A Carlos Galano
Cómplice de la vida

Preludio

Discursos sustentables ha realizado un viaje creativo por la palabra, escrita en su origen para ser hablada y, luego de hablada, fecundada en el intercambio, desplegándose en estas páginas como una escritura de infinitas resonancias vitales. En ambas dimensiones, la palabra se reapropió de sentidos existenciales: interrogó a las desventuras presentes, convulsionadas por el malestar de la crisis ambiental, y le reimprimió otros nombres a las cosas, para que pudieran anunciar, cual metáfora penelopeana, la apertura de las megarrepresas del conocimiento instrumental, para que las aguas del saber puedan escurrir por paisajes diversos y fertilizar, en ese desborde inaprensible, los mundos plurales del ser.

En la textualidad de los capítulos anida, en estado de tensión cautivante, la confrontación paradigmática entre la sustentabilidad económica y la sustentabilidad ambiental. Los vientos lanzados sobre el territorio del conocimiento formal, entreabren la atmósfera opresiva de la racionalidad científica y dejan filtrar, desde diversos horizontes, “La prospectiva ambiental como la construcción de una nueva racionalidad que implica una des-entificación del mundo objetivado, tecnificado, cosificado; se trata de una contra-identificación del pensamiento y la realidad, de la verdad y el ser.”

En la propuesta de Enrique Leff, la narrativa sustentable construye una cartografía impensada, donde los rasgos de lo inédito expulsan los grafos infértiles de un tiempo subordinado a la naturalización del desquicio, abriéndole mil grietas sublevadas a la coraza mutilante de la modernidad, por donde remontan otras fisonomías geográficas, en condiciones de anclar hospitalariamente en el renacido solar de la felicidad. La palabra renombrada peregrina hacia la ética sustentable, bordando un tejido integrador, sobreimpreso a las miserias discursivas de la ciencia fragmentadora, saturada de homogeneidad insularizada, levantando, sobre los horizontes efímeros del logocentrismo, la otredad incolmable de la sustentabilidad. En una pirueta magistral del pensamiento, a medida que ilumina las huellas hilvanadas del diálogo de saberes, como magma inconmensurable de la interculturalidad, desnuda implacablemente el espacio irreal del productivismo externalizador, concebido en el útero deserotizado del conocimiento unidimensional.

Los Discursos sustentables de Enrique Leff indagan desde los márgenes territoriales de una época codificada por los rituales fáusticos del progreso y reflexiona sobre cómo se desmoronan las certezas opresivas y los silencios ominosos. Hunde la mirada en la intimidad de la estrategia liberadora de la Educación Ambiental y hace visible su agitación en el magma propiciatorio del diálogo de racionalidades, dibujando los nuevos contornos de la historia, en cuyo interior podrá neutralizarse la marcha hacia el abismo y, desde la proliferación de caminos, resignificar el proceso civilizatorio.

El espejismo de la racionalidad instrumental y las promesas depredadoras de las ciencias positivistas, a pesar de haber consolidado una visión militarista y eficiente sobre la naturaleza, jamás pudieron desprenderse del engaño de sostener la autonomía del sujeto de la modernidad, convertido, por la esquizofrenia de su cultura, en apenas una sombra solitaria, transitando sin destino por el lúgubre recinto de la jaula economicista. Descontruyendo sistemáticamente el bosque petrificado de las teorías universales, los Discursos sustentables, erosionan la lisura superficial de los paisajes tecno-científicos, deslizándose, entrañablemente, hacia las costas conturbadas de la crisis ambiental, desde cuyas nieblas de alborada se avizoran otros aires epocales.

La crisis ambiental, crisis civilizatoria, abismada en el desasosiego contemporáneo, empuja desde el lúcido entresijo de este libro a transitar la llamarada ardiente de “lo que aún no ha sido”. La nueva realidad, resemantizada por la complejidad ambiental, extingue las voces sin resonancias de la razón utilitaria, reducidas a pátina de sí mismas, por el siniestro predominio de la lógica de mercado. La especialización disciplinar de la racionalidad científica, en franco maridaje con las demandas hipertecnologizadas, favorecieron el destierro de la diversidad y la diferencia. La interpelación de la crisis ambiental a cada uno de los feudos del saber, conmovieron sus antiguas certezas dogmatizadas, y permitieron que el invisible afuera, como si fuera una ola gigantesca de signos augurales, resituara en los suelos de la realidad a los desterrados por la razón absoluta.

Desde los escombros del mundo economizado, cronometrado por las agujas del corto plazo, el lenguaje matematizado de la ciencia clásica agoniza en el bajofondo de la depredación, desnudado sin concesiones ontológicas por una mirada aguda. Desde todos los rincones de Discursos sustentables se convoca a la construcción de sociedades y ciudadanías sustentables. La preocupación por la aceleración del riesgo ambiental corre simultáneamente con la urgencia de fundar una nueva escritura. El espacio de lo “por pensar” se reflexiona desde opacas geografías del saber, iluminadas por el perseverante desmontaje del conocimiento cincelado objetivamente, convertido en lujuria desconocedora de la complejidad, altar en el que la equidad social y la justicia ambiental se esfuman en lontananza, centrifugados sin retorno por la voracidad del productivismo insustentable.

En este contexto, los capítulos del libro, cual una amorosa orfebrería epistemológica, desbaratan los silencios infinitos sepultados por los arquitectos de los saberes cosificados. Saberes despoetizados por la cuantofrenia y el imperio de una lengua unificada, sin vuelo hermenéutico, reducida a triviales retazos lineales que sólo saben del habla urdida en las penumbras desbocadas del corto plazo.

El edificio geométrico de verdades inalterables, postulado por el conocimiento disciplinarizado y especializado, funciona como gueto ensimismado donde la lengua pierde su valor providencial. Se hunde sin remedio la lógica de los dualismos incontrovertibles, sepultada por la nostalgia de lo que no pudo ser. Sin embargo, Discursos sustentables, embebido del aroma epocal piranesiano emerge “sobre los escombros y las ruinas del lenguaje”, portando la escena donde se macera armoniosamente la diversidad.

El diálogo de diversidades conjuga una encrucijada pujando hacia el campo en construcción de la Educación Ambiental para la Sustentabilidad, amplificadora del Pensamiento Ambiental Latinoamericano. La problemática ambiental es una cuestión histórica, está matrizada en las entrañas de lo social y alcanzará su personalidad en la resignificación ambiental de la política. Desde este enfoque queda expuesto el naufragio de un mundo que imaginó al mundo desde el conocimiento formal universal, opacando la luz vital de la complejidad ambiental. La ilusión desolada del viaje de la modernidad ha finalizado. Su último andén es un desierto infinito, donde el crepúsculo sin rizos refleja sombras de lo humano. Estas deformaciones de la vida son el último estertor del Discurso Único.

Desde la resemantización de la vida se desocultan los rastros del lenguaje colonizador y sus estadísticas simuladoras en cada uno de los capítulos. Los efectos del cambio climático, muchas veces caricaturizados como “desastres naturales”, ponen de relieve triviales afanes pedagógicos y políticos que sólo hacen del mundo una “experiencia lejana”, disuelta en la degradación ambiental. La desterritorialización banal somete tecnológicamente el curso de los ríos, monotoniza la infinitud de las pampas, ralea las turgencias de los bosques, se torna obscenamente monoproductor en los modos de producción agrario y minero; en fin, transgeniza la vida y crece, hasta el desquiciamiento sin melancolía, la desigualdad y el desencanto urbanos.

En Discursos sustentables, el saber ambiental se va fraguando al calor de identidades múltiples y de subjetividades que fluyen poéticamente para afirmar el arte de vivir a partir de la “creación de nuevos mundos de vida”. Se desmadra el camino empedrado de liturgias consabidas y se abre en su trayecto, a veces confundido por las brumas inhóspitas de lo mismo, el ethos de la racionalidad ambiental, convocando al conjunto de los actores sociales a otras exploraciones de la palabra y a una diseminación infinitamente sustentable de la acción.

“El gran desierto de los hombres”, como decía Baudelaire, es la absurda aridez a la que nos ha condenado en cada lugar el pensamiento insustentable. Con audacia y fervor Enrique Leff convoca a remover las barreras de los topos desespacializados, idealización metafísica del hombre sin misterios, y ante el mutismo sin atributos de la razón simuladora, levanta los emblemas sustentables para terminar con las desigualdades construidas por las injusticias geográficas, las depredaciones ambientales y el colapso ecológico, como teatro en cuyas escenas desaparecen los habitantes y proliferan los refugiados ambientales.

Leído el libro aparecen las huellas. Marcas que sobre el polvo de lo antiguo dejan indeleblemente las ideas rejuvenecidas por el misterio de lo que “aún no ha sido”. Pareciera que el pasado remoto se avivara ante la luz del futuro sin certezas. Como aquellas huellas más antiguas de lo humano, labradas como pisadas de un grupo familiar sobre cenizas volcánicas aún polvorientas y, luego, con el tiempo fosilizadas. Pisadas colectivas de un grupo numeroso, tallas mayores y medianas, posteriormente reincididas por huellas más pequeñas de quienes venían detrás. Por metros señalando un destino de coevolución entre la naturaleza y la cultura, rumbo a la vida, a las búsquedas, al futuro.

Discursos sustentables ara las tierras nuevas del pensamiento desde los flojos sedimentos del presente, que con el tiempo serán las huellas repronunciadas del futuro.

Carlos Galano

Obertura

Este libro recoge un conjunto de textos en los que fueron plasmadas intervenciones en una serie de congresos y seminarios ocurridas en los últimos años. Son discursos que nacieron de la palabra proferida ante un público, y que desde el eco del diálogo, tomaron la forma escrita que ahora ha quedado inscrita en este volumen. Discursos compartidos, convividos.

¡Discursos sustentables! ¿De qué tratan estos discursos? ¿De qué se trata con ellos?

Este libro discurre sobre la sustentabilidad, mas no contiene diagnósticos, métodos, normas ni recetas para entender, abordar y resolver los diversos y complejos problemas de la sustentabilidad socioambiental. A través del abordaje de diferentes temas y problemas, el discurso de la sustentabilidad va construyendo el andamiaje, bordando el tejido y configurando el sentido mismo que lo sostiene.

Pero, ¿que habría de sustentar dichos discursos?: ¿Su verdad científica?; ¿La coherencia de sus argumentaciones? ¿La seducción de su retórica? A diferencia de los discursos de las ciencias que se pretenden verídicos y verificables, las formaciones discursivas aparecen como soportes de posiciones subjetivas. Pero, ¿hasta qué punto lo que sostiene al sujeto de un discurso puede sustentar, a través de su argumentación, sus mundos de vida; o más aún, al mundo, al planeta, cuya crisis de insustentabilidad amenaza con arrastrar la vida misma del planeta?

Las estrategias discursivas del “desarrollo sostenible” han generado un discurso simulatorio y falaz, opaco e interesado; un discurso cooptado por el interés económico, más que una teoría capaz de articular una ética ecológica y una nueva racionalidad ambiental. Ha sido un discurso del poder, y sobre todo un instrumento del poder dominante. El discurso del desarrollo sostenible, inserto en los mecanismos de mercado y los engranajes de la tecnología, es arrastrado por el torbellino de los vientos huracanados generados por el cambio climático.

Los discursos sustentables salen al paso de esas corrientes de pensamiento que buscan ajustar el mundo a la economía, reordenarlo conforme las leyes de la ecología, resolverlo a través de la inventiva tecnológica y salvarlo por medio de una nueva conciencia planetaria. Los discursos sustentables abren las compuertas de las aguas represadas y de los saberes reprimidos. Buscan arraigar en nuevos territorios de vida, decantarse en nuevas racionalidades e incorporarse en nuevas subjetividades; amalgamarse en nuevas identidades, forjar nuevas técnicas y generar nuevos procesos productivos fundados en los potenciales ecológicos y la creatividad cultural de los pueblos. Estos discursos se arman con saberes que se inscriben en la resignificación del mundo, que conducen al reposicionamiento del ser en el mundo, a la reinvención de identidades personales y colectivas.

Estos discursos están hechos de palabras: palabras que habrá de llevarse el viento para diseminarlas por el mundo; palabras-concepto que forjan nuevos sentidos teóricos y nuevas formas de ser en el mundo; palabras-savia que arraigan en la tierra y que construyen territorios de vida; palabras-idea que se hacen sangre y carne de nuevas identidades, que se incorporen en el ser de las personas; lenguas de los pueblos, lugares para habitar el mundo y soñar el futuro; profecías realizables en la construcción de un mundo sustentable.

Estos discursos están hechos de palabras luz y de palabras ceniza que fertilizan los suelos, que se decantan hasta los mantos acuíferos y se filtran por la corteza de la Tierra hasta tocar la roca viva de la vida; que cicatrizan en la piel del mundo y dejan huella en la memoria de la historia; que se sumergen hacia el fondo de los océanos para alcanzar las profundidades del ser y quedar grabadas en las piedras fundacionales de un nuevo mundo: para resignificar la vida; para deletrear el alfa y el omega de nuevos abecedarios; para inventar los tiempos de nuevos calendarios. Discursos hechos con palabras que evocan nuevos recuerdos, que invocan nuevos proyectos, que convocan a nuevos encuentros. Vocales que cantan nuevas armonías y consonantes que marcan nuevos contrapuntos. Estos discursos buscan hacerse de palabras que se vuelvan verbo y acción; movimiento transformador; diálogo de seres y saberes que bordan un nuevo tejido social, sustento de vida, de la vida humana en el planeta Tierra.

Este libro surge de encuentros de la vida, de hermandades fluidas como el agua, solidarias como la piedra, frondosas como una selva, perfumadas como un jardín. Hermandades que nacen de afinidades humanas, pero que a su vez abrazan proyectos y procesos en los que se enlazan muchos compañeros de viaje en la construcción social de la sustentabilidad. Estos discursos se vierten en el crisol de una nueva pedagogía ambiental que ha fraguado en territorio argentino por los herreros-profesores que conforman la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina. En el texto se entretejen argumentaciones que están arando el campo de la ecología política en América Latina, el terreno donde ha fertilizado la semilla sembrada por Chico Mendes y el emblemático movimiento ecologista iniciado por los seringueiros de la Amazonía brasileña, y continuado por diferentes organizaciones sociales indígenas y campesinas que hoy luchan por la reapropiación cultural de la naturaleza. En las venas de estos discursos sustentables corre la sangre de un Pensamiento Ambiental Latinoamericano y se enlaza un amplio movimiento social a favor de la Educación Ambiental en esta región del mundo.

Este libro surge de encuentros de seres y saberes en Congresos de Educación Ambiental en Argentina e Iberoamerica; en reuniones sobre economía ecológica y ecología política; en congresos y coloquios sobre epistemología y complejidad ambiental; en seminarios sobre Universidad y Medio Ambiente. Es un libro donde corren las palabras vertidas en los diálogos de las aguas, que han llevado a la creación del Centro de Saberes y Cuidados Socio-ambientales de la Cuenca del Plata, donde confluye la ciudadanía ambiental de Argentina, Bolivia, Brasil, Uruguay y Paraguay para destapar las represiones del saber ocluidas por las represas de los ríos, donde fluyen las aguas de una nueva ética y un nuevo saber por las venas del continente para irrigar la sustentabilidad de la región. Es un libro en el que se plasma la visión de los pueblos indígenas para la construcción de la sustentabilidad, para reconstruir las relaciones originarias de las culturas y los territorios de América Latina.

Estos discursos aspiran a la sustentabilidad a través de un diálogo de saberes capaces de generar sentidos que den soporte a un reposicionamiento del ser y a una reconducción de la acción social que, frente a la contundente realidad de la crisis ambiental, abran caminos para la producción de nuevos conocimientos, saberes y estrategias que permitan transitar hacia un futuro sustentable.

Enrique Leff

12 de julio de 2008

De la insustentabilidad económica a la sustentabilidad ambiental1

La crisis ambiental ha irrumpido en los últimos 40 años en el mundo como una crítica a la degradación ambiental generada por el crecimiento económico –y en forma más generalizada por la racionalidad de la modernidad–, abriendo en el campo de la prospectiva social el imperativo de la construcción de un futuro sustentable. Sin embargo, el propósito de internalizar los costos ambientales y los principios de la sustentabilidad en los paradigmas de la economía, ha generado un campo discursivo disperso y no ha logrado establecer un dominio científico homogéneo. No hay una visión única para abordar el maridaje entre la ecología y economía. Esto ha dado lugar a diferentes escuelas de pensamiento y a distintas estrategias de poder en la teoría y en las prácticas de la gestión ambiental.

Sin embargo, muy rara vez se confrontan las diferentes posiciones que se plantean en este campo problemático; las indagatorias y debates sobre cuestiones ambientales generalmente circulan en círculos concéntricos de disciplinas y especialidades, de grupos de economistas o ambientalistas, donde reina la autocomplacencia, antes que la productividad intelectual resultante de la discusión de ideas y propuestas. Por ello celebro la oportunidad que ofrece esta Conferencia para abrir un debate sobre las perspectivas teóricas y políticas en torno al problema de la sustentabilidad, aprovechando la presencia de economistas provenientes de diversas escuelas de pensamiento. Así podremos abrir un diálogo entre la economía ambiental y la economía ecológica, plantear algunas ideas desde una visión crítica de la racionalidad económica dominante, y avanzar una propuesta para construir otra economía fundada en una racionalidad ambiental.

Cuando abordamos el tema de la economía ecológica o la economía ambiental, lo primero que debiéramos hacer es preguntarnos sobre el origen, la génesis y las causas de la problematización que hace la ecología a la economía desde la manifestación de diversas problemáticas socio-ambientales emergentes. ¿Por qué se le presenta a la economía la necesidad de resolver problemas que hasta este momento consideraba como temas externos a su paradigma de conocimiento, al punto que el ambiente emerge como lo impensable de la economía? ¿De dónde viene esta crisis ambiental que se manifiesta en los altos niveles de contaminación del aire en las ciudades, los problemas de abastecimiento y calidad del agua, la erosión y salinización de los suelos, el calentamiento global del planeta? Hasta hace poco tiempo –el último tercio del siglo XX– estos problemas emergentes no se habían manifestado en esta escala y con esa fuerza, abriendo un campo hasta entonces no reconocido por la economía –el equilibrio ecológico, la preservación de la biodiversidad y la calidad de vida de los seres humanos–, no sólo como valores intrínsecos o extraeconómicos, sino como condiciones fundamentales de la sustentabilidad de la propia economía.

Los economistas han denominado “externalidades” del sistema económico a todo ese conjunto de problemas que se presentan fuera del alcance de la comprensión de la teoría del proceso económico que ha venido dominando las formas de organización social y de intervención sobre la naturaleza; de una economía que se ha instituido como un paradigma totalitario y omnívoro del mundo, que codifica todas las cosas, todos los objetos y todos los valores en términos de capital, para someterlos a la lógica del mercado, sin haber internalizado sus complejas relaciones con el mundo natural. Ningún otro paradigma científico está construyendo y destruyendo el mundo de manera tan contundente, ni siquiera la biotecnología que ha invadido e intervenido el destino genético de la naturaleza y los mundos de vida de las culturas a través de la potencia de sus aplicaciones tecnológicas y sus impactos ambientales.

La “ciencia económica” es el instrumento más poderoso que modela nuestras vidas. La ciencia económica no es una ciencia como todas las otras ciencias que elaboran su conocimiento a partir de hipótesis teóricas que se verifican o falsifican con los datos de la realidad. La teoría económica se constituye como un paradigma ideológico-teórico-político –como una estrategia de poder–, que desde sus presupuestos ideológicos y sus principios mecanicistas –la mano invisible y el espíritu empresarial; la creación de riqueza y del bien común a partir del egoísmo individual y de la iniciativa privada; el equilibrio de la oferta y la demanda, de los precios y valores de mercado, de los factores de la producción–, ha generado un mundo que hoy se desborda sobre sus externalidades: entropización de los procesos productivos, alteración de los equilibrios ecológicos del planeta, destrucción de ecosistemas, agotamiento de recursos naturales, degradación ambiental, calentamiento global, desigualdad social, pobreza extrema.

Ese “campo de externalidades” ambientales o ecológicas no es pensable desde la economía que se construyó y se institucionalizó negando la contribución de los procesos ecológicos a la producción, la dimensión cultural del desarrollo humano, los mundos de vida y los sentidos existenciales de la gente, es decir, la esfera de la moral, de la ética, de los valores y de la cultura; de una economía que se ha instaurado en el mundo desconociendo en última instancia las condiciones de sustentabilidad de la vida… y de la economía.

El gran reto de la economía ha sido el de “internalizar sus externalidades”. Ello dio lugar a la emergencia de la economía ecológica, que en sus principios planteaba la necesidad de subsumir a la economía como un subsistema sujeto a las condiciones que le impone la biosfera; siguiendo la retórica de las teorías de sistemas, la economía debía ajustarse a las condiciones que le impone el sistema ecológico más amplio y más complejo que lo contiene, como ya lo señalaba René Passet en su importante libro L’économique et le vivant.2

De allí siguieron propuestas, tan candorosas como bien intencionadas, para ajustar a la economía a las condiciones de sustentabilidad –incluyendo las propuestas para alcanzar el equilibrio estacionario de la economía definiendo la sustentabilidad como un principio que pone como condición la conservación de un stock básico de recursos y la renovabilidad del capital natural–,ignorando que son los principios inmanentes de la racionalidad económica los que le impiden subsumirse dentro de sus condiciones de sustentabilidad. Esta ignorancia de la contradicción –la confrontación paradigmática– entre economía y ecología es lo que está en la base de la dificultad de “ecologizar a la economía”.

La conciencia ecológica emerge como una manifestación de los límites de la economía. La publicación del estudio realizado por el MIT bajo los auspicios del Club de Roma, Los límites del crecimiento,4 en 1972 conmovió al mundo al mostrar la crisis ambiental como el efecto de un proceso incontrolado de crecimiento –de los efectos del crecimiento económico, demográfico y tecnológico en la contaminación y la degradación ambiental–, de una sinergia acumulativa combinada de crecimientos destructivos, cuestionando la falsa ideología del progreso y del crecimiento sin límites.

La naturaleza siempre fue para la economía el reino de la abundancia; no sólo para la economía clásica y neoclásica, sino también para las teorías más críticas, como el marxismo. El marxismo cuestionó las formas en que el modo de producción capitalista destruye la naturaleza, pero sin embargo consideraba que la naturaleza era pródiga y dadivosa; y en efecto, en épocas anteriores la naturaleza aparentemente se recuperaba de los efectos destructivos que le infringía la economía. Más allá de los debates del marxismo con las posiciones malthusianas sobre la renta de la tierra y los rendimientos decrecientes, las crisis del capital no aparecían como una crisis de la oferta de medios naturales de producción, ni ponían en riesgo el equilibrio ecológico del planeta. La escasez fue un concepto fundamental de la economía; pero se trataba de una escasez puntual y discreta, siempre resoluble por el progreso tecnológico. En la crisis ambiental actual, el principio de escasez se convierte en un problema de escasez global y las externalidades de la economía se enfrentan a una ley límite de la naturaleza.

La ideología del progreso que promovía el conocimiento objetivando lo real, justificando la realidad, dominando la naturaleza, impulsando el avance de la ciencia y la tecnología, abrió las compuertas a un proceso de crecimiento económico que se suponía infinito. De golpe, la crisis ecológica muestra los efectos de la racionalidad económica sobre la degradación ambiental. La ley límite del crecimiento se expresa en la ley de la entropía –la segunda ley de la termodinámica– que se manifiesta en este desbordamiento de las externalidades negativas de la economía en el calentamiento global del planeta.

El economista Nicholas Georgescu-Roegen –desconocido por los economistas ortodoxos y no suficientemente reconocido por los economistas ambientales– establece una crítica fundamental de la economía al vincular el proceso económico con las leyes de la termodinámica,5 bajando a los economistas de esa nube abstracta y ficticia en la que pensaron –y siguen creyendo– que el mundo de la economía y de la producción es una mera circulación de valores y precios de mercado, un sistema que se alimenta de una naturaleza infinita excluida de los factores de la producción. Georgescu-Roegen hizo notar que la producción de un bien, de una mercancía, implica extraer y transformar naturaleza, es decir, masa y energía; y que esa transformación de masa y energía –aunque sea activada y jalonada por las leyes del mercado–, circula y se degrada según las leyes de la ecología y de la termodinámica; y en ese proceso hay una pérdida neta de energía útil –de estados de baja entropía a estados de alta entropía–, cuya manifestación más clara es la transformación de la energía en calor, que es la forma más degradada, irreversible e irrecuperable de la energía, al menos en nuestro planeta.

A partir de esa constatación, podemos afirmar que el calentamiento global –que aparece como el síntoma más claro de la crisis ambiental de la globalización económica– es el resultado de un proceso creciente de acumulación destructiva de naturaleza –de materia y energía– generada por todos los procesos de producción industrial y de destrucción de los ecosistemas naturales, que producen emisiones crecientes de gases de efecto invernadero, al tiempo que disminuyen la capacidad de biodiversidad del planeta de reabsorber el bióxido de carbono –el principal de esos gases de efecto invernadero generado por la transformación de los recursos fósiles– a través del proceso de fotosíntesis, por los procesos de deforestación. Pero toda esa energía transformada se degrada al mismo tiempo en forma de calor.

La economía aparece como el paradigma más resistente a internalizar en sus estructuras teóricas y en sus instrumentos de gestión las condiciones de sustentabilidad ecológica y ambiental. La economía se enfrenta a la paradoja de pretender ser una ciencia humana construida sobre los principios inmutables de la física mecanicista, a los cuales ya no corresponde ni el proceso de producción ni la física misma; mientras que la física ha revolucionado y refundamentado sus paradigmas teóricos, la economía se niega a enfrentar sus impensables, manteniendo su inercia mecanicista y su ineluctable proceso de producción de entropía, sin poder ver que es esto lo que está destruyendo las bases de sustentabilidad del planeta. Por el contrario, lo que ha hecho la economía ambiental es darle la vuelta al problema generando nuevos conceptos e instrumentos para economizar aún más al mundo y capitalizar a la naturaleza.

Bajo la óptica de la ciencia positivista y empírica resulta muy difícil entender que el mundo en el que vivimos es una producción histórica. Sin embargo, desde una epistemología crítica podemos entender cómo el mundo está construido a partir de teorías, ideologías y cosmovisiones; de lenguajes y estrategias discursivas; comprender que los “hechos de la realidad” sobre los que se inducen las teorías empíricas, son producidos y no son dados. Heidegger indagó sobre las formas de objetivación del mundo en el pensamiento metafísico, que desde los orígenes de la civilización occidental disoció el mundo del ser y el mundo de los entes. La tradición filosófica –y luego científica– que funda el pensamiento metafísico, cosifica y objetiva al mundo poniendo al margen el ser, es decir el ser de lo humano, el ser significador de la vida y de las cosas, de lo real y de la naturaleza. Desde esos orígenes del pensamiento occidental se construye una manera de ver y pensar el mundo, a partir de la cual Descartes funda la ciencia moderna disociando al objeto y al sujeto del conocimiento.

Me atrevo a afirmar que la crisis ambiental no es otra cosa que la crisis de ese proceso histórico que fundó un pensamiento que ha construido al mundo a través de teorías que, más que reflejar una realidad fáctica, modelan al mundo, lo construyen a su imagen y semejanza. Y la economía es la culminación de esa ficción de la ciencia moderna, al gestar un principio –el mercado– que transforma a la naturaleza y al hombre según los dictados de sus leyes ciegas y sus falsos equilibrios; que construye al homo economicus como la manifestación del más alto grado de racionalidad del ser, y que se confirma ajustando los comportamientos y deseos del hombre a los designios de la ley abstracta y totalitaria del mercado.

El mercado se ha impuesto como una forma insalvable de vivir la vida, como una ley suprema ante la cual parece un total despropósito imaginar su desconstrucción, incluso ante las evidencias de sus efectos en la degradación ecológica y social. Incluso los economistas e intelectuales más críticos afirman que la globalización económica es un hecho irreversible. Ante lo cual no queda sino moderar sus impactos, cuando no tomar el mejor partido y sacar el mayor beneficio del statu quo del sistema mundo y adaptarse al cambio climático, siguiendo la ley de la supervivencia del más apto. Las propuestas más avanzadas sólo vislumbran una cierta flexibilidad del mercado para incorporar políticas compensatorias de desarrollo social y protección ambiental que eviten el avance de la pobreza extrema y la catástrofe ecológica.

Comprendo que hablar de desconstrucción de la racionalidad económica suena como un deseo reactivo, como una quimera más que como una utopía. En todo caso, un despropósito: ¡Que los filósofos de la posmodernidad se entretengan con sus desconstrucciones teóricas y con ello enriquezcan la cultura, la filosofía y la literatura! Pero que no pretendan tocar a la ciencia económica!!! Sin embargo, la sustentabilidad fundada en una política de la diversidad y la diferencia, implica bajar de su pedestal al régimen universal y dominante del mercado como medida de todas las cosas, como principio organizador del mundo globalizado y del sentido mismo de la existencia humana. Desconstruir el paradigma de la economía es desenmascarar la ficción y perversión que encierra la retórica del discurso de la globalización –pensar globalmente y actuar localmente–, que en la práctica lleva a imponer la lógica del mercado en lo local, a incorporarlo en todos los poros de nuestra piel y de nuestra subjetividad, a insertarlo en los resquicios de nuestra sensibilidad y nuestra intimidad.

En toda epistemología abierta a diferentes sistemas de conocimiento, y en toda política de la diferencia, subyace un principio de inconmensurabilidad. Los tiempos y los potenciales ecológicos, las condiciones ecológicas de sustentabilidad y los sentidos existenciales de los pueblos, son procesos difícilmente convertibles en valores de mercado; no es posible asignar un precio a estos valores simbólicos y procesos de largo plazo para los cuales no hay una tasa de descuento real que pueda traducirlos en valores económicos actuales. Pero más allá de la inconmensurabilidad entre valores de mercado y valores morales, entre racionalidad económica y racionalidad ecológica, la racionalidad ambiental rompe con el valor unitario de la crematística del valor de mercado al abrirse hacia una política de la diferencia, entendida como una pluralidad de racionalidades e identidades, desde las cuales se reconoce y valoriza a la naturaleza desde códigos culturales diversos. En este sentido, la racionalidad ambiental desconstruye el círculo cerrado, unitario y universal del mercado y reabre los cursos y discursos civilizatorios en una relación infinita entre cultura y naturaleza.6

Con el dominio de la racionalidad científica hemos internalizado una prohibición: la prohibición de pensar como principio de conservación de la razón económica. ¿Cual ha sido la respuesta ante esa imposibilidad de pensar la salida de esa crisis ambiental como crisis del pensamiento, como construcción e institucionalización de una racionalidad económica? La vuelta de tuerca, el torcimiento de la razón que ha operado la economía ambiental ha sido recodificar al mundo en términos económicos. De esta manera, el discurso del desarrollo sostenible asevera que la destrucción ecológica no se ha debido a las fallas e imperfecciones del mercado, sino a la ineficacia y corrupción del Estado. El neoliberalismo ambiental propone así asignar precios de mercado, valores y derechos de propiedad a la naturaleza, y promete que el mercado se encargará no sólo de regular a la economía y de activar un proceso de crecimiento sostenido –la meta triunfal de los actuales gobiernos neoliberales– sino también de equilibrar a la ecología y dar equidad a la sociedad.

Sin embargo, el resultado de más de dos deceniios de inserción de los gobiernos neoliberales de América Latina en la globalización económica no ha sido un mayor equilibrio ecológico y equidad social. Por el contrario, se ha incrementado la pobreza, se ha ampliado la desigualdad social y se ha ahondado la insustentabilidad. Podrán decirnos que ello se debe a que todavía estamos lejos del mercado perfecto y debemos de seguir en esa vía de progreso. Sin embargo, desde la economía ecológica sabemos que el calentamiento global sigue avanzando en la medida en que hay más crecimiento económico fundado en el consumo destructivo de la naturaleza.

Ciertamente es muy difícil desactivar la racionalidad económica; no es tan sólo su “manía de crecimiento”, como la denomina Herman Daly,7 sino del dominio de una racionalidad de corto plazo, que para mantenerse necesita seguir creciendo alimentándose de naturaleza, seguir invirtiendo capitales que hoy manifiestan sus efectos de retorno económico como inversiones térmicas. La recodificación del mundo –de los mundos de vida– en términos económicos no podrá solucionar –más bien agravará– la crisis ambiental.

El gran reto ante la crisis ambiental no es la economización de la vida y de la naturaleza, sino el pensar y construir otra economía. Todas las ciencias se han refundado frente a sus propios límites. La “internalización de externalidades” no se resuelve extendiendo la racionalidad económica a todos los órdenes ontológicos del mundo, asignando precios y valores de mercado a las “externalidades”: a los bienes y servicios ambientales, a los valores intrínsecos de la naturaleza, a los valores culturales. Esto equivale a seguir desconociendo el estatus ontológico y el valor de existencia de la naturaleza y de la vida; es quererlas sujetar a ese mismo mecanismo, someterlas a esa racionalidad cuando en realidad implican procesos, racionalidades, lógicas, valores y sentidos muy diferentes, tanto en lo ecológico como en la esfera de la cultura. Y cuando hablo de la cultura me refiero a los procesos de significación del mundo al orden simbólico que dan sentido a la existencia de los seres humanos; no me refiero sólo a los valores más generales de la ética de nuestra civilización occidental –premoderna, moderna o posmoderna–, sino a los valores asignados a la naturaleza, aquellos que dan sentido a las sociedades tradicionales –muchas de las cuales sobreviven hoy en día y reconstruyendo sus culturas, arraigadas al territorio y a los ecosistemas que han transformado no sólo a través de un proceso de evolución biológica, sino asignándole significados a la naturaleza. Es ese vínculo cultura-naturaleza el que se ha venido rompiendo por la imposición de la contundente realidad del mercado.

La economía ecológica ha buscado flexibilizar y abrir el cerco que impone la economía neoclásica al ambiente al reducir la valorización de los recursos a los precios de mercado. Desde una visión sistémica busca articular la economía con otros sistemas –población, tecnología, cultura– y abrir un diálogo entre la racionalidad económica y otros espacios de pensamiento, otras disciplinas y otros saberes. Sin embargo, la economía ecológica realmente no cuestiona el núcleo duro de la racionalidad económica. La economía ecológica busca aminorar y atemperar los impactos negativos de la economía, armonizar diferentes racionalidades e intereses, pero sin subvertir el núcleo de racionalidad de la economía.

En este sentido, la interdisciplinariedad en el campo de la economía ecológica no se limita al propósito de abrir un diálogo entre disciplinas y a establecer sus homologías, conexiones y complementariedades posibles. La reconstrucción del campo de la economía para incorporar las condiciones y potencialidades del ambiente implica un proyecto interdisciplinario, en sentido fuerte al que apuntaba George Canguilhem.8 La construcción de una nueva economía conlleva la reconstrucción del objeto de conocimiento por la conjugación de distintas disciplinas, la incorporación de los saberes desconocidos y subyugados, de los procesos ignorados de las externalidades económicas, que se han convertido en las condiciones de sustentabilidad del proceso económico y que constituyen el campo de la complejidad ambiental.9

Lo que estoy proponiendo es la construcción de otra economía: más allá de tratar de flexibilizar, acotar, normar y controlar el desbordamiento de la racionalidad económica, de lo que se trata es de refundar la economía sobre sus bases ecológicas y culturales. Ello implica asumir plenamente la ley límite de la entropía; significa internalizar una negatividad, un límite al proceso de producción antinatura para generar otras vías para la satisfacción de necesidades, deseos y aspiraciones humanas. En esta perspectiva, la termodinámica y la ecología no sólo establecen las condiciones restrictivas a la apropiación económica de la naturaleza. Los sistemas ecológicos también aportan algo positivo a esa nueva economía, un nuevo potencial productivo que debe ser incorporado al campo de la economía ecológica.

Los ecólogos saben bien que la ecología es productiva, que los ecosistemas producen biomasa, que registran una productividad primaria efecto del proceso fotosintético; más aún, todas las sociedades tradicionales generaron una economía produciendo a partir de la productividad de la naturaleza. Si bien no podemos volver a las teorías fisiocráticas que antecedieron a la economía clásica y a las prácticas tradicionales de los pueblos originarios, es necesario reconocer y reincorporar a la economía la productividad de la naturaleza y la creatividad de la cultura. El tránsito hacia la sustentabilidad implica la paulatina desconstrucción de la economía antiecológica y entropizante prevaleciente –que no tiene compostura ni salida dentro de su racionalidad de corto plazo– y la construcción de una economía neguentrópica.

El proceso neguentrópico por excelencia del que depende la vida en el planeta es la transformación de energía solar en biomasa, y los transformadores más eficientes son los ecosistemas organizados como ecosistemas productivos y no como proveedores de “materias primas” y stocks de recursos naturales, que se van agotando uno a uno, hasta que la escasez de recursos discretos se convierte en una escasez global. La productividad ecosistémica es un hecho biológico que debe ser transferido a una nueva economía.

Sin embargo, la economía establecida no valora la productividad ecológica más allá de los servicios que ofrecen los bosques tropicales como reserva ecológica para el secuestro de dióxido de carbono y como “recurso ecoturístico”. Pero, ¿quien establece que los parques naturales, que los bosques tropicales, que las reservas de biodiversidad, tienen como su función fundamental asimilar el excedente de CO2 que producen los países industrializados que no alcanzan a “desmaterializar la producción” y a llevarla a niveles tales que no tuvieran que externalizar al mundo ese excedente de calentamiento global. Los bosques tropicales son los ecosistemas terrestres más productivos –producen tasas de un 8% anual en productividad primaria neta de biomasa– según han venido reportando los ecólogos. La ciencia y la tecnología pueden reorientar sus esfuerzos y aplicarse a generar y potenciar esta capacidad de productividad ecológica para alcanzar altos niveles de productividad ecotecnológica.10

Con base en estos procesos podríamos plantearnos una transición hacia la sustentabilidad fundada en el equilibrio entre los procesos neguentrópicos de productividad sostenida de biomasa y de organización ecosistémica y los procesos entrópicos de transformación tecnológica (incluso de los procesos metabólicos de los seres vivos del planeta y de las cadenas tróficas de los ecosistemas). Por la vía de la asignación de precios de mercado a la naturaleza no será posible controlar, equilibrar y revertir ese proceso creciente de generación de emisiones contaminantes, de degradación ecológica y calentamiento global. La innovación tecnológica no podrá controlar los efectos entropizantes del crecimiento económico ni desmaterializar la producción en un grado tal que permitan revertir la degradación ecológica del planeta. Pero en la medida que el proceso económico-ecológico logre avanzar hacia un equilibrio entre la producción de biomasa como generador de satisfactores y su transformación tecnológica en bienes de consumo –entre productividad ecológica y degradación entrópica– se abre la posibilidad de transitar hacia un orden económico sustentable.

La construcción de una nueva economía fundada en principios de racionalidad ambiental significa asumir el reto que implica la reconstrucción del paradigma de la economía. No bastan los esfuerzos de armonizar la racionalidad económica con su complejo campo de externalidades con pequeños adosamientos como los que proponía en tiempos premodernos la cosmovisión ptolomeica para ajustar los ciclos de los movimientos de las esferas celestes para mantener la visión teológica del mundo como centro del universo. Sólo hasta que se produjo un rompimiento epistemológico que puso a la Tierra en su lugar, fue posible cambiar las relaciones de poder entre la Iglesia, el Estado y la ciudadanía. La economía necesita un descentramiento, una ruptura y una refundamentación semejantes, que termine con la sobre-economización del mundo, con la centralidad y dominio de la razón económica por sobre otras formas de racionalidad y formas de ser en el mundo. No será fácil hacerlo, pero es la única forma de transitar hacia la sustentabilidad.

La sustentabilidad apunta hacia el futuro. La sustentabilidad es una manera de repensar la producción y el proceso económico, de abrir el flujo del tiempo desde la reconfiguración de las identidades, rompiendo el cerco del mundo y el cierre de la historia que impone la globalización económica. La crisis ambiental está movilizando nuevos actores e intereses sociales por la reapropiación de la naturaleza, repensando a las ciencias desde sus impensables, internalizando las externalidades al campo de la economía. La economía neguentrópica que propongo no surge solamente desde la facultad teórica de pensarla. La nueva economía la están construyendo los nuevos movimientos sociales indígenas y campesinos, que están reconociendo y reinventando sus cosmovisiones, sus tradiciones y sus prácticas productivas, reubicando sus identidades en esta reconfiguración del mundo frente a la globalización económica y asignando valores culturales a la naturaleza. La desconstrucción de la racionalidad económica deberá pasar por un largo proceso de construcción e institucionalización de los principios en los que se funda la vida sustentable en el planeta. Y ello necesariamente implica la legitimación de nuevos valores, de nuevos derechos y de nuevos criterios para la toma de decisiones colectivas y democráticas; de nuevas políticas públicas y arreglos institucionales; de un nuevo contrato social con la naturaleza.

Los retos de la sustentabilidad, de la supervivencia y de la convivencia humana en el planeta nos llevan a cuestionar la realidad que fue construida desde una racionalidad antiecológica como una realidad inconmovible, desde ese positivismo que piensa que lo real es solamente la realidad y como tal la historia se satura en lo “hecho” y en lo “dado” y no hay manera de pensar un futuro a partir de los potenciales de la naturaleza y de la cultura. La sustentabilidad es una manera de abrir el cauce de la historia, un devenir que se forja recreando las condiciones de la vida en el planeta y los sentidos de la existencia humana.

La nueva economía debe basarse en una rearticulación entre cultura y naturaleza, es decir, de la capacidad creativa del ser humano, de la productividad cultural asociada a la productividad ecológica del planeta y de cada uno de sus ecosistemas. Sobre esas bases será posible desarticular una globalización uniforme, homogénea, guiada por la ley hegemónica del mercado, para construir otro proceso civilizatorio, fundado en una diversidad de economías locales articuladas –que bien pueden intercambiar excedentes económicos–, arraigadas en los principios, valores y sentidos de una racionalidad ambiental.

Hacia este propósito habremos de orientar los principios de una política de la diversidad y de la diferencia (Derrida) y una ética de la otredad (Lévinas). Se trata de convertir el principio abstracto de equidad –esa equidad que afirma que todos somos iguales mientras aumenta la desigualdad– en una política de convivencia en la diversidad, de respeto a la otredad y de responsabilidad con la naturaleza y las condiciones ecológicas de sustentabilidad. La equidad social debe entenderse y practicarse como una equidad en la diversidad cultural, en la diferencia como progreso incesante de la diversificación de los mundos de vida, que difiere la historia hacia el futuro y que no lo agota en el paradigma cerrado del fin de la historia.

Desencadenar este proceso de diferenciación implica abrir el cauce del conocimiento y de los saberes para desconstruir el logocentrismo de las ciencias en su afán de unificar el conocimiento. Lo que reabre la historia es la pluralidad de las identidades, y de las formas de ser en relación con el saber. La interdisciplinariedad debe generar un espacio de articulación de las ciencias, pero debe trascender hacia una hibridación entre las disciplinas científicas, los saberes académicos y los saberes populares. Eso es lo que está en juego en la epistemología ambiental y en el diálogo de saberes.11

La modernidad ha implantado en nuestras conciencias el fundamentalismo del mercado, la transparencia de lo real a través del conocimiento que ofrecen las ciencias y la creencia en el progreso sin límites. Ante la crisis ambiental debemos atrevernos a cuestionar esas certidumbres que ya no nos sostienen, para construir un mundo sustentable y abrir un futuro viable para la humanidad fundados en una racionalidad ambiental.

Notas

1.