los libros. Eso le pasa a mucha gente y no justificaría mi presencia acá hoy.

Creo que mi presencia puede tener algo que ver con el hecho de que soy ministro de la Comunicación Social de Brasil y puede tener algo que ver también con el hecho de que soy un periodista. Y conocer la experiencia, los retos y las oportunidades vividas por la prensa con la llegada de la digitalización puede traer una mirada distinta y útil en los debates sobre el futuro de los libros.

He trabajado en periódicos desde los 14 años de edad. He trabajado en todo tipo de medios de comunicación y en las más diferentes circunstancias: en agencias de noticias, en la prensa clandestina en el periodo de la dictadura, en periódicos de gremios estudiantiles y laborales, en revistas técnicas, en la prensa alternativa y también en grandes periódicos. Trabajé en la radio, en la televisión, en internet. Como se dice en Brasil, en cuestiones de prensa tengo mucho tiempo de ventana: he visto pasar por la calle a mucha gente, muchas cosas, muchas tesis.

 

 

3

 

Y desde siempre he oído hablar de que algo se estaba acabando en los medios de comunicación. Cuando surgió la radio, dijeron que los periódicos se iban acabar. Cuando surgió la televisión, dijeron que los periódicos y la radio se iban a acabar. Cuando surgió la internet, el pronóstico se amplió: los periódicos, la radio y la televisión estaban en camino al cementerio. Y, sin embargo, los periódicos, la radio y la televisión sobrevivieron a las noticias apresuradas que daban cuenta de su muerte. ¿Por qué? Porque el nuevo medio de comunicación que llegaba al mundo no se limitaba a disputar con los medios que existían antes el mismo universo finito de personas interesadas en las noticias. Iba más lejos. Ampliaba ese universo y lo modificaba, agregaba más hombres y mujeres a la ciudadanía activa, despertaba más gente a la importancia de la información en sus vidas.

A los lectores de periódicos se sumaron, con el pasar de los tiempos, primero los oyentes de radio, después los telespectadores y ahora los internautas. Ese proceso no fue tan mecánico como lo estoy describiendo —los segmentos no son separados, sino que se mezclan—, pero en líneas generales podemos decir que el surgimiento de nuevos medios de comunicación no eliminó a los viejos medios. Resultó una ampliación del conjunto.

Pero tampoco ese proceso fue una mera adición. Si teníamos un universo, digamos, de 50 mil lectores, y a él se sumaban 200 mil oyentes, pasábamos a tener 250 mil personas en búsqueda de información. No: la aritmética no da cuenta de la complejidad del proceso. En primer lugar, porque los antiguos lectores nunca más leyeron periódicos de la misma manera, ya que los periódicos tuvieron que cambiar. Además, muchos lectores se tornaron radioadictos y abandonaron definitivamente la prensa en papel. Al mismo tiempo, muchas personas que llegaron al mundo de las noticias por el camino de la radio cruzaron el cruce del puente al revés y se transformaron en lectores de periódicos.

Por lo tanto, pienso que la experiencia de la prensa nos enseña que la llegada al mundo de un nuevo medio de comunicación produce dos consecuencias: primera, no elimina a los medios que ya existían; segunda, implica siempre un nuevo acomodo entre los personajes en la escena.

Me gusta la imagen hecha a propósito de este asunto por un periodista estadunidense, cuyo nombre no recuerdo ahora: es como si llegara a la selva una nueva especie animal. No extingue a las otras especies, las que existían antes, pero impone un nuevo equilibrio ambiental. Todos tienen que aprender a vivir juntos en el mismo espacio. Y de esa forma la selva no es más la misma. Cambia cada uno de sus personajes. Cambia el conjunto.

 

 

4

 

A mi juicio, la experiencia de la prensa nos muestra también que la llegada al mundo de un nuevo medio generalmente cumple un papel, digamos, progresista. No se trata de un ángel exterminador, sino de un ángel estimulador, que atrae más gente hacia el mundo de las noticias, que exige cambios importantes en los medios que ya existían, que hace circular con más velocidad la información y hace crecer su alcance en la sociedad.

Hay personas que no se dan cuenta de eso. Tienen una mirada melancólica hacia el pasado. Reaccionan como si la información presentada por la radio o por la televisión y ahora por internet fuera de segunda o tercera clase; creen que no tiene la misma calidad que la información de los periódicos. Por lo tanto, habría una pérdida de calidad en el conjunto del mundo de la información.

No estoy de acuerdo con eso. Soy más optimista. No creo que el mundo de la información en el siglo XIX, cuando solamente teníamos la prensa en papel, fuera más amplio, más profundo, más democrático que el de la primera mitad del siglo XX, con la llegada de la radio, o que el de la última mitad del siglo pasado, con la masificación de la televisión. Y mucho menos que el del comienzo del siglo XXI, con el advenimiento de internet.

Esas críticas tienen algo de elitista, así como, a mi juicio, eran elitistas las críticas de algunos literatos a los folletines o a las historietas —para ellos eran subliteratura—. Para mí, todo lo que acerca a los hombres y mujeres con los libros es positivo para la literatura. De la misma forma, todo lo que acerca a las personas al mundo de la información es positivo para el periodismo. Qué importa que el camino sea raro, heterodoxo, lúdico o superficial. Para llegar a la literatura o a la información, no hay caminos buenos y caminos malos. Hay caminos, muchos caminos. Cada cual elige el que le parece más adecuado o el que le presentan las circunstancias.

En conclusión, la llegada de un nuevo medio al mundo siempre ha sido una cosa buena, buenísima para el mundo de la información y, por ende, para la democracia. Basta que la recibamos como un estímulo, como una oportunidad para cambiar y hacer cosas nuevas y mejores. Basta que tengamos una mirada optimista hacia el futuro y no una mirada melancólica hacia el pasado.

 

 

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Paso ahora a discutir más específicamente las repercusiones de internet en el periodismo durante los últimos años. Y empiezo por algo que en alguna medida desmiente o debilita lo que he dicho antes. Porque internet no es solamente un nuevo medio más, como los otros que vinieron antes, un nuevo medio que empujara a los antiguos hacia un lado y forzara un nuevo acomodo y una nueva ampliación del conjunto. No, la internet va más lejos. Tiende a provocar —y en muchos casos ya está provocando— una desorganización muy fuerte en la industria de la comunicación, que todavía no se sabe muy bien a qué reorganización nos va a llevar.

Llamo la atención sobre tres puntos clave que enmarcan ese cuadro de desorganización y reorganización producido por internet. Primero, la concentración versus la desconcentración de la industria de la comunicación. Segundo, las fisuras en la concepción vertical de producción de la información. Tercero, la crisis del modelo de negocios.

 

 

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La digitalización de contenido y su transmisión por internet produce una gran disminución en los costos de producción de la industria de la comunicación, cuando se los compara con los costos de producción de la prensa en papel, de la radio o de la televisión. Y eso tiende a crear un ambiente favorable a una relativa desconcentración de la propiedad en los medios de comunicación, un claro turning point en el impresionante proceso de concentración que se produjo en los últimos 50 años.

Tomemos el ejemplo del periódico. El papel y el mantenimiento de las estructuras de distribución y administración significan dos tercios de sus costos. Las redacciones, el corazón del negocio, son responsables de menos de un tercio de los presupuestos de un periódico. O sea, teóricamente, hoy se podría editar un periódico en internet, donde no se gasta en papel y en distribución, por un tercio de lo que cuesta su equivalente tradicional en papel.

¿Y por qué no se hace eso? Porque los periódicos electrónicos todavía son una mera extensión de los periódicos en papel. Son una cola electrónica que sale de un cuerpo y principalmente de una cabeza formados en el papel. Además, los lectores tampoco están listos para migrar. La mayor parte de la gente que lee periódicos está acostumbrada al periódico en papel. La lectura de periódicos es un hábito cultural y social —y hábitos culturales y sociales no se cambian de golpe—. Y por último, pero no en último lugar, todavía no se ha encontrado un modelo de negocios claro, sencillo y rentable para el periodismo electrónico, tema al que volveré más adelante.

De todas formas, sea como sea, hay fuerzas que están empezando a actuar en el sentido de favorecer un relativo proceso de desconcentración en la industria de la comunicación en las próximas décadas, lo que puede venir a contraponerse al impresionante proceso de concentración de los medios de comunicación que ocurrió en la segunda mitad del siglo XX en todo el mundo.

Doy el ejemplo de mi ciudad, de la ciudad donde viví mi infancia y mi juventud, Rio de Janeiro. En los años cincuenta, había en Rio como 20 o 30 periódicos, de los más variados matices políticos, ideológicos, editoriales, generalmente periódicos formados alrededor de la personalidad de su dueño que, en la mayor parte de los casos, era también su redactor en jefe, su editor en jefe.

La prensa en aquella época era muy dinámica, muy viva, algo caótica y hasta cierto punto alineada con las corrientes políticas —los públicos también estaban alineados—. Había un tanto de heroísmo en la prensa de aquella época, que todavía no era industria, era artesanal. Un periódico que vendiera 25 o 30 mil ejemplares en una gran ciudad de Brasil se mantendría. Hoy, si no vende 120 o 150 mil ejemplares diarios, tiene problemas.

A partir de los años sesenta, ese escenario fue dando lugar a una avasalladora concentración. Los costos de producción crecieron de tal forma que se volvieron insoportables para casi todos los periódicos pequeños y medianos, que fueron cerrando sus puertas, al punto de que actualmente en Rio no hay más que cinco periódicos —y todos pertenecen a dos grupos de comunicación—. O sea, los tiempos heroicos se quedaron en el pasado. La diversidad de enfoques, de matices, de humores y de opiniones también.

Creo que internet, al rebajar los costos de producción de los medios de comunicación, va a producir cambios en este cuadro. Será más fácil la existencia de grupos menos poderosos y de publicaciones menos pesadas. Y eso va a estimular el surgimiento de periódicos electrónicos de buena calidad, hechos por periodistas y por profesionales competentes, que van a descubrir que pueden hacer sus propios periódicos y que no necesitan ser eternamente empleados de los grandes grupos de comunicación.

¿Cómo va a pasar eso? No sé. Todavía estamos gateando en esa área. Pero creo que los tiempos, digamos, heroicos del periodismo pueden volver de alguna forma. Los tiempos de iniciativa personal o de grupos. Y eso es muy bueno.

 

 

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El segundo punto clave es que el modelo de red de internet debilita la concepción en que está basada toda la industria de la comunicación, una concepción que se puede resumir de la siguiente forma: uno (o algunos pocos) hablan para muchos (o para todos). Hay un núcleo activo de productores de información y una masa relativamente pasiva de consumidores de información. Ése es el modelo de los periódicos, de la radio y también de la televisión. Internet golpea eso.

¿Por qué? El modelo de red de internet borra (o torna menos nítida) la frontera entre los productores y los consumidores de información. El poder de intervención de los consumidores, que es casi nulo en la industria de comunicación tradicional, a no ser por las cartas de los lectores, es una marca registrada de las instituciones en red, como internet. Entonces se produce una contradicción entre la concepción tradicional y la internet. Al comienzo, los periódicos tratan de resolverla llamando a algún tipo de interactividad con los lectores: espacios para más cartas, comentarios, sugerencias, etcétera. Pero es una interactividad que sigue la concepción tradicional, siempre pasando por los comandos de las redacciones, siempre vertical. Y eso no basta.

Con el tiempo, los consumidores de información empiezan a formar y a actuar en redes horizontales, sin pasar por el comando vertical de los periódicos, estimulados por blogs, por lectores más activos o por grupos de presión. Y así van cambiando opiniones entre ellos, van descubriendo puntos de contacto, van formando convicciones, se van haciendo más críticos, van dejando de ser pasivos —todo eso, vuelvo a decir, sin pasar por la mediación de los periódicos.

Es un poco lo que vemos hoy en el reino cacofónico y casi caótico de la “blogósfera”. Y así la blogósfera se convierte en algo que ya llamé “el grillo parlante” de la prensa tradicional, recurriendo a la figura del insecto que atormentaba cariñosamente a Pinocho siempre que el niño-muñeco se ponía a mentir. En muchos casos, ese proceso alcanza no solamente a los lectores, sino también a las fuentes de información —empresas, políticos, universidades, instituciones, artistas, sindicatos, clubes deportivos…—, que empiezan a comprender que también pueden actuar en la red, que también pueden dirigirse directamente a la blogósfera, que también pueden corregir errores en la cobertura de la prensa, que también pueden tener voz y multiplicarla en internet. Eso afecta frontalmente el poder de mediación de la prensa y puede dejarla expuesta a situaciones muy críticas.

Los periodistas, de un modo general, reaccionan muy mal a esa pérdida de control. Antes, ellos estaban protegidos por el anonimato o por la intangibilidad. Hablaban o escribían lo que querían y no les pasaba nada. No eran alcanzados o criticados por los lectores, no eran blanco de bromas o de ataques, que en la red suelen ser muy violentos y poco respetuosos. Debían satisfacciones solamente a sus jefes. Con internet, las deben también a los lectores. Y eso molesta a los periodistas, que no estaban preparados para eso. Acostumbrados a sentirse poderosos con sus hondas, se sienten excepcionalmente frágiles cuando pasan a ser vidrieras. Con el tiempo, creo, eso se arreglará, pero hoy la incomodidad de muchos profesionales y periódicos con la exposición es muy fuerte. Si hay periodistas acá escuchándome, saben de qué estoy hablando.

 

 

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