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Créditos

Título original: La giornata d'uno scrutatore

Edición en formato digital: noviembre de 2012

© 2002 by The Estate of Italo Calvino

All rights reserved

© De la traducción, Ángel Sánchez-Gijón, 1999

© Ediciones Siruela, S. A., 1999, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-54-7

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Índice

NOTA PRELIMINAR

Italo Calvino

LA JORNADA DE UN ESCRUTADOR

Notas

Créditos

Notas

1 Giuseppe Benedetto Cottolengo (Bra 1786-Chieri 1842), primogénito de una numerosa familia, se ordenó sacerdote en 1811. En Turín se licenció en Teología (1816). Canónigo de la iglesia del Corpus Domini (1818), ejerció su ministerio durante nueve años. Comenzó a prestar asistencia a enfermos y desvalidos en 1828 en una pequeña casa llamada Volta Rossa. El elevado número de asistidos le obligó a trasladar su obra pía al barrio turinés de Valdocco, donde surgió la Piccola Casa della Divina Provvidenza (1832). En la época de esta narración, el Cottolengo contaba con unos 6.000 asilados. En todo el mundo hay, en la actualidad, unos 600 cottolengos. (N. del T.)

2 Pietro Giannone (Ischitella, Gargano 1676-Turín 1748), historiador y jurista, estudió jurisprudencia en Nápoles, ciudad que se vio obligado a abandonar después de la publicación de su Storia Civile del Regno di Napoli, que le procuró la excomunión por parte del arzobispo de la ciudad. Vivió en Viena y Ginebra, donde terminó su obra Triregno, publicada en 1895. De Ginebra fue atraído con engaño al Piamonte, donde fue arrestado y encarcelado por los Saboya. En su Storia narra las vicisitudes del Estado napolitano como una lucha entre el Estado y la Iglesia. El primero es fuente de progreso, mientras que la Iglesia es considerada la base del oscurantismo. Su crítica fue considerada un ataque al poder temporal de la Santa Sede y de los Estados Pontificios. La obra de Giannone se engloba en el movimiento de revisión general de la llustración. (N. del T.)

NOTA PRELIMINAR

Con motivo de la publicación por el editor Einaudi de La jornada de un escrutador (febrero de 1963), Calvino escribió el texto de una presentación del libro, hasta ahora sustancialmente inédita, que aquí se publica por primera vez en su redacción íntegra. La pregunta inicial y los dos primeros párrafos aparecieron en Il Corriere della Sera el 10 de marzo de 1963 bajo el título «Una pregunta a Calvino».

Su nuevo libro La jornada de un escrutador trata de una cuestión contemporánea y es un relato entreverado de reflexiones que abarcan la política, la filosofía y la religión. ¿Considera este libro un viraje respecto a otros libros suyos tan distintos, nacidos de una imaginación libremente fantasiosa, como El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente? Y si es un viraje, ¿a qué se debe?

No es un viraje ya que mi trabajo de representación y comentario de la realidad contemporánea no comenzó hoy. La especulación inmobiliaria es una novela breve que escribí en 1957 y que intenta –partiendo también de la experiencia autobiográfica apenas deformada– una definición de nuestro tiempo. La nube de «smog», que escribí en 1958, también está en esa línea. Entonces en mi ánimo tenía la idea de hacer una especie de ciclo que habría podido titularse A mediados de siglo, o sea historias de los años cincuenta, para resaltar un cambio de época que todavía estamos viviendo. La jornada de un escrutador era precisamente uno de los relatos de esta serie. Dentro de esta dirección (en la que creo que seguiré trabajando aún bastante tiempo) es donde se puede hablar de un viraje o, mejor, de una profundización. Los temas que trato en La jornada de un escrutador, los de la infelicidad natural, el dolor, la responsabilidad de la procreación, nunca me había atrevido ni siquiera a rozarlos antes. No creo que ahora haya hecho más que rozarlos; pero el hecho de admitir su existencia, el saber que hay que tenerla en cuenta, cambia muchas cosas.

En cuanto a las historias fantásticas de aventuras, no me planteo el problema de continuar o no el ciclo porque cada historia nace de una especie de maraña lírico-moral que se forma poco a poco, madura y se impone. Está claro que además hay una parte de diversión, de juego, de mecanismo. Pero esta maraña inicial es un elemento que necesita formarse a sí mismo; las intenciones y la voluntad cuentan poco. No es que esto valga sólo para las historias fantásticas; vale para todos los núcleos poéticos de toda obra narrativa, incluso realista y autobiográfica, y esto es lo que decide, en el mar de las cosas que se pueden escribir, las que es imposible no escribir.

Es un relato no muy largo en el que no ocurren muchas cosas; se tiene en pie más que nada por las reflexiones del protagonista: un ciudadano al que durante las elecciones (estamos en 1953) le corresponde la tarea de hacer de «escrutador» en un colegio electoral en el «Cottolengo» de Turín. El relato sigue su jornada y se titula precisamente La jornada de un escrutador. Es un relato, pero, al mismo tiempo, es una especie de reportaje sobre las elecciones en el Cottolengo y de panfleto contra uno de los aspectos más absurdos de nuestra democracia y también de reflexión filosófica sobre qué significa hacer votar a los retrasados mentales y a los paralíticos, y sobre cuánto se refleja en ello el desafío a la historia de toda concepción del mundo que considera la historia como algo vano; y también es una imagen insólita de Italia y una pesadilla del futuro atómico del género humano. Pero, sobre todo, es una reflexión acerca de sí mismo del protagonista (un intelectual comunista), una especie de Viaje del peregrino de un historicista que de repente ve el mundo convertido en un inmenso Cottolengo y que quiere salvar las razones del obrar histórico junto a otras razones, apenas intuidas en aquella jornada suya, del fondo secreto de la persona humana...

No, a poco que empiece a explicar y a comentar lo que escribí, diría sólo banalidades... Es decir, todo lo que sentía que debía decir está en el relato; cada palabra de más empieza ya a traicionarlo. Sólo diré que el escrutador llega al final de su jornada distinto de algún modo a como era por la mañana; y también yo, para escribir este relato, de alguna forma tuve que cambiar.

Puedo decir que escribir algo tan breve me llevó diez años, más de lo que había empleado en cualquier otro trabajo mío. La primera idea de este relato la tuve precisamente el 7 de julio de 1953. Estuve en el Cottolengo durante las elecciones unos diez minutos. No, no era escrutador; era candidato del Partido Comunista (candidato para completar la lista) y como candidato visitaba los colegios electorales donde los candidatos de la lista pedían la ayuda del partido para los problemas que pudieran surgir. De ese modo, presencié una discusión en una mesa electoral del Cottolengo entre democristianos y comunistas del tipo de la que constituye el centro de mi relato (mejor dicho, igual por lo menos en algunas frases). Y fue entonces cuando se me ocurrió la idea del relato; es más su diseño ideal ya estaba casi completo tal como lo he escrito ahora: la historia de un escrutador comunista que se encuentra allí, etc. Me puse a escribirlo pero no me salía. Había estado en el Cottolengo apenas unos minutos; las imágenes que se me quedaron grabadas eran demasiado poca cosa para las que se esperan del tema. (Aunque no quería ni quise después hacer concesiones a escenas de «efecto»). Había una amplia documentación periodística sobre los casos más clamorosos de las distintas elecciones en el Cottolengo; pero sólo me habría servido para una fría crónica indirecta. Pensé que habría podido escribir un relato sólo si hubiera vivido verdaderamente la experiencia del escrutador que asiste a todo el desarrollo de las elecciones allí dentro. La ocasión de ser escrutador en el Cottolengo se me ofreció en las elecciones administrativas de 1961. Pasé en el Cottolengo casi dos días y también fui uno de los escrutadores que iban a recoger el voto en las salas. El resultado fue que me sentí completamente incapaz de escribir durante muchos meses: las imágenes que tenían mis ojos de desdichados sin capacidad de entender ni de hablar ni de moverse, para los cuales se montaba la comedia de un voto delegado a través del cura o de la monja, eran tan infernales que sólo habrían podido inspirarme un panfleto violentísimo, un manifiesto antidemocristiano, una sucesión de anatemas contra un partido cuyo poder se sostiene en los votos (pocos o muchos, no es ésta la cuestión) conseguidos de ese modo. Resumiendo: antes estaba escaso de imágenes, ahora tenía imágenes demasiado impresionantes. Tuve que esperar a que se alejaran, a que se diluyeran en la memoria, y tuve que hacer madurar cada vez más las reflexiones y los significados que de ellas irradian, como una sucesión de ondas o círculos concéntricos.

Italo Calvino

LA JORNADA DE UN ESCRUTADOR

I

Amerigo Ormea salió de casa a las cinco y media de la mañana. El día se anunciaba lluvioso. Para llegar al colegio electoral del que era escrutador, Amerigo seguía un recorrido de calles estrechas y tortuosas, empedradas todavía con viejos adoquines, a lo largo de muros de casas pobres atestadas, sin duda, de gente, pero en las que, en aquella madrugada dominical, no se advertía el menor signo de vida. Amerigo, que no estaba familiarizado con el barrio, descifraba los nombres de las calles en los rótulos ennegrecidos –nombres, tal vez, de olvidados benefactores–, ladeando el paraguas y ofreciendo la cara a la lluvia.

Era ya una costumbre entre los partidarios de la oposición –Amerigo Ormea estaba afiliado a un partido de izquierdas–considerar la lluvia en día de elecciones como una buena señal. Era una opinión que venía de las primeras votaciones celebradas en la posguerra, cuando todavía se creía que, a causa del mal tiempo, muchos electores de los democristianos –personas poco interesadas en política, o viejos inútiles, o gente que vivía en el campo, con malas carreteras– no se atreverían a asomar la nariz. Pero Amerigo no se hacía ilusiones. Era el año 1953, y con tantas elecciones como había habido se había visto que con lluvia o con sol la organización para hacer que todos votasen funcionaba siempre. Y mucho mejor en esta ocasión, en que los partidos gubernamentales intentaban que se aprobara una nueva ley electoral (la «ley estafa», como la habían bautizado los otros partidos) por la cual la coalición que obtuviese el cincuenta por ciento más uno de los votos ocuparía dos tercios de los escaños... Amerigo había aprendido que los cambios en política se producen por caminos largos y complicados, y que no era cosa de esperárselos de un día para otro, por un giro de la fortuna. Para él, como para otros muchos, la experiencia había significado volverse un poco pesimista.

Por otra parte, estaba la consigna de que es necesario seguir haciendo lo que se pueda, día a día. En política como en todas las cosas de la vida, y para quien no sea un necio, sólo cuentan dos principios: no hacerse demasiadas ilusiones y no dejar de creer que cualquier cosa que hagas puede servir. Amerigo no era un tipo al que le gustase hacerse notar; en su profesión, prefería seguir siendo una persona como mandan los cánones antes que triunfar. En su vida pública y en sus relaciones laborales no era lo que se dice un «político», y hay que añadir que no lo era ni en el buen sentido ni en el mal sentido de la palabra. (Porque la palabra también tenía un mal sentido, o también uno bueno, según se mire, y esto Amerigo lo sabía). Estaba afiliado al partido, es verdad, y aunque no pudiera decir que fuese un «activista», porque su carácter le inclinaba hacia una vida más recoleta, no se rajaba cuando había que hacer algo que a él le pareciese útil o acorde con su modo de ser. En la Federación le consideraban un elemento preparado y con sentido común. Ahora le habían nombrado escrutador; una tarea modesta, pero necesaria e incluso importante, sobre todo en aquel colegio electoral situado en una gran institución religiosa. Amerigo había aceptado de buen grado. Llovía. Estaría todo el día con los pies mojados.

II

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