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escuchar con los ojos

Desde la torre

Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos

o enmiendan, o fecundan mis asuntos;

y en músicos callados contrapuntos

al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,

de injurias en los años, vengadora,

libra, ¡oh gran don losef!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;

pero aquélla el mejor cálculo cuenta

que en la lección y estudios nos mejora.

Francisco de Quevedo

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mijaíl
lérmontov

un héroe
de nuestro tiempo

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siglo xxi editores, s.a. de c.v.


siglo xxi editores, s.a.


siglo xxi de españa editores, s.a.


primera reimpresión, 2009

primera edición digital 2014
© siglo xxi editores, s. a. de c.v.
eISBN: 978-607-03-0635-8

La simbiosis vida-literatura se evidencia de manera palpable en nuestro personaje principal Mijaíl Lérmontov, ese joven revolucionario perteneciente a la nobleza, dibujante, pintor y creador de una impresionante producción en verso y prosa. Es más, me aventuro a decir que la literatura rebasa a la realidad cuando el notable y mítico escritor ruso Mijaíl Lérmontov se convierte en una víctima del destino o de la agudeza de sus enemigos, al morir tempranamente y de manera trágica: a los veintisiete años remite a la realidad su propio imaginario cuando muere en un duelo. Irónicamente, para algunos lectores, el creador quizá pueda resultar más ingenuo que su propio personaje de Un héroe de nuestro tiempo. Lérmontov, camino del cuartel, en el Daguestán, decide a cara o cruz encaminarse hacia Piatigork, en 1841; ahí se encontrará con Nikolai Martinov, su viejo compañero de escuela en Moscú. Algunos historiadores creían, y así lo asientan, que el escritor fue provocado y engañado por sus enemigos, quienes lo convirtieron en víctima de un asesinato premeditado; otros estudiosos, en cambio, lo consideraron un temerario que provocó su propia muerte al caricaturizar y hacer escarnio público de la figura de Nikolai Martinov.

Al lector contemporáneo puede resultarle sumamente ajena la atmósfera compartida por el escritor y algunos de sus personajes en los seis relatos que conforman la novela Un héroe de nuestro tiempo (1839), determinada por duelos de honor, descripciones del Cáucaso, títulos nobiliarios, estaciones de posta, viajes en carruajes, trueques de animales por mujeres, pasiones por los caballos, éxtasis ante el paisaje, curas de aguas termales y la fatalidad el destino. En la lectura podemos percibir su cercanía con el presente, a través de dos elementos sustanciales: la construcción de un protagonista fatuo y una fuerte crítica hacia la masificación de la lectura. A ambos alude el mismo autor en el prólogo a la segunda edición, de 1841. La adición de estas líneas es fundamental, pues amplía enormemente la perspectiva de la novela y sobre todo muestra la visión de Lérmontov respecto del mundo literario de la época y la recepción crítica de su propio texto:

Dispensen, pero demasiado tiempo se ha alimentado a la gente con dulces. Por eso se les ha echado a perder el estómago: ahora necesitan medicamentos amargos, verdades cáusticas. Sin embargo, no piensen por ello que el autor del presente libro ha acariciado nunca el ambicioso sueño de enmendar los vicios humanos. ¡Dios le libre de semejante engreimiento! Simplemente, le ha resultado divertido pintar al hombre contemporáneo tal y como él lo entiende y tal y como, para desdicha suya y también de ustedes, lo ha encontrado con excesiva frecuencia. Baste con que la dolencia quede señalada. En cuanto al modo de curarla, eso… Dios lo sabrá.

Intensidad, cinismo, indolencia, apatía, sensualidad e indiferencia son algunos de los rasgos que delinean las facciones y definen la personalidad de Grigori Alexándrovich Pechorin, el “súper hombre” protagonista de esta novela. Su sagacidad para reaccionar ante el entorno y salir bien librado de todas las situaciones contrasta con su incapacidad para conciliar las fracturas y la vacuidad del espíritu. El contraste extremo entre Maxim y Pechorin, la calidad humana frente al egocentrismo, potencia los perfiles de los personajes; un “corazón simple” adquiere superioridad sobre el esplendor de su opositor. Marc Slonim considera que Pechorin es el precursor de los rebeldes de Dostoievski, desde Raskolnikov hasta Iván Karamazov.

Hay una clara alusión al hombre superfluo, el hijo del siglo, predominante en los ambientes literarios de época y en los escritos contemporáneos. Ese sujeto que va en pos de la aventura, de la conquista de mujeres comprometidas, de las batallas, del conocimiento y de los viajes, pero vive permanentemente en el hastío y el desencanto, pues todo lo sacia y todo lo aburre. Por ello es factible actualizarlo si nos detenemos a observar en nuestro alrededor cuántos “héroes de nuestro tiempo” conocemos.

Existe una preocupación genérica del autor que se hace explícita, entre otros elementos, por la singular estructura de la novela: se conforma a partir de una suma de relatos. Las diferentes perspectivas de los narradores y narradores-personajes, aunadas a los juicios de los mismos sobre algunos acontecimientos y conductas, ofrecen una pluralidad discursiva que enriquece la lectura. La perspicacia y las observaciones de los personajes, sumadas a las casualidades, como el escuchar información crucial, resuelven el desarrollo de la trama. Con esos recursos, además de ahorrar narración, se construye lo verosímil. La oralidad y la lectura motivan y desencadenan acontecimientos, muestran la subjetividad de las voces sobre los hechos y subrayan además el gusto por narrar y escuchar. Así, la conciencia del narrar y de la importancia del describir crea el suspenso y la tensión dramática. Se expresa una justificación discursiva sobre la existencia de los diarios de Pechorin para explicar la estructura en relatos en apariencia inconexos. La muerte del protagonista permite la publicación de esas confesiones. Al descubrirlos con el autorretrato del antihéroe se destaca el carácter irónico del título.

Integran la primera parte “Bela”, “Maxim Maxímich”, “El diario de Pechorin”, una pequeña “Introducción” y “Tamán”; y la segunda, “Kniazhná Mary”, en forma de diario, y “El fatalista”. “Tamán” forma parte del diario de Pechorin; “él” mismo aparece como personaje, pero más allá de coadyuvar en su caracterización hasta cierto punto podría parecer prescindible en la construcción del “hombre” de nuestro tiempo. En cuanto a “El fatalista”, es un excelente y logradísimo relato en torno al destino, relatado por Pechorin, que de alguna manera se vincula con el sino de varios personajes e incluso con el del propio autor. Podría leerse aisladamente, como lo hicieron algunos de sus primeros lectores, sin disminuir su gran valor estético.

Existen justificaciones explícitas del primer narrador para sus detalladas descripciones del paisaje, como un segundo discurso, de las cuales el clima es un elemento fundamental, argumentando que se trata de apuntes de viajes. El lector será transportado a una época y lugares remotos gracias a las exquisitas atmósferas creadas por Lérmontov. Los relatos que componen la novela, especialmente “El diario de Pechorin”, terminan por convertirse en una pintura del Cáucaso, de sus paisajes, sus habitantes y las costumbres que imperaban en la Rusia de principios del siglo XIX.

Los lazos entre Alexander Pushkin (1799-1837) y Mijaíl Lérmontov (1814-1841) son innegables. Ambos, con distintas tonalidades, fueron sumamente provocadores con sus escritos y sufrieron el exilio como consecuencia de ello; leyeron a Byron, al igual que algunos de sus personajes, y tuvieron una época signada por sus influencias. En un periodo floreciente para la poesía, con grandes contrastes estéticos, que marcan abismales diferencias, son vistos como los dos poetas mayores de su tiempo. Los dos murieron en forma romántica y absurda, asesinados en un duelo, al parecer planeado por intereses diversos a los aparentes.

El protagonista de la novela en verso Eugenio Onieguin (1831), de Pushkin, y Pechorin comparten algunas características: son hombres superfluos, viajeros, lectores de Byron —como sus autores—, enamorados de lo prohibido y de las parejas de otros, provocadores de duelos, asesinos por “honor”, y con frecuencia se sienten invadidos por el hastío. Los dos textos muestran una especial preocupación por el crítico, y recrean la vida rusa, pese a que Pushkin es considerado el creador de la prosa realista y Lérmontov se inclina por el profundo análisis psicológico de sus personajes.

Es pertinente notar la fortuna de Lérmontov al contar con lectores privilegiados de su época, que nos permiten conocer una recepción sumamente positiva, plena de opiniones favorables y elogiosas. Isabel Vicente, en el profundo estudio que precede a la edición de Cátedra, cita algunos de esos testimonios; otras voces sustanciales proceden de diversas fuentes, aunque también resaltan la gran valía de la obra de Lérmontov. Para Chéjov, “Tamán” es la obra maestra de la literatura rusa, “el modelo de arte de la escritura del cuento”. “No logro comprender cómo pudo escribir una cosa así siendo un chiquillo todavía… No conozco un lenguaje mejor que el de Lérmontov.” Turgueniev creía que Lérmontov “en cierta medida se representó en los rasgos de Pechorin”. Gógol afirmó: “Nadie ha escrito nunca un ruso tan conciso, bello y fragante”; le auguró un gran futuro: “Le esperaba una envidiable carrera.” Merezhkovski lo llamó “la luminaria nocturna de la literatura rusa”. Para Máximo Gorki, “en los versos de Lérmontov empiezan a resonar con fuerza notas apenas perceptibles en Pushkin: el ávido deseo de acción, de participar con energía en la vida”.

La gran distancia cronológica con Lérmontov permite infinidad de imprecisiones en datos esenciales de su vida y de su obra: desde fechas de escritura y publicación hasta detalles sustanciales de su vida. En lo que hay una gran exactitud y unánime perspectiva entre académicos y lectores es respecto a la innegable calidad de su obra; también comparten un profundo asombro ante “ese héroe de nuestro tiempo” que resulta ser Lérmontov con su incursión en géneros y expresiones artísticas tan diversas. Fueron muy pocos años para tanta, tan variada y tan singular producción, de la cual una ejemplar muestra es Un héroe de nuestro tiempo. Bocetos, dibujo, pintura, poesía, drama, prosa, son una confirmación de la gran intensidad vital y creativa que pudo alcanzar en tan sólo veintisiete años el gran Lérmontov.

TERESA GARCÍA DÍAZ

UN HÉROE DE NUESTRO TIEMPO

Prólogo

El prólogo es para todo libro, el elemento primero y, al mismo tiempo, el último; sirve para explicar la finalidad de la obra y también de justificación y de respuesta a las críticas. Pero, habitualmente, a los lectores no les importa la finalidad moral ni los ataques de las revistas, razón por la cual no leen los prólogos. Es una lástima, pero así ocurre, sobre todo en nuestro país. Nuestro público aún es tan joven e ingenuo que no comprende una fábula si al final no encuentra la moraleja. No capta las bromas, no percibe la ironía. Sencillamente no posee la debida educación. No sabe todavía que el insulto a secas no puede emplearse en una sociedad decente ni en un libro decente; que la educación contemporánea ha inventado un arma más afilada, casi invisible y sin embargo mortífera, que bajo el manto de la adulación asesta un golpe contundente y certero. Nuestro público se asemeja al provinciano que, después de escuchar una conversación entre dos diplomáticos pertenecientes a cortes hostiles, queda persuadido de que cada uno de ellos engaña a su gobierno en aras de una estrechísima y correspondida amistad.

Este libro ha padecido, hace bien poco tiempo, las consecuencias de la lamentable credulidad que inspira a ciertos lectores, e incluso revistas, el sentido literal de las palabras. Algunos se han ofendido, y muy en serio, de que se les ponga como ejemplo a un hombre tan inmoral como el Héroe de Nuestro Tiempo. Otros han llegado a la conclusión, con gran sutileza, de que el autor ha pintado su retrato y el retrato de sus conocidos… ¡Vieja y lamentable broma! Pero, al parecer, tal es la condición de Rusia: todo en ella se renueva, salvo este género de absurdos. Hasta el más maravilloso de los cuentos maravillosos escapa a duras penas al reproche de veleidad de ofensa personal.

Un héroe de nuestro tiempo, señores míos, es en efecto un retrato; pero, no el de una sola persona: es el retrato compuesto de los defectos de toda nuestra generación en todo su desarrollo. Me dirán de nuevo que una persona no puede ser tan malvada, y yo les diré que si han admitido la posibilidad de la existencia de tantos malvados trágicos y románticos, ¿por qué no admiten la existencia de Pechorin? Si han admitido ustedes invenciones mucho más horribles y monstruosas, ¿por qué no halla clemencia en ustedes este carácter ni siquiera como invención? ¿No será porque hay en él más verdad de la que ustedes desearían?

Podrán objetarme que la moralidad no sale ganando nada con eso. Dispensen, pero demasiado tiempo se ha alimentado la gente con dulces. Por eso se les ha echado a perder el estómago: ahora necesitan medicamentos amargos, verdades cáusticas. Sin embargo, no piensen por ello que el autor del presente libro ha acariciado nunca el ambicioso sueño de enmendar los vicios humanos. ¡Dios le libre de semejante engreimiento! Simplemente, le ha resultado divertido pintar al hombre contemporáneo tal y como él lo entiende y tal y como, para desdicha suya y también de ustedes, lo ha encontrado con excesiva frecuencia. Baste con que la dolencia quede señalada. En cuanto al modo de curarla, eso… Dios lo sabrá.

PRIMERA PARTE

I

BELA*

Viajaba yo en coche de postas desde Tiflis y todo mi equipaje constaba de una maleta, no muy voluminosa, la mitad de cuyo contenido eran mis notas acerca de Georgia. Gran parte de ellas se ha perdido, por suerte para ustedes; pero la maleta y el resto de las pertenencias se salvó, por suerte para mí.

El sol comenzaba a ocultarse detrás de la cordillera nevada cuando entraba yo en el valle de Koishaur. El cochero, un osetino, arreaba a los caballos incesantemente para llegar al monte Koishaur antes de la noche y cantaba a voz en grito. ¡Qué hermoso lugar es ese valle! En torno no hay más que montañas inexpugnables, riscos rojizos, castaños revestidos de hiedra verde y coronados por grandes copas, y precipicios amarillos taraceados de torrenteras, entre la cenefa dorada de las nieves, allá en lo alto, y, abajo, el Aragva que acaba de abrazar a un riachuelo anónimo cuando escapa estrepitosamente de un negro desfiladero lleno de tinieblas, corre como hilo de plata y refulge lo mismo que las escamas de una serpiente.

Al llegar al pie del monte Koishaur nos detuvimos delante de una fonda. Una veintena de georgianos y montañeses formaba una ruidosa reunión; cerca de allí, una caravana de camellos había hecho alto para la noche. Yo debía alquilar unos bueyes que subieran mi carricoche a aquella maldita montaña porque era ya otoño, el camino estaba recubierto de hielo y la cuesta mide unas dos verstas1 de largo.

Conque alquilé seis bueyes y apalabré a unos cuantos osetinos. Uno de ellos se echó mi maleta al hombro y los otros se pusieron a ayudar a los bueyes, en realidad solamente con sus gritos.

Detrás de mi coche, dos yuntas de bueyes tiraban de otro como si tal cosa, pese a ir cargado hasta arriba. Esta circunstancia me sorprendió. En pos del coche iba su amo, fumando una pipa kabardina, corta y taraceada de plata. Vestía levita de oficial sin charreteras y se tocaba con un peludo gorro cherkés. Aparentaba unos cincuenta años. Su tez bronceada decía que llevaba tiempo familiarizado con el sol de Caucasia2 y su bigote, prematuramente encanecido, no hermanaba con su paso firme y su porte marcial. Me acerqué a él y me incliné saludándole. Él correspondió sin palabras y soltó una tremenda bocanada de humo.

—Si no me equivoco, seguimos el mismo camino. Volvió a inclinarse en silencio.

—Irá usted a Stávropol,3 ¿verdad?

—Exactamente… con un cargamento oficial.

—Y dígame, por favor, ¿cómo es que cuatro bueyes tiran de su pesado coche como si tal cosa mientras que el mío, aunque va vacío, apenas pueden moverlo entre seis, ayudados por estos osetinos?

Él sonrió con picardía y me miró significativamente.

—Usted lleva probablemente poco tiempo en Caucasia.

—Cosa de un año —contesté. Sonrió nuevamente.

—¿Por qué?

—Sí, señor… Estos asiáticos son de lo más astutos. ¿Usted cree que azuzan a los bueyes con sus gritos? ¿Y cómo demonios sabe lo que gritan? En cambio, los bueyes sí los entienden. Si quiere, puede usted mandar que enganchen diez yuntas; pero, mientras a los bueyes no les griten en su lengua, no se moverán del sitio… Son unos bribones tremendos. ¿Y qué puede uno hacer?… Les gusta sacarles dinero a los viajeros… Nosotros mismos hemos acostumbrado mal a estos pícaros. Ya verá como todavía le piden para vodka. Yo los conozco muy bien. A mí no me engañan.

—¿Y lleva usted mucho tiempo destinado aquí?

—Sí. Ya estaba en tiempos de Alexéi Petróvich4 —¡contestó irguiéndose—. Cuando él llegó a la Línea5 yo era alférez —añadió—, y a sus órdenes obtuve dos ascensos por acciones contra los montañeses.

—Y ahora, usted…

—Ahora pertenezco al tercer batallón de la Línea. ¿Y usted, si me permite la pregunta?

Se lo expliqué.

Allí quedó la conversación, y seguimos andando el uno al lado del otro. Cerca de la cumbre encontramos nieve. Se puso el sol y la noche sucedió al día sin transición, como suele ocurrir en el sur; pero, gracias al reflejo de la nieve, podíamos distinguir sin dificultad el camino, que seguía subiendo, aunque no tan empinado. Allí mandé cargar mi maleta en el coche y sustituir los bueyes por caballos. Miré por última vez hacia abajo, hacia el valle, pero lo ocultaba totalmente una densa niebla que salía en oleadas de los desfiladeros, y ya no llegaba ni un sonido hasta nuestros oídos. Los osetinos me rodearon alborotando para que les diera propina, pero el capitán les pegó unos gritos tan desaforados que se dispersaron al instante.

—¡Qué gente ésta! —dijo—. Ni siquiera son capaces de pronunciar la palabra “pan” en ruso, pero se han aprendido lo de “oficial dame para vodka”. Prefiero a los tártaros: ésos, por lo menos no beben…

De allí al pueblo faltaba todavía cosa de una versta. En torno reinaba el silencio; un silencio tan denso, que por el zumbido de un mosquito se podía seguir la dirección de su vuelo. A la izquierda negreaba un profundo desfiladero. Tras él y delante de nosotros, las cimas azul oscuro de las montañas, surcadas de arrugas y cubiertas de capas de nieve, se dibujaban sobre el fondo del pálido firmamento que aún conservaba un último reflejo del crepúsculo. En el cielo negro empezaban a titilar las estrellas y, cosa extraña, me dio la impresión de que se hallaban a mucha mayor altura que en nuestras regiones del norte. Flanqueaban el camino tétricos riscos desnudos. En algunos lugares despuntaban arbustos bajo la nieve, pero no se movía ni una sola de sus hojas secas, y alegraba escuchar, en medio de este sopor de la naturaleza, el resoplar de la fatigada troika6 de postas y el tintineo caprichoso de la campanillita colgada del arco al estilo ruso.

—Mañana hará buen tiempo —dije. El capitán no contestó ni palabra, pero señaló con el dedo una alta montaña que se alzaba justo frente a nosotros.

—¿Qué es? —pregunté.

—La Gud-Gorá.

—¿Y qué?

—Mire usted cómo humea.

En efecto, la Gud-Gorá parecía humear: por sus flancos se deslizaban tenues nubecillas mientras que encima de la cumbre pesaba un nubarrón negro, tan negro que hasta sobre el fondo del cielo oscuro hacía mancha.

Divisábamos ya la estación de postas y los tejados de las saklias7 que la rodeaban y unas sugestivas lucecillas parpadeantes ante nosotros, cuando sopló un viento húmedo y frío, retumbó el desfiladero y empezó a lloviznar. Apenas había tenido yo tiempo de echarme la burka8 sobre los hombros cuando se puso a nevar. Miré con admiración al capitán, quien dijo, contrariado:

—Tendremos que pasar aquí la noche. Con esta nevada, no es posible cruzar la montaña. ¿Ha habido aludes en la Krestovaia? —preguntó al cochero.

—No los ha habido, señor —contestó el hombre, un osetino—; pero hay mucha nieve amontonada; mucha.

Por no haber habitaciones para los viajeros en la estación de postas, nos llevaron a pernoctar a una saklia llena de humo. Invité a mi compañero de viaje a tomar un vaso de té conmigo, pues llevaba en mi equipaje una tetera de hierro, única alegría en mis andanzas por el Cáucaso.

La saklia estaba adosada a un risco. Tres peldaños húmedos y resbaladizos conducían a su puerta. Entré a tientas y tropecé con una vaca (para estas personas, el establo hace de recibimiento). Yo no sabía dónde meterme: aquí balaban unas ovejas, allá gruñía un perro… Felizmente, una luz opaca brilló a un lado y me ayudó a encontrar otro hueco parecido a una puerta. Entonces descubrí un cuadro bastante pintoresco: la amplia saklia, cuyo techo sostenían dos postes negros de humo, estaba llena de gente. En el centro crepitaba una pequeña hoguera encendida en el suelo, y el humo que, repelido por el viento, no encontraba salida a través del orificio del techo, formaba en torno una nube tan densa que tardé un buen rato en distinguir, junto al fuego, a dos viejas, un enjambre de chiquillos y un georgiano enjuto, todos harapientos. No nos quedó más remedio que sentarnos cerca de la lumbre y encender nuestras pipas. Al poco rato, la tetera rompió a hervir, saludándonos.

—¡Pobre gente! —le dije al capitán, señalando a nuestros desaseados anfitriones, que nos miraban como pasmados.

—Son de lo más tonto que existe —contestó—. Créame. No saben hacer nada ni son capaces de aprender nada. Nuestros kabardinos y nuestros chechenos, aunque son unos bandoleros y unos descamisados, por lo menos son valientes. En cambio éstos, no sienten la menor atracción por las armas: a ninguno le verá usted un puñal decente. ¡Unos verdaderos osetinos!

—¿Lleva usted mucho tiempo en Chechenia?9

—Pues, unos diez años con la compañía de la fortaleza de Kámenni Brod. ¿La conoce?

—La he oído nombrar.

—Esos bandoleros nos lo hacían pasar mal. Ahora, gracias a Dios, la cosa está más tranquila. Pero hubo un tiempo en que, con apartarse cien pasos del terraplén, ya tenía uno a algún demonio greñudo de esos acechándole. Y, en cuanto se descuidaba, ya se sabe: la cuerda al cuello o un tiro en la nuca. Pero, ¡eran unos valientes!

—A usted le habrán ocurrido muchas aventuras —dije, impelido por la curiosidad.

—¡Claro que me han ocurrido! Claro que sí…

Se puso a tirar de la guía izquierda del bigote, desmayó la cabeza y quedó pensativo. Yo tenía el deseo, deseo propio de todo aquel que viaja y toma notas, de sonsacarle alguna historia. Entre tanto, ya estaba listo el té. Saqué de mi maleta dos vasos de campaña los llené y puse uno delante del capitán. Él tomó un sorbo y repitió como para sus adentros: “Claro que sí…” Esta exclamación me inspiró grandes esperanzas. Yo sé que a quienes han pasado mucho tiempo en el Cáucaso les gusta hablar, contar cosas. Y es natural, pues la ocasión de explayarse se les presenta raramente. Hay quien se pasa cinco años con su compañía en cualquier lugar perdido, sin que nadie le diga ni siquiera “buenos días” sino el reglamentario “salud le deseo…”. Sin embargo, podría hablar de muchas cosas, rodeado como está de un pueblo salvaje, exótico, viviendo a diario peligros, sucesos extraordinarios… Entonces es cuando uno lamenta que sean tan pocas las personas que toman apuntes de viaje.

—¿Quiere ponerle un poco de ron? —ofrecí a mi interlocutor—. Tengo ron blanco, de Tiflis. Como hace frío…

—No, gracias. No bebo.

—¿Cómo es eso?

—Pues, así. Es una promesa que me he hecho. Siendo todavía alférez, ¿sabe usted?, armamos una vez una pequeña juerga y por la noche sonó el toque de alarma. Salimos a formar a medios pelos, y ¡menuda nos armó Alexéi Petróvich cuando se enteró! ¡Cómo se enfadó! ¡Dios nos libre! A punto estuvo de formarnos un tribunal. Ya sabe: uno se pasa a veces un año entero sin ver a nadie… Y si, además, le da por el vodka, es hombre perdido.

Después de escuchar estas palabras, yo casi perdí toda esperanza.

—Ahí tiene usted a los cherkeses, por ejemplo —prosiguió—: en cuanto se emborrachan, lo mismo si es en una boda o en unos funerales ya la emprenden a puñaladas. Una vez, me salvé por los pelos, y eso que la boda era en casa de un príncipe mirnói.10

—¿Cómo sucedió?

—Verá usted —llenó su pipa, aspiró el humo y comenzó a referir—: yo estaba entonces, de esto hará unos cinco años, con mi compañía en la fortaleza del Terek. Una vez, en otoño, llegó un convoy de provisiones y, con él, un oficial, un hombre joven, de unos veinticinco años. Se me presentó en toda regla y me dijo que tenía orden de quedarse bajo mi mando en la fortaleza. Era tan esbelto, tenía la tez tan blanca y un uniforme tan flamante, que al instante adiviné que llevaba poco tiempo en Caucasia. “Probablemente habrá sido usted trasladado aquí desde Rusia”, le dije. “Exactamente, señor capitán”, me contestó. Yo le tomé del brazo y le dije: “Encantado, encantado. Quizá le resulte esto algo aburrido, pero nosotros viviremos en buena armonía. Y, por favor, llámeme simplemente Maxim Maxímich. ¡Ah! Y siempre puede venir a verme con gorra de cuartel.” Le dieron alojamiento y se instaló en la fortaleza.

—¿Y cómo se llamaba? —le pregunté a Maxim Maxímich.

—Se llamaba… Grigori Alexándrovich Pechorin. Un muchacho magnífico, se lo aseguro; sólo que un tanto extraño. Por ejemplo, se pasaba un día entero cazando, bajo la lluvia, con frío; todos estaban ateridos, fatigados, y él como si tal cosa. En cambio otro día, metido en su cuarto, soplaba un poco de aire y él aseguraba que se había resfriado. O bien, golpeaba el postigo de una ventana y él palidecía y se sobresaltaba. Sin embargo, yo le vi enfrentarse él solo con un jabalí. Podía pasarse horas sin pronunciar ni una palabra; pero, cuando se ponía a referir algo, era como para morirse de risa… Sí, era un hombre con grandes genialidades, y probablemente rico, porque poseía muchos objetos de valor.

—¿Y pasó mucho tiempo con usted? —volví a preguntar.

—Pues, cosa de un año. Pero fue un año memorable para mí por tantos quebraderos de cabeza como me dio… y no lo digo por decir. Verdaderamente hay personas en cuyo sino está escrito que han de sucederles cosas extraordinarias.

—¿Extraordinarias? —exclamé yo con aire intrigado, sirviéndole más té.

—Se lo contaré. A unas seis verstas de la fortaleza vivía un príncipe mirnói. Su hijo, un muchacho de catorce o quince años, había tomado la costumbre de venir a la fortaleza a diario, por una cosa o por otra. La verdad es que Grigori Alexándrovich y yo le mimábamos mucho. El chico era un bandolero, tan ágil para levantar un gorro del suelo a galope tendido como para disparar con fusil. Una cosa mala tenía: su terrible pasión por el dinero. Grigori Alexándrovich le ofreció una vez, en broma, diez rublos si le robaba a su padre el mejor carnero de su rebaño y se lo llevaba. Pues, imagínese usted que a la noche siguiente lo trajo, agarrado por los cuernos. Y si alguna vez se nos ocurría gastarle bromas en son de burla, se le inyectaban los ojos en sangre y enseguida echaba mano del puñal. “¡Ay, Azamat! Tú vas a terminar mal. Tu genio te va a costar la cabeza”, le decía yo.

Un día se presentó el príncipe en persona a invitarnos a la boda de su hija mayor. Eramos amigos suyos, kunaki como se dice allí, y no podíamos negarnos aunque fuera tártaro. De modo que fuimos a la boda. En el aúl11 nos acogió con grandes ladridos una auténtica jauría de perros. Las mujeres se escondían cuando nos acercábamos. Los rostros que acertamos a ver estaban lejos de ser hermosos. “Yo tenía mucha mejor opinión de las cherkesas”, dijo Grigori Alexándrovich. “Espere un poco”, le contesté por mi cuenta y razón.

En la saklia del príncipe se había reunido multitud de gente. Los asiáticos, ¿sabe usted?, tienen la costumbre de invitar a las bodas a todo bicho viviente. Nos acogieron con todos los honores y nos hicieron pasar a la sala. Sin embargo, no dejé de fijarme en el lugar donde quedaban nuestros caballos. Por si surgía cualquier imprevisto, ¿comprende?

—¿Y cómo celebran aquí las bodas? —pregunté al capitán.

—Pues de la manera más corriente. El mollah12 les lee algún pasaje del Corán, los invitados ofrecen luego sus presentes a los recién casados y a sus familiares, comen y beben buzá.13 Luego empiezan las carreras y los ejercicios ecuestres y siempre hay algún zarrapastroso que, montado en un jamelgo cojo, hace el payaso para divertir a la gente. Al atardecer comienza en la sala lo que nosotros llamaríamos baile. Un pobre viejo rasguea un instrumento… no recuerdo cómo se llama, pero es algo semejante a nuestra balalaika.14 Los jóvenes, chicas y chicos, forman dos hileras frente a frente y cantan acompañándose con palmadas. Sale una pareja al centro, se cantan el uno a la otra lo primero que les pasa por la imaginación y los demás lo corean. Nosotros dos estábamos sentados en el sitio de honor y, en un momento determinado, se acercó a Pechorin la hija menor de nuestro anfitrión, una muchacha de unos dieciséis años, y le cantó… ¿cómo lo explicaría yo?… una especie de cumplido.

—¿Qué le cantó exactamente? ¿No lo recuerda?

—Una cosa así: “Nuestros jóvenes yiguites15 son esbeltos y sus levitas están bordadas en plata; pero el joven oficial es más esbelto que ellos y sus galones son de oro. Es como un álamo entre ellos, pero no ha de crecer ni dar flor en nuestro jardín.” Pechorin se levantó, le dio las gracias llevándose la mano a la frente y al corazón y, como yo hablo bien el kabardino, me pidió que le tradujera su respuesta.

Cuando la joven se apartó de nosotros, le pregunté a Grigori Alexándrovich:

—¿Qué tal?

—Preciosa —contestó—. ¿Y cómo se llama?

—Se llama Bela —le dije.

En efecto, era preciosa: alta, fina, con unos ojos negros como los de una cabra montés que se le metían a uno en el alma. Absorto, Pechorin no apartaba los ojos de ella, y también Bela le lanzaba frecuentes miradas de soslayo. Sin embargo, no era Pechorin el único que admiraba a la linda joven: desde un ángulo de la estancia la contemplaban otros dos ojos, quietos y ardientes. Me fijé, y vi que se trataba de Kazbich, un viejo conocido mío. No se podía decir que fuera mirnói o que no lo fuera. Inspiraba muchas suspicacias, pero no se hallaba implicado en ninguna mala acción. A veces llevaba a la fortaleza algunos corderos, que no vendía caros, aunque nunca regateaba: te pusieras como te pusieras, había que darle su precio, que no rebajaba por nada en el mundo. Decían que le gustaba andar por las orillas del río Kubán con los abreki,16 y la verdad es que tenía toda la pinta de un bandolero. Era bajito, enjuto y ancho de hombros, y tenía una agilidad increíble. Andaba siempre con el beshmet17 roto y remendado, pero sus armas estaban adornadas con plata. En cuanto a su caballo, era famoso en toda Kabardá. Y con razón; pues, en efecto, era imposible imaginar un corcel mejor que el suyo. Por algo lo envidiaban todos los jinetes y varias veces trataron de robárselo, pero sin conseguirlo. Me parece estar viendo aquel caballo, endrino, de patas finísimas y unos ojos casi tan hermosos como los de Bela. ¡Qué fuerza la suya! Galopaba cincuenta verstas como si tal cosa. Y de bien domado, no digamos. Seguía a su dueño como un perrillo y hasta conocía su voz. Ni siquiera tenía necesidad Kazbich de atarlo. Un caballo magnífico.

Aquella tarde estaba Kazbich más sombrío que de costumbre y me di cuenta de que llevaba cota de mallas debajo del beshmet. “Por su cuenta y razón llevará esa cota. Seguro que está tramando algo”, pensé.

Hacía mucho calor en la saklia, y salí a tomar un poco de aire fresco. La noche se posaba ya sobre las montañas y la niebla empezaba a rondar por los desfiladeros.

Se me ocurrió acercarme hasta donde estaban nuestros caballos bajo un cobertizo para ver si tenían pienso y porque la precaución nunca está de más: yo tenía un buen caballo y más de un kabardino lo había mirado con ojos de envidia diciendo yiakshi tje, rek yiakshi.18

saklia