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Salvador Ortiz

Los últimos días de la fotografía

13o. Premio Internacional de Narrativa, 2015

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siglo xxi editores, méxico

CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF

www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina

GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA

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anthropos editorial

LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA

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PQ7298.25R7568 U57
O67

2016Ortiz, Salvador

Los últimos días de la fotografía / Salvador Ortiz. — México, D. F. :
Siglo XXI Editores : Universidad Nacional Autónoma de México : El Colegio de Sinaloa, 2016.

ebook – (La creación literaria)

13° Premio Internacional de Ensayo 2015

ISBN edición digital: 978-607-03-0727-0

I. t. II. ser

primera edición, 2016

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn digital 978-607-03-0727-0

en coedición con la universidad nacional autónoma de méxico

y el colegio de sinaloa

1

Todos podemos hablar del hambre, el miedo, el dolor, el desconsuelo, o recrear la dulzura y la añoranza; sin embargo, igual que en el amor, el verdadero propósito, algo casi de magia, sería lograr que el otro sintiera lo mismo que uno; ese dominio que sin necesidad de recreación discursiva posee la música, sin más que forma puede evocar la alegría, la tristeza, el ensueño... En cambio, hablar de lo pasado, de lo vivo, de lo que ocurrió: ¿de qué forma?, ¿en cuánto tiempo? Aquí me quedo con una frase simple: pasaron muchos días hasta que recobré la entereza suficiente para llegar de mi casa a la sala de conciertos.

Cuando Miranda acabó con nuestra relación, hablé a la universidad para avisar que abandonaba mis clases por un viaje inesperado y dejé de contestar el teléfono. Me recluí en mi cuarto y no quise ver a nadie. No sé cuántos días estuve sin levantarme, como no fuera para comer algo o ir al baño. Todo el tiempo tenía encendida la televisión, aunque en realidad no la veía, la escuchaba con los ojos entrecerrados y tomaba Tafil, una tableta tras otra. Un día apagué la televisión y puse un disco diez veces seguidas, al otro día lo mismo y así durante mucho tiempo, pero no oía nada con cuidado, sólo necesitaba que me acompañara un sonido sin palabras. No sé en qué momento comencé a prestarle un poco de atención a la música. Llegada una fecha sin referencia clara, sin mes ni día preciso, había cambiado a otro disco, tampoco lo escuché de verdad, pero comenzaba a dibujarse una línea melódica reconocible, aún no tenía un juicio claro para calificar esos sonidos. Días, semanas, meses, he ido poniendo discos olvidados, música que apenas recuerdo haber oído y en algún punto comienzo a distinguir una melodía de la otra, a veces me proporcionan una pequeña ventana de lucidez. Se va formando un camino de huellas musicales. Es todavía una percepción a medias.

La música, tan llena de rituales anacrónicos, de actitudes pretenciosas, de espacios incómodos y arquitectura escandalosa. Tantas buenas opiniones que he escuchado de este lugar y, sin embargo, a mí no me resulta propicio para la audición. En principio, uno le ve la cara a los que van de público cuando se debería dirigir la atención, no digamos a la orquesta, a la música misma. Cosa desagradable además, porque, como escribió Forster: el público de música clásica compone la colección de gente más fea que con un mismo fin pueda reunirse en un determinado lugar. Siempre he esperado que una personalidad reconocida en el campo de las artes declare abiertamente que le disgusta el amasijo de aristas del entorno o el andamiaje de plásticos ahumados que pende amenazante sobre los intérpretes; sobre todo esa iluminación disipada que, junto con la disposición de las butacas, provoca que la visión se abra y se pasee en el oleaje continuo del movimiento de las personas: unas se balancean mientras dibujan una sonrisa muy a modo, otras no encuentran la postura adecuada durante toda la función, alguien se duerme, tose, bosteza, se le cae el programa, el paraguas, comenta en corto a su acompañante, cuentan los ladrillos de la pared o señalan al escudo de la Universidad: “Mira, el de la izquierda es el cóndor, el de la derecha el águila real...” y, de ahí..., imagino, pasan a una conveniente discusión sobre la pertinencia o el carácter abstruso del lema universitario. La sala resulta la consecuencia lógica del vestíbulo, que me parece también de una arquitectura muy poco afortunada: el movimiento de la gente no se dirige, no crea espacios agradables para la conversación ocasional ni mucho menos para el aislamiento buscado, como sucedía con aquellos bellos balcones enmarcados por balaustradas clásicas de las viejas salas de ópera. Cuando caigo en cuenta han transcurrido todos los números del programa sin haber escuchado una sola nota y después: la siniestra costumbre de los aplausos. Parece que fuera obligatorio desbaratarse a fuerza de palmadas, como si la interpretación apenas ejecutada fuera inmejorable en ningún otro lugar ni circunstancia del mundo.

La música, siempre rodeada de cosas que no tienen nada qué ver con ella. Como la figura entre digna y altanera de Ignacio, a quien me topé desde la primera vez que regresé a la sala de conciertos en el vestíbulo, ese espacio sin espacio donde la masa se amontona como en una estación del metro cuando pasa mucho tiempo sin que llegue el siguiente tren, lo que irremediablemente me obligó, más que a coincidir, a estrellarme con él, a lo que respondió con una mirada salvaje que yo tuve a bien no atender, prudencia que le hizo falta a aquel desdichado.

A la semana siguiente regresé al concierto, esta vez había escuchado en casa, como lo hacía en mi primera juventud, las obras que se iban a interpretar; pero lo he dicho antes, la mía es una experiencia parcial, mi percepción sigue anestesiada. Vagamente concentrado, pasé de una obra a otra sin mayores consecuencias, excepto la de encontrármelo de nuevo y asentir ligeramente, una deferencia que se le brinda a cualquier desconocido con el que se coincide en más de una ocasión. Pasó otro concierto, y otro; la música cobraba presencia poco a poco y también el encuentro reiterado con la misma persona, a la que un día se le saluda verbalmente y después resultan inexcusables las presentaciones de rigor. Sin embargo, nunca adelanté un comentario, ni sobre el concierto ni acerca del clima, que en esas condiciones venía a ser un poco lo mismo. Me saludaba con simpleza; aunque su mirada seguía teniendo la fiereza de nuestro primer encuentro, la de un animal dispuesto a liarse en una lucha a muerte en cualquier instante.

Siguen las semanas, los programas, directores invitados, solistas, una que otra obra inusitada junto con el repertorio obligado y por demás popular. Una día quedamos sentados de tal forma que podía verlo claramente durante el concierto —ya lo he dicho, esta maldita sala obliga a que tal cosa sea inevitable— y pude constatar en él una suerte de concentración total, una atención absoluta en el sonido que no tenía que ver con el abandono placentero ni con la asimilación intelectual ni con la simple degustación de la pieza. Era como un niño en la playa. Cuando se es adulto, uno está en el mar igual que ocurre una cosa más entre tantas otras: ahora se está aquí, luego se estará allá. Pero de niño, el océano lo abarca todo y cuando nos metemos al mar no hay más nada ni lo habrá después. Estar nadando ahí y estar vivo es una sola cosa, esa solidez de la experiencia que rara vez se recupera en la vida adulta. La sensación dichosa del agua rodeando al cuerpo unida a la angustia de mantenerse a flote sin dejarse arrastrar por la corriente, y a la vez esa primeriza sensación de independencia absoluta, de que no hay brazos tan largos que puedan llegar hasta nosotros, ni regaños ni caricias y las voces se diluyen en el sonido incesante del agua, el chapoteo de la brazada, el tumulto de las olas que rompen, el vértigo del viento, el sabor a sal, el graznido de las gaviotas. Estar ahí sin más, en una total anulación de lo que ha quedado afuera; así escuchaba Ignacio la música. No quiero decir como un niño feliz, sino como un niño que se debate a la deriva en el mar, nadando y tragando agua mientras la resaca lo aleja de la playa. Cuando cesaba la andanada de la música, su mirada quedaba un tiempo más perdida en las regiones del desvanecimiento sonoro hasta que comenzaba el remitente del aplauso, que él ignoraba todavía un rato y luego correspondía, juntando las manos con pulcritud y cierto asomo de violencia.

Luego otra vez los atropellamientos, la gente que no encuentra espacio para andar por los pasillos, subir las escaleras, comentar impresiones y él, de nuevo, con su mirada absoluta sobre aquel tumulto humano, abriéndose paso sin consideraciones. Sólo deteniéndose cuando pasaba a una distancia prudente para alcanzar a saludarme; un gesto rápido, opaco y, aun así, atento; nada que pudiera confundirse con las simples formas de la amabilidad. Después seguía adelante quitándose personas de encima hasta desaparecer detrás de la multitud todavía exaltada por la música, que subía el tono de la voz casi hasta los gritos como si no hubiera tiempo que perder para comunicar lo conmovidos que estaban por el concierto.

Fue, claro, el instinto de conservación lo que me lanzó de lleno hacia la música, y más tarde hacia la música escuchada en vivo, igual llenaba los silencios con una especie de ritual de mi pasado; sobre todo asistía a la sala de conciertos para ver cómo ese hombre resguardaba todavía una vitalidad tonificante, un impulso que parecía congénito en él y que, si alguna vez tuve yo mismo, se había ido de mi lado, como tantas cosas que antes podía reconocer en mi persona y que comenzaría a recobrar con el paso de los días.

2

Alicia:

Me gustas mucho con las piernas abiertas. Con lo que aquí te mando (tres ampliaciones que escaneé de las fotos que tomamos en una de esas sesiones) resultará evidente y bien fundamentada mi afirmación. Había tratado de escribirte antes pero no estoy muy concentrado, creo que te había comentado, por eso busqué hacer otras cosas, descansar de lo mismo de siempre y escuchar música ha sido un recurso muy adecuado. Después de tanto no buscar ni contestar a nadie, ya sabes, dejé de dar clases, pero no sé cuánto aguanten mis finanzas de seguir así, el caso es que ayer me dio por armar un portafolios que pudiera, en una situación eventual, mostrar a alguien, así que me puse a buscar en mis negativos. Todo estaba revuelto, era un desastre mi archivo. Fui ordenando un poco, sacando de aquí y allá para hacer ampliaciones.

Lo hice poco a poco, incluso demasiado lento por el puro gusto de mirarte. Cuando sales por ahí me cuesta mucho seguir adelante sin imprimir alguno de tus negativos. Con cada foto tuya siento de nuevo esa mezcla de nerviosismo y sorpresa afortunada que me domina cada vez que has posado para mí. Y de ahí pasé a extrañar las otras formas en que coincidimos. Por ejemplo, en todo este tiempo he echado de menos nuestras largas conversaciones (qué inconsecuente declaración para alguien que lleva meses sin contestar el teléfono, lo entiendo), pero las cosas empiezan a cambiar, ya tengo ganas de hacer fotos nuevamente, sobre todo a ti, hace mucho que no te veo en persona.

Me gustaría tomarte fotos aquí, en este espacio pequeño y, si hay oportunidad, llevarte a otro lugar y hacer tomas más, digamos, formales. Tengo un proyecto específico pero muy difícil de realizar, luego te platicaré bien. He visto obra en estos días que quisiera, digamos, copiar a mi manera, hay varios fotógrafos que lo consiguen hacer muy bien y con limpieza, por el momento hay que dejarlo como proyecto.

Siento de verdad haber dejado pasar tanto sin escribirte, no hay mucho que pueda decir a mi favor, debe parecer insensato, visto desde afuera, quedarse aquí encerrado y sólo esperar a que pasen los días, pero así ha sido, fui dejando de interesarme en lo que hacía; tanto estudiar, practicar y pensar en algo y, de pronto, ya no importa en absoluto. Ahora quiero volver a mis cosas. Sabes, creo que lo de Miranda estuvo mal desde el principio, ¿recuerdas lo que hemos platicado sobre la fidelidad y la lealtad? A mí, te digo como entonces, me importa mucho más la lealtad que la fidelidad, es decir: de qué manera, si hemos construido un infierno, nos sorprende que un día despertemos y no estemos en el paraíso, como si fuera culpa de alguien más. Ahora me doy cuenta de que nunca platiqué de esto con ella.

El desorden inicial, ya sé, es que siempre voy detrás de mujeres que no pueden ser mías. ¿Te he platicado que Miranda estaba casada cuando la conocí? El día que dejé la editorial ella llegó para ocupar mi puesto. Le dije cuáles serían sus tareas, qué trabajos quedaban pendientes, todo eso. La cosa, ve tú a saber cómo, es que terminé esa noche durmiendo con Miranda... Yo caí desde el primer momento, me encantaba. ¿Por qué te escribo esto? Después de tanto de no comunicarme aquí estoy contándote cómo empezó todo. Bueno…, ella fue infiel, hasta ahí, pero la deslealtad es un buen cimiento para la destrucción mutua. Sé que mi comportamiento no fue muy noble, no con ella, sino con una persona que ni conocía, como si no verle la cara lo hiciera inexistente. Y qué le vas a hacer, ni siquiera piensas en estas cosas a la mitad de la noche y menos cuando lo único que deseas es estar con ella, luego te enamoras y pasan años. Hasta que un día resulta que somos verdaderamente frágiles, que casi no estamos hechos de nada, simples moléculas de carbón consumiéndose, sin lugar en el mundo, sin materia, estamos hechos de palabras, imágenes, sonidos, apenas reverberaciones en el aire. Ahora me doy cuenta de que me la he pasado detrás de una cámara fotográfica tratando de atrapar eso, imaginando que así, en un medio también muy frágil, en un grupo de manchas grises a las que cuesta tanto darles sentido, ahí, me imagino, puede quedarse algo verdadero, algo que puedo tocar, tal vez tocar con la mirada, con el puro pensamiento, darle sustancia a la fragilidad.

Bien, Alicia, ya me he desviado mucho del asunto, quiero verte, sé que parece un correo deshilvanado, la verdad es que ya no puedo hacer contacto con nadie, como si la realidad se hubiera desvanecido; los otros, todos, se esfumaron y me ha llevado algún tiempo, pero comienzo a sentirme cómodo con mi soledad. En fin, ojalá nos saludemos en persona muy pronto. Un beso.

3

Demetrio se ha puesto a gritarme desde la calle una vez más: “¡Vecino...! ¡Vecino…!”

Así me ha llamado desde que llegué aquí. Yo le he dicho mi nombre, aunque supongo que nunca se lo aprendió. La situación es la de siempre: necesita dinero y quiere lavar mi coche, o bien, a veces sólo necesita dinero y quiere que le dé algo con la promesa de que más tarde lavará el coche, lo que nunca ocurre. Toma las monedas, no se preocupa gran cosa por dar las gracias, y corre a emborracharse con los vecinos que se reúnen en la esquina. En ocasiones duerme en el taxi de uno de ellos; su madre, mi vecina de enfrente, suele correrlo cada vez que se roba algo de su propia casa para venderlo y poder seguírsela. Ha estado en la cárcel, ahora cumple libertad condicional y tiene que ir todas las semanas a firmar.

Él me ha declarado su inocencia una y otra vez, pero en su caso tal cosa resulta por demás absurda. A los pocos días de vivir aquí, me encontré mi carro sin espejos retrovisores. Me quedé mirando en todas direcciones, le di la vuelta al automóvil, caminé hasta la esquina y me volví a uno y otro lado. No parecía que pudiera hacer nada. En eso salió Demetrio, con un espejo en cada mano, empujado por su madre que no paraba de gritarle. Se controló un poco y me dijo:

—Vecino, aquí tiene sus espejos. Se los encontré a este vago debajo de la cama. Perdónenos. No crea que somos así en esta calle. Sólo este pinche sinvergüenza.

Demetrio se adelantó y me devolvió los espejos.

—Yo no fui, de verdad. A mí nada más me pidieron que los guardara.

—¡Cállate, pendejo! —le gritó su madre—, ¡y métete a la casa!

Yo estaba bastante extrañado por todo eso.

—No volverá a suceder, se lo aseguro. Si no, mire, metemos de nuevo a este cabrón a la cárcel a ver si entiende. Disculpe, vecino, de verdad, se lo aseguro...

La señora estaba muy apenada y no encontraba la manera de demostrarlo con suficiente convicción. Entonces me pareció mala idea haberme mudado a esta colonia, pero en adelante todo ha ido muy bien. Excepto por los gritos ocasionales de Demetrio, es un lugar pacífico, aún con cierta fisonomía rural, un pueblo absorbido por la ciudad hace pocos años y extrañamente silencioso. La gente se duerme muy temprano, menos los vagos de la esquina, aun así son de un sigilo indescifrable, yo parezco ser el único que podría despertar a alguien. Y lo mejor, el escándalo de las fiestas del pueblo no llega nunca hasta aquí. Además, en la calle no hay niños, apenas uno que otro adolescente. Pereciera que los jóvenes tardaran cada vez menos en salir buscando mejores rumbos por su cuenta. Demetrio debe ya andar por los cuarenta, un perfecto inútil, como yo, a decir verdad, o un poco menos; si no de buenas maneras, por lo menos él sí sabe hacerse de dinero, no siempre con éxito, como es de verse.

Así fue como lo conocí. Al día siguiente se me acercó: “Vecino, no vaya a creer, no, mire, estoy apenado con usted... No vaya a decirle a su Seguro que luego vayan a ir con la policía, yo le consigo quién se lo arregle. Una vez me salieron con que me había robado un coche, ¿usted cree?, y ahí vas el reclusorio, pero yo no hice nada, por eso ahora nada más voy a firmar y si me encuentran con que los espejos, me vayan otra vez a querer entambar. No diga nada. Yo le prometo que...” Y así, hasta que se convenció de que no pasaría a mayores; entonces aprovechó de inmediato: “Le lavo su coche, ahí me da lo que usted quiera, veinte pesitos, para las chelas de la noche, ándele, se lo tengo rápido...” Un rato después estaba sentado en mi carro con el estéreo puesto a todo volumen y coreando las canciones del Tri como si tal cosa, una cubeta y una jerga depositadas en el piso valían como prueba de que en un momento dado comenzaría a lavar.

Una vez más los gritos de Demetrio: “¡Vecino!... ¡Vecino!”

Decidí no hacerle caso, ya sé que si lo ignoro el tiempo suficiente termina por desistir. Yo había puesto la música de Schoenberg a buen volumen, una de las obras que tocarán el próximo fin de semana. Trataba de seguir la estructura de la pieza para entender cómo la música va ilustrando el desarrollo del poema de Dehmel; “Tú me has traído la claridad”, dicen esos versos, “Tú has hecho de mí mismo un niño”. Pero, cuando estoy imbuido en esa especie de oleaje de matices con los que casi sin advertencia se pasa del cuarto al quinto movimiento, sigue gritándome Demetrio y me descubro atrapado en mi propia casa; si bajo el volumen no me lo podré quitar de encima, ya seguro de que lo estoy oyendo y, claro, a estas alturas he acabado por perder toda la concentración en la obra.

En realidad renté aquí para estar con Miranda, a ella no le gustaba ir a casa de mis padres, aun así alcancé a pasar muy pocas noches con ella en este lugar. El alquiler es muy barato; al principio me daba derecho a ocupar nada más lo que era el espacio destinado al servicio de la casa principal, donde viven los dueños, del otro lado de un gran jardín sembrado de arces, tejocotes, limoneros, eucaliptos y otra cantidad de árboles que no alcanzo a distinguir. Sólo pasaba la noche en este sitio de vez en cuando, aunque como debía traer las cosas necesarias para hacerlo habitable, al poco tiempo encontraba que algo me hacía falta. Mis actividades se fueron dividiendo; había libros en un lado y en otro, negativos aquí y allá, apuntes, discos..., eso lo complicaba todo. Fui trayendo cosas y un día amanecí instalado definitivamente. No sé casi nada de los dueños; de pronto los veía aparecer de entre los árboles cuando salían a la calle o venían por la renta. Desde mi lugar se observa solamente un andamiaje de enramadas detrás de las que se adivinan las formas de la casa, un remate de muro, un fragmento de vidriera, no mucho más. Pero una vez vi venir de ahí, abriéndose paso entre el follaje, a una muchacha. Surgió del jardín con su silueta recortada del mundo circundante, caminó hacia la calle, sintió mi mirada y se volvió a verme. Estoy casi seguro, fue la primera vez que vi a Juliana.

Pasado un tiempo, los dueños se fueron a vivir a otra propiedad que tienen en el mismo barrio, ahí pago mi renta cada día 15 del mes. Supuse que el lugar, ya vacío, sería muy bueno para tomar fotografías, así que un día les pregunté si podría usarlo de vez en cuando con ese propósito. Para mi sorpresa, me dijeron que me cambiara a la casa si así lo quería. Les preocupaba que el abandono terminara con la construcción y no me cobrarían más, incluso les parecía una ventaja porque no deseaban darla en alquiler por el momento; con mi forma de vida actual, que a fuerza de ser apagada pasa por discreta, me he ganado de tal manera su confianza que no dudaron en hacerme ese ofrecimiento. Aunque ya sin fuerza ni motivo para trasladar mis cosas, la pequeña mudanza se quedó en suspenso. Pero hoy, mientras escuchaba los gritos de Demetrio, decidí cambiarme.

En vez de que me lavara el coche, le ofrecí una buena cantidad para que me ayudara a llevar mis cosas; él, a su vez, armó un pequeño ejército de trabajadores subarrendados, sospecho que muy subarrendados, y en unos minutos estaba dirigiendo las operaciones sin meter mano en nada. Demetrio tenía un apodo para todos: El Pelotas, El Carey, por lo general descripciones físicas o, digamos, morales, si bien con los de mayor edad era más respetuoso, con Don Neme, por ejemplo, aunque no por ello menos exigente para el trabajo ajeno. Vino también El Alúzale, un mecánico encorvado, casi siempre sin trabajo, que alguna vez había tenido que hacer una reparación en la noche con la ayuda de Demetrio, es decir, él sostuvo una lámpara para que el otro viera el motor. Mientras todos se movían yendo de un lado a otro con mis cosas, él me daba sus referencias. “Ése es El Darío, por persa...” Y así seguía. Parecía que una partida de engendros sobrenaturales, Puck, Oberon, Titania, estuvieran obrando azares y prodigios disparatados del otro lado del jardín.

Consiguió a dos chicas para ordenar y hacer una limpieza de verdad eficiente en la casa que iba a ocupar. A una le decía La Orquídea: “Está entre el animal y la planta, y es de una belleza selvática...” Una morena apiñonada de cuerpo excepcional y musculoso que traía un vestido ceñido color de bugambilia florecida que, más que cubrirla, la desnudaba. Verla era transportarse al malecón de Veracruz en una tarde de domingo y escucharla, más o menos lo mismo, su lenguaje iba de lo carcelario a lo incomprensible. Se movía verdaderamente bailando la cumbia de un lado a otro, zarandeando sus inmensas caderas con una violencia vertiginosa sin dejar de cantar, silbar o hablar a toda voz con palabras irrepetibles. La otra era Rosita, una muchacha que llegó vestida con el uniforme de la secundaria federal, aunque parecía superdesarrollada para esa edad. Toda ella era un compendio de modestia y amaneramiento. Morena, también, aunque sin la reverberación solar en la piel de la otra chica, de ojos profundos y silencios absolutos; se comunicaba sólo con risitas apenadas y gestos entristecidos. Demetrio la dirigía con una curiosa forma de afecto burlón: “Botoncito de mi corazón, cuidado con esos discos, que no son de Luis Miguel... No me veas así, a ver... La princesa está triste, qué tendrá la princesa... Ándele, así, bien hechecito todo...” Y luego se volvía a verme con su sonrisa de cabrón. Lo debe ser, a todas trazas las chicas le eran incondicionales, las dos poseían esa forma de belleza que la modestia de su condición no encubre, sino que la hace florecer. No sé si por temor o reverencia, una en silencio y otra con elocuencia desmedida, pero ambas lo obedecían, en esto como, supongo, en muchas otras cosas; dudo incluso que les haya dado dinero por su trabajo.

4

Cuando, ya entrada la tarde, se silenció el trajín de la mudanza, había quedado listo mi nuevo espacio. Todos parecían haberse ido en un instante. Desde mi antigua casa miraba a través del jardín como un fugitivo que aguardara la noche para emboscarse y cruzar la frontera guarecido por la oscuridad y el follaje. Comenzó a llover, no pensaba quedarme ahí, donde no había ni dónde sentarse; qué grandes se ven las construcciones desocupadas, es incomprensible que apenas hace unas horas faltara espacio para moverse. Apagué la luz, casi como si se tratara de una ceremonia, y me dispuse a cruzar bajo la lluvia, ahora convertida en una auténtica tormenta veraniega digna del día de San Juan.