Fabián Ricardo Navarro

 

La sombra de la verdad

 

(Crónica de las Sombras 1)

 

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Primera edición: septiembre de 2019

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Fabián Ricardo Navarro

 

ISBN: 978-84-17799-79-3

ISBN Digital: 978-84-17799-80-9

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

1. Un Mensaje Borrado.

2. Intrigas en la Oscuridad

3. Planes en Acción.

4. El Ataque.

5. Una Sesión del Parlamento.

6. Un Trabajo Secreto y Una Demanda.

7. Una Conversación Inusual.

8. Recuerdos de Otro Tiempo.

9. Boceto de Un Complot.

 

 

1. Un Mensaje Borrado.

El mensaje había llegado a su teléfono celular poco pasadas las doce del día. No le había prestado demasiada atención en un inicio; después de todo en su oficina no había mucho espacio como para revisar temas personales. Los supervisores estaban siempre al asecho y no era lo ideal que el jefe te llamara a su despacho por algo que podía haber esperado un tiempo más… mejor ir con cuidado.

Llegada la hora de almuerzo, en el ascensor que transportaba a unos apretados e incómodos empleados para entregarles una escasa hora de libertad, revisó el SMS que esperaba impaciente en su bandeja de entrada.

– Encontré algo. Tenemos que reunirnos. Hoy a las 9 en el bar de siempre.

Su amigo siempre enviaba mensajes puntuales y sin adornos, y no solo porque tuviera que sacar el mayor provecho a los SMS que tenía en su plan; en realidad era su estilo. Jorge no sabía de qué podría tratarse. ¿Sería acaso alguna otra loca idea de su camarada? Era lo más probable. No sería la primera vez.

La brisa de otoño jugueteaba con su pelo castaño ahora que se encontraba en la calle en medio de una monótona multitud en dirección a su almuerzo. Decidió centrar su atención en lo que podría conseguir para pasar el hambre, y esperar a que su amigo revelara su «gran idea» junto a algunos tragos.

Un respetable sándwich de jamón y queso, junto a un buen café caliente, fueron sus compañeros de almuerzo. Había entrado hace tan solo un par de semanas a trabajar en su nuevo empleo y aún no había hecho demasiada amistad con sus colegas. Después de todo, el trabajo era solitario y bastante demandante. La empresa en la que ahora trabajaba ofrecía soporte tecnológico a otras compañías; eran pocos empleados dando soporte a demasiadas necesidades juntas. No tenía tiempo para aburrirse o para compartir una conversación de pasillo. Algunos días, en lo que se sentía especialmente antisocial, era una ventaja; otros, sin embargo, en los que quizá añoraba un poco más el contacto con el resto de los humanos, se transformaba en una carga bastante estresante.

La tarde transcurrió con perfecta y limpia monotonía. Dos personas a las que dio soporte fueron extremadamente amables, dos reaccionaron con la debida frustración del momento, una le contó parte de su vida, otra tenía un problema que solucionó ella misma mientras realizaba la llamada y tres fueron tan neutrales como si estuvieran hablando con una máquina inerte. Había sido una tarde tranquila dentro de todo. Cuando por fin pudo dedicar parte de su mente a temas propios, cayó en la cuenta de que ningún otro mensaje había llegado. No era nada sorprendente, su vida social era todo menos activa e incluso la comunicación con su familia era tan solo esporádica.

Al terminar su jornada el cielo amenazaba seriamente con dejar caer algunas gotas. Por suerte, como solía hacer cada mañana, había revisado el pronóstico del tiempo. Su paraguas portátil, de momento descansando en el fondo de su mochila, estaba preparado para entrar en acción de ser necesario. Apagó su computador y tomo su abrigo; hizo un gesto con la mano y a su vez otras manos casi impersonales se agitaron en el aire en respuesta apareciendo tímidamente por sobre las paredes bajas de los cubículos.

Eran las seis de la tarde, aunque al salir a la calle daba la impresión de ser mucho más tarde. Las nubes que cubrían por completo el cielo ayudaban mucho más a que la hora pareciera avanzada. – ¿De verdad tendré que esperar hasta las nueve? –se preguntó. – Quizá podría ir primero a casa y después volver a salir – pero sabía demasiado bien que si iba a casa terminaría inventando cualquier excusa para no acudir a la junta.

Decidió hacer algo inesperado… algo que podía el mismo interpretar como extraño. De hecho, se sorprendió a si mismo poniendo rumbo al bar en el que vería a su amigo algunas horas más tarde.

–Tomaré algo mientras lo espero. – decidió apurando el paso. El viento comenzaba a ser molesto, y tenía los pies fríos. –Quizá hasta pueda conversar con alguna chica. –aseguró con más ánimo que el de costumbre, aunque con la misma esperanza de siempre.

El bar, que ya había cambiado dos veces de nombre en el tiempo que Jorge lo frecuentaba, estaba situado en una calle sin salida en pleno centro de la ciudad. Era uno de esos barrios antiguos en los que imponentes edificios empresariales conviven con inesperadas tiendas familiares o pequeños restaurantes de comida típica. Este bar era uno de esos lugares; se respiraba aire de otra época al entrar por sus puertas, y aunque las chicas que atendían eran sin duda de generaciones más modernas, las mesas y adornos del local parecían transportar al cliente unos cuarenta años hacia el pasado.

Jorge se sentó en una mesa para tres personas casi al final del local; podía ver hacia el exterior, y aunque por el lugar donde se encontraba aquel refugio de amistad, nada interesante podía observarse en el callejón, sí alcanzaba a divisar vagamente la calle principal. Observó unos minutos más allá de los ventanales; ensimismado…

¿Qué te puedo servir? – preguntó una voz sacándolo violentamente de sus pensamientos.

Los ojos de Jorge se encontraron con los de una impaciente mesera que hacía su mejor esfuerzo por disimular la prisa. No podía tener más de veinticinco o veintiséis años; lo más probable es que estuviera estudiando en la universidad y trabajara para costear sus estudios. Jorge admiraba a esos universitarios, ya que él no había necesitado trabajar durante aquellos años.

¿Qué te puedo servir? – volvió a preguntar la chica. –Aquí tienes la carta. –dijo al fin indicando algo tan solo un poco más sofisticado que un panfleto, que esperaba su momento en un rincón de la mesa.

Jorge tomó la carta y dio un vistazo rápido a las opciones que tenía. La mesera lo esperó aún unos cuantos segundos más.

– No te preocupes. Vuelvo en un rato para que puedas elegir. –dijo al fin con una sonrisa antes de dar la vuelta y seguir con su trabajo.

Jorge la siguió con la mirada. Se sintió estúpido y nervioso. Volvió a dirigir sus pensamientos más allá de los ventanales. Debían ser tan solo las seis y media o algo así. No tenía sentido preocuparse por su amigo; era un chiflado, pero al menos sabía que era más puntual que la mayoría de las personas que conocía.

La carta detallaba los tragos con los que el bar contaba y las escasas opciones de comida para compartir. Jorge no sentía la necesidad de beber algo fuerte, de modo que rápidamente descartó el vodka o el whisky. No era un gran fan de la cerveza, y menos en un día tan frío con posibilidad de lluvia. Decidió recurrir a la opción del vino y a una porción de empanadas para matar el hambre que los aromas del local habían despertado cual instintos primitivos.

La mesera pareció feliz de que Jorge por fin decidiera lo que quería, y le regaló una sonrisa mientras se alejaba para ocuparse de la orden. Eran las seis y cuarenta. Afuera una fina lluvia, de esas que mojan todo a su paso sin que apenas te percates, se había hecho presente. Los transeúntes caminaban a máxima velocidad intentando alcanzar sus destinos y, al mismo tiempo, cuidándose de no caer víctima de algún resbalón. Los paraguas habían aparecido para crear un improvisado techo en movimiento.

La orden de empanadas y el vino llegaron casi al mismo tiempo. Jorge bebió con gusto y sintió un sabor avinagrado en su garganta que, no obstante, casi inmediatamente dio paso a lo que él conocía como vino. Las empanadas no corrieron con tanta suerte, ya que antes de darse cuenta el plato yacía vació… testigo mudo de un hambre incontrolable que la porción de alimento a duras penas había conseguido satisfacer. Eran las siete en punto.

Jorge observó el plato vacío y la copa de vino a medio camino. Levantó su mirada y puso atención a algunos de los clientes. El local no estaba especialmente lleno aquella tarde; lo más probable es que la lluvia hubiera espantado al resto de la potencial clientela, pero Jorge no tenía problema con eso; prefería los lugares tranquilos y hacía lo posible por evitar el ruido y las multitudes.

De pronto la música comenzó a sonar. Eran clásicos de los ochenta. El bar era famoso por siempre mantener ese estilo, aunque probablemente era popular solo entre los amantes de esa época. Como no era en exceso estridente, Jorge no se sintió para nada incómodo. Una pareja reía alegremente mientras disfrutaban de unas enormes jarras de cerveza; tres oficinistas (el perfil era inconfundible) discutían animadamente… lo más probable era que discutieran temas de trabajo o hablaran a espaldas del jefe. Una solitaria figura con un computador completaba la clientela; aquel hombre escribía sin parar, con un montón de hojas junto a su codo izquierdo y un trago que parecía whisky esperando esporádicos sorbos… nadie parecía prestarle atención o sentirse extrañado por su presencia. Eran las siete y veinte.

Jorge se recriminó haber terminado con las empanadas tan rápido; ahora no tenía nada en qué matar el tiempo excepto poner atención a lo que otros hacían.

– ¿Quieres algo más? –la mesera volvió a violentar los pensamientos de su cliente estrella aquel día.

– Un poco más de lo mismo. – fue la casi automática respuesta del hombre sentado con mirada perdida.

A los pocos minutos la chica regresó con una nueva copa de vino y una porción de empanadas que esta vez incluía cinco unidades. Jorge observó el plato con sorpresa y luego levantó su vista. La mesera le guiñó un ojo y esbozó una sonrisa al retirarse. Jorge no era poco atractivo, si bien él jamás lo había pensado así; sus habilidades sociales condicionaban en gran medida la percepción que de sí mismo tenía.

La hora avanzó un poco. Afuera el callejón parecía particularmente oscuro. Las luces de los vehículos pasando por la calle principal creaban un interesante juego de sombras y reflejos en los diminutos charcos que ya se habían comenzado a formar. Los tres oficinistas tomaron sus chaquetas, dieron los últimos sorbos a lo que aún quedaba en sus vasos y se marcharon. La pareja de la cerveza aún tenía algo en sus jarras, pero era evidente que la conversación ya no resultaba tan animada. El hombre en el computador seguía exactamente igual… el tiempo no parecía avanzar para él. Eran las ocho y media.

Las empanadas y el vino volvieron a quedar en el olvido. Por fin la pareja se marchó también; la jarra de él había quedado por completo vacía, la de ella aún conservaba unos dos dedos de un líquido al que a esas alturas ya era difícil llamar cerveza. La mesera retiró rápidamente las jarras y los platos, limpió la mesa con un trapo húmedo que Jorge imaginó contenía algún líquido desinfectante, y dejó todo como si nadie jamás hubiera hecho uso de aquella mesa. Ahora solo quedaban dos clientes; uno al que nadie parecía prestar la más mínima atención y cuyo vaso de whisky no daba la impresión de terminar jamás, y Jorge. Eran las ocho y cuarenta y cinco.

De pronto… inesperada sorpresa… los ojos del informático de soporte se encontraron directamente con los de la mesera. Ya no llevaba el delantal puesto y había soltado su cabello. El hombre del computador levantó un momento la mirada y los observó a todos… su mirada parecía pesar en el aire; una ligera mueca fue toda su reacción. La realidad se detuvo un instante mientras él posaba sus ojos y analizaba; las gotas de lluvia dejaron de caer durante un instante, al tiempo que los movimientos de todos los seres se volvieron completamente transparentes. Pensativo regresó a su postura anterior y continuó escribiendo…

¡No te preocupes! – tranquilizó la muchacha ante la sorpresa de Jorge. – ¡Él siempre está ahí!

Jorge la miró con curiosidad e incredulidad mientras la muchacha se sentaba en la silla al otro lado de la mesa.

– Ya no estoy en horario de trabajo. –dijo con sencillez. Y ya pedí algo para que compartamos.

Jorge se encontró de pronto nervioso y en extremo desconcertado. Esto era totalmente inesperado; jamás le había ocurrido algo así. Esta chica se sentaba a su mesa como lo más normal del mundo. Estas cosas no le pasaban a él.

– Soy Andrea. – dijo con gracia. – ¿Y tú?

– Me llamo Jorge. – se encontró respondiendo aún sin salir de su estupor.

Andrea pasó su mano izquierda por su cabeza y jugueteó levemente con su cabello descubriendo su oreja durante un instante. Luego agregó:

– ¿En qué trabajas?

– Soy informático, y… – contuvo justo a tiempo la estúpida pregunta.

– ¿Trabajas cerca de aquí?

– A unas cuantas cuadras. –confesó Jorge.

– Yo trabajo aquí solo martes y jueves. No te había visto antes. Bueno, solo empecé a trabajar aquí hace un mes, y mucha gente pasa por aquí. Pero, qué bueno que nos conocimos.

Jorge no sabía si relajarse o sospechar algo. Era casi como si él le resultara atractivo a aquella chica y ella quisiera algo más con él.

Un nuevo mesero, joven y esbelto, cabello corto y facciones severas, depositó en la mesa dos vasos de ron y unas diminutas latas de bebida. También una porción de papas fritas con salchichas aterrizó junto a los tragos. El mesero esbozó una sonrisa profesional primero hacia Jorge y después hacia su compañera de trabajo. Ahora las cosas resultaban aún más extrañas para el sorprendido cliente; ese mesero lucía, en su propia opinión, mucho más atractivo que él. ¿Por qué esta joven no se fijaba en él?

– Espero te guste el ron. –observó ella con una sonrisa. – Pediste vino dos veces antes, así que preferí traer otra cosa. – Abrió la lata con facilidad y vertió un poco en su vaso; bebió inmediatamente un buen sorbo. Jorge la imitó; su cerebro no estaba aún en condiciones de tomar la iniciativa.

– ¡Vamos, cuéntame de ti! –continuó ella. – ¿Qué haces fuera de tu trabajo?

– Me gusta ver series, juego football con mis amigos, me gustan los videojuegos. – es posible que por fin el alcohol estuviera comenzando a mejorar las habilidades sociales de Jorge.

– Yo también juego videojuegos. –admitió ella con una mirada cómplice. –Aunque ahora me tengo que centrar mucho en los estudios.

– ¿Y qué estudias? – tomó la iniciativa para su propia sorpresa.

– Me falta un año y medio para terminar enfermería. Ha sido difícil; mis padres me ayudan con la universidad, pero yo tengo que trabajar para poder vivir sola. – Un leve nudo pasó lentamente por la garganta de Jorge.

La plática se volvió cada vez más animada. Andrea era una gran conversadora, y espontánea en casi todos los aspectos. Jorge se había sentido a gusto después de un rato e incluso había llevado la conversación durante algunos pasajes. Otra ronda de ron, aunque esta vez sin comida. Ambos estaban totalmente relajados. Ella puso su pierna derecha junto a la de Jorge por debajo de la mesa; él sintió el contacto y el leve calor que producía, pero no se retiró.

– ¡Salgamos de aquí! –dijo ella de pronto echando su cuello hacia atrás y dirigiendo una rápida mirada hacia la barra. El hombre en el computador levantó la vista una vez más, y la misma sensación de transparencia invadió el lugar, aunque esta vez Jorge no la sintió tan opresora… quizá por el alcohol mismo.

Antes de darse plena cuenta de ello, Jorge caminaba abrazado junto a la chica hacia la calle principal, ambos bajo un solo paraguas. La noche no era demasiado fría aún, si bien cualquiera podría haber pronosticado que la mañana siguiente sería especialmente gélida una vez que la lluvia escampara.

El departamento de Andrea era de un solo ambiente. La cama y el sofá convivían con la barra de la cocina y el refrigerador. No se trataba de un espacio excesivamente amplio, pero era sin duda cómodo y acogedor. Ella tomó de la cocina dos vasos y los adornó con más ron, pero esta vez de su propia reserva. Continuaron la conversación alegremente; ella le contó cómo había llegado hasta ese lugar, los sueños que tenía para después de terminar la universidad. Jorge hizo lo mismo; le desveló sus deseos de crear su propia empresa de informática, lo poco que le gustaba su trabajo actual, y hasta todo lo que consideraba extraño tanto en su forma de ser como en la de los demás. A esas alturas Andrea apoyaba su cabeza en el pecho de Jorge.

Sin saber cómo las cosas habían llegado hasta ese punto, Jorge se arriesgó y la besó con ternura. Para su sorpresa ella le respondió de la misma forma. Lo que ocurrió a continuación no fue más que un desenlace lógico en la conducta humana. Un desenlace de esos en los que las palabras sobran, ya que son las sensaciones las que toman el rol principal; sensaciones que la mayoría de las veces sobrepasan nuestra capacidad de verbalización, o que sencillamente pierden magia al intentar ponerlas en palabras. Solo añadiremos que, en un fugaz regreso a la rutina del mundo antes de sumergirse nuevamente en las sensaciones, Jorge sacó el celular de su bolsillo y no encontró ningún otro mensaje. Todo era calma en las representaciones de su dispositivo móvil. Su amigo nunca había llegado, ¿O sí? En realidad, ya no importaba demasiado en comparación a lo que le había y le estaba ocurriendo ahora. Eran las once y media.

 

A la mañana siguiente, fue Andrea la que literalmente empujó a Jorge fuera de la cama.

– ¡Vamos, recuerda que tienes que trabajar! –dijo ella besándolo nuevamente y moviéndolo para que despertara del todo.

Cuando Jorge vio por fin su teléfono y divisó un ocho y un tres, un salto de alarma acompañado de una fuerte sensación de mareo le hicieron ponerse en pie. Andrea le pasó una toalla y un nuevo beso, y regresó a la cama. Jorge consiguió llegar a la oficina tan solo cinco minutos tarde, aunque para él la hora no era lo más relevante en aquel momento. Su cabeza daba vueltas y constantemente sentía que podía vomitar sobre el teclado de su computador. Le dolía la cabeza y se percibía incapaz de atender con amabilidad a las ridículas llamadas de soporte que recibía sin cesar.

Para su buena suerte, el supervisor de su sección también había llegado tarde, y aunque tan solo habían sido unos minutos más, fueron suficientes como para no prestar atención a quien ya estaba sentado en su escritorio cuando él entró en la oficina.

Ninguno de sus compañeros se acercó a preguntar cómo se sentía, por más que si alguien hubiese prestado un poco de atención hubiera notado con facilidad que Jorge no estaba en su mejor día. A eso de las once de la mañana, cuando ya su cuerpo se había estabilizado lo suficiente como para centrarse un poco más, tomó su celular y volvió a abrir la bandeja de mensajes. Para su sorpresa, el último mensaje recibido era de tres días atrás y no era más que propaganda de la compañía de su plan móvil. Extrañado revisó también la bandeja de spam y la de mensajes eliminados, pero increíblemente no había rastro del mensaje de su amigo.

Llegada la hora de almuerzo, y aún sin que nadie le hiciera la más mínima consulta por su estado, aceleró el paso para bajar hasta la calle como cada día. Una vez su rostro entró en contacto con el aire helado y la luz del sol que parecía hacer su trabajo tan solo a medias, su mente pareció despejarse fugazmente. Tomó el teléfono y marco el número de su amigo; todo a su alrededor parecía dar vueltas sin sentido… vueltas que le hacían sentirse ajeno a su propia realidad. El tono sonó una y otra vez, pero su amigo no contestó. Aún marcó una vez más, pero el resultado fue exactamente el mismo.

Un café bien cargado fue lo único que lo acompañó aquel día para el almuerzo; de hecho, fue lo único que a duras penas su ajetreado estómago consiguió resistir. Le molestaba en exceso el ruido de las conversaciones ajenas; se preguntaba por qué no había simplemente dejado su cuerpo descansar junto al de Andrea… sí, Andrea, había valido la pena después de todo. Pronto pasarían los efectos de la resaca y todo volvería a la normalidad… o a la nueva normalidad que ahora se presentaba ante su facultad de decidir. Seguía sorprendido por todo lo ocurrido el día anterior, si bien no sentía la capacidad de reflexionar al respecto o, quizá, ni siquiera valía la pena intentarlo.

Antes de entrar al edificio y apretarse contra otro montón de gente en el ascensor, decidió intentar una última vez. Un mensaje de Andrea le deseaba un buen día, le avisaba que estaba en la universidad, y que lo esperaba en su departamento en la tarde. Sus dedos sintieron la tentación de responder el mensaje con una sonrisa, pero su mente no estaba para intentar dos cosas a la vez. Puso su dedo sobre la pantalla y volvió a marcar el número de su amigo. Todo parecía un último intento más por compromiso que por la convicción de que al otro lado le fueran a responder. Pero cuál no sería su asombro y milésimo desconcierto cuando…

– ¡Hola perro perdido… tanto tiempo! –resonó la risueña voz de su amigo.

– ¡Eh! –dijo después. – ¿Me escuchas? –preguntó ante la no respuesta.

– ¡Hola! – respondió Jorge algo confundido. – ¿Cómo estás?

¡Aquí sigo, todo igual! ¿Y tú qué? No me llamaste para saber cómo estoy, ¿Verdad?

– Me enviaste un mensaje ayer. – aseguró Jorge. – Decía que necesitabas verme y contarme algo.

Hubo un silencio al otro lado. Jorge sintió algo extraño en su estómago, quizá nervios o quizá algún efecto más de la resaca.

– ¿Te envié un mensaje ayer? –repitió con voz perdida. – Estás loco perro. Había pensado en llamarte, pero no te envié nada. De hecho, no podría haberlo hecho; esta mañana fui a la tienda a comprar un celular nuevo… hace dos días me asaltaron por la noche y me robaron todo lo que llevaba. ¡Ha sido un cacho recuperar mi número!

¡No! Pero, recibí un mensaje tuyo ayer. –volvió a decir Jorge, aunque más para sí mismo.

– ¡Imposible te digo! –objetó. – Habrá sido el maricón que me lo robó. ¡Desgraciado! Y no era tan malo el aparato… tuve que sacar otro en mil cuotas. –rezongó.

Jorge no sintió deseos de insistir. No había podido encontrar el supuesto mensaje y no tenía demasiado sentido porfiar cuando la evidencia brillaba por su ausencia.

– ¡Oye, ya que estamos…! –continuó la voz del otro lado del teléfono. – ¿Te animas a salir hoy? Estoy libre en la tarde y podríamos tomar algo… sería una buena manera de olvidar el mal rato de anteayer.

Solo pensar en consumir algo que tuviera mayor grado alcohólico que un jugo de naranja revolvió una vez más el estómago de Jorge; además, Andrea le esperaba en su departamento aquella tarde.

– ¿Qué te parece mañana después del trabajo? –propuso con la mirada fija al frente, como si observara un calendario imaginario y las tareas que se había impuesto para rellenarlo.

¿Y qué tienes que hacer hoy? –insistió su amigo.

¡Cosas!

– ¡Vamos, tú muy rara vez tienes panoramas después del trabajo! ¿O es que me he perdido de mucho? – rio. – Apuesto a que sigues igual que siempre…

– Tengo un compromiso previo. –fue la sencilla respuesta intentando evitar dar más información.

– ¿Es una chica viejo perro? –preguntó haciendo resonar el oído de Jorge.

– Ok, sí, es una chica… –admitió. – Sé que si no te lo digo me lo sacarás igual después.

– ¡Estupendo, hombre! ¡Por fin cayó una! – fue el ánimo enviado a la distancia. – Mañana entonces, mejor no interrumpirte hoy… ¡Suerte, y a por ella!

Antes de que Jorge pudiera despedirse o dar cualquier otra explicación, su amigo había dicho adiós y terminado la llamada casi al mismo tiempo. Quizá otra persona lo tomaría como mala educación, pero Jorge sabía bien que Nick era así.

Regresó a la oficina y aguantó la tarde lo mejor que pudo. Su cabeza daba menos vueltas que a primera hora del día, pero aún no se sentía del todo bien.

Para cuando llegó al departamento de Andrea la tarde se había vuelto fría en exceso; el aire parecía cortar sus mejillas y congelar sus orejas. Ella le recibió con un beso al verlo y ambos narraron, cada uno a su manera, los pormenores del día. La confianza que de pronto se tenían contrastaba con el poco tiempo que se conocían; era casi como si llevaran mucho tiempo juntos… o mucho tiempo esperándose. La noche transcurrió muy parecida a la anterior; la pasión entre ellos era fresca y juvenil… parecía inagotable.