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I

Entre otras convicciones secretas como las que todos tenemos, Peter Brench creía que el logro más grande de su vida era no haber opinado jamás sobre la obra (así la denominaban), de su amigo Morgan Mallow. Referido a esto, él pensaba honradamente que nadie podía, con autenticidad, citar una sola opinión suya, y no había constancia alguna de que, en ninguna ocasión ni tesitura, hubiera mentido o proclamado la verdad. Semejante triunfo tenía su valor, aun para alguien que había logrado otros triunfos: había llegado a los cincuenta años eludiendo el matrimonio, había forjado una buena situación económica, había vivido secretamente enamorado de la señora Mallow sin decir una sola palabra, y, lo último en orden pero no en importancia, se había puesto a prueba a sí mismo hasta lo más íntimo. De hecho, se había puesto a prueba a tal punto que terminó decidiendo instalar en sí mismo una actitud de humildad extrema y general, y, sin embargo, estaba orgulloso por el recto rumbo que había logrado seguir a pesar de varios obstáculos. Por lo tanto, era una verdadera maravilla que precisamente frente a sus amigos de mayor confianza guardara la mayor reserva. Él no podía —al menos eso creía el excelente hombre— decirle a la señora Mallow que era la adorable causa de su soltería; como tampoco podía decirle al marido que los innumerables mármoles que poblaban su taller le causaban un sufrimiento tan intenso que ni el paso del tiempo había conseguido siquiera amainar. Sin embargo, como ya he insinuado, su victoria con respecto a las esculturas, no consistía sólo en haber callado que las odiaba; consistía además, heroicamente, en no haber intentado nunca una compensación de otro orden como premio por su silencio.