Fernando Sáez Carrión

 

Páginas efímeras

 

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Primera edición: junio de 2019

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Fernando Sáez Carrión

Corrección de estilo: Margarita Valdeolmillos del Río

 

ISBN: 978-84-17799-53-3

ISBN Digital: 978-84-17799-54-0

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

ÍNDICE

Voces derramadas

Miedos

Reparación

Temblores

La pierna ortopédica

Pulgarcito

Tumbos

Caos

Partida

Vida clandestina

Convivencia

Momentos

Deseos

Arena en el rostro

Historias que yo nunca escribiría (se lo prometo, querido lector)

De titanes y dioses

Trasiego

La historia más tonta jamás contada

La viuda negra

Castillos en el aire

Brasas

Veleidades

Ensueños

Rompeolas

Nana

Luz de plástico

Puertas en la orilla

Verano

Vieja cenicienta

Semblanzas

Muchedumbre

Fantasmas

Fecha de caducidad

¿Amor?

Arrebato

Así es

Amantes

La llegada

Jaulas

Ausencia

En la Plaza (acróstico)

Cipriano

Asedio

Colores

Sollozos

El hombre apacible

A escondidas

Weekend 1968

Fallecida, simplemente

Deleite

Es lo que hay

Toda una vida

El Manteo (I)

Alas plegadas

Al alba

La caminata

Alzheimer

No trae cuenta

Las ranas de Serifos (o de otro lugar)

Dos, provisionalmente

Victoria

Gris

Muñeco de trapo

Pan de oro

Caminos

En el silencio

Palomos

Así eres tú

Ausencias

A cabezazos

Ideas armadas

Alma desnuda

La Gala

El Manteo (II)

La Fábrica

La pesada Mora

La dama

Besos robados

Pasa el tiempo

El buque Difundia

Jubilado campero

Ingratitud

Aquel atardecer

Luz

Sueño

Paralelas del destino

La número doce

Camafeos de colores

El Parnaso

Promoción de libros

Sendas rotas

Camafeos a medianoche

Nostalgias

Sueño escondido

Tardes sentadas

En el desván

Monotonía

Marionetas

Estampas de Ruzafa

Aquella tarde

La Paloma de Pablo

Prisas

Flujos

Julia

Nocturno

El Cerrato

Roble amigo

Estoy solo

Sonrisas y sollozos

La Musa número diez

Tránsito

El depósito

El corcho

A veces

El proyecto

Soy nada

Las noticias de las tres

Balbino

Pausas

Cementerio castellano

Derroche

Surtido de Camafeos

 

 

 

Armado con afables cuartillas, páginas en blanco, que todo buen escritor que se precie lleva siempre debajo del brazo, por si se enciende la luz de la inspiración, con las baterías del alma y del artilugio telefónico a punto de agotarse, después de un día de continuos ajetreos y sinsabores, con los fantasmas del olvido deambulando por la sesera, acomodo mi derrengado cuerpo sobre los fríos peldaños del descansillo de mi casa, y reciclo mi existencia. Armado también de paciencia infinita me ocupo en listar todas esas distracciones que se han sucedido a lo largo del día y que van a provocar, sin remedio, una estancia prolongada junto a la puerta de entrada a mi vivienda. He olvidado advertir a mi mujer que sus amigas esperaban su presencia en la entrada principal del Centro Comercial. He olvidado coger dinero para realizar la compra semanal. He olvidado la contraseña para retirar del cajero dinero en efectivo. He olvidado el cargador del móvil. Y sobre todo, he olvidado en la mesilla de noche las llaves de casa...

 

 

Voces derramadas

El río fluye impetuoso entre escollos de piedra y lodo. A su paso acelerado afloran robledales en multitudes curiosas adheridos por sus raíces a las rocas de los soberbios despeñaderos. Desde allí, con temblores de escarcha, las hojuelas palmotean tañidos de ventura que se descuelgan hasta el cauce sin remedio. En el altozano las campanas de una ermita dejan caer su timbre avisador y los gozos callados de dos amantes se alteran y depositan en la orilla su carne estremecida. Todo discurre vertiente abajo. El viento muda en su regazo las turbias palabras en versos silentes.

Sentado en un tronco sin ramas, el poeta reflejado en un cristal de pena, rellena las páginas en blanco con las voces derramadas.

Una voz asustada:

– Federico, los de la CEDA se acercan por el camino.

Se escuchan llantos de sangre entre los espinos.

Y los versos de amor oscuro se esconden aturdidos en los labios del pueblo.

 

 

 

Miedos

La Mora de los dientes verdes. El Sacamantecas comedor de vísceras. El Hombre del Saco (¡y a comer!). El Matagatos maragato de Zemoriya. El insignificante Pintamonas. El Lobo Feroz comedor de abuelitas. El Dragón tragón…

El Conde Drácula y su hija Zaleska. Frankenstein y su ayudante Igor. Jekyll y su perversa cruz, Hyde. La Momia fuera de su tumba. El Hombre Lobo aullador. El Hombre Invisible visible. King Kong el gorila a quien le venía pequeña la Isla Calavera. El Monstruo del Lago Ness que todo el mundo ha visto. La pandilla de Zombis que se mueren de miedo. El Calamar Gigante sin su tinta. El frío Yeti de los pies grandes. El Megalodón rey de los mares….

Los Dragones. Los Unicornios. Las Mantícoras. Los Blemmyales sin cabeza (como tantos que la tienen). Los Cinocéfalos ladradores. Los Gigantes. Las Medusinas. Las Sirenas seductoras. Los Esciápodos incapacitados. Grendel y su mamá….

 

– Mamá, tengo miedo.

 

Sorginak. Lamiak. Conjuros.

 

– Mamá, ven a mi lado...

 

 

Homer Simpson, Bart, Marge y familia. Bugs Bunny el Groucho con zanahoria. Picachu la mascota de los Pokemon. Pantera Rosa, el/la educado/a gentleman/lady. Bob Esponja y el sufrido Calamardo. Kakarotto alias Goku. Jerry Mouse y el estoico Tom. Mickey Mouse el de la Disney. El gordo y perezoso Garfield. El chapucitas Mario. Scrat y su bellota. Simba el hijo de Mufasa el nuevo Rey León. El manazas Stitch. Shrek el ogro del pantano. Doraemon el robot inexperto. Woody el muñeco vaquero. Dora la exploradora. Hello Kitty. Caillou, el cándido. Marco y Amedio. Los Picapiedra. Pocoyó. Mowgli. Pinocho, Aladdín. Bambi…

La niña reina de Argentina: Mafalda….

 

– ¿Qué te pasa, mi niña? Estás soñando. Ahora enciendo la lámpara…

Se hizo la luz...

… Y los informes espectros vagaron hasta otros sitios.

 

– Ji, ji, ji…

 

Se oía dentro del televisor.

 

 

 

Reparación

No estuvo bien meter las narices en aquella relación. María era conocedora de que Manuel era mi amigo inseparable y de que le profesaba un gran afecto. Y aun así nos dejamos llevar. Cabalgamos a escondidas sobre camas pétreas soltando las bridas sin reparar en daños y traiciones. Dábamos cauce libre a nuestros anhelos en cualquier lugar, sin testigos. Cuando las aguas sensuales se remansaban en vados cotidianos volvían con ansia los recuerdos cada segundo en el hogar del tiempo. Todo aquello era incontenible y tarde o temprano todo lo nuestro saldría a la luz y llegaría a los oídos de Manuel.

Y así fue.

Manuel, claro, no lo entendió y optó por el camino de la furia contenida contra nosotros. María y yo, como dos pusilánimes, trazamos caminos nuevos sin huellas para esconder nuestra deslealtad. Y vivimos durante un tiempo amores ambiguos.

María enfermó y falleció en mis brazos una noche de tormenta. Y mis atormentados recuerdos comenzaron a tejer en mi alma la imagen de Manuel. Debería recuperar su amistad y mi dignidad, evidenciando mi culpabilidad. Y de esta manera, al menos, mitigaría el daño causado. Estaba enloqueciendo y no sabía si optar por contactar con Doc y pedirle prestada su máquina para viajar al pasado y cambiarlo todo desde el principio, o buscar a Manuel.

Lo primero me pareció muy peliculero y fantasioso.

 

Postrado en la cama de aquel Hospital, con el cuerpo lleno de vendas sangrantes, tuve que recibir al inspector de policía:

– Debe usted firmar la denuncia.

– No lo haré, agente. Solo deseo que la próxima vez, mi amigo tenga mejor puntería.

 

 

 

Temblores

En aquellas vacaciones familiares volcamos toda nuestra alegría refrenada en años de penuria y desazón. Habíamos carecido incluso de recursos económicos para sobrevivir y el trabajo irregular y mal pagado había sido una constante en nuestras vidas. Todo ello había dado origen a unas relaciones tensas en la pareja. Julia y yo difícilmente encontrábamos motivos para evidenciar nuestros sentimientos. No disfrutábamos apenas de nuestros encuentros más íntimos. Todo era pura rutina y nuestro entorno familiar comenzó a darse cuenta de ello. Nuestro mundo empezó a percibir esos temblores propios del inicio de una hecatombe.

Así que, cuando llegó esa llamada de la fortuna en forma de galardón inesperado, decidimos darnos un homenaje y viajar al Caribe para disfrutar de aquellos lejanos paraísos. Seguro que en aquellas playas de belleza inusual conseguiríamos desvestir nuestros rostros y agitar nuestros labios en un mar de gestos sensuales. Ambos pondríamos de nuestra parte.

Aquella mañana me desperté muy temprano y decidí conocer los lugares próximos a nuestro Hotel. Recorrí por unas horas, ensimismado, un largo camino entre palmeras que me encaminaba a un pequeño acantilado desde donde se divisaba una lejana playa de arenas doradas. El astro rey transitaba por su cenit y el intenso calor aconsejaba detener la marcha y rastrear una sombra gratificante.

Y entonces ocurrió.

 

En la lejanía, tumbada sobre el dorado suelo, se dibujaba la imagen de una mujer escultural, esbozando un cuadro de profunda belleza. Se movía sutilmente mientras iba desgranando levemente su letanía y arrojando sobre la arena los vanos atavíos que la ocultaban. Mi cuerpo se vistió de temblores incontenibles y ella vislumbró en la distancia cuáles eran mis deseos. Caminó hacia la orilla, hacia un encuentro imposible, y se detuvo allí donde las olas descansan de su largo peregrinaje. No lo pensé y me arrojé desde el acantilado sin medir los resultados de mi imprudencia.

En las puertas de mi desfallecimiento una mano sujetó con mimo mi cabeza y alojó con vehemencia un beso en mis labios amoratados.

– Estás loco de atar, cariño.

– ¡Eras tú, Julia!……– le contesté desconcertado.

 

Y me salpicó una bofetada.

 

La pierna ortopédica

Soñaba, pero esto no lo supe hasta que desperté. El sueño fue así:

Estaba tendido en un diván y contemplaba por un amplio ventanal el hermoso paisaje exterior. Un rumor extraño me llamó la atención. Y fue cuando quise levantarme para averiguar qué es lo que ocurría, cuando todo sucedió. Acomodé la pierna izquierda fuera del diván, y al tratar de realizar la misma operación con la derecha, me di cuenta: se había convertido en una pierna ortopédica.

Cualquiera en mi lugar se hubiera puesto a gritar, a llorar, o sencillamente, se hubiera desvanecido de la impresión. Yo no. Yo sentí como una dulce felicidad me invadía todo el cuerpo, partiendo, precisamente, de aquella nueva e inesperada pierna ortopédica. La observé detenidamente. Su tono rosáceo se me antojó el más hermoso que ningún pintor hubiera logrado nunca. Me embelesé contemplando los cambiantes reflejos de su tersa superficie. A continuación, con temor a que se esfumase aquella maravilla, posé nerviosamente mis manos en ella y las deslicé en un lento y apasionado juego de caricias. Y todas estas fueron pálidas sensaciones en comparación con las que experimenté seguidamente, cuando me atreví a poner en movimiento la articulación, la perfecta articulación. No le faltaba nada, no tenía el menor fallo.

 

 

Su perfección se confirmó al decidirme a andar por la habitación; ni crujidos, ni pasos rígidos y mecánicos, ni golpes bruscos. ¡Maravillosa! Ya en el camino del paroxismo, hice flexiones, salté, me puse de rodillas, la estiré, la encogí. En fin, la sometí a toda clase de pruebas, de maniobras (¿o debo decir «pierniobras»?) sin que su increíble mecanismo se resintiese o dejara de responder a mis mandatos. Cuando ya parecía que mi corazón no podría resistir aquella desacostumbrada felicidad, desperté.

Al ir tropezando mis ojos con los vetustos muebles de mi humilde habitación, la emoción comenzó a dejar paso a la sospecha: la vivida experiencia de la pierna ortopédica pertenecía al mundo de los sueños y, peor aún, de los sueños irrealizables. Con temor, muy despacio para retardar el momento fatídico, dejé que mi mano descendiera en busca de mi pierna derecha, mientras mis ojos buscaban un destello de esperanza, más arriba del desconchado techo. Al fin, las yemas de los dedos llegaron a su lacerante destino. En efecto, como siempre había sido, no descubrieron la refulgente superficie de la pierna ortopédica, sino el basto y carcomido cilindro de mi pata de palo.

 

 

 

Pulgarcito

En un lugar de La Mancha, en una pequeña aldea llamada Pulgar (sin ánimo de ofender, ¡esa memoria, Don Miguel!), vivía una humilde familia de leñadores con sus siete hijos. Apenas cubrían con su trabajo el sustento diario y, a menudo, papeaban la cena con un caldo de escasos fideos. Los seis hijos mayores ayudaban en las faenas del campo cortando leña, recogiendo bellotas de las carrascas, podando parras. Rubén, el más pequeño, a quien llamaban por su menudencia Pulgarcito, era inteligente y perspicaz. Estaba siempre atento a cualquier detalle y conversación.

Por eso, aquella noche escuchó decir a sus padres que no podían seguir así, que era imposible dar de comer a toda la familia con tan pocos recursos económicos.

Toda la noche estuvo pensando en una solución. A la mañana siguiente reunió a sus hermanos y les dijo que se iría a recorrer mundo para conseguir mucho dinero y volver rico para que no les faltara de nada en lo sucesivo. Se rieron de él.

Pulgarcito puso en su zurrón unos mendrugos de pan y tomó la senda plana de la huida cargado de quimeras e ideales. Fue dejando caer por el camino migas de pan con el fin de encontrar sin contratiempos la senda del retorno. Pero una bandada de estorninos verdinegros comió las migas duras del camino y borró el indicio aliado del regreso.

Rubén se extravió y no pudo regresar a su casa.

 

 

Subido a una encina divisó a lo lejos un cigarral y encaminó sus pasos hacia la finca con el fin de no pernoctar al raso aquella noche. Llamó a la puerta y le abrió un enjuto y distinguido señor a quien le rogó hospedaje y alimento. Pacientemente, el hombre escuchó los pesares de aquel niño, lo acogió en su casa y se ofreció como preceptor y profesor.

 

Abreviando, que este relato también es efímero.

La estancia de Rubén en el cigarral se prolongó durante mucho tiempo. El distinguido profesor le hizo ver que el mayor de los tesoros de la vida es el saber. Puso a su disposición muchos libros, le animó a estudiar una carrera, le consiguió trabajo en prestigiosos bufetes de dirección financiera. Le sumergió también en la política. Pudo regresar muchas veces a su pueblo porque, esta vez, allí por donde iba dejaba monedas en vez de migajas de pan; pudo abrazar a sus padres y hermanos a quienes, gracias a él, nunca les faltó de nada.

Siendo Ministro, un avezado periodista descubrió que en su currículo había un presunto Máster fraudulento certificado por un anciano profesor toledano que presidía el tribunal de una conocida universidad de la capital.

Y Pulgarcito tuvo que dimitir.

No siempre acaban bien los cuentos….

 

 

 

Tumbos

No sé a qué se debe este comportamiento.

Antes no era así. Si navego en el mar benigno de los recuerdos, tengo que decir que los hechos de mi vida han sido siempre modélicos. Mi trabajo, mi familia, mis sencillas distracciones.

Hasta que los ríos se fueron de su cauce y de su lecho hacia otros derroteros. Todo cambió en poco tiempo. Perdí mi trabajo. Mi mujer me abandonó y mis hijos se avergonzaron de mí. ¡El no va más!

Sentado en un gélido banco de piedra mis manos sin rumbo se asoman ahora hasta el abismo de mis bolsillos y no palpan ni una mísera moneda.

Mientras, a mi espalda, el centelleante y armonioso tintineo de las luces del Casino me recuerda que no debí jugármelo todo al veinticuatro, negro, par y pasa.

 

 

 

Caos

Me ocupaba en resolver fractales matemáticos de dudoso origen estético mientras consumía una infusión sobre la mesa del comedor. El Arte, pensaba, es universal y tiene un componente decorativo. No precisa de normas para captar sus matices y lo podemos compartir todos. Hice un gesto con el codo y derramé sobre el lienzo crudo de la mesa el verdoso contenido de mi taza. No hice nada por retirar el líquido que iba secando y tatuando su forma sobre la superficie. Parecía una salpicadura sin sentido pero comenzaba a gustarme. Sonó el timbre y entraron mis nietos. Les encanta el chocolate y enseguida pasó por mi cabeza darles rienda suelta a su apetito y a sus juegos infantiles. Y en vez de poner a su disposición espátulas, pinceles y paletinas con que repartir por el lienzo pinturas, esmaltes y barnices, pensé que con la copiosa merienda de colores sería suficiente. Arrojaron, salpicaron, vertieron, gotearon, manosearon, pisaron el paño en una danza incontenible y creativa. El caos comenzaba a ser total. A los gritos subieron los vecinos y no tuve inconveniente en agasajarlos también con una copiosa y animada merienda. Asomó en ellos el artista que todos llevamos dentro y pronto el lienzo comenzó a ser una obra de expresionismo abstracto apetitoso sin principio ni final.

Por eso si algunos de ustedes, queridos lectores, quieren venir también a merendar no tienen más que pedir mi dirección al editor y acudir con el espíritu libre a completar esta muestra apetecible de arte efímero. Y, de paso, compren también mi libro. Gracias.

 

Partida

– Tiene usted una enfermedad incurable – dijo el doctor

Desde la habitación del Hospital el enfermo miraba al exterior dispuesto a dejar caer irremediablemente la última pieza del tablero de su vida.

El Sol recorría su sendero como siempre. Las aves colmaban las ramas de los árboles y hacían sus nidos. Los eventos se sucedían uno detrás de otro, sin solución de continuidad. Los vientos se embravecían y jugaban con las crecientes olas. Los niños lloriqueaban lágrimas de mimo.

La vida a su alrededor miraba otros futuros.

 

Una enfermera mal encarada entró en la habitación y dejó una guadaña sangrante en la cabecera de su cama.

– ¿Me queda mucho, señorita?

– No puedo prestarle atención ahora. Tengo muchos tableros que visitar.

 

 

 

Vida clandestina

Fui víctima de un naufragio. Aquella gabarra no presentaba un sólido armazón y se hundió. Tuve que llegar a nado hasta la orilla de la playa sin que nadie me ayudara. Me dejé caer en la arena a descansar y enseguida la noche se hizo presente. Pensé en buscar refugio en alguno de los hogares de lugareños que se silueteaban a lo lejos. Pero mi debilidad era extrema y en el interior de mis vestimentas y por los alrededores no encontré nada que echarme a la boca. Supuse que si alguien me veía de esa guisa, hambriento y sin documentación, me denunciaría de inmediato a la policía y entraría a formar parte del mundo clandestino de los «sin papeles». No confiaba demasiado en la gente. Por experiencia próxima sé que no ayudan en absoluto a los indocumentados, así que decidí pernoctar bajo un puente de piedra. Apartado, entre fardos vacíos y paños que encontré en las inmediaciones, recubierto de mugrientos pingajos, esperé el amanecer.