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la creación literaria



coordinador

ALBERTO VITAL

Elena Alonso Frayle



El silencio de los siglos



10o. Premio Internacional de Narrativa, 2012





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A Stefan,
por las llamas, por las hojas, por las cartas




Dimas Valverde solía explicar a sus alumnos que la historia puede ser considerada como la mayor de las ficciones. Al igual que en los relatos, los hechos históricos obedecen a una lógica interna, según la cual cada viraje del destino viene precedido por una circunstancia que determina y encauza su devenir. Así, todos los acontecimientos que se han sucedido a lo largo de los siglos encarnarían una intrincada trama susceptible de ser rastreada mediante una trayectoria regresiva, cuyo último extremo nos llevaría de vuelta hasta la aurora nebulosa de la primera vida. Sin embargo, hay peajes en el recorrido, estaciones de cambio y encrucijadas, mojones que marcan puntos de inflexión en ese itinerario infinito, a los que comúnmente identificamos como el origen de las historias. Todas las historias, pues, tienen un principio, aunque sea arbitrario: un punto de partida, un movimiento telúrico gestado en las oscuras entrañas de eso que algunos llaman destino y otros casualidad. Es sabido que un remoto parpadeo de mariposa tiene la capacidad de precipitar al otro lado del mundo una cadena de acontecimientos de la que nadie conoce el final, pues las historias no se extinguen con la muerte de sus protagonistas, sino que con frecuencia perviven suspendidas o reptantes, silenciosas, latentes, sin desvanecerse por completo, flotando a la deriva de los días, los años e incluso los siglos, esperando su oportunidad para manifestarse de nuevo.

Todas las historias tienen un principio, y eso fue lo que pensó Dimas Valverde cuando se preguntó cómo diablos había llegado hasta la situación inverosímil en la que se encontraba: agazapado en el sótano lúgubre de un bar tailandés, ignorando la suerte que había corrido Milena, calibrando si a él mismo la muerte le golpearía en el próximo instante con la inminencia de lo inevitable. No le fue difícil ensayar una respuesta. Temblaba de miedo y de incredulidad por ese revólver amartillado que le rozaba tenuemente la nuca, y sentía que se le crispaban los mecanismos del entendimiento, pero todavía se veía capaz de discurrir con mediana coherencia. Percibió con claridad el rumor escurridizo de roedores en algún rincón no lejos de sus pies, y, más allá de la puerta metálica que había cerrado a su espalda, se oía, como si viniera de muy lejos, el tam-tam monocorde de la música en el piso superior y el entrechocar de vasos de los clientes. El corazón le daba patadas en el pecho y notaba un dolor como de cuchillo en un costado, pero no se atrevía a moverse ni un milímetro, consciente en todo momento del contacto del frío metal en su cuello. Un sudor tibio le bajaba por las vértebras como un reptil insidioso y la sangre se le agolpaba en las venas abriéndose paso hacia el cerebro con dolorosa agitación. Vio pasar en su mente las imágenes de las últimas semanas, reconstruyó a tientas el itinerario azaroso que le había situado en ese sótano maloliente, a merced de las alimañas, de la oscuridad y de esa pistola amartillada contra su piel, como si fuera un héroe de aquellas novelas que leía de niño, y, en un destello de lucidez, fue capaz de establecer con exactitud que el primer parpadeo de mariposa que le había llevado hasta esa situación ocurrió, en su caso, con la llegada al buzón de su modesto domicilio castellano de un sobre de color marfil con el membrete de un prestigioso notario.

Pero se equivocaba.

El principio de su historia se remontaba mucho más atrás. El 5 de junio de 1688 del año del Señor, año 2231 según el calendario del remoto Reino de Siam, al caer la noche, el pesado portón lateral del palacio de Lopburi, la segunda capital del reino, se abrió lentamente para dar paso a un lúgubre cortejo. Varios jinetes de aspecto feroz arrastraban, atada a la grupa de uno de sus caballos, una primitiva parihuela de bambú sobre la que yacía amarrado un cuerpo flaco y quejumbroso. Se trataba de Oya Vichayen Phaulkon, Constantin Phaulkon, el farang de origen griego que había llegado a ser el primer ministro de Siam; el hombre más poderoso del reino, el extranjero protegido del rey Narai y de Luis XIV de Francia, ahora convertido en un guiñapo ensangrentado, los pies quemados por las torturas, las plantas transformadas en llagas abiertas de color rosado, la camisa cubierta con una costra de lodo y sangre. Los jinetes lo condujeron hasta la puerta sur de la ciudad, a un promontorio conocido con el nombre de Wat Sak. Delante de una multitud hostil que se apretujaba frente a un improvisado cadalso, lo obligaron a ponerse de rodillas. Phaulkon forcejeó, a pesar de las cadenas que mantenían atenazadas sus extremidades. Forcejeó con desesperación, pero fue inútil: un verdugo lo decapitó de un sablazo que restalló en el aire de la noche. Un silencio estremecido gravitó entonces sobre la muchedumbre que contemplaba la escena, interrumpido tan sólo por algunos silbidos cuando el verdugo, haciendo girar su sable con habilidad, le abrió las entrañas al cadáver, según era costumbre en Siam. Después arrojaron sus despojos al vertedero y, durante la noche, perros, buitres y ratas se disputaron sus restos. La multitud se dispersó batiendo los pies descalzos sobre el polvo del camino, y la comitiva regresó a palacio cargando la parihuela vacía. Al día siguiente, al amanecer, ya sólo quedaban del Gran Farang los restos astillados de sus huesos roídos sobre el descampado. Alguien, un comerciante holandés que presenció la escena, contó que, justo antes de que el sable se abatiera sobre su cuello, Phaulkon había gritado: “¡Esto no es el fin!”

PRIMERA PARTE: BUSCADORES DE PERLAS

A hunger seized my heart; I read
Of that glad year which once had been,
In those fallen leaves which kept their green,
The noble letters of the dead.


ALFRED TENNYSON, In memoriam

I


Había sido un día como otro cualquiera. Un día borrascoso, de vientos esquinados y cielos sucios; un día de finales de invierno en una ciudad de provincias. Dimas Valverde sacó las llaves del portal sintiendo el rumor de sus vísceras, que protestaban reclamando el almuerzo. Las clases en el colegio terminaban a las dos de la tarde, y él todavía debía esperar el autobús al menos diez minutos —los días que llegaba puntual—, recorrer un trayecto de cinco paradas antes de alcanzar su barrio en la ribera baja del río y después cubrir a pie las dos manzanas que lo separaban de su hogar. En total, y en el mejor de los casos, tres cuartos de hora. Y eso si no había algún alumno esperándole a la puerta de su despacho para plantearle sus quejas por un trabajo mal valorado o un suspenso inmerecido. Aunque, la verdad sea dicha, él suspendía a sus alumnos en muy raras ocasiones. Su mano vacilaba sobre el boletín de calificaciones antes de emitir el fatal veredicto, y casi siempre encontraba razones para evitarlo. A veces se debía a la lástima; otras veces era una tentativa de evitarse esa engorrosa procesión de estudiantes quejosos a la puerta de su despacho al acabar la jornada. Daba clases de Historia. Desde que Dimas era un niño había mostrado una inclinación desmesurada hacia el pasado y una curiosidad insaciable por cómo se vivieron otras vidas, y a menudo se entretenía durante horas en el desván de la casa de su infancia, husmeando en los arcones de herrumbres doradas en los que su madre guardaba mantas viejas, vestidos y gabanes pasados de moda, restos de vajillas desportilladas y cajas repletas de documentos caducos y desmenuzados, recortes de periódico amarillentos y fotografías en blanco y negro de gentes desconocidas. No sabía lo que esperaba encontrar, pero le gustaba percibir el tacto de los enseres que habían pertenecido a personas ya muertas —sus abuelos, sus bisabuelos, lejanísimos tíos—, sentir en ellos el rastro de una presencia viva, la relevancia imperecedera de lo trivial, la majestuosa supervivencia de lo doméstico. La sensación de vértigo al sujetar objetos incapaces de silenciar enteramente su pasado. El cosquilleo de las hipótesis y conjeturas al reconstruir los pasados ajenos, y devolverles la vida. Bajaba cuando oía a su madre llamarlo para la cena, las manos y el rostro tiznados por un polvo pastoso que lavaba de mala manera bajo el chorro de agua fría antes de sentarse a la mesa. Le gustaba preguntar a sus padres por los dueños de los objetos con que se había topado en el desván, sabiendo de antemano que ellos, invariablemente, se lanzarían a narrarle una y otra vez los mismos episodios familiares, que él escucharía con ojos estallantes, embelesados.

Su padre era funcionario en el Ayuntamiento, un hombre instruido y aficionado a la literatura que leía la prensa a diario, e incluso hablaba algo de inglés, porque en su juventud había viajado por el mundo; tenía una manera peculiar de contar una historia, con un aura que recordaba a los personajes de las novelas coloniales que Dimas leía por las noches, antes de dormir. Hablaba con su voz áspera y profunda, con una mano en el bolsillo, acompasando las exclamaciones con la otra, en la que sostenía un vaso que normalmente sería de agua —pero que Dimas transformaba a través del crisol de la literatura en una ventruda copa de brandy—, columpiándose en la silla y balanceando el torso. Imitaba las voces de las personas y reproducía sus acentos, sus dejes, su entonación particular. Su madre, por su parte, apuntalaba los relatos inventando comparaciones que eran retratos fulgurantes de sus protagonistas: “el tío Arsenio tenía cara de apagavelas”, “la hija de los Torres era una Maríasingustos”, “a la novia de mi primo Andrés, que era alemana, la llamábamos Brunilda, porque era rubia, grande y se peinaba con dos trenzas”.

Contaban las vidas de las personas o las anécdotas que les ocurrían en la calle como si fueran historias que hubieran leído en algún libro, pero, quizá por eso mismo, en el curso de esas narraciones dispersas e intrincadas, a menudo sus padres terminaban por perderse en el laberinto de sus propias quimeras, y a Dimas le daba la impresión de que la historia de su familia, su propia historia, estaba hecha de fragmentos que no encajaban entre sí, y que cualquier intento por buscar un orden en la existencia estaba condenado a depender del venturoso azar con que sus padres rememoraban incidentes, personajes y percances. Tal vez por eso no le quedó otra alternativa, años más tarde, que licenciarse en Historia, para intentar un remedo de explicación que iluminara la vastedad del abismo, la oscuridad en la que quedan sumidas las vidas de quienes fueron y ya no son.

Estudió la carrera con el entusiasmo insensato de quien se cree llamado a grandes tareas. A veces se soñaba como pionero de una revolución historiográfica, y se imaginaba escribiendo deslumbrantes tesis, sesudísimos ensayos, dictando cátedras y presentando ponencias en congresos internacionales sobre temas insólitos. O se entregaba a fantasías en las que protagonizaba el sueño —tal vez la pesadilla, aunque eso él aún lo ignorara— de cualquier historiador: un descubrimiento revolucionario, una evidencia oculta durante siglos como una bomba de efecto retardado, con capacidad para redefinir el curso de la Historia, con mayúsculas, o cuando menos, la interpretación que de ella han hecho los vivos, los hombres del presente, pero también los muertos del pasado, esos otros que un día fueron los vivos de su propio presente. Evocaba honores y rangos, una existencia dichosa, una efervescencia feliz, y con frecuencia se quedaba mirando a lo lejos, como si su vida discurriera ya un poco más allá del lugar donde se encontraba. Pero todo eso fue antes, antes de Maricruz.

Había conocido a Maricruz en una reunión de alumnos en el último curso de carrera; ella estudiaba Psicología y aún le faltaban tres años para licenciarse. Maricruz procedía de la soledad del llano, de un pueblo del interior de la provincia en el que vivían sus padres y al que se desplazaba en las vacaciones y los fines de semana largos. En la ciudad, en cambio, compartía un piso con otras estudiantes a las que había encontrado mediante un anuncio colgado en el tablón universitario, y con las que nunca terminó de congeniar. Su breve romance empezó con cafés en el bar de la facultad, siguió con cañas de cerveza nocturnas en las terrazas del Paseo y terminó con escapadas de fin de semana para visitar monasterios y colegiatas románicas. Cada uno veía en el otro la respuesta oportuna a sus propias necesidades personales y a ambos les pareció que, juntos, tal vez podrían resarcirse de dos adolescencias solitarias. Maricruz era una mujer escrupulosa, concienzuda y pulcra. Llevaba el pelo, vagamente rubio, recogido en una coleta que afianzaba con recias horquillas; se empolvaba con talco de limón las axilas, siempre frescas, y a menudo frotaba una barra de manteca de cacao por los labios, resecos por el clima de la meseta. Los ojos, color té, destacaban como punzones agudos en un rostro por lo demás liso, anodino, sin accidentes. Tenía un cuerpo menudo, pero bien proporcionado; vestía sin estridencias y con ánimo de pasar inadvertida: faldas lisas de tergal y castas rebecas. Dimas se fijó en ella, más que por su aspecto, por esa sensación de rigor y exactitud que proyectaba, por su imperturbable serenidad y su sosiego de abadesa, y no le importaron demasiado sus manías, que pronto descubrió: Maricruz era incapaz de dejar una frase formulada a medias o un bote de champú sin cerrar. Nunca se saltaba una coma ni un punto y era de las pocas personas que, al escribir, conocían la diferencia que existe entre usar guiones o paréntesis. Llevaba un registro de todos los libros que había leído desde su adolescencia, con sus fechas, autores y lugar de adquisición del ejemplar, aunque nunca dejaba un comentario de la impresión que le había causado la lectura; también guardaba, en una caja de latón, una colección de entradas de cine, en las que anotaba al dorso el título de la película y sus protagonistas. A todas partes llevaba una agenda de tapas coloradas en la que apuntaba a diario el reparto milimétrico del tiempo, como si fuera un ministro. Prácticamente cada hora del día quedaba específicamente asignada a una tarea, y al final de cada página llevaba un listado de los objetivos concretos que debían quedar alcanzados al término de la jornada. En su agenda apenas había espacio para lo imprevisible y aquellos días en que uno o más objetivos quedaban sin cumplir se convertían para ella en días aciagos, dignos de ser borrados de su calendario. Pero en su agenda había también un apartado donde anotaba mediante un par de palabras clave lo más relevante que hubiera aprendido cada día; noticias escuchadas en la radio, titulares de artículos científicos, informaciones obtenidas en conversaciones casuales. Le interesaba todo lo que pudiera tener algún tipo de reflejo práctico en su vida, aunque fuera remotamente (“científicos estadunidenses descubren una nueva…”, “la leche deja grumos en el café cuando…”, “la piel de las yemas de los dedos se arruga en el agua debido a…”). Por eso le gustó Dimas, enaltecido a sus ojos por su capacidad para procurarle aluviones de nuevas enseñanzas, y desde que lo conoció en aquella reunión de estudiantes para la que había programado cincuenta minutos de su tiempo, prácticamente todos los días escribió algo sorprendente en su agenda (“los samuráis del Japón se despojaban de su espada únicamente cuando…”, “la expresión ‘irse de picos pardos’ tiene su origen en…”, “cuenta la leyenda de los Abencerrajes que…”). Aunque tardó varios años en percatarse de que Dimas, en realidad, únicamente le enseñaba cosas que tuvieran que ver con la historia.

Para cuando Maricruz constató la monotonía temática con la que se iban colmando los renglones de sus sucesivas agendas, ambos habían terminado de pagar un tercio de la hipoteca de su piso frente al río, y hacía ya varios años que sus nombres y apellidos compartían las páginas satinadas de un Libro de Familia, aunque no tenían hijos. Dimas, para asegurarse un sueldo, se colocó como profesor de Historia en un colegio concertado, y ya nunca volvió a imaginarse insigne, erudito o magistralmente coronado al final de su vida por una venerable veteranía académica. Arrinconó aquellos sueños, como muebles ensabanados, y llegó a considerarlos lejanos y caducos caprichos de juventud en los que acaso hubiera empeñado la vida y las capacidades, sin sospechar que las fantasías cumplen la función de apaciguar los deseos, y que los suyos, sus deseos, habían quedado vigentes, insatisfechos, en carne viva, a duras penas sepultados por el endeble vendaje de la resignación.

Su trabajo de profesor, al menos, no requería grandes esfuerzos. Se limitaba a acudir puntual a las nueve de la mañana a las instalaciones del colegio; si no tenía clase inmediatamente, se dejaba caer por la sala de profesores, una habitación lúgubre y mohína, presidida por la gran mole de una fotocopiadora que casi nunca funcionaba, entre carpetas de expedientes escolares en inestable equilibrio, trapos de cocina y una cafetera eléctrica con churretes de abandono. Allí fingía ultimar la preparación de la próxima lección, lanzando ocasionales y desatentas ojeadas a sus papeles. Se alegraba cuando veía aparecer a Alfredo, tal vez su mejor amigo; Alfredo era alto y desgarbado, con gafas de montura dorada y sedosas guedejas de pelo que le llegaban hasta los hombros. Enseñaba Literatura y tenía fama de enamorar a las jovencitas, que acudían a su despacho para dejarse aconsejar en privado sobre la elección de sus lecturas extraescolares. A Dimas le gustaba charlar un rato con él cuando llegaba por la mañana, aunque fuera sobre el tiempo o sobre los resultados del fútbol del domingo; si estaban solos aludían a asuntos más íntimos, Alfredo le relataba su última aventura sexual y Dimas, a falta de sus propias gestas de seducción o de lance alguno remotamente picante, le correspondía con la confesión de alguna insípida fantasía erótica. Cuando oía sonar el timbre en el patio, salía a los pasillos y se diluía en el flujo de estudiantes que se dirigían a las aulas. Sus alumnos eran en su mayoría adolescentes granujientos que presenciaban sus explicaciones como sonámbulos, con la mirada estancada en el vacío, bostezando sin mesura, sobresaltados a veces por el vértigo de cabezadas que Dimas fingía no ver. Él dictaba la clase ateniéndose con exactitud a las exigencias del programa, que, con frecuencia, y debido a reajustes inexplicables ocurridos en oscuros pasillos ministeriales en las vacaciones de verano, obligaba a los alumnos a despedirse, a finales de junio, de filósofos peripatéticos, emperadores lunáticos y demás pobladores de la antigüedad clásica para retomar el devenir de la historia cuando comenzaba el nuevo curso escolar, apenas tres meses después, enfrentados a los avatares inciertos de reinas decapitadas, sanscoulottes enfebrecidos y doctrinas revolucionarias que imponían un Nuevo Régimen sobre lo que a ellos se les antojaba un agujero negro; un agujero negro que se había tragado por ensalmo siglos y siglos de oscurantismo medieval y renacer florentino, de los que nadie les había hablado. Y así entendían los estudiantes de ahora, pensaba Dimas, la historia: a fragmentos. Exactamente igual que su propia existencia. Pero se encogía de hombros, exhausto de antemano ante el esfuerzo de intentar cambiar un mundo que se le antojaba demasiado imperfecto como para que él, desde su humilde púlpito en las aulas de un colegio de clase media provinciana, pudiera acceder a intervenir un ápice en su conversión. Eso era: exactamente igual que su propia existencia.

Sin duda la gran ventaja de su trabajo en el colegio la representaba el que le dejara libre la mayoría de las tardes. Llegaba a casa con las primeras sintonías del telediario de las tres, almorzaba con Maricruz, sentados ambos a una mesa con mantel de cuadros y frente a un televisor panzudo en el que una locutora de flequillo lacio desgranaba con fluidez el rosario habitual de calamidades. Y esa presencia televisiva los redimía a los dos de su condición de huérfanos de los mismos silencios. Desde el principio se empeñaron en vestir su vida en común con la asepsia anestesiante de las costumbres inocuas y los colores luminosos. Decoraron su piso de dos habitaciones con entarimados de haya, enseres de madera clara, sillones de mimbre y muebles de funcionalidad nórdica; colocaron plantas exuberantes en todos los cuartos, colgaron en las paredes pósters de exposiciones en museos centroeuropeos y almanaques que les enviaba el banco, con paisajes de islas de arena blanca en remotos confines tropicales o sobrias estampas de la fauna nacional. Construyeron un nido pulcro y prolijo, a la medida de sus necesidades, y allí transcurrieron catorce años como un tiempo allanado por los hábitos, asistiendo a la sucesión de los días con la ingratitud de quien no aprecia en ellos más que el vacío que se los lleva. Maricruz dejó un trabajo mal pagado de asesora laboral y se dedicó en exclusiva a encerar los suelos de su hogar, a cuidar con dedicación de relojero las macetas del balcón y a ensayar tediosas recetas en la cocina. Los días se les fueron amontonando en esos almuerzos tardíos, en ese duermevela en zapatillas sobre el sofá de polipiel, en las siestas de amor cronometrado de los sábados —un amor saludable, prudente, higiénico; en contadas ocasiones, y en el mejor de los casos, gimnástico—, en ese perpetuo batir de tenedores en la loza que llegaba del patio interior, en las salidas al cine los domingos, las vacaciones en la costa y las navidades en el pueblo del llano donde aún sobrevivían algunos familiares de Maricruz.

Dimas camuflaba sus cuarenta años cumplidos en su indumentaria juvenil, sus vaqueros gastados, sus camisetas descoloridas y sus botas camperas. Pero era consciente de ese haz de finas telarañas grises que le rodeaba los ojos y le velaba el mirar, y le parecía como si su campo de visión se fuera reduciendo cada año que pasaba. Miraba a Maricruz y veía sus dedos de roedor palpando el mantel de cuadros, desmigando el pan como si buscara en su interior una sorpresa con premio, sus manos lívidas disponiendo platos y vasos con disciplinada simetría, brindándole el arroz en su punto a la hora del almuerzo, las tortillas francesas bien cuajadas, las fuentes de natillas, mientras anunciaba con voz neutra: “la comida”, como si fueran las ofrendas de un culto sustentado en la repetición y la mansedumbre. Veía en su mujer las huellas visibles del sopor que los acunaba a ambos: la carne pendular de los brazos y de las nalgas; un adormecimiento de la piel, que mostraba permanentemente un lustre cansado, invernal; el pelo, que aún llevaba sujeto bajo las honestas horquillas, reflejaba los tenues vestigios de un rubio agostado. Hacía años que había desaparecido aquella agenda de tapas de hule, como si ahora Maricruz no tuviera tiempo que inventariar, o su tiempo hubiera dejado de ser un bien precioso que debiera gastar en dosis cuidadosamente planeadas. Cuando iban al cine, ella arrojaba la entrada a una papelera en cuanto abandonaban la sala, y ya apenas la veía hojear otra cosa que libros de cocina, revistas del corazón y el suplemento del periódico con la programación televisiva. A veces mantenían conversaciones sobre temas de actualidad o sobre asuntos domésticos, en las que ni siquiera discutían, ya que estaban de acuerdo en todo o eso pensaban ambos sin siquiera indagarlo. Le golpeaba la irremediable ignorancia con que la rutina termina por sustituir a la curiosidad.

Así iban languideciendo los dos, sin sobresaltos ni pérdidas irreparables, sin grandes dificultades para llegar a fin de mes, pues llevaban una vida modesta, y sin más temor en el horizonte que ese que se le revelaba a Dimas a última hora de la tarde, cuando el crepúsculo teñía de escarlata los cristales del comedor: que la vida consistiera en eso, en esperar en silencio la llegada de las sombras. Acaso fuera ésa la materia última, la partícula cuántica que engendra las existencias de los hombres: la espera perpetua, atisbar brevemente las promesas, que siempre regresan de vacío, y soportar la añoranza de todo aquello que perdimos antes de que fuera nuestro. “¿Estás cansado?”, le preguntaba Maricruz al acostarse, y Dimas contestaba que sí con voz ronca, resumiendo en un golpe de monosílabo los catorce años que se le habían escapado dormitando en la penumbra, y le ganaba una súbita nostalgia por aquel tiempo remoto en el que se soñó destinado a grandes logros, pero el propio peso de esa nostalgia desabrida e inoportuna anulaba el ímpetu de seguir soñando. Apagaban la luz y Dimas sentía el olor del cuerpo de Maricruz, tendida junto a él; un olor como de cenizas frías, de vida serena y gastada, el olor inconfundible de su propia vida: el olor de dos extraños acostados cada noche en la misma cama, sin otra pasión común que el tedio y la resignación. Con las manos crispadas sobre el rebozo de la sábana, rumiaba en silencio la abulia acumulada durante el día, y le venían entonces a la cabeza unas frases surgidas de no sabía dónde, leídas en alguna parte o germinadas en el firmamento oscuro de su soledad: envejecer y morir, pero nunca, por todos los cielos, nunca confundirse con los muertos. Y así se hundía en el limbo de la noche sin sueños.

Sin embargo, Dimas tenía un secreto.