Rubén Darío

Opiniones

Publicado por Good Press, 2019
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664182449

Índice


GORKI
EL POETA LEÓN XIII
LIBROS VIEJOS A ORILLAS DEL SENA
UN CISMA EN FRANCIA
LAS TINIEBLAS ENEMIGAS
ALGUNAS NOTAS SOBRE JEAN MOREAS
A PROPÓSITO DE Mm. DE NOAILLES
NIÑAS-PRODIGIOS...
ROSTAND, O LA FELICIDAD
LA PRENSA FRANCESA
I Los diarios.
II Las revistas.
LA EVOLUCIÓN DEL RASTACUERISMO
EL ESCULTOR ARGENTINO IRURTIA
CLÉSINGER Y SU OBRA
MISS ISADORA DUNCAN
REMY DE GOURMONT
HENRI DE GROUX
LO QUE QUEDA DE HEREDIA
NUEVOS POETAS DE ESPAÑA
EN ASTURIAS
I Desilusión del milagro.
II A la orilla del mar.
III San Telmo.
IV San Telmo se porta bien.
V Un eclipse.

GORKI
GORKI

Índice

HE aquí un autor cuya boga es ciertamente justa; este ruso que viene después de Gogol, después de Turgueneff, después de Tolstoï, después de Dostoieuski. Su nombre, recién descubierto, resuena y va hoy por toda la tierra civilizada, de otro modo que las recientes importaciones polacas, ya en baja en la moda y en las librerías. Este autor es un exótico y un sincero. Los críticos franceses se quejan del imperio del exotismo, del triunfo de tantos nombres extranjeros en el público francés. La razón de la preferencia por tantas obras de otras naciones, es clara. El público de Francia está sujeto desde hace mucho tiempo a una alimentación intelectual especial, que equivale a la cocina nacional; platos exquisitos, demasiado bien hechos, muy pimentados y perfumados de la trufa gala; pastelería de gastados o de gentes de demasiado alegre vivir, en que se llega hasta el gateaux a base de kola. Es el reino de lo artificial. Cuando se importa un buen plato fortificante y natural—las gentes del Norte los tienen muy buenos—, los consumidores se regocijan y agotan el artículo. Así los beefsteacks de reno de Ibsen, o los rostbeefs de oso de Tolstoï. Otra cosa son las en extremo comerciales ensaladas de Sienckiewicz y compañía.

Siguiendo en comparaciones suculentas, diré que lo que trae Máximo Gorki es alimento fuerte y nutritivo; solamente semejante a una olorosa barbacoa, o a una carne con cuero, o asado al asador—tanto la estepa está en correspondencia fraternal con la Pampa—. La estepa sería la hermana pálida.

Gorki es una voz que clama en la estepa; y el mundo le escucha porque ha tenido la suerte de llegar en buena hora. Gorki es lengua de pueblo, y se hace oir con el aliento de todo un vasto pueblo; y como es hondamente humano, su palabra es comprendida por toda la pensativa humanidad. Es vasto pensador brotado entre las muchedumbres como un alto pino en una floresta. Observa en el mundo que ha rozado gestos y enigmas. Su espíritu es el espejo baconiano: speculumm quoddam incaotatum plenum spectris et visionibus. Su obra, que está repleta de vida, se siente, por lo tanto, llena de misterio. Es uno de esos autores, muy raros por cierto, que hacen comprender la divina afirmación de Shakespeare sobre las muchas cosas que hay en la tierra y en el cielo incomprensibles para nuestra filosofía. Es una alma inmensa que ha recogido y anotado los gritos, las violencias y los sueños de sus hermanos que sufren y caen. Es el San Juan de Dios de los malditos. Con todo esto, naturalmente, comprenderéis que no se trata de un literato. No es «el distinguido escritor», ni «el eminente novelista», ni «el célebre hombre de letras». En efecto, se trata de un atorrante.

Entendámonos. Un atorrante argentino, un tramp inglés o norteamericano, un gueux francés; es el feliz filósofo del arroyo, el príncipe de la miseria, el hermano de los perros, el abandonado que abandona, el ser a quien nada preocupa y nada estorba. Gorki no ha sido, pues, un atorrante; pero ha vivido la vida de un atorrante, de los tristes, de los pobres, de los hambrientos que en la horrible miseria rusa mascan tinieblas y beben aguardiente, el veneno nacional; luego, la vida de los obreros, peor por otros motivos que la de los vagabundos; y en esa enorme nación, cuasi oriental, en que ha nacido y sufrido, ha sentido las palpitaciones y los suspiros de las masas pasivas, las manifestaciones de esa enigmática alma rusa, tan propicia a la visión y al misticismo, entre las labradas arquitecturas, sobre el país extensísimo y frío, y bajo la opresión de un Gobierno semiteocrático, y de una vida social abrumadora, extraña a la piedad, en un ambiente de fatalismo. Gorki trata asuntos que otros escritores rusos han tratado, y tiene algunas veces semejanza con ellos, con Korolenko, por ejemplo, o con Tolstoï; pero tiene más verdad que todos, puesto que extrae de su propia carne, de su propia experiencia; ha escrito «con sangre», como diría el gran loco del Zarathustra. En cuanto a Tolstoï, un escritor de la penetración de Rachilde, dice con razón: «El conde Tolstoï es un gran señor incapaz de juzgar las cosas de otra manera que desde lo alto. Gorki, que casualmente ha visto de cerca la existencia misma de ciertos rusos, dice verdades, pero no echa su maldición a nadie... porque los verdaderos filósofos saben que es inútil maldecir o bendecir. Tolstoï puede muy bien ser un loco. Gorki es ciertamente un cuerdo, y, sobre todo, un poeta ebrio de la naturaleza antes que de fanatismo.»

Gorki es joven. Desde sus primeros años ha sabido lo que es la lucha por la vida, por el simple pan, en la tierra de la miseria y de la nieve. Ha podido observar todos los egoísmos y todas las infamias, y si no se contaminó, fué por exceso de virtud natural; virtud, fuerza, valor. Si no hubiese sido un intelectual genial, sería un gran bandido. La mano del diablo de su suerte le puso todos los malos pasos a la vista, todas las trampas para hacerle caer: necesidad, mal ejemplo, injusticia, medio corrompido y alcohol... De todo triunfó el arcángel triste que lleva adentro. Imaginaos un adolescente casi, lleno de sueños, con un enorme corazón sensitivo y una admirable comprensión de las cosas y de los hombres, obligado por la más dura pobreza a trabajar en los más ásperos oficios y a comunicarse tan solamente con obreros esclavizados, con pobres viciosos; a padecer la crueldad y la malignidad de los capataces y de los patronos, panadero, herrero, vendedor ambulante, buhonero, y a encontrarse a cada paso con el crimen, con el asesinato, con el robo; y al mismo tiempo a comprender cómo la mayor parte de los criminales eran principalmente obra del medio, víctimas ellos mismos del daño ambiente. Así creció, así aprendió a leer y a escribir; así surgió de pronto un colosal revelador de lados desconocidos y profundos del alma eslava, con un verbo claro y neto, como los hechos, sin afeites de estilo; pero fotógrafo maravilloso, que deja ver lo interior de las cosas, algo como los rayos X de la escritura; y desprendiéndose de sus imágenes sorprendentes un vapor de luz piadosa, un noble amor humano y un respeto por lo desconocido, por el grave misterio en que vamos a tientas. Dios aparece, se hace presente, en lo vago, aunque no se nombre a menudo, como en otras obras rusas en que los ímpetus místicos de esa gigantesca raza pueril se muestran frecuentemente entre el sufrimiento y el miedo. Mas surgen a cada paso las que él llama «las grandes y perturbadoras cuestiones que se abren como abismos ante la razón humana y lo llevan irresistiblemente hacia las tinieblas». El no asegura «esto es» ni «esto no es». No tiene necesidad de las enseñanzas del pope, ni hace su oración ante la panagia; pero sabe, como todo verdadero meditativo, que en las manifestaciones de la naturaleza, y, sobre todo, en el hombre mismo, hay oculto un secreto que pugna por demostrarse, y que en la complicación de la existencia no hay un gesto inútil ni un movimiento que no tenga su razón. Por esto sus ideas de religión no se hacen decisivas hacia una afirmación teológica, ni caen en el escepticismo; y sus ideas de justicia están basadas en una moral superior, que sorprende en lo inexplicado y fatal la causa de los hechos, de manera que, en parte, la delincuencia es un mal cuya responsabilidad no recae toda en quien viene a ser como un grano de trigo bajo la piedra triturante de su destino. Una parte de la culpa no está entre los hombres.

Uno de sus principios es que algo de malo hay en todo hombre bueno, como algo de bueno hay en todo hombre malo; es la antigua dualidad, que lucha en el ser humano, elemento. La cordura de Gorki sabe que no debe nunca ser osado a sobrepasar la lógica categoría. Su temperamento singular obra adecuado en ese medio de su país, en que una especie de sonambulismo colectivo parece que se uniese, en las pasivas muchedumbres, a la oriental resignación de padecimientos seculares.

La organización social rusa ha herido con sus durezas y angulosidades la delicadeza del espíritu superior, nacido para otra existencia que la de la inacción y la esclavitud. Sus heridas sangran muy vivamente. «Precisa haber nacido—dice—en una sociedad civilizada para tener la paciencia de vivir en ella toda la vida y no sentir nunca el deseo de alejarse de esa esfera de convenciones penosas, de venenosas mentiras consagradas por el uso, de ambiciones enfermizas, de estrecho sectarismo, de diversas formas de falta de sinceridad; en una palabra, de toda la vanidad de vanidades que hiela el corazón, corrompe la inteligencia y con tan poca razón se llama la vida civilizada. He nacido y me he criado fuera de esta sociedad, y, por tal motivo, no puedo aceptar su cultura a fuertes dosis sin experimentar en seguida la necesidad de salir de su cuadro y olvidar las complicaciones múltiples, los refinamientos enfermizos de tal existencia.» Estamos lejos del sentimentalismo de Rousseau. Siguiendo los pasos de Gorki, a la orilla de los mares natales, o entre las isbas de la campaña, por las calles de las pequeñas ciudades, como a la entrada de las populosas, vemos, por fin, que entra en el país Anarquía. Va llevado por amor y por odio, las dos fuerzas que ritman los latidos de su inmenso corazón.

Su procedimiento es absolutamente sencillo. Ha visto, ha padecido, y cuenta con una lengua desnuda, pero señalada de gestos, de ademanes indicadores, iniciadores de hechos venideros o que traen reminiscencias de hechos pasados. Y aunque la humanidad rusa es verdaderamente especial, los signos son comprensibles y despiertan las correspondencias en cualquier otra raza o en cualquier otro rincón del mundo, en donde se sufra, se llore o se sueñe. Gorki no celebra ni levanta a sus labriegos, obreros pacientes o malignos, o sus vagabundos; pero les cubre con un velo de lástima, y si no los absuelve, como la naturaleza, indiferente, tampoco los condena. De pronto suele señalar en el corolario de una sucesión de acciones o en un hecho aislado los motivos cerebrales, las perversidades congénitas, y de acuerdo con esto, con la conciencia moderna, excusa la misma criminalidad. Todo aparece embebido en ese vapor de vodka que flota sobre el pueblo ruso, ese alcoholismo alucinante que ayuda a la eclosión de las malas fuerzas secretas en el silencio de las noches espectrales y llenas de misteriosa complicidad.

La naturaleza atrae a este genial intelecto con su encanto y su libertad salvaje, y sabe leer en ella, comprende más de un jeroglífico, pone el oído a más de una voz del más allá. Es una especie de Novalis ingenuo que ha caminado mucho tiempo teniendo hasta el pecho el lodo del camino de la vida, pero que ha sido sostenido por la gracia demiúrgica y por la mirada de las estrellas. Siente que las ideas entre las olas y el aire pierden su acritud y hasta la vida su valor. Ha tomado más de una vez consejos del ruido del mar, y se ha apaciguado su alma al soplo infinito. Y ha soportado las lecciones del vivir ayudado por la bondad del alma universal. Cuando alude a sucesos de su vida, cuando narra cosas dolorosas de su existencia, las tempestades que han golpeado su juventud, es de una simple elocuencia dominadora. Hay, entre otras, una anécdota en uno de sus cuentos que abre una puerta de claridad sobre su experiencia de bregas, de desconfianzas y de desconsuelos, en que sólo ha podido triunfar a fuerza de perseverancia, de labor y de valor. Narra su odisea con un príncipe georgiano, a quien por lástima tuvo que acompañar y alimentar, él, pobre obrero, en un viaje largo y miserable hasta Tifflis... «Le daba de comer, le explicaba los bellos sitios que viera, y recuerdo que una vez, habiéndole de Baktchisarai, le cité algunos versos de Puchkine. No le produjeron efecto alguno. «—¡Ah, versos...! Mejores son las canciones. Conocía yo a un georgiano, Mato Legeava, que sabía cantar... ¡Qué canciones! Gritaba mucho, mucho, parecía que le clavaran un puñal en la garganta. Mató a un posadero y le enviaron a Siberia...—» Cada vez que volvíamos a juntarnos perdía un poco más de su estima, y ni se tomaba la pena de disimularlo. Nuestros asuntos iban mal. Apenas podía ganar yo un rublo o un rublo y medio por semana, y esto era poco para dos. Las limosnas que recibía Charko no nos procuraban grandes ventajas. (El príncipe prefería mendigar a trabajar...) Su estómago era un abismo que todo lo sorbía: uvas, melones, pescado salado, pan, fruta seca. El abismo parecía crecer y exigir mayores ofrendas. Charko (el príncipe) me pedía que nos marcháramos de Crimea, diciendo que estábamos ya en otoño y que aún nos quedaba gran trecho que recorrer. Convine en ello. Salimos de Crimea y nos dirigimos a Teodocia, con objeto de ver si se ganaba algún dinero. Volvimos a mantenernos de fruta seca y de esperanzas. Veinte verstas más allá de Aluchta nos detuvimos para pasar la noche. Decidí a Charko a andar por la playa. El camino era más largo, pero yo quería respirar la brisa marina. Encendimos una hoguera y nos tendimos junto a ella. La noche era espléndida. El mar, de un verde obscuro, chocaba contra las rocas a nuestros pies, y el cielo, estrellado, callaba sobre nuestras cabezas. A nuestro alrededor suspiraban la maleza y las hojas de los árboles olorosos. Aparecía la luna. Un pájaro cantaba, y sus trinos resonaban en el aire, lleno del ruido dulce y acariciador de las ondas, y cuando este ruido hubo cesado oyóse el agudo chirrido de un insecto. Brillaba el fuego alegremente, parecido a un gran ramillete de flores rojas y amarillas. El vasto horizonte del agua estaba desierto, sin nubes el cielo, y yo, en el borde de la tierra, soñaba con lo infinito... Embriagado por la majestuosa belleza de la noche, me desvanecí en una maravillosa armonía de colores, sonidos y perfumes; el tímido sentimiento de una presencia augusta embargaba mi corazón, que con fuerza de un júbilo extraño cesó de latir... De repente Charko se echó a reir. «—¡Já, já! Vaya una cara que pones. ¡Pareces un carnero! ¡Já, Já!—» Me asusté como si un rayo hubiese caído junto a mí. Era peor. Sí, mucho peor.»

He citado ese pasaje porque encierra en sí mucha enseñanza, porque pone de manifiesto la imposibilidad de conciliación entre el intelectual y los elementos que desgraciadamente componen, tanto en Rusia como en el resto de la tierra, la joven aristocracia. Esto es lo que provoca lo que llama el Creador de valores nuevos, «la creciente del nihilismo».

El porvenir habla ya por mil signos; ese destino se anuncia por todas partes; para escuchar esa música del porvenir todos los oídos están atentos. «Nuestra civilización europea toda se agita desde hace largo tiempo bajo una presión que va hasta la tortura, una tensión que crece de diez en diez años, como si quisiera provocar una catástrofe: inquieta, violenta, precipitada; semejante a un río que quiere terminar su curso, que no refleja ya, que teme reflejar.» La filosofía de Gorki es un substrátum de experiencia. Su escuela ha sido la desgracia en la edad de la ilusión y del amor. Por eso él mismo cree y afirma: todos los hombres que luchan por la vida, que están presos en su lodo, son más filósofos que Schopenhauer, porque jamás una idea abstracta tomará una forma tan precisa como la que el dolor arranca de un cerebro. Este potente candoroso es un extranjero delante de los retóricos, delante de los arregladores de fórmulas y de palabras. «Estos se extasían—dice—para sostener su reputación de hombres que comprenden la belleza, y no porque sientan el encanto sin par de la gran madre, fuente de toda vida, manantial de fuerza.» En el descanso de los azares de su vida algunas grandes almas han comunicado con él a través de los libros.

No es un letrado, no es un leído, mucho menos un universitario; pero de cuando en cuando uno conoce, por una cita o por una comparación o reminiscencia, sus autores favoritos o los que han dejado alguna huella en su mente. Fuera de la literatura rusa se ve que ha leído a Shakespeare y a Cervantes, y a este último se nota que le ama, gracias al maravilloso Caballero, como Heine. Ha leído también a Swift, y debe haberle sabido áspero y fuerte como un trago de vodka. Mas su libro principal es mucho más vasto y más repleto de verdades. Hablando de un ingrato, dice:

«Me enseñó muchas cosas que no se hallan en los más abultados libros escritos por los sabios; porque la sabiduría de la vida es siempre más profunda y más amplia que la sabiduría de los hombres.»

Los libros de Gorki pueden parecer demasiado secos a los lectores de cosas bonitas, de libritos coquetos y sabrosos, hechos por desahogados diletantti o por industriales de la literatura; pueden aparecer inmorales a los hipócritas que se regodean con las peores obscenidades con tal que vayan disimuladas entre encajes de Francia o decoradas de estetismo italiano; pueden parecer absurdas a quienes van por el mundo como dormidos o privados por ingénita estupidez del don de comprensión y de meditación. El matrimonio Orloff es una obra maestra en todas partes; los cuentos de Gorki son diamantes en su género. Los tres es una novela de una fuerza y de un interés tales, que no puede abandonarse una vez empezada. Es un estudio de fatalidad, una reproducción verídica de una existencia atormentada y conducida al crimen por la violencia y la inflexibilidad de la suerte, en un medio cruel y temeroso. La obra interesa tanto a los sabios que buscan resolver el problema de la justicia, basados en el estado de la máquina humana y de los medios sociales, como a los que, espiritualistas esperanzados o convencidos, juzgan que no se mueve la hoja del árbol sin el influjo de una potencia suprema y secreta. ¿Le seguiremos llamando Dios, si gustáis?

EL POETA LEÓN XIII
EL POETA LEÓN XIII

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«Ma gia morte s’appressa: ¡deh! in quell’ora
Madre, m’aiuta lene, lene allora
Quando l’ultimo di ne disfaville
Con la man chiudi le stanche pupille;
E conquisto il demon che intorno rugge,
Cupidamente, all’anima che fugge
Tu, pietosa, o Maria, l’ala distendi:
Ratto la leva al cielo, a Dio la rendi.

CUANDO La Nación, de Buenos Aires, me envió a Italia y comuniqué la impresión que hiciera en mi ánimo el augusto Papa blanco que hoy descansa en la muerte, citaba esos versos suyos, religiosos y pálidos como cirios. Como cirios son los versos de León XIII, por la palidez y por la llama, y porque, aun cuando en veces iluminasen cosas profanas, se consumen por Dios. Admirad y alabad al teólogo tomístico, al político progresista, al evangélico sociólogo, al sesudo autor de sus encíclicas. Yo celebro al poeta; yo celebro al pastor de pueblos que se detiene en sus paseos matinales a ver cómo crecen las flores del jardín de Horacio; al tiarado frecuentador del Dante; al viejecito transparente y delicado que se está muriendo y dice: «Escribid lo que voy a dictar»; y lo que dicta son versos. Versos puros y clásicos, versos que brotan con son castalio de una límpida fuente latina. Celebremos, los que guardamos aún como un raro tesoro, el entusiasmo, la pasión de un ideal de Belleza, la memoria del que, bajo el inmenso peso de su triple corona, conservó ligero y alado el pensamiento, y armoniosa y dulce la palabra, en relación apacible con las inmarcesibles musas. Pues el lírico que acaba de dejar su jaula dorada del Vaticano sabía amar la vida y celebrar sus dones, y en sus exámetros católicos oiréis un rumor de abejas paganas.... Son abejas que se han posado en las rosas de Virgilio y sobre los mirtos de Flacco... ¿Qué importa? Él llevaba a la pradera en que las ninfas de rosadas carnes han sentido el frescor del rocío de la aurora, sus pasos piadosos; junto a Filomela hacía revolar la blanca paloma del Espíritu Santo, y el gran Pan veía pasar entre las verdes hierbas, paciendo, maravilloso de candidez y de luz sublime, un corderito cuyos mansos ojos reflejan el universo, y cuyo contacto purifica la negra tierra: el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

No otium, sino ars cum dignitatem... Se veía que se había refrescado en el agua de Juvencia; la vida lo amaba.

El admirable Pontífice podía decir: «Entendámonos, una vez por todas. Hay sentencias que aceptamos porque sí, sin razón alguna, porque han sido dichas por personajes remotos, en una lengua muerta más o menos... Así, creemos como una verdad, porque está en griego, lo de que los amados de los dioses mueren jóvenes. No hay tal cosa. Los amados de los dioses mueren viejos... Y si, además de eso, son amados de Dios, mueren más viejos aún, como moriré yo, Arcade de Roma y Obispo del mundo, León XIII. Los que mueren jóvenes son los amados de los diablos...» Y a fe que hubiera hablado con mucha razón.

Desde sus primeros versos hasta esa serena y sentida Nocturna ingemiscentis meditatio que, en los instantes mismos de su Extrema Unción, pulía y repulía clásicamente, el favor apolíneo se revela, al propio tiempo que el apego a las formas ilustres y a la lengua sabia, que hacen del sagrado scholar uno de los últimos cisnes que habría el de Mantua acogido con placer en su lago sonoro.

No es de gran importancia saber si aquel canto nocturno fué el último, o si lo fué su composición en honor de San Anselmo:

Puber Beccensi cupide se condere claustro
Patricia Anselmus nobilitate parat,
Sub duce Lanfrancus, studiosus et acer alumnus
Sub patre Herluino crescit et usque pius;
Florentem ingenio juvenem ad cœlestia natum
Quem non perficiat tale magisterium?
Hinc pastor fidel divinæ, hinc munere doctor
Sublimi in superis vertice conspicuus.

Es el caso que supo morir líricamente, y en belleza, como un cisne. Después lo descuartizó la Ciencia y lo expuso la Tradición...

 

Se le ha comparado con un águila, con un águila blanca, con una blanca águila vieja. Chartran, que lo pintó orando; Laszlo, que revela sus manos; Benjamín Constant, que quiere mostrar su pensamiento; los pintores todos, que han dejado en el lienzo la venerable figura, parece que tuviesen la obsesión del ave jupiterina, que es también pátmica. Cuéntase que, en un instante de buen humor, se quejó el Papa a uno de esos artistas de que hubiese insistido tanto en su nariz... En la obra de Laszlo, las manos semejan garras marfileñas... Ya os he dicho cómo para mí la diestra de León XIII, al tenerla entre mis dedos, al depositar en ella, sobre la gran esmeralda de la esposa, mi beso sincero, me pareció una madeja de seda, una flor, un lirio de cinco pétalos, un viviente lirio pálido, o, acaso, una pequeña ave de fina pluma... Ha habido diabólicos escritores de calumnias que han dicho que con esas pálidas manos estrangulaba pajaritos que hacía cazar con redes de seda en sus jardines. En cuanto a las grandes narices, ciertamente son ellas la que patentizan la raza aquilina, y por otra parte, el Padre Santo debía haber sabido que, entre los poetas, de Ovidio a Cyrano, las grandes narices han sido acariciadas por la gloria; y entre los filósofos, Aristóteles, en el tratado de los Animales, hace su elogio. No recordaré, por excesivamente profano, el de Lampridio; pero sí la afirmación de un antiguo autor italiano: «Il naso grande da argomento d’uomo da bene.»

La nariz, la faz toda, era de águila, como la de Dante, y como la de Poliziano era de rinoceronte. Voltaire también la tenía de águila, y cuando he vuelto a ver el busto de Houdon y he renovado en mi memoria la máscara pontificia, he visto, en verdad, que César Zumeta y Hughes Le Roux tienen razón: en los labios de Pecci existía la sonrisa de Arouet... Nada quita esto a su alta potestad, a su fe celeste—lumen in cœlo—, a su misión sagrada de representar sobre la faz de la tierra al Divino Doctor de la Dulzura. Quiero fijarme, sobre todo, en su carácter de intelectual; y a propósito de la sonrisa, certificar que el poeta León XIII era cien veces superior, lira en mano, al admirable y detestable autor de La Pucelle... Pero ambos no cazaban moscas.

Poeta y rey, se ha visto mucho, desde el santo rey David, hasta Oscar de Suecia y Carmen Silva. Eso es fácil y aun decoroso de ser, cuando no se caza el jabalí o el hombre. Poeta y Pontífice se ha visto menos, se ha visto rara vez, y tan solamente vienen a mi recuerdo los nombres de Gregorio el Magno, que inmortalizó el canto católico y que merece el nombre de poeta; Eneas Silvio Picolomini, y León XIII, que no temían la compañía de las Piérides y ajustaban sus ideas ortodoxas a la vieja y mágica música que celebró al pío Eneas o los encendidos labios de Cloe. Los asustadizos tienen el sedativo antecedente de la homilía de San Buenaventura, que no juzga pecaminosa la frecuentación de las liras antiguas desechadas por el severo Jerónimo. Mas, ¿qué han sido sino almas artísticas los ministros de Cristo, que en lo antiguo como en lo moderno han creído con justicia que honrar a Dios por la Belleza no es más que honrarlo con creces? Como Gregorio, Agustín amó la música; Ambrosio el milanés, la hermosura litúrgica; Gregorio el de Nasianzo, la poesía, con toda la falange de los poetas místicos latinos de la Edad Media; Marbodio el de las gemas, Paulino de Nola, Rústico, Juvenco, Lactancio, Sedulio y todos los demás que tan bellamente ha exhumado en nuestros días la noble erudición de M. de Gourmont. Así, dice el venerable Beda hablando de los viejos poetas cristianos, sus versos inspiraban el desprecio al siglo y avivaban en las almas el ansia de la vida eterna.

Hicieron suyas también las ideas de la Escritura y dieron tanto encanto a su poesía, que los más sabios doctores se complacían en escucharlos. La creación del mundo, la caída del primer hombre, el cautiverio de Israel, su salida de Egipto y su entrada en la tierra prometida, la encarnación del Verbo, todas las peripecias de su redención, su resurrección del sepulcro, su subida al cielo, la venida del Espíritu Santo, la iluminación de los apóstoles y la maravillosa conquista del mundo por la doctrina de Jesús, eran alternativamente el objeto de sus cantos. Describían también a grandes rasgos el terror del juicio futuro, los horrores de la cárcel eterna y el dulce reposo del reino celestial; pero la pintura de la bondad de Dios y de su justicia les servía mucho más a menudo para hacer volver a los pecadores al amor del bien y a la práctica de la virtud. En parte, pueden aplicarse esas palabras a las poesías de Su Santidad difunta. Mas hay en él relampagueos que turban, de repente, la tranquilidad de la poesía ungida en el seminario. No en vano se roza uno con el enorme Alighieri. Tiene León XIII versos domésticos, consejos a la juventud, plegarias y simples recreos académicos, como su elogio a la fotografía; mas, entre sus poemas italianos y latinos, hallaréis de pronto la huella de la garra y la señal del aletazo. En verdad se dice: ¡Ha muerto una vieja águila blanca!

 

«Va, Benvenuto mio, che tu sei un valente uomo...» Un Papa es quien dice esas palabras al Cellini, y juzgo que, si León XIII hubiese estado en lugar de Clemente, habría dicho lo mismo. Pues era varón de altas vistas, de intelecto fuerte, y que por culpa de la política prosaica y baja de su siglo no pudo hacer brillar en San Pedro la luz de un nuevo Renacimiento. Mas, ¿quién mostro un espíritu más liberal que él frente a la ciencia moderna, con todos sus tanteos e ineficacias, junto a relativas victorias; o haciendo abrir por vez primera, a la curiosidad de la historia libre, los secretos de los archivos vaticanos, a punto de decir cuando se le observó que cierto célebre francés protestante revolvía y anotaba todos los registros: «¡Qué importa! ¡Decidle que no oculte nada, que lo publique todo!»; o entrando en la peligrosa cuestión social, de manera que traía a su verdadero origen y justicia el deber del rico y del proletario? Artista de armiño y púrpuras papales,