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Este libro (y esta colección), por Melina Furman

Agradecimientos

Introducción

Había una vez…

Las teorías como relatos

Señal y ruido

Las mil y una historias

1. Teorías científicas en la vida y en el aula. Qué, cómo y por qué

Qué es una teoría: sobre dinosaurios y átomos

Observables y nociones teóricas

Las teorías no encajan con todos los datos

Teoría mata dato

Sí hay certezas

Cómo sabemos lo que sabemos: crecimiento y validación de los cuerpos teóricos

Otras características de los cuerpos teóricos

Las teorías científicas en el aula

Historia de la ciencia y narraciones en la enseñanza

Para ir cerrando

2. El sistema solar pitagórico

3. La Era del Hielo

4. La tabla periódica

5. Dominios magnéticos

6. El sistema solar de Ptolomeo

7. El ancestro común

8. La doble hélice

9. El sistema copernicano

10. El calor

11. La genética de Mendel

12. Expandiendo las ideas de Mendel

13. Teoría cromosómica de la herencia

14. La deriva continental

15. La teoría atómica

16. El Big Bang

17. De caracoles y berilio

Un caracol insólito y la ingenuidad del alumno

Orden: un fin deseable para la enseñanza y la investigación

Un metal misterioso y el ingenio del maestro

Teoría y datos

De alumno a maestro

En el aula

Bibliografía

18. Cierre

El uso de las viñetas para estructurar secuencias de clases

Otros usos de las viñetas

¿Cómo se pueden construir viñetas históricas?

El amigo gurú

Simplemente no te quiere

Palabras finales

Referencias

Créditos de las imágenes

Gabriel Gellon

DEL SISTEMA SOLAR AL ADN

Contar historias para enseñar las teorías científicas en la escuela

Gellon, Gabriel

© 2019, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Este libro (y esta colección)

Creo en la selección natural, no porque pueda probar en cada caso particular que ha transformado una especie en otra, sino porque agrupa y explica bien (a mi entender) un conjunto de hechos de la clasificación, embriología, morfología, órganos rudimentarios, sucesión geológica y distribución de los organismos.

Charles Darwin

Las ciencias nos ayudan a entender el mundo. A atraparlo con nuestra mente. A mirarlo con nuevos ojos. Nos abren una ventana para comprender cómo son y, en muchos casos, por qué suceden los fenómenos más simples y también los más misteriosos con que nos encontramos a diario. Desde por qué los hijos se parecen a sus padres hasta cómo se formaron las montañas y los valles o dónde están y cómo se mueven los astros en el universo.

Y para eso cuentan con un arma maravillosa: las teorías científicas, esos cuerpos de conocimientos que dan sentido a numerosísimas observaciones de manera elegante y, claro, bella. Las teorías científicas nos permiten hacer predicciones sobre qué nuevas observaciones deberíamos encontrar. Y nos abren nuevas preguntas, en la frontera entre aquello que conocemos y lo que todavía nos queda por descubrir.

Sin embargo, a menudo las teorías llegan despojadas a las clases de ciencias, como si provinieran de un plato volador. Aterrizan en pizarrones, textos y carpetas como verdades reveladas que nos aclaran aquello que sabemos sobre el mundo natural. Con las mejores intenciones, las aulas se llenan de explicaciones sobre aquello que sabemos. Pero dejan de lado la dimensión más apasionante de la ciencia que es la propia construcción del conocimiento: ese creativo diálogo entre el mundo observable y el de las ingeniosas ideas que concebimos para darle sentido a lo que observamos.

Porque para comprender y disfrutar las ciencias no alcanza con que los estudiantes conozcan qué se sabe. Es igualmente importante (o incluso más, me atrevería a argumentar) que entiendan cómo sabemos lo que sabemos. Porque es ese particular “cómo” el que hace que las ciencias ofrezcan un aporte tan fundamental a la gran empresa del conocimiento humano.

En este libro Gabriel Gellon nos invita a adentrarnos en el mundo de las teorías científicas. Y lo hace de un modo muy singular: a través de historias que nos llevan de la mano por los caminos de hombres y mujeres que, guiados por su curiosidad y ganas de saber más, se aventuraron hasta los confines de lo conocido en su época.

Con su arte maestro de narrador, Gabriel nos introduce en relatos que ponen de relieve distintos aspectos centrales de las teorías científicas y reflexiona acerca de cómo trabajarlos con los estudiantes. Personajes como Charles Darwin, Dimitri Mendeleyev, Rosalind Franklin, Louis Agassiz, Gregor Mendel y John Dalton, entre varios otros, nos van a acompañar para entender el concepto de validez, la diferencia entre los datos y las teorías, la generación de esquemas conceptuales, la acomodación de observaciones, la idealización, la elaboración de modelos alternativos y la formulación de predicciones y nuevas líneas de investigación.

Van a encontrar aquí historias sobre Astronomía, Ciencias de la Tierra, Física, Química y Biología para usar en sus aulas, listas para contar (¡y condimentar con lo que quieran!), seguidas de preguntas y actividades para trabajar con los alumnos, que invitan a seguir explorando y reflexionando.

Los relatos encienden la chispa del deseo de conocer más, de saber cómo termina el cuento. Por eso, cuando contamos historias, el conocimiento cobra vida, y ayudamos a que nuestros estudiantes vean que las ciencias son una aventura profundamente humana, atravesada por pasiones, preguntas intrigantes y el afán de comprender y transformar la realidad.

Este libro forma parte de la colección “Educación que aprende”, pensada para todos aquellos involucrados en la fascinante tarea de educar. Confluyen aquí reflexiones teóricas y aportes de la investigación pero también ejemplos y orientaciones para guiar la práctica. Porque la educación ha sido, desde sus inicios, un terreno de exploración y búsqueda permanente que se renueva con cada generación de educadores, niños y jóvenes. Y porque, para educar, tenemos que seguir aprendiendo siempre.

Melina Furman

Agradecimientos

Desde hace varios años tenemos en Expedición Ciencia una Guía de Diseño Experimental con ejercicios escalonados que ayudan a desarrollar habilidades para plantear experimentos controlados. Por mucho tiempo pensé que sería muy interesante contar con una Guía para la Enseñanza de Teorías, que me parecía el otro gran pilar del pensamiento científico.

Armé las primeras viñetas de este libro para los exámenes de mis alumnos en la Universidad de San Andrés. Dar a esas viñetas la forma de guía no fue fácil, y lo charlé con varios de mis colegas, sobre todo los que me acompañaban en las clases universitarias de introducción a la ciencia. La forma final del libro la discutí con la gente de Siglo XXI: mi agradecimiento a Yamila Sevilla, Marisa García y, en particular, a Melina Furman, quien me acompaña en estas aventuras desde el comienzo.

Agradezco también a mis colegas Pablo Salomón, Eugenia López y Verónica Soifer, y a todos los alumnos de San Andrés, que tuvieron que soportar las versiones menos felices de las viñetas. A mis compañeros de sueños en Expedición Ciencia, que por cada palabra crítica tienen otra de aliento. A mi esposa Emily Maxon, que conoce y defiende cada uno de mis proyectos. A mi hijo Elías, que se atrevió a ayudarme con las ilustraciones. Y a mi hija Mila, que algún día leerá con ojo crítico las páginas de este libro.

Introducción

Había una vez…

Hace unos catorce mil millones de años, toda la energía actual de nuestro universo se encontraba en un estado de altísima densidad a enormes temperaturas y presiones. En condiciones tan extremas, es muy probable que las leyes físicas que hoy rigen el universo –o las nociones mismas de “espacio” y “tiempo”– no tuvieran el más mínimo sentido. Pero un proceso de rapidísima expansión hizo que surgiera más y más espacio (pero no más energía), y las temperaturas comenzaron a descender. En pocos instantes, una porción de la energía total se convirtió en partículas. Luego de la primera millonésima de segundo, las temperaturas del universo bajaron tanto que las partículas iniciales empezaron a coalescer en aglomerados más grandes, incluyendo protones y neutrones, y un segundo después de ese momento ya aparecían los primeros electrones. Sin embargo, todavía no podían existir átomos a estas temperaturas, que seguían siendo altas. El universo pasó una inmensa cantidad de tiempo así: tuvieron que transcurrir varios miles de años para que todo se enfriara lo suficiente de manera que aparecieran los primeros átomos de hidrógeno, helio y deuterio. Sobrevino entonces una larguísima época sin cambios: recién cien millones de años más tarde, estos tres tipos de átomos, por atracción mutua, fueron formando las primeras estrellas y, en su interior, surgieron los demás átomos que conocemos y que dieron origen a otras estrellas, galaxias y –más tarde– planetas. Unos diez mil millones de años tras el comienzo, se formó nuestro planeta, la Tierra. Otros mil millones de años después, aparecieron las primeras formas de vida.

Breve y descarnada, esta es quizá la historia más increíble, épica y clave que nos haya dado la ciencia. Parece un mito sobre la creación, pero es más que eso: es la historia del comienzo de todo tal como lo conocemos. ¿Cómo sabemos, sin embargo, que efectivamente sucedió de este modo si, desde luego, no había nadie para verlo? ¿Cómo hacen los científicos para calcular los tiempos en que ocurrió todo, cómo saben que no sucedió antes o después? ¿Cómo se las ingenian para establecer cuándo surgieron los neutrones y cuándo los electrones, o la temperatura del universo en ese entonces, o qué partículas había a cada temperatura? ¿Cómo determinan el modo en que se forman las galaxias o las estrellas, y lo que ocurre en el interior de estas últimas? Es verdaderamente asombroso que podamos contar una historia de algo que jamás vimos y que, a todas luces, parece en principio imposible de observar, ni con telescopios, ni con máquinas del tiempo, ni con ningún tipo de ojo o instrumento.

Pero lo más increíble es que existen muchísimas otras historias tan asombrosas y reveladoras como esta, que la ciencia nos cuenta antes de irnos a dormir: el inicio de la vida, el de los humanos o cómo se formaron los Andes son algunos de los tantos –y apasionantes– relatos de orígenes; pero también el fin de los dinosaurios, la Era del Hielo o el colapso de la civilización maya: relatos de fines catastróficos. Si lo consideramos de manera más general, casi todo el conocimiento científico es, de un modo u otro, un relato sobre la realidad; quizá no una narración que transcurre en el tiempo, con un comienzo y un final, pero sí una descripción de cómo son las cosas en su forma fundamental. La ciencia hilvana los datos, los fenómenos, los resultados de experimentos, las ideas de muchas personas que se corrigen unas a otras y, con todo eso, zurce un tejido narrativo, una explicación en la que cada parte ocupa su lugar lógico.

Hay narraciones cortas, pequeñas y acotadas. Cuando estaba haciendo experimentos para mi doctorado en biología, mi director de tesis –el jefe del laboratorio– me decía que para armar un paper tenía que pensar qué historia quería contar, y que las figuras del trabajo eran como las viñetas de un cómic. Otras historias son más grandes, las que nos dicen cómo funcionan las cosas de manera fundamental: cómo cambian las especies de animales y plantas con el tiempo, cómo es la materia en escala ultramicroscópica, cuáles son las reglas de interacción química entre sustancias, cómo es el interior de la Tierra y cómo se forman las montañas, cuáles son las reglas básicas del movimiento de los planetas y todos los objetos, qué es la luz y qué son los colores, qué son los sueños y la conciencia, por qué nos enfermamos, cómo funcionan nuestros órganos, qué es el sonido, cómo se heredan las características de los progenitores a su descendencia. Todos estos son relatos de cómo funciona la realidad (y por “realidad” entendemos todo lo que podemos encontrar por allí, ¡incluidos nuestros propios pensamientos!).

Si nos detenemos a reflexionar un poco, es evidente que los relatos sobre el origen del universo tienen que haber sido tejidos luego de un gran trabajo detectivesco, reconstruyendo paso a paso las reglas que rigen qué ocurre con cada átomo, con las estrellas, con la materia a altísimas temperaturas; y también las características del universo, las galaxias y tantísimas cosas más. En efecto, llegar a esta visión en el pasado remoto implicó un esfuerzo mental inmensurable, actos de una imaginación casi descontrolada, experimentos, observaciones astronómicas delicadas y difíciles, cálculos de enorme complejidad, intentos de encajar lo que se sabía en una disciplina científica (como la astronomía) con lo que se conocía en otra (como la física de partículas). Pero en algún sentido la visión final, la síntesis que nos dice cómo fueron las cosas, es un acto de imaginación en el que la ciencia nos regala la oportunidad de mirar con nuestra mente todo aquello que nuestros ojos no alcanzan a vislumbrar. El inicio del universo es un bello ejemplo, pero la ciencia está plagada de cosas que van más allá de nuestros sentidos. El interior de la Tierra, los planetas y soles, los átomos y las partículas que los componen, la naturaleza de la luz como disturbios en un campo electromagnético –y los propios campos electromagnéticos–, las fuerzas, la energía, los genes, los ecosistemas… son todos objetos o fenómenos que escapan a nuestros sentidos inmediatos y tienen que ser comprendidos por nuestras mentes para obtener una imagen general coherente.

Las teorías como relatos

Las grandes ideas que hilvanan muchas observaciones y les dan sentido a innumerables fenómenos dispares son los relatos fundamentales de la ciencia. Los científicos las llaman “teorías”. Al principio, cuando empiezan a imaginarlas y darles forma, son algo tentativas. Diríamos que tienen un gran carácter conjetural. Con el tiempo –a veces, en plazos largos; otras, muy cortos–, los investigadores van encontrando evidencia de que el relato es plausible. Finalmente, la evidencia es tan abrumadora que nos damos cuenta de que estamos ante una descripción cierta de la realidad, aunque se trate de aspectos de ella que, como vimos, no son accesibles a nuestros sentidos. Pero esta es la gran belleza de la ciencia: que nos permite visibilizar las cosas fundamentales, esas que son invisibles a los ojos. De todos modos, y aunque ya estemos seguros de ellos, a estos relatos se los sigue llamando “teorías”. O sea que una teoría científica es una gran idea, una historia de alto vuelo que explica muchísimas cosas. No se trata de una idea tentativa, sino de una idea general. Las teorías pueden dar sus primeros pasos de manera conjetural, pero gran parte de ellas ya ha superado esa etapa. De hecho, las teorías son las piezas de conocimiento de las que tenemos más certeza en este momento. Nada más seguro en ciencia que un cuerpo teórico, es decir, una teoría: los relatos de los que ya nadie duda.

Señal y ruido

Los científicos están muy orgullosos de estos relatos hermosos y sin duda merecen estarlo: las visiones que nos han regalado han sido de gigantesca utilidad práctica y de enorme belleza intelectual. Muchos de nosotros nos hemos emocionado (en la escuela, en la universidad o con un documental) al vislumbrar la maravillosa forma en que funciona el universo y cómo personas de carne y hueso han sido capaces de revelar ese funcionamiento. Sin embargo, a veces hay cortocircuitos entre la manera de operar de los científicos y el modo en que el resto de la humanidad entiende esas ideas. Esto es peligroso, porque quienes no somos científicos necesitamos comprender las ideas que la ciencia produce para poder tomar decisiones racionales y captar el mundo como es realmente, sin tergiversaciones. Esta tarea no siempre es sencilla, de ahí que en la escuela tengamos que estudiar muchísimos contenidos científicos, así como la forma en que piensan los investigadores.

Cuando los docentes enseñamos ciencia en el aula, les ofrecemos a nuestros estudiantes los grandes relatos de la ciencia; es decir que lo que enseñamos, más que ninguna otra cosa, son las teorías científicas. Enseñamos esas perlas del conocimiento con la convicción –bien fundada– de que son piedras fundacionales sobre las cuales levantarán un edificio de saber. En efecto, al comprender acabadamente las ideas más poderosas y abstractas que la ciencia ha producido, podremos ver a través de los accidentes de la realidad y captar el fondo más profundo de los fenómenos a nuestro alrededor. Esto es muy útil y está muy bien.

Pero aquí empieza el ruido. Solemos enseñar estas ideas mezclando las descripciones y observaciones de la realidad con conceptos más profundos que escapan a nuestros sentidos. Hablamos de átomos y de evolución como si fueran equiparables a las sillas y los caballos, aunque, vale aclarar, no son lo mismo. No porque no tengan igual grado de realidad: las sillas existen, y también los átomos. Pero estos últimos no son accesibles a través de ninguna de nuestras capacidades sensoriales. En otras palabras, no podemos constatarlos directamente: la mera observación (como si se tratara de un objeto grande y tangible, por ejemplo, una cafetera) no es suficiente para verificar su existencia. Lo mismo ocurre con la temperatura y composición del universo en los tres primeros minutos del Big Bang: no podemos observar estos fenómenos, tenemos que inferirlos mediante un trabajo detectivesco. Esta afirmación no es extravagante ni debería sorprendernos; tampoco es trivial. Encontrar las visiones más profundas de la realidad no ha sido –ni es– tarea fácil. Para hacerlo, los científicos con frecuencia deben discutir, volver a hacer sus experimentos, imaginar posibilidades descabelladas, diseñar extraños y complicados modos de probar si sus ideas son ciertas o no, pelearse con otros para convencerlos… y muchas veces se equivocan y tienen que dar marcha atrás.

En general, la gente no suele apreciar este carácter no trivial, salvo que se trate de científicos o personas que conozcan la ciencia bastante de cerca. Estamos acostumbrados a que las cosas existen o no existen, y si tenemos dudas al respecto es porque simple y sencillamente no sabemos; tenemos poco lugar para los modelos de trabajo o la prueba indirecta o para el proceso de acercarnos a una idea de a poco, con hipótesis cambiantes y aproximaciones sucesivas. O, al menos, no estamos acostumbrados a que la ciencia nos provea este tipo de respuestas, ya que lo usual en el aula es que nos entreguen las teorías en su versión final como verdades acabadas.

Sin embargo, es importante que podamos comprender y apreciar cómo hace la ciencia para formar sus ideas más osadas sobre el mundo que no podemos percibir, porque, aunque el proceso resulte complejo, esos son los conocimientos más fascinantes que tenemos. Después de todo, lo esencial es invisible a los ojos.

Las mil y una historias

Cómo fue posible armar la historia inicial del universo, nuestro moderno cuento del inicio, es en sí otro relato apasionante que vale la pena escuchar y que encierra sus propias enseñanzas, no ya sobre cómo es este universo en el que nos tocó vivir, sino cómo es el mundo de los científicos que lo estudian: cómo piensan, descubren, corroboran, descartan, componen, conjeturan, debaten e imaginan. Sorprendentemente (o quizá no tanto) escuchar las historias sobre cómo los científicos y las científicas llegan a elaborar las ideas que produce la ciencia nos sirve para entender esas mismas ideas. En otras palabras: estudiar el origen histórico de las teorías ayuda a comprender su contenido. Y más importante aún, nos posibilita entender la estructura lógica y la textura de los cuerpos teóricos, y ese conocimiento es extremadamente poderoso porque nos permite apreciar los límites de las certezas de los científicos (y también los de sus incertidumbres, porque hay cosas que sí son certeras), cuánto confiar y cuánto no en cada una de las afirmaciones de la ciencia.

Este libro se ocupa de cómo los científicos imaginan, elaboran, discuten, modifican y validan las teorías científicas. Está dirigido sobre todo a docentes de escuela secundaria, con el objetivo de que puedan usarlo en las aulas. Pero también será de interés para todas aquellas personas intrigadas por saber cómo funciona la ciencia y, en particular, cómo se construyen las grandes y más ambiciosas ideas en ciencia.

Los capítulos se organizan a partir de una serie de viñetas históricas. Cada una narra el desarrollo de una idea, de una teoría científica, y pone el acento en diferentes características de las teorías y en el modo en que se construyen y validan. En consecuencia, las particularidades de las teorías son expuestas en el contexto de ejemplos concretos y no como aseveraciones abstractas que flotan en una nube de conceptos. Además de servir como plataforma para reflexionar sobre la naturaleza de los cuerpos teóricos, las viñetas presentan las historias de cada una de esas teorías: los átomos, los cromosomas, las placas tectónicas, el Big Bang y varias otras. El propósito no es brindar explicaciones profundas o completas de esos corpus de ideas, sino presentar someramente su génesis para poder entender y apreciar su carácter teórico. Hay muchísimos libros y videos sobre cada una de estas ideas, aunque pocos tratan de cómo comenzaron o por qué creemos en ellas. Las viñetas son cortas, están escritas de manera concisa y sencilla para facilitar una lectura rápida de manera que puedan ser usadas en clases de ciencia del nivel secundario. Cada viñeta está seguida de una serie de preguntas o ejercicios sobre los textos, con el objetivo de recuperar las ideas epistemológicas centrales y que los docentes puedan trabajar con sus alumnos. En esencia, el libro puede ser visto como una especie de “manual de ejercicios” de epistemología “para principiantes” sobre teorías científicas. O como una colección de relatos sobre el origen de algunas de las ideas más importantes de la humanidad.

Los textos están armados con un formato que resalta deliberadamente una serie de características clave de los cuerpos teóricos. Claro está que son “claves” desde mi punto de vista, pero creo que muchos filósofos no estarían en desacuerdo. Por supuesto que esto implica un recorte y una concepción acerca de qué es una teoría, pero los lectores encontrarán que las visiones que propongo no son muy extravagantes y trato de usar aquellas que no solo cuentan con bastante consenso entre filósofos, sino que son precisamente las que tienen los científicos que hacen y usan estas teorías todos los días.

Las teorías presentan infinidad de aspectos y es posible que solo unos pocos sean comunes a todas. Es más, habría que analizar si todas las llamadas “teorías” en verdad lo son y si muchas afirmaciones que normalmente no identificamos como cuerpos teóricos en realidad sí lo son. Ahora bien, ¿quién determina si lo son o no? No lo sé; quizá después de hacer estos ejercicios los lectores puedan tomar su propio partido (y disentir conmigo). Lo importante, creo, no es dar una versión última y sin errores, sino comenzar a llevar la discusión al aula. En algún sentido, estoy proponiendo armar un relato acerca de cómo son las teorías científicas, un relato que pueda ser trabajado (más que “contado”) en el aula.

Pero antes de entrar de lleno en las viñetas, les ofrezco por el mismo precio el capítulo 1 para que reflexionemos acerca de qué es y qué no es una teoría científica (prefigurando los conceptos que exploraremos de manera más práctica en el resto del libro) y también sobre dos asuntos más que me parece necesario revisar. Uno, por qué es importante desde el punto de vista educativo ahondar en estas cuestiones. ¿Es necesario que nuestros estudiantes aprendan qué es una teoría? ¿Qué se pierden si no lo hacen? Y el otro, una breve explicación de por qué usamos viñetas históricas como herramienta educativa. Veremos que la historicidad de una viñeta tiene valor porque nos permite tejer narraciones, relatos. Y los relatos son especialmente útiles porque impactan en una parte muy emotiva de nuestra cognición, y –quizá ligado a lo anterior– nos ayudan a dar sentido a los eventos. Así pues, la historia teje significado en lo que de otro modo sería un conjunto caprichoso de acontecimientos. Los relatos nos ayudan a comprender lo que ocurre. ¡Pero lo mismo puede decirse de las teorías! Ya hemos visto que la función primordial de las teorías es ofrecer sentido a conjuntos de observaciones que, de otro modo, serían incomprensibles, y que por lo tanto constituyen los grandes relatos de la ciencia

Veamos, entonces, qué historias nos cuenta la ciencia sobre el universo y sobre la naturaleza misma del conocimiento científico.