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Acerca del autor


AUTOREmilio Carballido (1925-2008). Dramaturgo, narrador y crítico veracruzano, hizo la maestría en letras y arte dramático en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Trabajó en la Escuela de Teatro y en el Consejo Editorial de la Universidad Veracruzana (UV), en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y en varias universidades de los Estados Unidos. Como guionista de cine intervino en más de 50 películas, por lo que recibió el Ariel de Oro (2002); también recibió el premio Nacional de Dramaturgia Juan Ruiz de Alarcón. Fue becario de la UNESCO (1950) y del Centro Mexicano de Escritores (1952, 1956). Fue miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos. El Fondo de Cultura Económica ha publicado dos colecciones de sus obras de teatro, las novelas La caja vacía (1977) y El tren que corría (1984), y los libros para niños Los zapatos de fierro (1998), La historia de Sputnik y David (1991), Loros en emergencias (1994) y Un enorme animal nube (1996).

D.F. 52 obras
en un acto

Emilio Carballido


FCE

Primera edición, 2006
   Primera reimpresión, 2010
Primera edición electrónica, 2011

Fotografía del autor: Héctor Herrera

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-0708-9

Hecho en México - Made in Mexico

Preámbulo

En el trabajo literario uno aprende a descubrir y respetar las proposiciones de forma que vienen implícitas cuando se nos aparece un proyecto. Así como hay un tono que es el más adecuado, hay una simetría escondida, que se va mostrando y es necesario obedecerla, para bien de la obra en elaboración.

Esta serie de textos cortos sobre nuestra capital no parecía brotar como una cadena. Más bien, pensaba yo, nacía de circunstancias aisladas, como las fotos caseras que el azar acumula en los álbumes y en los cajones.

De los años 48 y 49 son las más antiguas, del 2001 la más reciente. En un principio yo buscaba reunirlas de catorce en catorce. Ellas decidieron agruparse en series de trece.

La progresión fue creciendo con los temas recientes y actuales de cada época, que caían ante mis ojos y eran capturados en otra instantánea. Hubo también regresos a épocas anteriores: recuerdos ajenos y obras leídas hacían proposiciones y así hay obras cuya acción transcurre al empezar el siglo XX.

Fue hasta la tercera serie que advertí algo: seguía yo las cuentas del calendario azteca, donde años de trece meses hacen un siglo de cincuentaidós años. Advertido esto, me ha dado particular curiosidad y gusto que las últimas obras redactadas lo fueran en el último instante del siglo XX y en el preámbulo del XXI.

He aquí que escribí un siglo mexicano. Reviso y veo que he sido cronista y no sólo dramaturgo, y que dejo material para historiadores, antropólogos y hasta lingüistas, pues sí copia uno las evoluciones y los giros cambiantes del habla popular.

Concebidas desde un principio para estudiantes de teatro y grupos de aficionados, las cuatro colecciones resultan como esos libros de estudios para piano, donde hay escalas, acordes y dificultades crecientes, pero al fin de cuentas se trata de que cada estudio sea una pieza grata de oír en sí misma, que da gozo al estudiante dominar las dificultades técnicas e interpretarla con hondura y sin tropiezos digitales. Así estas obritas: están graduadas, las hay fáciles y arduas; hay algunas que son especialmente complejas y con reparto numeroso, destinadas a los estudiantes de dirección.

Están ordenadas por equilibrios de tono y de estilo, no siguen en estos libros un orden cronológico sino estético, ya que el primero es muy fácil encontrarlo. También las hay que, juntas, por sus temas, pueden formar un programa completo para una función. Pero eso lo descubrirán quienes las practiquen.

A los jóvenes que serán dueños de este siglo, va minuciosa información sobre nuestra naturaleza humana cambiante en el marco que crece y se distorsiona de nuestra amada, terrible ciudad. Todos somos un reflejo del micromundo en que vivimos, todos somos parte de su historia. Asumirlo es tener la raíz más afianzada, el rostro más definido.

Que las reciban, pues, los jóvenes y los mayores que deseen ejercerlas en espacios escénicos. También los simples lectores de teatro. La última colección de trece, con que la serie termina, está dedicada, igual que las anteriores, a los alumnos de la Escuela Nacional de Arte Teatral, y a sus maestros, de los cuales fui compañero durante más de 40 años.

Emilio Carballido

1

Misa primera

Pieza

A Carlos Jiménez Mabarak

Personajes

Carmelita - Vieja

Lola - Vieja

Una criada

Un muchacho

Un médico de la Cruz Roja

La primera prostituta

La segunda prostituta

Policía, dos camilleros, otra prostituta, curiosos, gente que pasa o que va a misa.

En México, D. F., invierno de 1955.

Plaza de San Sebastián. Las puertas de la iglesia al fondo.

Amanecer de invierno. Faroles encendidos. Se oye la música de un cabaret; a veces, el ruido de un coche.

•••

Un Policía cruza lentamente. Una Vieja de negro llega presurosa hasta las puertas de la iglesia. Se detiene al verlas cerradas. Una segunda Vieja de negro llega más despacio, por el lado opuesto.

Vieja primera: ¡Qué barbaridad! ¿Ya vio?

Una pausa.

Vieja primera: Estoy pensando. ¿Habrán llamado aquí o en Santa Catarina?

Pasa una pareja frente a las viejas.

Vieja primera: ¿Los vio? Ésos vienen de allá a la vuelta.

Apagan los faroles. Queda una luz violácea, borrosa.

Carmelita: ¡Ya apagaron las luces! Este jardín a estas horas no me gusta nada. Aquí mataron a un hombre el otro día por robarle cinco pesos. Qué bueno que está usted aquí, si no, yo me iba.

Un silencio. Un reloj da la media. Lola ve algo que va pasando a la derecha.

Lola: Ay, mírelo. Pobrecito.

Quien viene es una Criada, con su olla de peltre.

Criada: ¿No vieron si la lechería está abierta?

Se va. Vuelve a oírse la música. Cerca, pasa un coche y llega el golpe de luz de sus fanales. Se oye el silbato de una fábrica, lejos.

Carmelita: ¿En qué piensa?

Suena un disparo, cerca. Luego otro.

Carmelita (grita): ¡Ésos fueron tiros!

Va a irse por su lado, va a seguirla. En la duda ya se fue la otra. Lola camina, indecisa y asustada. Se oye un silbatazo por un lado; responde otro silbato; alguien se acerca corriendo y Lola se incrusta en el quicio del portón. El que corría, un Policía, llega, cruza, sale. Ella sale de su escondite, va a irse, pero alguien más viene corriendo, llega: un jovencito en mangas de camisa, jadeante, lívido. Corre al quicio y se arrincona ahí. Al verse, mutuamente se espantan la anciana y él. Después, ella lo observa y se tranquiliza un poco. Quedan viéndose. Cada uno ocupa un lado opuesto del portón.

Más silbatazos. Sobresaltada, Lola se aproxima un poco al Muchacho y parece que va a hablar, pero se acerca corriendo un Policía y el Muchacho se hunde en su rincón. El Policía pasa. Lola comprende que el joven teme a la ley y no a los criminales. Se atemoriza de nuevo, se aleja cautamente para huir después. Él empieza a sollozar; tiene náuseas también y se vuelve, de cara a la pared, sacudiéndose. Suena un silbatazo cerca. Lola ve: alguien viene. El Muchacho se yergue; parece a punto de desmayarse, tiembla. El Policía aparece por un lado.

Bruscamente, Lola empieza a hablar.

Lola: Pero eres necio, muchacho. Te dije que te abrigaras. ¿Cómo se te ocurre venir en mangas de camisa? Estás temblando y te va a hacer daño. A ver, voy a ponerte mi chal, al fin que yo traigo el suéter. Póntelo.

Lo envuelve en el chal. El Policía pasa. La Vieja y el Muchacho quedan viéndose. Ahora ella está aterrada. Una pausa.

Lola: ¿Qué sucedió? ¿Iban a matarte? No tengas miedo. ¿O hiciste alguna cosa? ¿Para qué vienes a esos sitios, muchacho? Has de ser estudiante, ¿no? ¿Cuántos años tienes? (Espera un instante.) Claro, ni puedes hablar. Quédate quieto. Si vienen los policías voy a decir que aquí estabas, que eres mi sobrino. Criatura.

Él llora y ella lo abraza.

Lola: ¡Qué barbaridad! Ojalá que abran pronto la iglesia. Pero, ¿qué te pasó? ¿Te peleaste con algún borracho? ¿Qué dirán en tu casa de que andes suelto a estas horas? ¿Ya pasó?

En efecto, ya pasó. Él ve en torno, empieza a ser dueño de sí.

Muchacho: Tengo sed.

Alguien viene. Pánico de él, crispado. Es la Criada quien viene.

Criada: ¡Quién sabe a quién mataron aquí a la vuelta! ¿Oyó los tiros?

Él bebe ávidamente. Se le escurren hilos de leche. Ella lo acaricia, como a un cachorrito. Él suspira, devuelve la olla.

Lola: ¿Qué pasó? ¿A quién mataron? ¿Algún amigo tuyo? Dime qué sucedió.

Él tiembla. Se envuelve en el chal.

Muchacho: Tengo que irme.

Se oye una sirena que se acerca y llega. Los fanales alumbran a un lado del pórtico. Se oye el golpe de las portezuelas. Cruzan corriendo los camilleros y el Médico.

Médico: Enciende, hay un zanjón.

Encienden una linterna de mano. Salen. Viene la Criada.

Criada: Ya vi, ya vi. Es una mujer. Ay, qué horrible. Tiene un agujero en la cara. Llena de sangre. Y en el cuerpo también le dieron, chorrea sangre. Hasta me sentí mal. Qué feo, qué feo. ¿No quiere verla? Ya llegaron los de la Cruz. Dicen que la mató su hombre, figúrese, y ella lo mantenía. Se escapó; como trae una pistola. Ay, para qué habré visto. Hasta mal me sentí de verla. Es un charcote así de sangre, y lo están pisando todos. Ahí vienen.

Vienen los camilleros. Traen el cuerpo cubierto con una sábana. Junto a la camilla, una Prostituta solloza. Atrás vienen otras dos, y dos policías, y algunos curiosos.

Una prostituta (llorando): Pero lo he de encontrar, mana, y te juro que me la paga. Pobrecita.

Sale el pequeño cortejo.

Criada: Ay, qué feo. Présteme mi leche, voy a ver cómo la suben a la ambulancia. (Sale corriendo.)

El Muchacho ha estado escondido tras la Vieja. Ahora está erguido, temblando. La luz empieza a aclarar.

Lola: ¿Tú fuiste? Fue otro, ¿verdad? Si eres… un niño.

Él se quita el chal, se lo da humildemente. Es un niño acosado, castigado.

Muchacho: Muchas gracias.

Hay más luz. Él va a salir; se detiene. Ella le nota un bulto en la bolsa trasera del pantalón. Se acerca, va a tocar el bulto.

Lola: ¿Qué traes ahí?

Él le quita la mano de golpe, con un gesto automático y feroz. Su cara cambia, por un momento es dura y adulta, siniestra. Se arrepiente, baja la vista. Vuelve a ser el de antes.

Muchacho: Ella… era una pinche puta, y… (Llora, quiere explicar algo más. Huye corriendo.)

Lola asimila lentamente lo sucedido. Va paso a paso rumbo a la iglesia cuando, en un horroroso deslumbramiento, empieza a darse cuenta de todo. Ve el monedero vacío.

Lola: El dinero del pan.

Se abren las puertas de la iglesia. Cruzan unas mujeres y entran a misa. La campana empieza a llamar. Lola, de pronto, grita y solloza.

Lola: ¡Virgen pura! ¡Virgen! ¿Pero qué es esto? ¿Qué es esto?

Corre al interior de la iglesia.

Telón

Selaginela

Monólogo

Al maestro Salvador Novo

Las citas de botánica han sido tomadas del hermoso texto de Mots y Calderón y de los apuntes de la maestra Débora Cantú.

Cuarto mitad de mujer, mitad de niña. Mientras la cama es de adulta, el tocador y el ropero son color de rosa, horrendos, con unos repulsivos animalitos de Walt Disney pegados. Una mesa de cocina, sin pintar, hace las veces de escritorio, llena de libros y cuadernos, con una lámpara. Sillas. Ventana al fondo a la derecha. Puerta. En 1940.

•••

Se abre la puerta y entra Ofelia como empujada por un ciclón. La puerta se cierra tras ella. Viene gritando, furiosa.

Ofelia: Pero si te digo que ya con esta otra calificación se promedia y salgo aprobada. ¡Mamá! (Trata de abrir y está cerrado.) ¡Mamá! ¿No oyes?

Ofelia es una chica flacucha, fea y borrosa; su piel, oscura y muy amarillenta. Tiene la cara llena de barritos y espinillas, que la constelan de puntitos rojos. Viste un uniforme de secundaria, verde perico, fatal para el color de su piel y que, además, no ha crecido junto con ella. No es graciosa ni cosa parecida, sino desaliñada y torpe de movimientos.

No se ha interrumpido ni un momento, así que sigue.

Ofelia: Además, no soy chiquita para que sigas tratándome así. Acabé la primaria hace dos años. No soy ninguna niña irresponsable, ¿oyes? (Grita.) ¡No soy ya ninguna niña irresponsable! ¡¡Mamá!! (Golpea la puerta con toda su alma.) ¡Mamá! (Jadeante, a medio cuarto, entre dientes.) Maldita vieja desgraciada, maldi… (Se interrumpe, asustada de lo que ha dicho. Corre de puntitas a la puerta, a ver si no la han oído. Espera. Recomienza en un tono de voz convincente, de persona adulta que explica a un niño o a un imbécil.) Mira, mamá. ¿Me oyes? Tú no has entendido lo que una calificación mensual significa. Si el mes pasado me pusieron cinco, éste ya saqué siete y medio. Promedio, seis punto veinticinco. Con eso ya estoy aprobada, ¿me oyes?, y no tengo por qué estar encerrada estudiando los domingos. Martha y Graciela van a quedarse esperándome, ¿oyes? Me iban a pagar el cine. Mis amigas me pagan el cine, porque ellas no tienen tantos compromisos como ustedes, y ellas sí pueden pagarme el cine, y entonces las dejas plantadas en una esquina, esperándome. ¡Mamá! ¡Mamá!

Por la ventana se oye la voz de una mujer viejona y desafinada que canta a voz en cuello:

Con tenue velo la faz traidora

camino al templo la conocí…

Ofelia se yergue, frenética, a punto de gritar de rabia. Se asoma a la ventana.

Ofelia: Mírenla, allá abajo, regando el jardín. La muy… La muy… (Tensa de rabia la contempla. Grita.) ¡Mamá! ¡Mamá!

El canto sigue. Ofelia se tira a la cama. Solloza una o dos veces, boca abajo. Se levanta. Camina. Coge un libro.

Ofelia (murmura): Álgebra… (Lo azota en el suelo, brinca y patea sobre él.) Chin, chin, chin, el álgebra. (Brinca un poco más, encima del libro. Muy satisfecha lo levanta, lo sacude y lo pone sobre la mesa.) Después de todo, puedo tener un rato conmigo misma. (Camina al espejo. Se ve. Se acerca más. Se ve la frente. Se exprime una espinilla y se limpia los dedos en el uniforme.) El ungüento ese no sirve para nada… Y ese cochino jabón… Cutis de colegiala… Miren su cutis de colegiala… No sé cómo voy a… (Se exprime otra espinilla.) Ay. (Exprime ferozmente, dando grititos entre tanto.) Ay, ay, ay. (Más fuerte.) ¡Ay! (Se limpia en el uniforme. Se ve.) ¡Sangre! (A la imagen.) Una señora se sacó un barro, así, y se murió toda hinchada. (Se intimida. Repite, amenazante.) Se murió toda hinchada, con una cara enorme, como de caballo. (Infla los cachetes y se ve. Se asusta. Muy en serio.) El yodo. (Va a la puerta. Sacude el picaporte, trata de abrir.) Ah, encerrada. Pues no voy a pedirle el yodo. Que me encuentren aquí, muerta, toda hinchada. (Se tiende en la cama, patéticamente.) Mi cara desfigurada, su belleza perdida para siempre. Una de sus manos colgando trágicamente… Entonces él llegó de puntitas. Los sollozos ahogaban su garganta pero los contuvo. Por su camisa abierta se asomaban muchos pelos… (Ahoga la risa.) No, no. (Corrige severa.) Por su camisa abierta se veía su pecho agitado. Miró a la pobre Ofelia, desfigurada. Todo el antiguo amor estalló dentro de él. La recordó sentada en el banco contemplándolo mientras él daba su clase de botánica. Muerta. ¡Muerta! La besó quedamente… (Ahoga un sollozo y se levanta a la carrera, al espejo.) No, no. (Se ve, asustada.) Aquí había alcohol, creo. (Busca en los cajones del tocador.) Ay, Dios mío. (Coge un enorme frasco de loción barata.) Perfume, aunque sea. (Se pone en el sitio del peligro. Luego se rocía generosísimamente la cabeza. Coge verdaderos puños de loción y se baña orejas, axilas, pecho, muy en vampiresa. Se contempla. Alza los brazos. Perezosamente, como gatita, ondula el cuerpo. Se pasa las manos por la nuca, levantándose el pelo. Mueve las caderas y las rodillas al compás de una música imaginaria. Adelanta sensualmente el bajo vientre hacia el espejo. Canta y baila por la pieza, dejando caer imaginarias piezas de ropa.)

Blu mun

yu so mi juara cha cha

ai lov yu moch very moch

jara juen so jochi bi.

Blu mun

mai lov blu mun very mun

mai lov alon ju ra jon

ai lov yu moch veri moch (con música de Blue Moon).

(Al fin, completamente desnuda, se tiende en la cama, fumando en su larga boquilla de oro.) Ahora ya sabes qué clase de mujer soy. Tómame o déjame. (Se levanta bruscamente, toma el libro de álgebra y lee en voz alta, rítmicamente.) X cuadrada es igual a 2/A, más sobre menos raíz cuadrada de 4/AC sobre 2/A. (Sin dejar de leer, coge una toalla y la pone sobre la cerradura. Tira el libro sobre la cama y, desafiante.) Anda, espíame ahora. (Va al tocador, lo mueve y de detrás saca dos cosas: una cajetilla de cigarros y un cuaderno empastado. Enciende un cigarro, queriendo ser muy natural y muy adulta, y da grandes fumadas sin pasar el humo. Abre el cuaderno y lee.) Querido diario: hoy fuimos juntos en el camión. Él subió, miró en derredor con esa mirada tan especial que te he descrito tantas veces. (Con un suspiro, da una fumada. Se ahoga, tose como loca. Apaga el cigarro y lo guarda en la cajetilla.) Pensé si iría a sentarse o no junto a mí. Conté cuánta gente había en el camión, aprisa. Si eran pares, él vendría a sentarse junto a mí. Si eran nones, no. ¡Eran nones! Y temblé. Pero me saludó entonces, ¡con una sonrisa! Vino a mi lado y se sentó. Creo aún oír su voz cuando dijo (imita la voz de él): “¿Qué tal, Ofelia?”, y puso su mano sobre ti, mi diario querido, sobre tu pasta que desde ese momento es sublime. (Cierra la libreta y aprieta la pasta contra su cara. Se levanta y da vueltas con el diario en la cara. Lo besa. Va al espejo.) ¿Le gustaré un poquito aunque sea? Ayer me felicitó. “Muy bien, Ofelia”, me dijo. Pero estoy segura de que había una intención especial en sus palabras. Le dije todo de un hilo, muy segura y muy serena, aunque no lo creas. (Se sienta como en el banco de clases y, con gran naturalidad.) Las talofitas se dividen en hongos, algas, líquenes y bacterias: los hongos pueden parasitar sobre los vegetales, los animales y el hombre. (Furiosa.) ¡Los muy imbéciles! (Se ve la nariz al espejo.) El Pinocho idiota dijo que… tengo la cara parasitada de hongos. Y todos se rieron. Hasta él. Luego lo sacó de la clase. Tenía yo un barro en la punta de la nariz y no sabía dónde ponerla. (Llora casi.) Hubiera querido ponerla sobre la repisa de los gises. (Pone la nariz, como si fuera un objeto, en la cubierta del tocador.) Allí la habría dejado, para que él se equivocara y la cogiera en lugar de un gis. Cuando menos, sentiría yo sus dedos en algún sitio. (Se toca la nariz.) ¿Por qué nunca me dará la mano? (Se incorpora, frenética.) ¿Por qué no me besará nunca? (Decaída, va a la mesa. Toma el libro de botánica. Lo abre. Busca. Suspira y como quien empieza una tarea cotidiana empieza a leer en silencio. Alza la cara y repite mentalmente el párrafo leído. Deja el libro y camina, repitiendo.) “Las selaginelas, vulgarmente llamadas doradillas o flor de peña, son pequeñas herbáceas, muy parecidas a los helechos, y crecen entre las piedras de los montes. Presentan la particularidad de resistir mucho tiempo a la sequía…” (Se ve al espejo, mansa.) ¿Por qué no me besará nunca? (Caminando, tristemente.) “En la estación seca, con los rayos del sol, adquieren un tinte dorado, de ahí el nombre que llevan. (En crescendo apasionado.) Por el contrario, en la estación de lluvias las frondas empiezan a extenderse, tomando entonces el aspecto de un helecho pequeño y de color verde; ¡de un helecho pequeño, de color… verde!” (Tenía las manos cruzadas, aferradas a los hombros. Al repetir la frase se las desliza por todo el cuerpo. Queda luego con las manos colgando. Pausa. Suspira. Ve el libro abierto y, ya normal, recita:) “En la época de la reproducción se ven aparecer, en la parte superior de las frondas, unos órganos de color rojizo…” (Se sorprende. Se tienta la cara. Va a verse al espejo. Al ir a exprimirse una espinilla sacude la cabeza.) Estúpida. (Vuelve al libro. Se queda viéndolo, pensando en algo fijo. Se cubre la nariz con una mano. La descubre con cólera. Da un golpe en la mesa.) Ojalá se muriera el Pinocho. Ojalá se muriera el Pinocho. (Va al buró. Del monedero saca un retratito. Coge del tocador un largo alfiler y pica el retrato ferozmente.) Ahora le voy a enseñar su retrato, picoteado. (Se ríe, un poco a fuerza. Lo contempla.) Qué feo es. ¿Por qué será tan grosero? El profe… (Titubea. Con seguridad, corrige.) Alfredo no lo soporta. Lo ha sacado de la clase tres veces. Yo creo que va a reprobarlo. Hará muy bien. (Duda. Insegura.) Hará muy bien. (Al espejo, como quien cuenta un gran secreto:) Quiere que aprenda yo a decir… palabras. Ayer quería que dijera yo una, y le pegué. Lo correteé por todos los corredores, hasta que salió la prefecta. (Camina unos pasos. Se ríe un poco.) La cara que puso Hortensia cuando nos peleamos y… (La dice con los labios. Sonríe. Tímida, inicia al fin la palabra.) Pu… (Se muerde los labios, se lleva las manos a la cara.) Ay, yo creí que de veras iba a acusarme y me dio un miedo… pero no. No es rajona. (Suspira profundamente.) ¿Qué diría él… Alfredo… si supiera que le dije… así a Hortensia? (Se sienta, con la mirada al frente, muy triste y muy decidida.) Cuando se acabe el año, cuando él nos dé la última clase, voy a decirle: “Adiós, Alfredo”, y todos van a decir: “Le dijo Alfredo al maestro”. Y yo le voy a tender la mano y él se va a poner rojo, y me va a dar la mano por primera y última vez. (Se retuerce.) ¡Maldito Pinocho! (Pone la nariz en el buró.) Qué ganas de ser un gis, o cualquier cosa. Cualquier cosa. Si siquiera el uniforme no me quedara chico… (Se incorpora, rebelde.) ¿Qué objeto tiene que paguen los abonos de esta casa durante quince años? Dentro de diez años la casa será nuestra, y yo andaré todavía con este mismo uniforme, y no habremos ido nunca al cine… (muy cínica), con nuestro dinero. (Se ve al espejo.) ¿Ves qué corto te queda? Si siquiera tuviera bonitas piernas… ¿Por qué no me engordarán un poco? (Se baja la falda bruscamente.) Nunca más saldré con Pinocho. (Va al libro. Lee y repite viendo al techo, casi entre dientes.) Crecen entre las piedras de los montes. Presentan la particularidad de resistir mucho tiempo a la sequía… (Se sienta en la ventana y mira hacia afuera. El sol le dora medio cuerpo.) En la estación seca, con los rayos del sol, adquieren un tinte dorado… (Grita.) ¡Mamá! ¿A qué horas piensas que salga yo de aquí? (Espera. Luego.) En la estación de lluvias las frondas empiezan a extenderse… El pobre Pinocho se va a quedar esperándome. ¿Para qué picaría yo su retrato? (Con voz temblona, como de llanto próximo.) Tomando entonces el aspecto de un helecho pequeño, de color verde…

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