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Tabla de Contenido

Título

El Autor

El Vaso de Alabastro

Los Ojos de la Reina

El Secreto de Don Juan

Juramento

Sorpresa

Un buen queso

Águeda

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El Autor

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LEOPOLDO LUGONES NACIÓ el 13 de junio de 1874 en la localidad de Villa de María del Río Seco, al norte de la provincia de Córdoba. Era el primogénito de Santiago M. Lugones y Custodia Argüello. Su padre, hijo de Pedro Nolasco Lugones, regresaba de la Ciudad de Buenos Aires a Santiago del Estero cuando conoció a Custodia Argüello al detenerse en Villa de María, localidad que era disputada entre Santiago del Estero y Córdoba. Fue su madre quien le enseñó a Leopoldo las primeras letras y la responsable de una formación católica muy estricta.

Cuando Leopoldo tenía seis años y luego del nacimiento del segundo hijo del matrimonio Santiago Martín Lugones (1878, Villa de María del Río Seco), la familia se trasladó a la ciudad de Santiago del Estero y, más tarde, a Ojo de Agua, una pequeña villa en el sur de la provincia de Santiago del Estero cerca del límite con la de Córdoba, donde nacieron los dos hermanos menores del poeta: Ramón Miguel Lugones (1880, Santiago del Estero), y el menor de los cuatro hermanos, Carlos Florencio Lugones (1885, en Ojo de Agua, Santiago del Estero). Fue enviado por sus padres a cursar el bachillerato en el Colegio Nacional de Monserrat, en Córdoba, donde vivió con su abuela materna Rosario Bulacio. En 1892 su familia se trasladaría a tal ciudad y en esa época comenzó a realizar sus primeras experiencias en el campo del periodismo y la literatura.

Contrajo matrimonio en la Ciudad de Córdoba con Juana Agudelo y en 1896 se trasladó a Buenos Aires. En 1897 nació su único hijo, Leopoldo Polo Lugones, a quien José Félix Uriburu nombraría comisario inspector de la Policía durante su dictadura, tarea que realizó sin pertenecer a la fuerza de seguridad y con el único antecedente de haber sido director de un Instituto de menores durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear.

En 1898, Mariano de Vedia le presentó al presidente Julio Argentino Roca, quien iniciaba su segundo mandato al frente del Poder Ejecutivo Nacional. En 1906 y 1911 realizó viajes a Europa, travesías entonces consideradas imprescindibles en la élite intelectual porteña.

La actividad literaria y política de Lugones comenzó en Córdoba, con su incursión como periodista en El Pensamiento Libre, publicación considerada atea y anarquista, y participa en la fundación del primer centro socialista en esa ciudad. En esa época publica poesía con el seudónimo de «Gil Paz».

Poco después, ya en Buenos Aires, se unió al grupo socialista que integraron, entre otros escritores, José Ingenieros, Alberto Gerchunoff, Manuel Baldomero Ugarte y Roberto Payró y escribe de manera esporádica para varios medios, entre los que se cuentan el periódico socialista La Vanguardia, y el periódico roquista Tribuna. En Buenos Aires, generó constante polémica no tanto por su obra literaria sino por su protagonismo político, que sufrió fuertes virajes ideológicos a lo largo de su vida, pasando por el socialismo, el liberalismo, el conservadurismo y el fascismo. En esa época, conoció a Rubén Darío, quien tendría importante influencia en su obra y cuyo prestigio le facilitaría el ingreso al diario La Nación.

En 1897 Lugones publicó su primer libro, Las montañas del oro, de estilo inspirado en el simbolismo francés. Algunos capítulos de este libro habían sido publicados en una revista dirigida por Paul Groussac llamada La Biblioteca.

En 1898 se adhirió a la Sociedad Teosófica, en la llamada «Rama Luz», sección de la que dos años más tarde es elegido Secretario General. Su interés por el ocultismo y la teosofía comenzó desde muy joven, cuando vivía en Córdoba.

Entre 1898 y 1902 escribió cuatro ensayos («Acción de la teosofía», «Nuestras ideas estéticas», «Nuestro método científico» y «El objeto de nuestra filosofía») para las revistas Philadelphia (Buenos Aires) y Sophia (Madrid) en donde expuso las principales ideas teosóficas sobre la ciencia, el arte y la filosofía. Además, es posible encontrar la influencia de la teosofía en varias de sus obras, como en El Payador (1913-1916), Prometeo, un proscripto del sol (1910) o Elogio de Ameghino (1915).

El 13 de noviembre de 1899 adhirió a la masonería al iniciarse en la Logia Libertad Rivadavia N° 51. En 1903 es expulsado del socialismo al apoyar la candidatura conservadora de Manuel Quintana para la presidencia de la República.

En 1905 publicó Los crepúsculos del jardín, obra cercana al modernismo y recogió las tendencias de la literatura francesa, en particular el simbolismo, estilo que se profundizaría con su celebrado Lunario sentimental publicado en 1909. Experimentó con cuentos de misterio en 1906 con su obra Las fuerzas extrañas; que también muestra la afición de Lugones al ocultismo y a las ideas teosóficas. Este libro junto con Cuentos fatales (1926) son considerados precursores de la narrativa breve en la Argentina, que tendrá una vasta tradición a lo largo del siglo XX.

De regreso de sus experiencias europeas, Lugones publicó su ensayo Historia de Sarmiento (1911). En 1913 ,pronunció en el Teatro Odeón, una serie de conferencias titulada «El Payador», ante la presencia, entre otros personajes ilustres, del presidente Roque Sáenz Peña; el tema principal de las conferencias (recopiladas y publicadas en 1916) era el poema gauchesco Martín Fierro y la exaltación de la figura del gaucho como paradigma de nacionalidad. En la obra de Domingo Faustino Sarmiento y de José Hernández, Lugones encontró lo que él llama «la formación del espíritu nacional»: «Facundo y Recuerdos de provincia son nuestra Ilíada y nuestra Odisea. Martín Fierro nuestro Romancero.» (Historia de Sarmiento, Leopoldo Lugones, 1911). La consideración del Martín Fierro como emblema de la literatura argentina se debe, en gran medida, a la interpretación de Lugones sobre la influencia de esta obra en la formación de una identidad cultural.

En 1915, asumió como director de la Biblioteca Nacional de Maestros, cargo en el que se desempeñó hasta su muerte. En 1920, comenzó a advertirse un giro hacia las ideas nacionalistas con la publicación de un libro de doctrina política, Mi beligerancia. Al año siguiente, publicó una obra que puede considerarse de divulgación científica, El tamaño del espacio y en 1922, en un retorno al simbolismo, publicó Las horas doradas. En 1923 pronunció una conferencia en el teatro Coliseo de Buenos Aires, titulada «Ante la doble amenaza», que le reporta un inmediato repudio de parte del espectro político democrático. En esa ocasión el dirigente socialista Alfredo Palacios lo calificó de chauvinista.

En 1924, recibió el Premio Nacional de Literatura y, en 1928, presidió la Sociedad Argentina de Escritores. En esa época, era ferviente impulsor de las tendencias fascistas que caracterizaban a parte de los militares argentinos. Lugones fue un importante propagandista del golpe militar protagonizado por José Félix Uriburu el 6 de septiembre de 1930, que derrocó de la presidencia al radical Hipólito Yrigoyen. Su estrecha relación con el régimen instaurado ese año le valió el rechazo de los círculos intelectuales porteños.

A pesar de su adhesión al nacionalismo autoritario desde la década de 1920, Lugones se opuso al antisemitismo mientras muchos intelectuales destacados lo profesaban. En 1935 escribió el prólogo la edición argentina del libro «La mentira más grande de la historia: los protocolos de los sabios de Sion», de Benjamin W. Segel (Ediciones D.A.I.A., Buenos Aires 1936). La obra denuncia como fraude el célebre panfleto antisemita conocido como Protocolos de los Sabios de Sion.

El 18 de febrero de 1938, se quitó la vida en un recreo del Delta de San Fernando, llamado «El Tropezón», al ingerir cianuro de potasio con whisky. Una de las teorías sobre la causa de su muerte es que Lugones estaba muy enamorado de una muchacha que conoció en una de sus conferencias en la Facultad de Filosofía y Letras. Mantuvo con ella una relación sentimental y apasionada. Descubierto y presionado por su hijo, debió abandonarla. Esto lo habría precipitado en un declive depresivo que acabaría con su vida.

Sus descendientes no han escapado a este signo trágico. Su hijo Leopoldo Lugones, «Polo», inventor de la picana eléctrica como elemento de tortura, se suicidó en 1971. Su nieta, Susana «Pirí» Lugones, fue detenida y desaparecida en diciembre de 1978 por el terrorismo de Estado que impuso la última dictadura cívica-militar desde 1976 hasta 1983. Tuvo otra nieta, Carmen, a quien llamaba Babú. Uno de los hijos de Pirí, Alejandro, se suicidó, al igual que su bisabuelo, en Tigre. Esto conforma un destino familiar trágico, muy parecido al de la estirpe de Horacio Quiroga, amigo y admirador de Lugones.

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El Vaso de Alabastro

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MR. RICHARD NEALE SKINNER, A. I. C. E., F. R. G. S. y F A. S. E., lo cual, como se sabe, quiere decir por extenso y en castellano, socio de la Institución de Ingenieros Civiles, miembros de la Real Sociedad de Geografía y miembro de la Sociedad Anticuaria de Edimburgo, es un ingeniero escocés, jefe de sección en el Ferrocarril de El Cairo a Asuán, donde se encuentran las famosas represas del Nilo, junto a la primera catarata.

Si menciono sus títulos y su empleo es porque se trata de una verdadera presentación; pues Mr. Neale Skinner hállase entre nosotros desde hace una quincena, procedente de Londres, y me viene recomendado por Cunninghame Graham, el grande escritor cuya amistad me honra y obliga.

Mr. Neale, a su vez, me ha pedido esta presentación pública, porque el viernes próximo, a las 17.15, iniciará en un salón del Plaza Hotel, su residencia, algunas conversaciones sobre los últimos descubrimientos relativos a la antigua magia egipcia, y desea evitar que una información exagerada o errónea vaya a presentarlo como un charlatán en busca de sórdidas conveniencias. Sabiendo el descrédito en que han caído tales cosas, adoptará, todavía, la precaución de no invitar sino personas calificadas y que posean algunos conocimientos históricos sobre la materia (bastará con algo de Rawhnson o Maspero): por lo cual los interesados tendrán que dirigirse a él en persona. Mr. Neale habla correctamente el francés.

Nada tan distinto, por lo demás, de esos barbinegros magos cuya manida palidez frecuenta los vestíbulos internacionales, arrastrando la admiración en el énfasis de su lentitud remota. Mr. Neale es rubicundo y jovial, y hasta me parece que algo corto de genio. Cuando fui a pagarle la visita, hallábase, precisamente, alegre como un colegial, por haberse dado en el hotel con un condiscípulo del Marischal College, oriundo también de la sólida Aberdeen, su ciudad natal. Mr. Francis Guthrie, un escocés que por su traje y su pecosa rigurosidad, parecía tallado en el granito del lejano país.

Tampoco hay nada de "oculto" en el viaje de Mr. Neale. Trátase de un prosaico estudio de nuestras maderas fuertes, que la administración ferroviaria egipcia propónese ensayar para el asiento en terrenos pantanosos.

Claro es que a poco de andar, y como nuestro huésped me manifestaba su intención de disertar sobre la magia egipcia, ya estaba yo preguntándole por los últimos descubrimientos que han enriquecido la arqueología con desusada profusión:

—En Egipto, habíame dicho él mismo, todo el mundo es un poco arqueólogo.

Y retomando el hilo de su pensamiento: —La arqueología se vuelve allá una tentación irresistible.

El rumoreo de un joven y animado grupo que cruzaba el hall, cortó un momento su palabra.

—Yo tardé bastante, prosiguió, en apasionarme por los descubrimientos. Eso tenía que venir, pero a mí me ocurrió en forma distinta de la habitual.

Era yo un cazador entusiasta, y no ocupaba mis asuetos en otra cosa, cuando cierto día tuve la ocasión de salvar, mediante un tiro certero, a un muchacho egipcio, desertor de la caravana de Sennaar, que bañándose en el río' había caído presa de uno de esos cocodrilos, casi legendarios ya, pero que viven aún más allá de las cataratas: verdaderos monstruos que vale la pena ir a buscar, haciendo algunos centenares de kilómetros.

Aunque salió con su brazo izquierdo casi inutilizado por la terrible mordedura, Mustafá, mi protegido, guardóme aquella inagotable gratitud, característica del musulmán, sobre todo cuando cree deber el favor de la vida; pues, entonces, sólo considera redimida su deuda mediante un favor igual. Exageraba todavía su afección por mí, el hecho de haberlo tomado a mi servicio, para aliviar de tal modo la desgracia de su mutilación.

Fue él quien, de vuelta a mi puesto, que era entonces Esné, la antigua Latópolis de los griegos, despertó mi curiosidad, regalándome dos joyas antiguas, sumamente curiosas: un gavilancito de oro esmaltado y un sello de cornalina, que cifrado con el "onj" jeroglífico, o sea la palabra "vida", es un amuleto de preservación.

Inútil cuanto hice por averiguar la procedencia de aquellos objetos —ciertamente raros entre las chucherías arqueológicas de la explotación habitual— incluso el recuerdo de la ley que castiga el tráfico y la ocultación de antigüedades valiosas. Mustafá se evadía con las exclamaciones árabes de cajón: "¡Quién puede saberlo! Que Allah compadezca mi ignorancia". O bien: "¡Sólo Allah es omnisciente!"...

El caso es que esos "felahs", cruzamiento de árabe y de egipcio, saben y callan muchas cosas, a despecho de la opinión corriente. El sentimiento nacional que parecía dormido en aquellos naturales, acaba de causar a mis compatriotas más de una sorpresa.

Nativo de Esné, que es una de las estaciones de la caravana en la cual se enganchó para ir a caer víctima del cocodrilo, Mustafá es muy experto en excavaciones arqueológicas, pues la mencionada ciudad hállase a unas veintiocho millas tan sólo de la antigua Tebas. Y él, como peón de numerosos exploradores, había hecho, por decirlo así, toda la "carrera".

Desde que, niño aún, conchabábanlo para que animara a los jornaleros, cantando, tal cual los vendimiadores homéricos en la descripción del escudo de Aquiles, hasta que, mayorcito, cargaba las espuertas de escombros, y ya adolescente, manejaba el azadón, su experiencia llegó a ser grande en la materia.

Poseía, lo que es también un don de su raza, el discernimiento de los indicios imperceptibles; pero lo rudo de la tarea y lo mísero del jornal, acabaron por inducirlo a cambiar de trabajo, enganchándose en la caravana, donde tampoco pudo aguantar la faena realmente atroz de camellero. Es un temperamento sensible, de una delicadeza superior a su medio. Así, de doméstico, pasó a ser luego mi ayudante.

Cuando me persuadí de que no averiguaría la procedencia de las joyas, quizá ignorada, en suma, por el propio Mustafá, entré a interrogarlo estrictamente sobre las tumbas faraónicas que han dado tanta notoriedad al famoso Valle de los Reyes, desde el descubrimiento, ya un tanto lejano, del estupendo sepulcro de la reina Hatshepsut. Tras largos rodeos, adquirí la seguridad de que conocía más de un derrotero importante; pero jamás accedió a revelármelos, no obstante la visible aflicción en que lo ponían mis ruegos.

—Te causaría, afirmaba, irreparable daño. Y después, con solemnidad:

«Nunca seas el primero que penetre en las tumbas reales. Ni inquietes con la violación a los guardianes de la entrada. Nadie escapa al enojo de los reyes.

—Sí, sí —dije yo entonces, bromeando—. El conocido cuento de la venganza de la momia.

Con gran sorpresa mía, el jovial Mr. Neale permaneció grave... Miró un momento la ceniza de su cigarro...

—Es que algo hay de cierto —afirmó con sencillez.

—¡Cómo, usted sostendría... —interrumpí, esbozando un vivo movimiento de incredulidad.

—Yo nada sostengo. Narro lo que he visto y nada más —replicó mi interlocutor sin cambiar de tono.

Luego, calmándose con un ademán:

—Juzgará usted mismo. Pero le ruego que me deje proceder con cierto orden. Tengo el hábito de los informes técnicos y fastidiosos —creyó deber añadir con una sonrisa.

Visitando un día con Mustafá el hipogeo de la reina Hatshepsut, donde estudiaba in situ la mejor escritura jeroglífica, la clásica, diríamos, que corresponde, para mayor ventaja, a los gloriosos tiempos de la décima octava dinastía, pues no hay libro comparable en claridad, tamaño y color, a esos vastos muros verdaderamente "iluminados" de historia, recordaba a mi ayudante, menos por interesarlo que por complacerme, diciéndomelo a mí mismo, la biografia de aquella soberbia emperatriz, incomparable estrella de su cielo dinástico..

Y con la aproximación quimérica que a través de los siglos sugieren allá las necrópolis intactas, donde han subsistido en la imperturbable serenidad hasta las flores de hace tres mil años, creo que infundí una especie de entusiasmo personal, tal vez de cierto vago amor, a la expresión con que dije:

—Divina reina, heroína y mujer, que vence como un faraón, hasta adquirir el derecho de inmortalizarse con la desnudez viril y la barba de oro de las estatuas triunfales, y al propio tiempo envía una flota que le traiga a su jardín, para envolverse en sahumerios como una deidad, los sicomoros de incienso del País de las Aromas. ¿No es una coquetería realmente imperial esa expedición a la costa turífera de los actuales somalíes, y esa avidez suntuaria con que manda sacar a tanto costo las piedras preciosas, los metales nobles, las maderas finas, el lapislázuli y el marfil; y todavía la construcción de aquella tumba prodigiosa, cuyas galerías de casi doscientas yardas se hunden cerca de noventa en la roca viva de la montaña sepulcral?...

Entonces Mustafá, con un acento y una penetración psicológica que no le conocía, dijo:

—Pones en tus palabras tanta pasión, que te libras indefenso a todas las influencias. Por eso no quiero conducirte a las tumbas reales. Aunque te rías de mí, lo cierto es que los antiguos pusieron "espíritus materiales» para guardar la entrada. Son los vengadores siempre despiertos. Cada cual tiene su modo de ofender, pero todos matan. En poco más de un año que duró la exploración de este sepulcro de la reina, hubo dos suicidios entre los exploradores.

Sólo más adelante comprendería yo aquella expresión que me pareció absurda, de "espíritus materiales", empleada por Mustafá, extraordinariamente locuaz ese día; pero su competencia en excavaciones realzóse ante mí con la insospechada agudeza que acababa de revelarme. Así, cuando algún tiempo después me escribió el secretario de lord Carnarvon, a título de F. A. S. E., para solicitarme ayuda en las exploraciones del hipogeo de Tut-Anj-Amón, que iban a empezar, creí hacerle, en la persona de Mustafá, la mejor recomendación de un buen práctico.

—De modo que usted asistió... —empecé.

—Efectivamente. Debí a esa circunstancia la invitación de asistir a la apertura.

—¿Entonces opina usted que el tan comentado fallecimiento del lord, fue, como se dijo por fantasía, una consecuencia de ese acto?