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la creación literaria

Jairo Andrade

Cadáveres de papel

12o. Premio Internacional de Narrativa, 2014

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siglo xxi editores, méxico

CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF

www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina

GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA

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anthropos editorial

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PQ8180.41N35
C34

2015Andrade, Jairo,

Cadáveres de papel / Jairo Andrade. — México, D. F. : Siglo XXI Editores : UNAM : El Colegio de Sinaloa, 2015.

1 recurso digital. — (La creación literaria)

12º Premio Internacional de Narrativa, 2014

ISBN-13: 978-607-03-0771-3

1. Narrativa (Literatura) – Colombia. t. II. Ser.

primera edición impresa, 2015

primera edición digital, 2016

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

en coedición con la universidad nacional autónoma de méxico

y el colegio de sinaloa

isbn-e: 978-607-03-0771-3

derechos reservados conforme a la ley


A Andrea Torres, luz y pretexto

Observad al observador observado

WILLIAM BURROUGHS

I

LOS HOMÓNIMOS DE ANTONIO CERVANTES

El nombre nunca abandonó sus labios: se convenció
de entrar en otro cuerpo: en Babel halló su nuevo sitio
.

PAUL AUSTER

ABRÍ EL MALETÍN de mano en el primer baño que encontré. Esperaba que su contenido me ayudara a esclarecer qué hacía ahí y quién era yo. La cubierta estaba tibia y humeante, igual que mi traje ejecutivo, ambos recién apagados. El contenido no me dijo mucho: un legajo escrito a máquina; una bolsillera cargada con whisky, de la que tomé un largo trago urgente; un ejemplar de la novela Psicópata americano, de Bret Easton Ellis; un walkman. Ah, y unas gafas de sol marca Ray-Ban. Me quedaban bien, después de todo tal vez eran mías.

Un mirón entró con parsimonia, se dirigió a los orinales. Podía ser policía, aunque también vendedor de carros o contador público. No disimuló su curiosidad por las nubecillas de humo y el olor de mi traje. Un olor dulzón, estimé. Como si viniera de sofocar un bosque de almendros. Sí, eso tenía que ser: un bombero voluntario que abandonó la oficina para ir a combatir un incendio forestal y olvidó ponerse el overol y el casco; un héroe vehemente que es castigado por el destino con la pérdida de la memoria. Un antihéroe, entonces, un mal ejemplo; el vago rastro de otros que me espiaban desde el espejo. ¿Tal vez Patrick Bateman, el protagonista de Psicópata americano? Sí, cabía la posibilidad. Aunque bien visto, la distancia era enorme; si quería verificarlo tenía que quitarme las gafas negras. El mío era un rostro anguloso, demasiado huraño para conseguir la menor simpatía en la batalla sentimental de una oficina. Parte del pelo y las cejas estaban chamuscados, la duda me cuarteaba los labios de cartón. Los ojos eran turgencias de cristal líquido, un mar de magmas ocres y verdosos asediando una isla de oscuridad geométrica. Ahí dentro carecía de dientes, de alma, de nombre. Mis manos desobedecían cualquier límite. Podían superar la superficie del reflejo, se internaban en él y en sus predecesores como si fueran capas de un grosor ínfimo que, sin embargo, por acumulación, daban la impresión de una profundidad abrumadora. Todo cabía de la forma más sencilla en ese mecanismo de la luz dibujado entre mi mirada y la de los demás habitantes del reflejo, cada uno escudado en el hombro transparente de su vecino, todos observándome con escaso interés, como a un forastero esporádico.

Mientras, el vendedor de ataúdes se inquietaba. Demoraba su tarea en el orinal, entre carraspeos. Lanzaba miradas cautelosas, indeciso sobre lo que pasaba conmigo. A esas alturas mi aspecto parecía fuera de lugar, anacrónico. Era obvio que su traje, comparado con el mío, pertenecía a otra época, de seguro futura. Temí que desenfundara un arma insólita y ahí mismo me arrestara. Para aligerar, destapé la bolsillera y me tomé otro buen trago. Luego volví a ponerme las gafas de sol y me calcé los audífonos del walkman. Presioné Play. La vista del aparato reavivó la curiosidad del mirón, pero la cinta magnética del casete lo desdibujó entre los acordes perezosos de una ranchera:

Vuela, paloma blanca, vuela / díselo tú que volveré / dile que ya no estará tan sola / que nunca más me marcharé…

Concluí que el walkman y la cinta tampoco me pertenecían, pero eso ya era lo de menos. Guardé la bolsillera en el saco, devolví todo al maletín y, tras sacudir un rescoldo al rojo vivo de mi hombrera, salí del baño, anestesiado por las guitarras y las trompetas con sordina.

EL VIGILANTE ME SEÑALÓ hacia dónde dirigirme para llegar al centro de la ciudad. Oprimí de nuevo Play en el walkman y empecé a caminar por la Veintiséis en dirección a la masa azulada de los cerros orientales. El aliento helado de la cellisca me permitió recuperar trozos de lo que supuse eran sucesos recientes: una exuberante señora, delante de mí en la fila de abordaje, se abanicaba con una revista, resoplaba ansiosa. Inclemente, fijó su mirada en mí. Le sonreí concesivo. Ella aprovechó su oportunidad al borde del sollozo. Comparó el aeropuerto de Bogotá con el Chatrapati Shivaji, de Bombay. Señaló que había viajado a India varias veces, de gira con un espectáculo circense. Había viajado mucho, pero ningún aeropuerto le gustaba. En unos hacía mucho calor, otros eran demasiado fríos. El aeropuerto de Bogotá, pese a estar a más de dos mil metros de altura, le parecía de lo más caluroso. La confundía en todo el sentido de la palabra. No entendía por qué carecía de aire acondicionado.

—Me llamo Antonio Cervantes, como todo el mundo —me dijo, sin apartar su mirada de mis ojos, y extendió con donaire su mano de chocolate.

—Es un placer conocerla en un día flamígero como éste, señora Cervantes —le respondí, meloso. Al besar su mano me sentí un informante de otro reino, algo así como un lemúrido camuflado de humano.

Ella arqueó una ceja. Para acentuar su decepción, se puso unas enormes gafas de sol y continuó abanicándose con la revista, fingiendo indiferencia. Sin embargo, entre susurros, me confesó que era una estrella del Circo de la Lujuria. Rápidamente añadió que perdonaba mi torpeza, dado que no había asistido a ninguna de sus funciones; la prueba era que no la había reconocido. Por tanto, estaba incapacitado para comprender cualquier cosa que ella dijera. Luego retocó su afro rojizo y siguió abanicándose ansiosa. Mientras abordaba la perdí de vista y, dado que ignoraba todo lo concerniente al Circo de la Lujuria, olvidé el enigmático encuentro.

Justo cuando iba a ocupar mi silla, advertí que llevaba un maletín en la mano. Bien. Era el mismo que ahora tenía conmigo, mientras caminaba por la Veintiséis, en dirección al centro de Bogotá. Pero además, al comparar mi aspecto actual con el que tenía en el avión, comprobé que usaba el mismo traje, aunque sin el desgaste producido por lo que, conjeturaba, había sido un feroz incendio. El repicar de una campanilla contra el ronroneo de los guitarrones, en el walkman, me invitó a proseguir.

Cerré la ventana en el avión y abrí el maletín. Revisé lo que parecían notas mecanografiadas de un diario personal o una investigación. Pero al intentar volver sobre mi propia historia, digamos, unos minutos antes de haber visto a la señora Cervantes, sólo hallaba un vacío a secas, como si observara un lienzo templado, en blanco. Lo único seguro era que de alguna forma debía reconstruir mi vida en el transcurso de ese vuelo, no podía aterrizar convertido en un interrogante. Manos a la obra, opté por garabatear una lista de oficios a los que podría haberme dedicado si jamás hubiera tomado ese vuelo:

-Conejillo de indias profesional.

-Digitador, albañil o fontanero.

-Repartidor de mercados a domicilio.

-Paseador de perros.

A PRINCIPIOS DEL SIGLO XVII, en los alrededores de Cartagena de Indias, Benkos Biohó desarrolló un sencillo método de edición de la realidad, basado en la premonición, que le otorgó cierto grado de ubicuidad. Un rápido movimiento de los dedos frente a los párpados le revelaba el compás del tiempo. A continuación ordenaba: Aue magende ataca acienda de Ibáñez (Hoy atacamos la hacienda Ibáñez); o Kema macharamuka y subi pa loma (Quemen la casa y escapen a la loma). Las huestes cimarronas obedecían sin dilaciones. Tras la pista de los atacantes, las tropas españolas quedaban plantadas, acezando ante el calor de la manigua. Morían ahí, detenidos en el tiempo, aunque sus corazones siguieran en movimiento. Biohó, en cambio, depuraba su habilidad de estar en al menos dos lugares a la vez: donde las milicias españolas suponían que estaría y donde él sabía que debía estar.

Los esclavistas fueron ingenuos: tres veces lo capturaron; dos de ellas le cortaron la cabeza, la clavaron en una pica y la exhibieron en la plaza mayor de Cartagena de Indias. Como era de esperarse, con cada reaparición del caudillo, su aura se fortalecía. Finalmente fue ahorcado y descuartizado, e instalado como escarmiento a las puertas de la ciudad. Pero los cimarrones no dieron su brazo a torcer: fundaron San Basilio de Palenque en una zona estratégica a los pies de los Montes de María; se decía que Biohó seguía al mando. El ejército colonial era incapaz de localizar un poblado ambulante que en cambio les producía sensibles bajas y dificultades para el comercio y la comunicación. El asedio del fantasma contra Cartagena pronto se hizo inmanejable, los cimarrones colonizaban al colonizador. La corona española se vio forzada a declarar libre el territorio del palenque en 1713, mediante la cédula Entente Cordiale, un largo anticipo a la independencia conseguida por la Nueva Granada en 1810. Al final la nota señalaba que esta colonia africana, convertida en el primer pueblo libre de América, fue la cuna de Antonio Cervantes, también conocido como Kid Pambelé. Al margen de la página una nota en bolígrafo azul indicaba:

Visitar el palenque, dejarse guiar por la mano africana.

ME REFRESCABA LA CARA en el baño del avión cuando noté que la señora Cervantes se las había ingeniado para entrar. Las dimensiones del cubículo (y las de la misma señora Cervantes) imposibilitaban mi salida si ella no lo hacía primero: estaba atrapado.

—No pienso aguantar este sofoco un segundo más —sentenció, y empezó a desabotonar su vestido. Con razón se estaba asando: debajo usaba un agresivo atavío de látex rojo, lleno de anillas, cadenas, púas y otros herrajes. Envalentonada, alborotó su afro y me empujó contra el lavamanos antes de darme la espalda. Separó las piernas, en admirable equilibrio sobre sus tacones traslúcidos, y se inclinó para sacar algo del bolso, meneando las caderas y zapateando con impaciencia mientras arrojaba recipientes de maquillaje, billetes, suvenires y otros objetos. Contrariada por no encontrar lo que buscaba, se incorporó y me ordenó:

—Tú no te atrevas a moverte ni un milímetro.

La obedecí en silencio, apoyado contra el lavamanos.

—Estúpida correa de ahogo, creo que se me quedó en el apartamento.

Enseguida giró y se inclinó de nuevo, esta vez hacia mi pantalón, y tras desasegurar el cinturón, lo sacó de la pretina con un solo movimiento. Pasó el extremo por la hebilla y metió mi cabeza en el improvisado collar. Cuando estuvo en su sitio jaló un poco para que se ciñera a mi cuello y soltó una breve risa que me recordó el balido de una oveja.

—Toca mi lengua, querido, tócala con la punta de la tuya —dijo, mientras tiraba del collar. La improvisada rienda llevó mi rostro hasta el suyo. Tan pronto las primeras partículas de nuestras lenguas entraron en contacto, una línea de calor hizo vibrar mis encías y mis dientes, como un líquido en ebullición. Mi vista se nubló, de forma que apenas podía entreverla.

—Saluda tu nueva vida, querido, desde ahora eres mío —oí que susurró, aunque su lengua seguía inmóvil, en contacto con la mía como un gancho de carne. Un ovillo de imágenes, como una bala metafísica, atravesó mi vida en milésimas de segundo. Acudió luego un hormigueo al paladar, seguido por el adormecimiento de las muñecas, que se extendió hasta las yemas de los dedos. Sentí dificultad para respirar. Confusión. Y un zumbido creciente, encajado en la bóveda del cráneo.*

Ignoro cuánto tiempo estuvimos ahí y qué pudo hacer conmigo la señora Cervantes entre tanto. Pero la persistencia del zumbido en mi cabeza se correspondía con la imagen de mi dominatriz presionando mi sien izquierda con su tacón, mientras jalaba el collar hacia arriba, en aparatoso simulacro de estrangulamiento. Y así suavemente tuvo lugar una inmersión en aquella piscina oscura y cálida que se tragaba centímetro a centímetro mi conciencia, como a un gusano jugoso.

De regreso en mi silla, retomé el manuscrito. Podía tratarse de una investigación, aunque tan fragmentaria y balbuceante que de seguro era apenas un primer borrador, el work in progress de un observador inestable. Los apuntes, escritos a máquina y acotados a mano, saltaban de la historia del primer poblado libre de América (San Basilio de Palenque) a datos biográficos sobre Ernest Hemingway y luego a una coincidencia que propició la invención del primer aparato de electrochoques. Apenas había leído los primeros fragmentos cuando la auxiliar de vuelo anunció que estábamos próximos al aterrizaje. Antes de bajar del avión, aunque me esforcé por encontrarla, no pude dar con la exótica estrella del Circo de la Lujuria, como si se hubiera evaporado o jamás hubiera estado ahí. Mientras descendía por la escalerilla metálica me sentí apenas una mórula, un bebé hiperbólico abandonado a su suerte en un planeta extraño.

EL PRIMER APARATO de electroshock fue fabricado en la primavera de 1938 por Ugo Cerletti, un psiquiatra italiano que investigaba sobre la depresión y la esquizofrenia. Según los pocos párrafos mecanografiados, Cerletti acostumbraba caminar por los alrededores de la universidad durante sus horas de descanso. Cierta vez, un sendero lo llevó hasta un matadero de cerdos. Debido a un desperfecto en el techo de la factoría, el psiquiatra pudo observar que antes del sacrificio los animales eran tranquilizados con descargas eléctricas en la cabeza. Ni bien regresó a la universidad, Cerletti compartió la epifanía con su colega Lucio Bini. El aparato que a la postre desarrollaron era capaz de regular descargas entre cincuenta y ciento cincuenta voltios, también podía controlar el tiempo de la descarga con precisión de décimas de segundo.

En abril de ese año se usó por primera vez con un ingeniero esquizofrénico al que la policía había encontrado delirando en la estación Termini. Una vez trasladado a La Sapienza, universidad para la que trabajaba Cerletti, se le administró una descarga de setenta vatios, que resultó insuficiente para inducir la crisis convulsiva perseguida por el psiquiatra. De hecho, el ingeniero empezó a cantar. Cerletti deseaba una segunda descarga, una parte del cuerpo médico dudó, otra se opuso. Desde su camilla el hombre gritó: “¡Una segunda, no! ¡Una mortal!”. Pero Cerletti se impuso, y durante cincuenta centésimas de segundo se le aplicaron ciento diez vatios a los hemisferios cerebrales del paciente, que le indujeron una crisis típica de la epilepsia.

Trece sesiones después, el ingeniero fue dado de alta con remisión total de los síntomas. Cerletti había conquistado la terapia de electrochoque, un tratamiento que más tarde se denominaría Terapia Electroconvulsiva. En una precipitada nota al margen, se recalcaba que la misma terapia le fue administrada a Ernest Hemingway en 1961, para tratar su cuadro de depresión profunda. Concluido el procedimiento el escritor había vuelto a su casa, donde se disparó en la boca con una escopeta de doble cañón al día siguiente, un domingo por la mañana. El último apunte, escrito a mano, se preguntaba:

Así las cosas, ¿dónde estaría Hemingway en la primavera de 1938?

JUNTO A UNA BOQUILLA de ventilación, fingiendo ser una mancha, había una mosca. Movía sus patitas con extrema cautela, luchando contra la corriente de aire que estremecía su pelambre. Los panales de sus ojos, en cambio, inquirían con audaz menosprecio. Era patente que consideraba todas las posibilidades, ya se sabía descubierta.

Una simple mosca, como casi todo lo que creemos conocer, es para nosotros un mar de misterios. Sabemos que su visión panorámica alcanza casi 360 grados y también que goza de libre albedrío: ante la inminencia de una amenaza puede emprender el vuelo, modificarlo en el aire o abortarlo según un cómputo de milésimas de segundo en el que las probabilidades de salir ilesa están siempre a su favor. Sin embargo, ignoramos cómo realiza dicho cálculo. A medias aventuramos que su veloz metabolismo le permite percibir nuestros movimientos más ágiles en cámara lenta, algo que parece una obviedad. La ciencia promete descifrar pronto su sinapsis nanométrica, empujada por la codicia de la computación cuántica. Entre tanto, ella seguirá burlando nuestros cálculos y manotazos con sus guarismos infinitesimales.

Indiferente a mis reparos, sus ojos marrones me sopesaban con arrogancia. La percepción del tiempo se hizo ambarina, pastosa, como si hubiera caído en alguna suerte de hipnosis. De hecho, doblar el fajo de hojas mecanografiadas para intentar que emprendiera un escape estaba fuera de mis posibilidades. Cada uno de mis dedos pesaba una tonelada. Suspiré y me distendí sobre el espaldar de la silla, derrotado. Era su turno. Ahora yo estaba dentro de ella, apretujado en una cámara de sedación que me permitía divisar una realidad pixeleada y amarillenta. Y ahí estaba otra vez mi cuerpo, extenuado contra el respaldo de la silla del avión. Pero en lugar de un legajo de páginas mecanografiadas, sostenía una grabadora de mano en la derecha. La anticipación de la mirada cuadro a cuadro de la mosca me permitió saber que estaba a punto de accionarla. Ese otro que tal vez era yo se aseguraba de presionar el botón correcto; el índice se levantaba con insoportable lentitud en busca de la posición necesaria. La mosca voló hacia la parte delantera del avión, esquivando las ráfagas de aire de las boquillas. Luego se posó en el techo, dándome una vista invertida del interior de la nave. A pesar de la distancia, advertí una imprecisión: me pareció que el pasajero con la grabadora de mano no era yo, simplemente vestía un traje parecido al mío y sus facciones en baja resolución resultaban semejantes a las mías. Ese no-yo, nervioso, miraba ofuscado a los demás pasajeros, acomodaba la grabadora portátil en la manga de su traje, intentando ocultarla antes de accionarla.

Un instante después (que en mi percepción del tiempo híper veloz de una mosca tardó lo suficiente como para presumir varias posibles vidas en las que nunca subía a esa aeronave) sobrevino la explosión. El fuselaje se curvó alrededor de la silla que ocupaba mi no-yo. Una de las fisuras se extendió por el techo, retorciéndolo como si fuera de cera, y deshizo el tubo ardiente en una lenta cadena de sucesos. La mosca en la que viajaba fue arrancada por la atmósfera exterior. La nave se desintegró en una estruendosa bola de fuego; una minúscula partícula ardiente alcanzó a la mosca. A bordo de la cámara de sedación del insecto, mi mente sucumbió mientras el cielo giraba en tirabuzones y otras pericias de vuelo que me llevaron de nuevo al aeropuerto, a posarme sobre la hombrera de mi traje, donde yo mismo intenté aplastarla sin éxito al confundirla con un ascua, bajo el asedio de un mirón. Entonces presionaba Play en el walkman y abandonaba el baño, metido en esa ropa ajena y humeante, mientras el vendedor de lotería carraspeaba y caminaba hacia el espejo, subiéndose la bragueta.

YO PERTENECÍA a esa calamitosa ciudad que la caminata me develó paso a paso, eso era claro. Sin importar que fuera adoptivo, el hijo conocía su casa. Podía admirar su locura con los ojos cerrados, olfatear sus modales afligidos y frenéticos, acariciar su miseria en cada manzana. En las inmediaciones del Parque de la Independencia noté que la cinta magnetofónica corría cada vez más lento. Tomé una banca y presioné Stop para que las pilas del reproductor también descansaran. Advertí que el casete estaba rotulado con marcador azul. Abrí de nuevo el portafolio y lo reburujé hasta hallar un bolígrafo. En el revés de una página repetí el rótulo. Las caligrafías no coincidían. A simple vista parecían hechas por manos distintas, así que anoté: “Esto no fue escrito por mí, quien quiera que sea y como quiera que me llame”. Y bajo la nota estampé una rúbrica. Pensé que sería buena idea incluir la fecha. Una chica que trotaba con su perro descendía por el sendero.

—¡Buenos días! Disculpe, ¿me puede recordar qué fecha es hoy? —le dije. Ella se detuvo y sonrió, sin dejar de trotar en su sitio. El perro olisqueó en dirección mía, precavido, sin separarse de su ama.

—¡Buenos días! Hoy es dieciocho de octubre, jueves.

—Ya. ¿Pero de qué año?

—De dos mil diecisiete, por supuesto —dijo, un poco sorprendida. A su vez, ella notó mi turbación.

—Entiendo, muchas gracias —le respondí, mientras registraba la fecha bajo mi firma.

—¿Quiere un poco de agua? Tengo una botella sin destapar —continuó, con algo de preocupación. Sin esperar respuesta abrió el canguro atado a su cadera y sacó una botellita que me extendió con una sonrisa.

—Hasta un camello se deshidrata en el gélido desierto bogotano —le dije, antes del primer sorbo. El líquido era un elixir, la caminata había sido larga. Mientras bebía, ella dejó de dar saltitos en su sitio y se sentó a mi lado. Sólo entonces su perro olisqueó mi zapato con alguna reserva. Tras un largo sorbo, le hice un guiño de gratitud. No tendría más de veinte años, era un buen prospecto de ciudadana ejemplar. Una heroína de su futuro.

—Me apena decirlo, pero lo encuentro un poco… estropeado. ¿Le duele algo? ¿Quiere que lo ayude a llegar a su casa o a alguna otra parte? —quiso saber apenas terminé con la botella.

—Estoy bien, gracias. Sólo se le acabaron las pilas al walkman y, bueno, por alguna razón no estaba seguro de la fecha. Pero ya está todo claro y feliz, señorita. El agua cayó de maravilla, mil gracias.