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lingüística y teoría literaria

LA SOMBRA DEL TIEMPO

Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo


por


JORGE AGUILAR MORA






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INTRODUCCIÓN

En 1975 escribí un ensayo, La divina pareja, sobre los conceptos de historia y mito en Octavio Paz. Deliberadamente, postergué la reflexión de su obra poética y de sus ideas sobre la poesía. Otros intereses pospusieron durante años la redacción de ese nuevo ensayo.

La fuga de la identidad, uno de los dos textos que el lector tiene en sus manos, es un producto del azar, basado en los apuntes de dos décadas sobre el libro planeado y que ya nunca escribiré.

En los últimos años recibí varias peticiones de amigos para colaborar en sus proyectos editoriales y el azar quiso que mis contribuciones trataran de tres etapas del desarrollo poético de Paz: la de Taller, la de El arco y la lira y la de Los hijos del limo.

Después de publicarlos, me di cuenta de que en realidad había continuidad entre los textos, y que, debidamente fundidos, formaban una reflexión coherente —según yo— del itinerario de Paz como poeta. Las tres partes de La fuga de la identidad no reproducen los ensayos originales publicados en diferentes revistas. Aunque he mantenido la división, los textos fueron retrabajados, reelaborados y casi reescritos.

Siento ya, por aviso de mi cuerpo, que con estas reflexiones termino lo que quisiera decir sobre Octavio Paz. En varias ocasiones me han preguntado si mi crítica constante a Paz tiene una motivación personal o me han catalogado de jacobino por el radicalismo de mi rechazo a la mayor parte de su obra. Me parece que ambas actitudes corresponden a la anemia y a la ceguera de la crítica en México.

Al contrario, he criticado a Paz porque en muchos sentidos lo admiro. Su obra poética y su pensamiento sobre la poesía tienen una solidez interpretable y criticable.

Muy pocos escritores mexicanos tienen una obra con ideas que ameriten discutirse. Salvo raras excepciones, el pensamiento literario en México es inexistente, y los ensayos se reducen a comentarios interpretativos de dureza académica o a glosas de periodismo literario: libros con colecciones de reseñas, libros con ideas prestadas de las corrientes teóricas de moda en el momento de su escritura, libros de narcisismo penoso y olvidable.

En cambio, Octavio Paz escribió una obra que vale la pena discutir, interpretar, criticar.

Contra lo que él creía o, mejor dicho, quería, sus textos poéticos no descienden de Gérard de Nerval sino de Alfred de Vigny: su poesía es cerebral, muy poco espontánea, ilustrativa de ideas, expositora de teorías. En Nerval, las metáforas funden la imagen y la idea; en De Vigny, las metáforas son imágenes que traducen las ideas y las ideas apenas se disfrazan de poesía con la fuerza del ritmo.

Aun así, Paz escribió uno de los mejores poemas del siglo XX: Piedra de sol. Aunque en él se percibe claramente la dualidad —la imagen pura por un lado y por otro las ideas que estructuran el discurso—, hay una fuerza y un aliento sostenidos y coherentes.

Lo demás de su obra poética, como él mismo lo temía y lo sabía, será devorado por el tiempo. Quedarán algunos fragmentos, sin duda, pero la ironía de su vida es que sobrevivirán más ejemplos de su prosa que de su poesía. Era un prosista magistral.

Quizás una de las motivaciones centrales de La fuga de la identidad sea resistir a la seducción de su prosa para ir al cuerpo vivo de sus ideas. Con su retórica única, singular, Paz disfrazó muchas debilidades y contradicciones. Pero ninguno de estos dos defectos invalida el hecho de que pensó seriamente sus poemas y su poesía.

Otra de las motivaciones —que anuncio aquí porque tal vez no sea muy evidente en el cuerpo de mi ensayo— es componer un lamento: Octavio Paz perdió mucho tiempo y mucha inteligencia tratando de ser quien no podía ser. Su fracaso no es trágico, es patético: quiso cambiar su pasado, quiso cambiar al Octavio Paz que no había sido para que correspondiera con el Octavio Paz famoso y reconocido, y ahí se perdió en un laberinto más destructor que el de la soledad, el laberinto del narcisismo dogmático y dictatorial. No aprendió nada de lo que había criticado: adoptó las actitudes de las figuras políticas que aborrecía. Y no aprendió nada de lo que había leído: la poesía no fue su compañera, no fue su destino, fue su instrumento, fue su escalera para subir a la sima (sic) del desvarío.

Nunca quiso ser lo que era. Incluso cuando era ya reconocido como gran poeta y gran ensayista y gran líder intelectual, su insatisfacción era evidente. Porque nada podía colmar su ambición secreta: que el joven Octavio Paz tuviera la lucidez del Octavio Paz maduro, y que éste tuviera la frescura de aquél. Nunca aceptó su pasado… ni su presente. Quizás porque en su pasado se había traicionado a sí mismo. Y esas traiciones no se perdonan y difícilmente se corrigen: rosebud, rosebud. Y tal vez porque su presente se condenaba a sí mismo a perderse en un espejismo de identidad.

El azar me dio el privilegio de conocer a Octavio Paz en París, a fines de 1968. Son aún muy vívidos los recuerdos de las varias conversaciones que tuve con él. Parecen estar ocurriendo ahora. En realidad, no eran conversaciones. Eran monólogos, y no era culpa suya totalmente. Yo podía ofrecer muy poco a su caudal de ideas y de conocimientos, y por ello prefería guardar silencio. No sé por qué me dio el privilegio de compartir con él varias tardes enteras en su hotel parisino. Por otro lado, era evidente que le gustaba escucharse, admirarse de su propio discurso.

Al principio, le había interesado de mí escuchar el testimonio de un testigo de la masacre en Tlatelolco. Pero nada de lo que dije ni de lo que pude tímidamente objetarle le hizo cambiar la interpretación que ya tenía bien formada de lo ocurrido el 2 de octubre, y que expondría poco después en Posdata: el surgimiento de la violencia indígena soterrada en la historia y en la vida de México. Sólo en una ocasión dudó: cuando le señalé que, si las ruinas de la pirámide eran el símbolo de la presencia indígena, la iglesia y el convento también tenían que intervenir en su interpretación, agregando la violencia de la conquista y de la evangelización españolas. Esto, como buen criollo que era, nunca lo iba a aceptar.

De aquellos días me quedó la imagen de un hombre apasionado, generoso, inquieto, enormemente vivo de ideas, de visiones, de percepciones, y con una peligrosa tendencia al solipsismo y a la claudicación ante la inseguridad.

No lo volví a ver en muchos años. Si no recuerdo mal, fue en 1977, en su departamento de la calle de Lerma en la ciudad de México. Era otro. Dogmático, desconfiado, sordo y ciego a la presencia del prójimo, intrigante, demasiado seguro de que su fama corroboraba su talento, y no a la inversa, como era lo deseable. Fueron dos o tres visitas. Pero la última vez que lo vi fue en 1980, en una librería francesa que estaba en la esquina de Niza y el Paseo de la Reforma. Nos encontramos por casualidad en uno de los pasillos. “¿Qué busca?”, me preguntó (siempre nos hablamos de usted). “Nada en especial”, le respondí. “¿Todavía le gustan los vanguardistas franceses?”, me dijo, aludiendo a una ocasión, en París, en que se había sorprendido de que me interesaran las novelas de Philippe Sollers. Antes de seguir con el último momento que lo vi, quiero reconocer que tenía razón de considerar al francés un escritor retórico y hueco.

Intercambiamos dos o tres frases más y de pronto se acercó su esposa, quien, al verme, se dirigió a Paz protectora y decisivamente: “¿Cómo estás hablando con esta persona que te ha criticado?” Lo jaló del brazo y se lo llevó.

Debo decir, en su beneficio, que cuando unos años antes le entregué un ejemplar dedicado de La divina pareja (que él, por varias alusiones que me hizo, ya conocía), su reacción fue muy cordial: “¿Qué quiere que le diga?”, me dijo, aceptando el libro.

A partir del encuentro en la librería francesa, sólo supe de él lo que cualquiera podía saber leyendo sus revistas o las noticias en los periódicos o viendo la televisión.

Pero como nunca he dejado de agradecer aquellas tardes de París a fines del 68 y principios del 69, lamento que haya muerto como murió: insatisfecho de sí mismo, no por la obra que aún le quedaba por hacer, sino porque nunca había logrado convencer al tiempo de que alterara su pasado.

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A Juan Rulfo no lo conocí. Nunca crucé una palabra con él. Sólo una vez lo vi. No recuerdo cuándo. Sí recuerdo dónde: una librería de la avenida Revolución, ahora desaparecida. No contaré aquí cómo llegué a su obra: lo digo en el ensayo que el lector tiene en sus manos: Yo también soy hijo de Pedro Páramo.

Desde la primera vez que leí sus cuentos y su novela, nunca he dejado de leerlo con creciente admiración y agradecimiento. A diferencia de Paz, Rulfo sólo conoció un mundo, mejor dicho, sólo creó un mundo. Pero creó, como nadie, no sólo lo visible, sino lo invisible; no sólo su presencia, también su virtualidad.

El ensayo sobre Rulfo es una larga carta de reconocimiento a sus palabras, y también es una carta de paternidad a la existencia de mi hijo.

Cuando Diego nació, conocí otro sentido de la vida. En vez de transcurrir en una superficie, me encontré de pronto inmerso en un cuerpo sólido de infinitos lados. Y sentí que, a partir de ese momento, todo lo que viviría dependería absolutamente de la existencia de Diego. Cuando lo veo —sin que él perciba mi mirada— contemplo los pliegues secretos de la vida y esa capacidad que tiene el tiempo de resistir al pensamiento con una opacidad generosa y apasionante. Así pues, hace dieciséis años decidí que todo lo que escribiera para “publicar”, para los lectores amigos y los anónimos, tendría que ir acompañado de otra escritura, una escritura de un solo destinatario: Diego.

Durante dieciséis años he escrito una carta que será para él nada más. Y como testimonio de la existencia de esa misiva, cedí a la tentación de manifestar lo que podía yo pensar de la paternidad. El ensayo sobre Rulfo me permitió hacerlo: con él me dirijo a Pedro Páramo y me dirijo a Diego. Doble vertiente, discurso doble. Espero que el lector encuentre el punto de fuga donde las líneas se encuentran.

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La reunión de los dos ensayos es un experimento que busca reproducir una de las hazañas más ejemplares del siglo XIX: el desciframiento de la piedra Rosetta. Por ello, le propongo al lector que considere la yuxtaposición de ensayos tan distintos como si fueran dos inscripciones en idiomas diferentes. El de Paz como un lenguaje conocido que sólo se “transcribe” en mi discurso, así como en la piedra Rosetta hay un texto en griego clásico que no requería sino una traducción. El ensayo sobre Rulfo sería el texto en jeroglíficos, lenguaje desconocido que requirió una labor muy intensa de investigación e interpretación. Para mí, El llano en llamas y Pedro Páramo son, cada vez que los leo, como lenguajes desconocidos, siempre nuevos en sus misterios. Siempre asombrosos en su frescura, siempre admirables porque es como si estuvieran escribiéndose en el momento de leerlos. Siempre acaban de nacer, en los dos sentidos posibles de la frase: han terminado el proceso de nacer y han recién nacido, hace un instante, siempre “hace un instante”.

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Con esto, sólo me queda dejar testimonio de mi agradecimiento a dos lectores y amigos sin los cuales este libro no existiría: Roberto García Bonilla y Alberto Paredes. Cada uno sabe por qué. A cada uno le agradezco el por y le reconozco el qué. Y el porqué seguirá viviendo en la amistad.

J.A.M.