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Índice de contenido
Cubierta
Colección
Portada
Copyright
Dedicatoria
Agradecimientos del editor
Prólogo, por Baltasar Garzón
Introducción. Entre complicidad militante, complacencia banal y valiente independencia, por Juan Pablo Bohoslavsky
Derecho e ideas jurídicas
1. El derecho durante el “Proceso”. Una relación ambigua, por Enrique I. Groisman
2. Juristas y enseñanza del derecho en dictadura y en años posteriores, por Leonardo Filippini
La Corte Suprema
3. El rol de la Corte Suprema. Aportes repetidos y novedosos, por Juan Pablo Bohoslavsky y Roberto Gargarella
4. Los doce apóstoles. La Corte Suprema y sus jueces en la dictadura, por Juan Francisco González Bertomeu
5. Orden, ficción y liberalismo. Los derechos sociales en la Corte, por Horacio Javier Etchichury
Casuística de la complicidad judicial en la Argentina
6. Tipologías de la complicidad y su contracara: la resistencia, por Lucía Castro Feijóo y Sofía I. Lanzilotta
7. El caso de la Morgue Judicial, por María José Sarrabayrouse Oliveira
8. Una densa trama jurídico-burocrática. El circuito institucional de la apropiación criminal de niños, por Carla Villalta y Sabina Regueiro
9. Rupturas, continuidades y lealtades en el Poder Judicial, por María José Sarrabayrouse Oliveira
10. Juicio a los jueces y fiscales de Mendoza, por Pablo Gabriel Salinas
Los abogados
11. El Estado dual. Asesoramiento jurídico al Poder Ejecutivo, por Juan Bautista Justo
12. “Una ineludible obligación”. El compromiso de las asociaciones de profesionales del derecho con el “Proceso de Reorganización Nacional”, por Virginia Vecchioli
13. Los abogados defensores de derechos humanos como blanco de la represión (1960-1982), por Claudia Bacci, Valeria Barbuto, Alejandra Oberti y Susana Skura
14. Abogados/as que resistieron. Una forma transformadora de ejercer el derecho, por Laura Saldivia Menajovsky
Responsabilidad jurídica por complicidad judicial
15. Complicidad judicial como cuestión de derecho internacional, por Jessica Almqvist
16. Las consecuencias jurídicas de la complicidad judicial con el terrorismo de Estado en el derecho argentino, por Paula Litvachky
La complicidad desde 1983
17. ¿Ruptura o continuidad? A propósito de la transición de la Corte Suprema de la dictadura a la democracia, por Leticia Barrera
18. El “blindaje” judicial. Obstáculos a la investigación de crímenes de lesa humanidad, por Lorena Balardini y Carolina Varsky
19. El caso “Kimel” y las resistencias corporativas en democracia para esclarecer la complicidad judicial con la dictadura, por Andrea Pochak
20. Procesos contra cómplices judiciales en democracia. Obstáculos y desafíos, por Leonardo Filippini y Agustín Cavana
Complicidad y democracia
21. De la ESMA al INDEC. La justicia frente al poder, por Marcelo Alegre
22. A modo de (in)conclusión. Entre complicidad judicial y violencia jurídica, por Hannah Franzki
23. Prospectivas críticas para la democracia argentina, por Juan Pablo Bohoslavsky
Palabras finales
24. Conocer más, por Juan Pablo Bohoslavsky
Los autores
Índice onomástico

colección

singular

Juan Pablo Bohoslavsky (editor)

¿USTED TAMBIÉN, DOCTOR?

Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura

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Bohoslavsky, Juan Pablo

© 2015, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

A Tina y Pablo, mis padres.

Agradecimientos del editor

Quisiera agradecer a todos los autores de este libro, por la confianza, el entusiasmo, el compromiso y el pluralismo con los que trabajaron en este proyecto colectivo.

A Baltasar Garzón, por haber accedido a prologar el libro presentando sus visiones en torno al rol del Poder Judicial en contextos autoritarios y el desafío consecuente que ello implica para la democracia argentina.

A las siguientes personas, que generosamente contribuyeron con contactos, material de investigación y comentarios críticos durante el diseño y producción del libro: Paloma Aguilar Fernández, Alexis Álvarez, Ernesto Bohoslavsky, Hugo Cañón, Arístides Corti, Christian Courtis, Alejandra Dandan, Sebastián Elías, Roberto Falcone, Andrea Gualde, Alicia Herrero, Claudia Hilb, Ernesto Marinelli, Mark Osiel, Carlos Paulino Pagliere, Pablo Riberi, Dante Vega y Horacio Verbitsky.

A Luciana Magalí Rosende, por haber realizado investigaciones en diversos archivos fotográficos, cuyos descubrimientos ilustran este libro.

Y a Carlos Díaz, Caty Galdeano, Gabriela Vigo y todo el equipo de Siglo XXI Editores, por haberse embarcado en este libro y en el trabajo meticuloso de edición y corrección.

Prólogo

Baltasar Garzón[1]

El 9 de febrero de 1976, la delegada gremial Silvia Susana Ontivero fue secuestrada junto a su hijo de cuatro años y llevada al Departamento de Informaciones (D-2) de la Policía de Mendoza. Allí vivió lo que ha descrito como los peores dieciocho días de su vida. “Fui salvajemente violada, repetidamente violada, muchas veces en el día, con una suciedad asquerosa. A veces, entraban a la celda de a uno, otras de a dos o de a tres para hacer su faena.” Las brutales prácticas a las que fue sometida le provocaron un aborto e infertilidad de por vida.

Apenas tres meses antes, Carlos Eduardo Cangemi, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y de la Juventud Guevarista, había sido retenido por personal de las fuerzas de seguridad y llevado a una de las “comisarías satélite” del D-2, donde fue golpeado hasta perder el conocimiento, esposado y vendados los ojos, para después ser remitido al Departamento de Informaciones, donde recibió torturas, entre otras, a través de la “picana” (método de las descargas eléctricas).

Ambos, desamparados, torturados y secuestrados por un Estado terrorista. Sólo sus respectivas familias y algunos amigos persistieron en su empeño de que estas y otras miles de víctimas obtuvieran justicia. Pero la venda en los ojos que la representa estaba puesta en esos momentos no para garantizar imparcialidad e independencia cuando más se necesitaban, sino para permitir las atrocidades que se estaban cometiendo. Era la interesadamente ciega justicia argentina de entonces, que todavía hoy algunos justifican, como se hiciera con el Holocausto, en el “yo no sabía lo que estaba pasando y tardé mucho tiempo en darme cuenta”. Un argumento que, afortunadamente, ya no es válido, porque la nación argentina es bien diferente.

El Poder Judicial y por ende los jueces y fiscales de entonces, con honrosas excepciones, no debieron haber ocultado la cabeza debajo del ala poniéndose así del lado de los represores. Una justicia verdadera nunca puede traicionar a los ciudadanos. La dignidad de uno de los poderes del Estado sólo fue mantenida por un puñado de profesionales del derecho que se negaron a ser cómplices o cooperadores de la dictadura. Por ello, está bien que la Argentina de ahora conozca quién estuvo y qué hizo, quién se la jugó y quiénes participaron de esa especie de aquelarre mortal que se llevó por delante lo mejor de toda una generación que luchaba por cambiar las cosas.

Entre 1983 y 2003 la impunidad fue la regla, y sus consecuencias se sintieron en la Argentina. Las cosas no fueron como debieron ser. La acción judicial, que comenzó siendo espectacular con el Juicio a las Juntas Militares en 1985 y que ejemplificó, al menos parcialmente, la responsabilidad criminal de la dictadura, quedó hundida por la impunidad apenas un año después. Se trataba de una democracia frágil, quebradiza e incluso cosmética. Sólo los movimientos de derechos humanos y de víctimas (Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, CELS, entre otros) lucharon realmente por ella a riesgo de incomprensión y persecución. Fueron las voces de la libertad y de la lucha reivindicativa por la verdad, la memoria y la justicia y, con ellas, el sistema fue fortaleciéndose poco a poco.

La sociedad civil luchó denodadamente contra las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), mientras que la justicia no estuvo a su altura al someterse a ellas en forma acrítica, cuando podía haberlas combatido. Aquellas leyes de impunidad, a pesar de los resquicios que dejaban (apropiación de niños y delitos de contenido patrimonial), fueron asumidas por un Poder Judicial silente, en el que sólo algunas voces entre los fiscales y los jueces se rebelaron contra el abandono flagrante de las víctimas al rechazar dichas normas y los indultos posteriores.

Los delitos referidos a los niños desaparecidos se persiguieron como crímenes de lesa humanidad; ni siquiera se hizo en forma coordinada. Lo que había sido un plan sistemático de eliminación y desaparición nunca se enfrentó como tal en esos años; tampoco se abordaron investigaciones serias, al contrario que en la actualidad, sobre la depredación económica que acompañó a la dictadura, ni sobre el propio componente económico-financiero que la identifica, aún más, como un régimen criminal en sí mismo, contra la humanidad. Faltó, desde el sector judicial, la visión global que sí tuvieron las víctimas y la sociedad civil al formar y continuar, con fuerza y persistencia, hasta el punto de constituir un ejemplo permanente de lucha contra la impunidad dentro y fuera de la Argentina, la gran labor de exigir justicia, verdad y reparación. Fue ese esfuerzo –a veces pagando un alto coste personal– el que hizo que siguiera viva la necesidad de justicia durante esos años y que se demandara fuera de las fronteras argentinas, lo que daría lugar al surgimiento de una acción universal al amparo del principio de jurisdicción universal, que cambiaría la historia judicial internacional y que todavía continúa vigente.

Desde hace once años, las cosas definitivamente cambiaron en este país. La decisión política indiscutible del presidente Néstor Kirchner de impulsar una política de justicia sin limitaciones, junto con las acciones internacionales llevadas a cabo desde España y otros países, y las iniciativas judiciales que venían produciéndose –primero tímidamente en 2001 en la Argentina y después con toda claridad desde 2003, dando lugar a las órdenes de detención expedidas por la justicia española y luego aperturando las causas–, sumadas a la anulación parlamentaria y la nulidad por la Corte Suprema de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, abrieron definitivamente las avenidas de la justicia, que nunca deberían haberse clausurado en este país. Ello, al margen de quién haya sido el motor –que, desde luego, estuvo alimentado en gran medida por quienes optaron por exigir justicia por encima de cualquier otro acomodo–, ha contribuido en forma poderosa a la recuperación de la credibilidad de una maltrecha justicia argentina, tanto en el plano nacional como en el internacional, en el área de la defensa de los derechos humanos. Sin perjuicio de que muchas cosas deben cambiar aún en la justicia argentina, nadie puede discutir, hoy día, que la Argentina está escribiendo la página más luminosa de la historia judicial universal contra la barbarie desde los juicios de Núremberg.

Desde el Poder Ejecutivo, con una visión amplia de política nacional, y desde la sociedad civil, se inició un proceso de memoria abierta, donde, además de conocer la verdad de aquellos atroces años, se está enjuiciando a los responsables inmediatos de los crímenes, avanzando definitivamente hacia los demás ámbitos, como el de los jueces, los fiscales y los abogados que apoyaron y participaron de aquellos hechos, o al de algunos religiosos, ya condenados, y al de los agentes económicos que estuvieron en la base de la dictadura cívico-militar o se nutrieron de ella, y que, de esta forma, contribuyeron definitivamente a consolidar un sistema que torturó, desapareció, asesinó y depredó a sus víctimas. Ahora, por fin, se comienza a construir un espacio en el que la justicia está ayudando a que la memoria y la verdad se completen ante la vergonzosa falta de cooperación de los propios victimarios, que siguen, en su generalidad, sin asumir la responsabilidad de haber humillado y perseguido a los/as ciudadanos/as de su propio país.

Precisamente en consonancia con este obligado objetivo, ¿Usted también, doctor? Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura nos plantea, gracias al aporte de importantes investigadores e investigadoras del país y del extranjero, un completo y transversal estudio que ahonda en una de las dimensiones menos abordadas hasta el momento en el proceso de reconciliación nacional argentino: la connivencia del Poder Judicial con el régimen militar.

Funcionarios judiciales, abogados y docentes del derecho también fueron actores fundamentales en aquel contexto autoritario, ya fuera a través del apoyo directo a los mandos militares, participando en torturas o elaborando leyes que daban cobertura legal a prácticas genocidas, o del apoyo indirecto, al dejar a un lado su deber de investigar y archivar las denuncias de las víctimas o de sus familiares. Es cierto que el régimen se valió de ellos para legitimarse interior y exteriormente y, a cambio, ellos se erigieron como valedores de la moralidad nacional y, amparados en un ideario conservador y elitista, mantuvieron la ficción de un Poder Judicial independiente, interpretando el derecho no en función de los acontecimientos, sino en la línea del control social impuesto por las Juntas Militares. Fueron, en definitiva, cómplices y complacientes.

Actualmente, tal y como recuerda esta obra, no se ha dado, todavía, una depuración institucional real y completa. Al menos ciento veintinueve funcionarios judiciales han sido vinculados a alguna práctica terrorista del régimen autoritario, lo que representaría el 30% de la composición actual del fuero criminal y correccional de la justicia federal. Noventa de ellos han sido denunciados penalmente, cincuenta y tres están formalmente imputados. Pero hasta el momento, sólo se ha registrado una condena en firme. Es más, la tercera parte de los funcionarios judiciales actuales que han sido denunciados por las agencias del Estado, los movimientos sociales o víctimas directas continúan ocupando un puesto en la administración y, alarmantemente, se están acogiendo a jubilaciones o renuncias para evitar ser investigados y juzgados. Lo grave, entonces, no sólo es que permanezcan en esos puestos, sino que no hayan sido compelidos a confesar su participación o a contar la verdad en justo cumplimiento de la obligación derivada de su omisión, y porque es un derecho de las víctimas esa verdad y la consecuente justicia y reparación. Un Poder Judicial complaciente, indolente y cómplice del silencio constituye el peor cáncer para una sociedad, que no puede confiar en aquellos que son el último baluarte de la protección de sus derechos.

El ideario de un funcionario judicial no puede ser arbitrario, y mucho menos puede caminar de la mano de una ideología que torturó, desapareció y robó la identidad de miles de argentinos y argentinas. En la Argentina particularmente, por ser el caso que nos ocupa, aunque es un hecho extrapolable a cualquier régimen democrático, no se puede consentir un nuevo menosprecio tan grosero a las leyes y al derecho como el que se dio y consintió entre marzo de 1976 y diciembre de 1983. La independencia e imparcialidad del Poder Judicial ha de ser un factor empíricamente medible, y quienes lo administren no han de olvidar jamás que lo hacen en nombre del pueblo, que es el verdadero titular de tal poder, y que deben ejercerlo con una verdadera vocación de servicio y con un compromiso claro y definitivo con los derechos humanos por encima de todo.

A pesar de que en este país se respira un aire de verdad, justicia y reparación, subsiste el riesgo de que se reinstale un Poder Judicial arbitrario, porque aún continúan vigentes en muchos ámbitos las políticas neoliberales que llevaron a una de las mayores crisis de deuda de la historia argentina, con el aval de la Procuración del Tesoro de la Nación y de funcionarios judiciales, en claras condiciones de desventaja para el erario público.

Ahora, de nuevo, es el momento de que el Poder Judicial demuestre su independencia y confronte los poderes oligárquicos, cuyas acciones están perjudicando gravemente a una sociedad que cada vez cree menos en la justicia y en su imparcialidad. Es el Poder Judicial el que, a través de la transparencia en su gestión y acercándose al pueblo mediante mecanismos de participación, debe dar ejemplo de que realmente la justicia es igual para todos, protegiendo a los ciudadanos de los nuevos crímenes y espacios de impunidad. Esa independencia de la justicia no se consigue con la opacidad y con las dudas acerca de cómo administrarse a sí misma, sino desarrollando su acción en forma ágil, participativa, transparente e igualitaria. El pueblo debe rechazar a aquellos jueces complacientes con el poderoso y sumisos ante el poder político de turno, porque, junto con estos, constituyen el factor de mayor inseguridad jurídica.

Por ello debemos aplaudir trabajos tan exhaustivos como este, en el que se analizan la teoría académica, la estrategia política y el diseño institucional de aquellos colectivos que fueron cómplices del mayor proceso criminal y de recorte de libertades vivido en la historia de la Argentina. Conocerlos nos permitirá aprender de ellos para estar prevenidos ante posibles intentos de reinstauración. La libertad y la democracia siempre son frágiles, y nuestra obligación es fortalecerlas en forma permanente para que resistan cualquier ataque. Descubrir quiénes fueron los agresores y qué hicieron es una prioridad para, con la verdad de lo que hicieron, restablecer la credibilidad de un sistema que quedó maltrecho. Por ello, debe ser el propio Poder Judicial el que haga esa labor, no actuando corporativamente, sino diseccionando y cortando las partes tumefactas del organismo del que forma parte, limpiando así la herida hasta curarla. No se trata de apelar al escarnio público, sino a la credibilidad de un poder que en un momento histórico cometió el primer crimen de todos, el de la indiferencia y el abandono de aquellos y aquellas a quienes tenía que defender.

En febrero de este año, la justicia argentina sentaba por primera vez en el banquillo a los ex jueces federales Luis Miret y Max Petra Recabarren. Ambos habían ejercido sus funciones durante el período de la Junta Militar y fueron acusados por complicidad en crímenes de lesa humanidad cometidos en la provincia de Mendoza, entre los que se encuentran las graves violaciones de derechos humanos sucedidas en el Departamento de Informaciones (D-2) de la Policía de Mendoza. Innegablemente, las torturas, las violaciones, las humillaciones y los insultos que en aquel centro se repetían a diario no habrían podido darse si las figuras de jueces no las hubieran sostenido archivando denuncias y renunciando a su deber de investigar o, al menos, no habrían contando con la impunidad posterior que durante décadas ha servido de parapeto para los culpables. La presunción de inocencia es un principio constitucional y básico en el derecho penal moderno y, precisamente por ello, es fundamental para la salud democrática una acción transparente y contundente de la justicia respecto de aquellos que tenían la máxima obligación de protección y no cumplieron, dejando desamparadas a las víctimas cuando más precisos eran.

Hoy, gracias a este proceso abierto y a otras tantas iniciativas puestas en marcha por el Estado argentino y la sociedad civil, los argentinos y las argentinas están rompiendo el blindaje que los cómplices del régimen criminal de la dictadura cívico-militar diseñaron para garantizar su propia impunidad. Primero fueron las anulaciones de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida declaradas por la Corte Suprema en 2005, y hoy se desarrolla el período de enjuiciamiento y depuración de las instituciones en clara progresión hacia la determinación de la responsabilidad penal de los partícipes económicos y judiciales de aquella barbarie. Esperamos, sea aprovechado por el país como una ocasión única para democratizar los organismos de la administración pública y, por supuesto, a la justicia. Y especialmente como la oportunidad de que el “Nunca Más” que identifica a la Argentina y la lucha de las víctimas universalmente sea una realidad inalterable.

Madrid, noviembre de 2014

1 Juez y magistrado español. Ha instruido causas por delitos de lesa humanidad, contra el terrorismo y el narcotráfico, y ha trabajado en favor de los derechos humanos, tanto en su país como en el extranjero. Ha sido asesor de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional y fue destacado con el título de doctor honoris causa por treinta universidades en todo el mundo.