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ESPIONAJE PARA POLÍTICOS

ANTONIO M. DÍAZ FERNÁNDEZ

Prólogo

JORGE DEZCALLAR

tirant humanidades

Valencia, 2016

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A mi sobrino Pepe

Prólogo

Conozco al profesor Antonio Díaz desde hace años, cuando yo dirigía el Centro Nacional de Inteligencia y quería abrirlo al mundo —en la medida en que es posible hacerlo con un servicio secreto— y él mostraba inclinación personal e interés académico por los temas de inteligencia en los que ha acabado convertido en un gran experto.

Cuando me explicó el proyecto de hacer un libro de divulgación sobre los servicios de inteligencia y darle un enfoque original en forma de reflexiones cargadas de humor de un profesor de Universidad convertido en director de un servicio, le pedí que me enviara el texto con una curiosidad que no hice nada por disimular. Al fin y al cabo, no es frecuente que el director de un servicio de inteligencia publique sus memorias o, incluso, sus reflexiones —por apócrifas que en este caso sean— y aquí me vienen a la mente los casos de Stella Rimington, que dirigió el MI5 y luego publicó Open Secret y de mi amigo Efraim Halevy, que dirigió el Mossad entre 1998 y 2002, e hizo públicas unas memorias bajo el titulo Trece años que cambiaron al mundo. Ambos han hecho gala de un afán transgresor que yo aplaudo (sin desvelar aquello que no debe ni puede ser desvelado) porque a mi juicio sobra secretismo injustificado en este mundo, aunque por ahora no pasen de ser excepciones a las que hoy se une nuestro amigo Cesáreo. Sea bienvenido a este club tan exclusivo y animo a otros a imitarle.

Confieso que me gustó la idea porque en España tendemos a ser excesivamente serios y solemnes al tratar de ciertos temas cuya dignidad no se resiente en lo más mínimo por correr los pesados cortinajes de sombra que los recubren, por darles un toque de mayor proximidad e, incluso, un enfoque en ocasiones algo irreverente. España es un país con grandes humoristas pero que tiene el defecto de tomarse excesivamente en serio y nos falta sentido del ridículo. Nos reímos de los demás pero no nos gusta reírnos de nosotros mismos y mucho menos aún que sean los otros quienes se rían de nosotros. Por eso me alegra ver que Díaz coincide con mi planteamiento. La seriedad y la profundidad de un análisis no tienen que ir de la mano del aburrimiento y de la solemnidad como tantos parecen pensar en nuestro país. Y contar cómo son los servicios de inteligencia es algo positivo porque tienden por naturaleza a la opacidad, porque la opinión pública tiene derecho a conocerlos mejor ya que es a su seguridad a la que dedican su existencia, porque son sus impuestos los que los financian y porque esa misma falta de transparencia les ha dado una imagen un tanto siniestra que conviene desmontar pues no se corresponde con la realidad en un régimen democrático. A mayor abundamiento, si cabe, este mundo de sombras no permite ver sus éxitos, que afortunadamente son numerosos, y solo llegan al gran público sus fracasos, como no ver llegar Pearl Harbor, la caída del Muro de Berlín, el 11-S, el 11-M, el Estado Islámico o la Primavera Árabe, que tantas esperanzas despertó antes de convertirse en un yermo otoño.

Y ya que estamos en ello, les diré que no estoy de acuerdo con algunas de estas críticas no solo porque predecir es complicado (y más cuando se refiere al futuro, como decía aquel jugador de baloncesto americano), sino porque coincido con Yuval Noah Hariri cuando afirma que la historia es un sistema caótico de segunda clase, donde la predicción de un acontecimiento influye sobre el resultado de forma que si yo afirmo que va a haber una revolución en el país X sus líderes pueden bajar los impuestos, repartir comida gratis entre la población, detener a los líderes de la conjura o sacar el ejército a la calle y abortar así la revuelta. La conclusión es que mi predicción no era errónea pero no se cumple. En los de primera clase los hechos son independientes de las predicciones y el que yo augure lluvia no influye sobre que llueva o no. El mismo Churchill decía que tenía diez ideas nuevas cada día y que su problema principal era saber cual de ellas era la buena. Pero tampoco conviene confundir las cosas porque una cosa son las profecías y otra extraer conclusiones sobre la base de un trabajo bien hecho. Que luego se acierte o no es otro tema.

El espionaje es muy antiguo. Un contemporáneo de Platón, el general chino Sun Tzu se había dado cuenta cinco siglos antes de Cristo de que la información es poder y ayuda a ganar guerras, pero en realidad los servicios de inteligencia tal como ahora los conocemos solo nacieron al mismo tiempo que el Estado moderno y España fue el primer país que dispuso de ellos como estructura administrativa autónoma y, como diríamos hoy, con dedicación exclusiva. También fue España la que dispuso de los primeros embajadores residentes en Roma (1483) y en Londres (1487). No es casualidad pues diplomacia y espionaje van de la mano. Los anglosajones, que barren para dentro casi tanto como los franceses, atribuyen el mérito a Francis Walsingham pero el eficaz sistema que él diseñó era más de contrainteligencia que de espionaje y tan personalista que desapareció con su fallecimiento. Por contra, Felipe II montó un auténtico servicio secreto que operaba muy descentralizadamente pero que contaba con una estructura piramidal —pues lo dirigía personalmente el Rey con su habitual meticulosidad— al frente del cual hubo “jefes de espías” tan prestigiosos y competentes como Juan de Idiáquez o Gabriel de Zayas.

En realidad el espionaje organizado y la diplomacia permanente, como instrumentos del Estado, nacen al mismo tiempo. José Antonio de Vera dice en El Embaixador (publicado en 1620), que una de las tareas del embajador era la de “espiar en la corte” ante la que está acreditado y muchos años más tarde Garrett Mattingly le llama “una especie de espía con patente”. Cuando el Rey Prudente nombraba un embajador le daba dos pliegos con instrucciones, uno “la instrucción abierta” que servía “para satisfacer” y otra, “la instrucción atada” (secreta) que servía “para gobernar”. El resultado, como dice Braudel, es que “el gobierno de los Habsburgo, desde este punto de vista mucho más avanzado que los Estados rivales, dispone desde la época de Carlos V de una vasta red de espionaje”. A quien quiera saber más sobre estos fascinantes orígenes le recomiendo el libro Espías de Felipe II de Carlos Carnicer y Javier Marcos (La esfera de los libros, 2005).

Antonio Díaz también nos ilustra sobre el origen de los espías, aunque se centra en épocas más recientes, durante las dos guerras mundiales desde la sexy y desafortunada Mata Hari hasta los sofisticados engranajes de la máquina Enigma (la excelente película The imitation game, que obtuvo el Óscar al mejor guión en 2014, nos describe cómo el matemático Alan Turing consiguió penetrar sus secretos), y en cómo evolucionaron durante la Guerra Fría, que llevó el espionaje a infinidad de películas, algunas tan significativas (o las que a mi más me han gustado) como La vida de los otros de von Donnersmarck, Our man in Havana basada en la célebre novela de Graham Greene o The spy who came in from the cold, inspirada en el maestro del género John Le Carré, y es que el mundo del espionaje siempre ha sido muy peliculero.

Si el lector quiere, además, saber qué hace y qué no hace (tan importante es lo uno como lo otro) un servicio de inteligencia; en qué se diferencian la inteligencia y la contrainteligencia; cómo selecciona y recluta a sus agentes un servicio y cómo los forma; en qué se parecen y diferencian los espías de los diplomáticos, algo que el Foreign Office británico maneja como nadie; cómo explotan “los ratones” o posibles debilidades de sus objetivos (conocidas como “mice” por su acrónimo inglés: money, interest, country, ego); cómo se estructura un servicio de inteligencia, qué áreas prioriza y cómo asigna sus recursos siempre limitados e insuficientes; cómo capta información con todo tipo de fuentes: humanas (Humint), abiertas (Osint), de señales (Sigint) y varias otras; cómo selecciona la información obtenida y cómo la elabora para convertirla en análisis (pues no es lo mismo disponer de información que de inteligencia); cómo colabora puntualmente con otros (pocos) servicios afines para enfrentar a enemigos comunes y cuáles son los limites de esa cooperación; cómo protege a sus fuentes sensibles; cómo un servicio necesita reinventarse y adaptarse continuamente para enfrentar amenazas cambiantes pues son los terroristas los que escogen el objetivo, la forma del ataque, el lugar y el momento y eso les da innegables ventajas que complementan con un perfeccionamiento constante de sus métodos operativos, ya que aprenden de su propia experiencia y pueden disponer de financiación abundante; en qué se diferencia un servicio de inteligencia de los excelentes servicios de información de las fuerzas policiales o de la Guardia Civil y cómo se coordinan (o no se coordinan) y se reparten (o no se reparten) competencias y responsabilidades; cómo son los controles (político, económico, judicial, parlamentario) a los que están sometidos en su actuación en los regímenes democráticos… y muchas cosas más.

Si, repito, a usted le interesan estas cuestiones y no quiere recibir explicaciones engorrosas y aburridas, entonces tiene entre sus manos un libro capaz de satisfacer esa curiosidad de forma desenfadada y amena a través de los descubrimientos que va haciendo a lo largo de sus páginas el director novato, Cesáreo, cuando el presidente le pide “sin anestesia” que se haga cargo de La Higuera, que es como se conoce al servicio de inteligencia de su país no se sabe si por su ubicación en un antiguo campo de higueras o “porque solo acertaban de higos a brevas”. No en vano ambos, presidente y director, están unidos desde la infancia por la amistad y la confianza intima que dan haber compartido pupitre en el colegio. No se rían, suena a broma pero conozco un caso muy parecido de alguien que llegó a un cargo muy alto por esa misma razón.

Díaz toma prestadas un par de definiciones de agentes de inteligencia que los definen como “gente normal, sensata, con la cabeza bien amueblada” o como “la gente más honesta porque tiene que hacer los trabajos más sucios” y ambas definiciones, que no yerran, obvian lo que creo que son rasgos esenciales de un agente de inteligencia: el patriotismo, que en España parecemos haber descentralizado como tantas otras cosas, y el sentido de Estado que les hace estar al margen y no interferir en el juego político partidista interno sin por ello dejar de ser leales al gobierno de turno. En un Estado democrático el servicio de inteligencia debe ser capaz de conjugar la defensa del Estado con el respeto de los derechos y libertades individuales que en algunos lugares nos ha costado tanto conseguir.

Confieso que esa fue mi obsesión durante el tiempo que dirigí el CNI. Eso no es tarea fácil y exige una permanente vigilancia porque los servicios tienden a acumular mucho poder y cuando se tiene mucho poder la tentación de utilizarlo es algo inevitable e indefinido, pues si la acumulación es objetiva, la forma en la que posteriormente se utiliza está teñida de subjetividad. La NSA (National Security Agency) de los EEUU dispone de los medios Sigint más poderosos del mundo para combatir el terrorismo. En cierta ocasión asistí desde un centro que tiene en los Adirondacks al rescate en directo de la tripulación de un helicóptero abatido en Afganistán, que otro helicóptero filmaba desde la altura mientras recibían instrucciones desde donde yo estaba. Y todo en tiempo real. Parecía una película pero estaba ocurriendo delante de mis narices. Lo malo es que la NSA también ha utilizado estos medios tan sofisticados y para escuchar las conversaciones privadas de los teléfonos móviles del presidente Hollande, la presidenta Rousseff y la canciller Merkel (que se sepa por ahora), los líderes del G-7 reunidos en Belfast hace unos años, la senadora Feinstein, que para mayor escarnio era la jefa del Comité de Inteligencia del Senado norteamericano, encargado de la supervisión de la propia NSA, o de mi amigo Joao Vale de Almeida cuando era embajador de la Unión Europea en Washington y negociaba con los americanos el Tratado Trasatlántico de Libre Comercio e Inversiones.

Eso no se debe hacer, son casos que muestran un comportamiento ilegal y que solo representan la punta de un iceberg que afecta a millones de ciudadanos particulares, un escándalo monumental desvelado por Edward Snowden que ha llevado al presidente Obama y al Congreso a limitar (pero no a prohibir) la recogida masiva de datos en los EEUU. Y los americanos no son los únicos que lo hacen… Aquí se plantea en toda su crudeza el viejo problema de quién debe controlar a los controladores, quién guarda a los guardianes para evitar desmanes. Siempre se ha dicho que el poder absoluto corrompe y yo añado que además tiende inevitablemente al abuso. A evitarlo tienden los controles democráticos a los que antes me refería y para tranquilizar a los lectores les diré que España es uno de los países del mundo donde más estrictos son, algo a lo que probablemente tampoco es ajena su propia historia. Pero es así y está bien que así sea.

Diga lo que diga Maquiavelo sobre “la razón de Estado”, en mi opinión, el fin no justifica los medios, ni entonces ni ahora, aunque la discusión siga abierta en casos-límite y a menudo plantee dilemas morales de difícil respuesta al confrontarlos con la dureza de la realidad implacable en la que se mueve el mundo de los servicios de inteligencia. ¿Maltrataría usted a alguien que no le quiere decir dónde ha puesto una bomba cuya explosión va a matar a inocentes, aun sabiendo que en muchas ocasiones la tortura conduce a confesiones erróneas? Si conoce el escondite de un terrorista con las manos llenas de sangre ¿ordenaría usted su muerte si es imposible apresarlo con vida? ¿Le parece bien la utilización de drones para estos menesteres a pesar de su margen de error y de las víctimas civiles (“daños colaterales”) que pueden causar? ¿Qué consecuencias políticas se hubieran derivado del hecho de no matar a Bin Laden en Abbottabad —si ello hubiera sido factible— sino llevarle a juicio con luz, taquígrafos, millares de manifestantes en las calles árabes y ataques terroristas y tomas de rehenes para exigir su liberación? ¿Prima un gran contrato que creará miles de puestos de trabajo en su país sobre la entrega de un terrorista detenido a un Estado donde será torturado y ejecutado sumariamente? ¿Eran los maquis franceses terroristas cuando combatían a los ocupantes nazis? ¿Lo son los palestinos que luchan en Cisjordania contra la ocupación israelí? ¿Son solo los vencedores los que tienen derecho de calificar a unos de héroes y a otros de villanos? Otros supuestos son más sencillos y no creo que nadie disienta de que Guantánamo es una mancha que ensucia esa gran democracia que son los Estados Unidos de América. Se que se trata de casos muy diferentes entre sí y admito de antemano todos los matices que se me quieran formular, pues lo único que pretendo demostrar es que los servicios de inteligencia se mueven en un mundo muy difícil donde las respuestas no son fáciles y a la teoría de lo deseable le cuesta con frecuencia convivir con la realidad de lo posible. Afortunadamente no son decisiones con las que se enfrente el director de La Higuera en la vida diaria.

Y si me permiten rizar el rizo y añadir un ligero toque de cinismo, les diré que este es un mundo donde no solo hay buenos y malos (que es evidente que los hay) sino que se divide también entre los que pueden y los que no pueden y eso es algo más complicado que estamos viendo últimamente con la proliferación de casos de ciberterrorismo que parecen pedir que tire la primera piedra quien esté libre de pecado. El virus Stuxnet interfirió con éxito en el programa de centrifugadoras iraníes que enriquecían uranio, los estudios Sony de Hollywood han perdido cien millones de dólares tras la producción de una película que ridiculizaba al líder norcoreano y las redes de Internet cayeron pocos días después en Pyongyang como años antes lo habían hecho en Estonia. ¿De dónde proceden estos ataques? ¿Israel, EEUU, Corea del Norte, Rusia? Una cosa son las sospechas más o menos fundamentadas pero ¿puede usted probarlo? Es un mundo de sofisticada tecnología y de ingentes inversiones al alcance de muy pocos países, aunque paradójicamente pueda también ser ocasionalmente penetrado por hackers aislados e iluminados —a modo de “lobos solitarios”— que son muy difíciles de localizar pues tan pronto pueden actuar a sueldo como por ideología o simple diversión, y siempre desde la seguridad que les procuran sus propios conocimientos del mundo informático, que les permiten disimular el punto de origen de sus intromisiones en el sistema. Y un mundo que crece exponencialmente cada año que pasa es el del espionaje industrial (algo de lo que los hombres de negocios españoles no son suficientemente conscientes), que se utiliza para copiar diseños o estrategias empresariales o desbancar las ofertas del rival en las licitaciones internacionales, y en el que se están especializando con éxito algunos países desde China a Cuba, que le dedican ingentes medios tecnológicos y personales.

Hablar hoy de Internet y de seguridad es una contradicción. Todos los datos que están en la red son vulnerables como muestra el robo masivo perpetrado por Assange y Manning, que nada tiene que ver con las ilegalidades desveladas por Snowden. Si algo demostraron los primeros es la necesidad de proteger mejor la información almacenada y el hecho de que, a fin de cuentas, los embajadores americanos hacían bien su trabajo. La revelación pública de sus conversaciones no solo comprometió la seguridad de su país sino que creó situaciones muy embarazosas e incluso pudo poner en riesgo la vida de algunos de sus interlocutores. Un cosa es un robo para lucrarse económicamente y otra desvelar una ilegalidad. No hay que confundir cosas que son diferentes.

Y aquí entramos de lleno en el debate entre seguridad y libertad, en el que las últimas tendencias muestran un claro triunfo de la primera sobre la segunda. En nombre de la sacrosanta seguridad cada día aceptamos mayores restricciones de nuestra privacidad y de nuestras libertades individuales: los datos que suministramos al hacer una transferencia internacional de dinero (código Swift), al hacer compras on-line, al utilizar Internet, al colgar fotos en Facebook, al dejar comentarios en Twitter… dejan un rastro de nuestras ideas, de nuestros gustos y preferencias, de nuestro rostro, de nuestras cuentas bancarias o tarjetas de crédito, al igual que dejamos un rastro al abordar un avión (Passenger Name Record), al caminar bajo las omnipresentes cámaras que existen en espacios públicos y privados o al utilizar un teléfono móvil. Si Internet y privacidad se ha convertido en un oxímoron, creo que es el momento de levantar una bandera en defensa del derecho a una privacidad hoy amenazada hasta por sofisticados drones provistos de potentes cámaras que penetran hasta el interior de nuestros jardines y fotografían a famosas y famosillas en sus piscinas privadas… cuando no han sido ellas mismas las que les han llamado para cobrar alguna exclusiva en una revista del corazón.

Si en los EEUU los escándalos de la CIA y de la NSA desvelados por Snowden han puesto limites a la recogida masiva de datos que se amparaba en la Patriot Act, adoptada al rebufo de los atentados del 11-S, en otros países la tendencia es la opuesta, la dirigida a ampliar los poderes de los servicios de inteligencia. Es lo que ha ocurrido, sin ir más lejos, en Francia ante el impacto del sangriento atentado contra Charlie Hebdo y otros que han movilizado a la opinión pública en la exigencia de mayor seguridad. Nunca es bueno legislar bajo el impacto de una conmoción fuerte pero lo cierto es que al rebufo de estos atentados París ha dotado a sus servicios (DST, DGSE, RG) de competencias para intervenir comunicaciones telefónicas y electrónicas o entrar en domicilios sin control judicial o con leves controles hechos a posteriori. Comprendo la demanda ciudadana de mayor seguridad pero creo que se debería contrarrestar con explicaciones que la tranquilicen y le ayuden a aprender a convivir con el grado de inseguridad que es consustancial con toda sociedad democrática que no puede vigilarlo todo el tiempo. Eso nos llevaría al escenario orwelliano de 1984 y significaría el fin de nuestras libertades y el consiguiente triunfo de los terroristas. A fin de cuentas más restricciones no significan por sí solas más seguridad, como tampoco más reuniones aseguran mejor coordinación o más futbolistas un mejor equipo.

Pero la amenaza existe y tenemos el derecho y el deber de protegernos, en especial frente a aquellas que revisten un riesgo capital para todos: la proliferación nuclear, el terrorismo de cualquier pelaje pero en especial el de raíz islamista, el que muestra actualmente mayor agresividad y que causa mayor mortalidad, que irradian el Estado Islámico y Al Qaeda (aunque sus principales destinatarios sean otros musulmanes), y el ciberterrorismo que deja obsoleta la forma tradicional de hacer la guerra. Cuando escribo estas líneas se acaba de conocer que hackers desconocidos han saqueado casi 25 millones de datos de ordenadores gubernamentales en los EEUU (nombres, cuentas corrientes, direcciones, números de la seguridad social, datos personales y laborales, etc.) La amenaza crece y los servicios de inteligencia parecen ser los únicos capacitados para combatirla… con muchas, muchísimas dificultades por las ingentes sumas de dinero que precisa dotarse de la tecnología adecuada (que queda muy pronto obsoleta) y del personal capaz de manejarla. ¿Se imaginan el caos que se puede crear en un país alterando la presión de las redes de agua y electricidad, interrumpiendo el funcionamiento de la Bolsa, o penetrando en los ordenadores de los departamentos de Defensa o de Finanzas? Todo ello desde la seguridad que da el anonimato, la lejanía y la utilización de programas sofisticados que disimulan el punto de origen del ataque bajo múltiples capas de decepción, como tiene una cebolla, que hacen muy difícil trazar el lugar desde donde se hacen. Les puedo asegurar que hay países que se han dotado de departamentos muy poblados y muy bien financiados dedicados con exclusividad a esta labor. Son retos que exigen medios humanos y económicos al alcance de muy pocos países. Por no hablar de la tecnología de vanguardia involucrada tanto en el ataque como en la defensa.

Es cuando las cosas se complican de verdad cuando nuestro Cesáreo tiene una responsabilidad muy especial que le obliga a mantener la cabeza fría mientras a su alrededor todos los políticos (y los medios de comunicación) la pierden; a no comprometer su independencia y a resistir las inevitables presiones consustanciales a esas situaciones de pánico; a no entrar en la política doméstica como pretenderán desde un lado y otro que haga para defender posiciones partidistas ante la catástrofe, cuando se impone el maniqueísmo, se desconfía del que no piensa igual y se llega a conceptuar como enemigo al que disiente de la versión que les conviene a los que gobiernan; y a limitarse a dar a los decisores políticos toda la información de forma honesta, clara —y a ser posible contrastada— que obre en su poder.

Lo que nunca debe hacer, por supuesto, es engañar como hizo George Tenet, director de la CIA, con el secretario de Estado norteamericano Colin Powell en la famosa sesión del Consejo de Seguridad donde le hizo decir sin asomo de duda que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva, algo sobre lo que el CNI, con menores medios, siempre expresó sus dudas. Y lo dijimos en público, alto y claro, para disgusto de algunos. La inteligencia casi nunca es una ciencia exacta pues se basa en juntar retazos (dots) de información que rara vez llega de forma clara e irrefutable y por eso es esencial manejarla siempre con prudencia, honestidad y grandes dosis de sentido común. Powell ha afirmado años más tarde que aquella intervención ha supuesto una mancha (a blot) en su carrera y eso le honra. Y, finalmente, un director de servicio de inteligencia nunca debe olvidar que su misión es dar información elaborada al presidente, darle análisis que le ayuden en su tarea de gobernar para elegir entre opciones diferentes o incluso contrapuestas, y no pretender nunca influir en la toma de decisiones políticas, que es algo que simplemente no le compete.

Los servicios de inteligencia no son los únicos que en un país velan por la seguridad ya que hay otras fuerzas e instituciones que también lo hacen con una distribución de competencias que varía de un país a otro. Coordinar esos esfuerzos es algo tan necesario como difícil, que casi ningún país tiene bien resuelto y que es algo sobre lo que yo traté de concentrar la atención durante mi comparecencia ante la Comisión Parlamentaria que investigó los terribles atentados del 11-M en Madrid. Hoy en día la cooperación internacional está muy desarrollada desde los atentados del 11-S en los Estados Unidos —aunque siempre sea perfectible— y constituye uno de los vectores de perfeccionamiento en la labor de los servicios de inteligencia, que suelen mantener un canal de dialogo abierto entre ellos en mitad de las peores crisis políticas internacionales, como hizo el CNI con la DGSE marroquí durante el problema de Perejil.

Pero el desarrollo de la cooperación internacional no debe hacer olvidar la necesidad de mejorar también la coordinación interna entre las diversas agencias que trabajan en favor de una mayor seguridad para todos, sabiendo que la seguridad total es inalcanzable pues bastan unos gramos de gas sarín en el metro de Tokio o unas esporas de carbunclo enviadas por carta en Washington para provocar una justificada alarma social. El fin de la Guerra Fría ha hecho el mundo más seguro, en la medida en que aleja el riesgo de destrucción nuclear, pero más incierto al hacer mucho más fácil para los particulares con o sin apoyos y para gobiernos la comisión de delitos de amplitud cada vez mayor como consecuencia de la globalización (facilidad para las comunicaciones, transferencias, viajes, etc.), el ciberterrorismo, la aparición de grandes franquicias terroristas como Al-Qaeda o el Estado Islámico (Daesh), y la propia proliferación de los llamados “lobos solitarios”, gentes aparentemente bien integradas en su entorno donde no levantan sospechas y que “despiertan” cuando han de cometer algún acto de terrorismo.

Como dijo el general Michael Hayden, anterior director de la NSA y de la CIA, antes el enemigo era fácil de descubrir y difícil de destruir y ahora es más fácil acabar con él pero mucho más difícil de localizar. Por no hablar de la posibilidad de que armas de destrucción masiva de tipo químico o bacteriológico caigan en manos de terroristas amparados en Estados fallidos que proliferan cada día más cerca de nuestras fronteras. Libia es el ejemplo más claro, pero hay otros como Malí, República Centroafricana, Somalia, Eritrea, Yemen… Hoy combatimos tanto contra amenazas como contra riesgos, que son más elusivos y eso exige gestionar también la incertidumbre. Cuanto más coordinados estén entre sí —dentro de casa y por encima de las fronteras— todos aquellos cuya misión es trabajar por la seguridad colectiva, respetando la singularidad y los objetivos de cada uno, tanto mejor para todos. Este es un campo donde siempre se puede mejorar dejando de lado afanes de protagonismo y viejas rencillas que no tienen cabida ante la magnitud de los retos que juntos enfrentamos. A fin de cuentas todos compartimos la misma trinchera.

En lo que no acabo de coincidir con Cesáreo es en pensar que a los servicios de inteligencia les quedan diez años de vida a menos que cambien y logren convertirse en “los jefes de cocina de la inteligencia,… los directores de orquesta de la seguridad”. Por tres razones al menos: la primera es que el cambio permanente es consustancial a su propia esencia pues están en constante adaptación a las cambiantes amenazas que deben enfrentar (como el ciberterrorismo) y a maleantes cada día más imaginativos e innovadores en sus métodos. La segunda porque afortunadamente la cooperación y la coordinación entre las distintas agencias encargadas de velar por nuestra seguridad es cada día mejor y eso es más importante que capitanear. Y la tercera porque los servicios de inteligencia proveen al Estado de análisis sobre riesgos futuros y potenciales que nadie más es capaz de ofrecer y que los gobernantes necesitan para orientar su labor.

Antonio Díaz ha escrito un libro de divulgación muy útil y muy ameno. Espero que disfruten con su lectura como yo he hecho. Y que también les ayude a comprender la dificultad y la soledad en la que se desenvuelve el trabajo de los agentes de un servicio de inteligencia pues sus éxitos son raramente reconocidos y nadie pone medallas sobre sus pechos. A fin de cuentas su vida se mueve en la sombra y son ellos los que la han elegido.

Jorge Dezcallar de Mazarredo

Embajador de España

Valldemossa, julio de 2015