Portada: Leer contra la nada. Antonio Basanta
Portadilla: Leer contra la nada. Antonio Basanta

 

Edición en formato digital: octubre de 2017

 

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Antonio Basanta

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17151-72-0

 

Conversión a formato digital: María Belloso

ÍNDICE

Incipit

La pasión de leer

El ADN de la lectura

El cerebro lector

En el principio era el Verbo...

Cuentas que son cuentos

Del lagar a la nube

Regreso al futuro

La sociedad lectora

La rebelión del lector

Palabras en el margen

Libros de compañía. Bibliografía

 

A Luis Vázquez y a Charo Mascaraque,
por tanta amistad compartida.

A Charo Castroagudín,
por todo.

 

A mis alumnos,
por lo mucho que siempre aprendí de ellos.

INCIPIT

¡¡¡Medalla de penúltimo en lectura!!!

Jamás lo olvidaré.

Estaba a punto de cumplir siete años. Por no sé qué arrebato de insólita magnanimidad, aquella tarde el hermano Apolinar, nuestro profesor de preparatorio, decidió premiarnos a todos los alumnos; eso sí, no sin antes clasificarnos del primero al último...

No cabía en mí de emoción. Deseaba llegar a casa y hacer partícipe a los míos de aquel emblema minúsculo, algo roñoso, pero que yo sentía como mi primera gran victoria sobre la dislexia que me atormentaba, felizmente superada —prefiero no detallar cómo— pocos años después.

Paradojas de la vida, después, todo mi discurrir profesional —y personal— ha girado en torno a la lectura: como docente, como coautor de libros escolares, como editor, como conferenciante, como articulista, como gestor de proyectos culturales... Y, sobre todo, como lector.

 

Nada encuentro en mi vida más decisivo que leer. Ni experiencia más grata que pueda compartir con cuantos lo deseen. Ese es el propósito de este libro, nacido a petición de alguien a quien admiro tanto como quiero.

Me declaro lector enamorado de las palabras. Tal vez porque amar es la condición que más se asemeja al leer, también él, como el amor, pura emoción. Descubrimiento. Diálogo permanente. Mutua entrega.

Lo que la lectura concede solo la lectura nos lo puede otorgar. Esa es su genuina exclusividad. Y semejante particularidad cobra ahora, en nuestra turbulenta, cambiante y esperanzadora contemporaneidad, un valor extraordinario.

Tal vez, desde la propia invención de la escritura, no haya vivido nuestra sociedad un proceso de mutación similar al que experimentamos en el momento presente. No hay aspecto de nuestras vidas que no haya sido sometido a un proceso de cambio extraordinario. Y la lectura no podía quedar ajena a semejante transformación.

Leer, a lo largo de la historia, ha ido construyendo su sentido a través de capas que, superpuestas, ampliaron de continuo su valor y su pertinencia. Escribe Emilia Ferreiro, siempre magistral:

 

Los verbos leer y escribir no tienen una definición unívoca. Son verbos que remiten a construcciones sociales, a actividades socialmente definidas. La relación de los hombres y mujeres con lo escrito (y lo leído) no está dada de una vez por todas ni ha sido siempre igual: se fue construyendo en la historia.

(...) Cada época y cada circunstancia dan nuevos sentidos a esos verbos.

EMILIA FERREIRO,
Pasado y presente de los verbos leer y escribir

 

La irrupción de la electrónica en nuestras vidas, la extensión de las redes comunicativas, los nuevos soportes en los que la información se traslada aportan sus propios códigos, sus propias prácticas y estrategias, que es necesario conocer para —como ya ocurriera en etapas anteriores—, a su vez, gobernar y usar en la mejor de las formas, con el máximo aprovechamiento.

La cuestión capital no es el enfrentamiento entre lo ya conocido y lo que, por obedecer a reglas distintas, se presenta para algunos como el nuevo apocalipsis. Todo lo contrario. Lo realmente importante es saber que a la lectura se le pueden sumar nuevas funciones y formas de expresión. Y que nuestro deber, antes de denostarlas —muchas veces movidos tan solo por la comodidad, el mantenimiento de lo establecido o simplemente por una no confesada ignorancia—, es tratar de entender sus normas, su formulación, conocer sus fortalezas y debilidades, desde la certeza de que lo que ahora se nos presenta no es un ligero matiz con el que colorear el cuadro ya pintado con anterioridad, sino una nueva concepción de la pintura, que no acaba con lo anterior, pero que sin duda lo transformará. Perdón: que ya lo está transformando.

Este pequeño libro nace de esa convicción, de ese esperanzado deseo. Y de un compromiso que es también moral: el de hacer de la lectura un «arma cargada de futuro», como Gabriel Celaya definía la poesía.

Escrito desde la mayor humildad, muy consciente de lo modesto de mi reflexión, Leer contra la nada bebe de la sabiduría de tantos otros que me han iluminado en el camino. Felizmente no son pocos, de entre ellos, los que han accedido a mi invitación y aquí se hacen presentes, bien en las citas textuales, bien en la selección de textos que ofrezco al final de cada apartado de esta obra, o en la bibliografía que cierra este breve volumen.

De muchos de ellos he recibido historias, geniales pensamientos, anécdotas pletóricas del palpitar de la vida. Y, sobre todo, palabras, palabras, siempre palabras, llegadas tantas veces de los poetas, que, como inagotable manantial, siguen dando alma a cada uno de mis sueños.

 

Si he perdido la vida, el tiempo, todo

lo que tiré, como un anillo, al agua,

si he perdido la voz en la maleza,

me queda la palabra.

 

Si he sufrido la sed, el hambre, todo

lo que era mío y resultó ser nada,

si he segado las sombras en silencio,

me queda la palabra.

 

Si abrí los labios para ver el rostro

puro y terrible de mi patria,

si abrí los labios hasta desgarrármelos,

me queda la palabra.

BLAS DE OTERO, «En el principio»

 

A todos, mi gratitud y reconocimiento. También a cuantos pueblan el universo lector: escritores, ilustradores, traductores, críticos, periodistas, comunicadores, diseñadores, madres y padres de familia, docentes, bibliotecarios, archiveros, documentalistas, editores, libreros, impresores, distribuidores, mediadores, lectores en general... Y a quienes, como heraldos de un mañana que ya es hoy, diariamente se suman a este territorio lector, más rico y más radiante, por más renovado y más diverso.

«Leer es siempre una expedición a la verdad», escribió Franz Kafka.

Con todo afecto, les invito a tan feliz travesía.

 

LA PASIÓN DE LEER

La primera biblioteca que conocí en mi vida fue mi madre.

Ella fue quien antes me desveló el secreto de las palabras, su capacidad mágica de crear historias.

Cada noche, antes de dormir, visitábamos las estanterías de su memoria. Y un día era una canción antigua —«Gerineldo», «Delgadina», «Blancaflor»...—; otro, un cuento de los de siempre: Pulgarcito, El gato con botas, La bella durmiente o Caperucita, esa que nunca más podrá ya volver a Manhattan...

Las más, unas rimas o unas risas.

Más tarde aquellas palabras llegaban también a través de las ondas, como del mar. Alrededor de una radio que a todos nos congregaba —todavía no había aparecido el autismo del transistor— escuchábamos embelesados las andanzas de Aladino, los viajes de Simbad, las aventuras galácticas del inefable Diego Valor o las tribulaciones castizas del buen Garbancito de la Mancha, tan pequeño él que apenas podía salir de la oreja del buey donde había caído.

Y el baúl de las historias se iba llenando. Y jamás dejaba de haber sitio en él para una nueva. O para las mismas, siempre repetidas, aunque nunca idénticas.

Unas paperas me trajeron mi primer libro. Unas anginas, el segundo. Un cumpleaños, el tercero. Y así, poco a poco, fue naciendo mi biblioteca personal, imprevisible y caótica, como la vida misma. Abarcaba del tebeo al cómic, de los libros de pandilla a las aventuras de Salgari —todavía recuerdo con estremecimiento el día en que, de su mano, descubrí la palabra «cimitarra», afilada y cortante como la voz que la identifica—; de mi querido Verne a mi adorado Stevenson.

Aquellos libros surgían como por obra de un mágico sortilegio, frente a la monotonía de cartillas y vademécums, plúmbeos y patrióticos manuales, reflejos fieles de una escuela en la que casi todo crecía aburrido, predecible y gris. Una escuela donde la educación era cautiva de la instrucción; la experiencia, un imposible inalcanzable; y la práctica, un mero placebo o sucedáneo.

Estudié química sin jamás asistir a un laboratorio; arte, sin nunca visitar un museo; idiomas, sin apenas mantener una conversación del más mínimo interés. (Luego, infructuosamente, he pasado toda mi vida intentando encontrar un contexto apropiado en el que poder hacer uso de aquella frase emblemática de «El mono se está afeitando», The monkey is shaving, en que se basaba todo mi método de aprendizaje del inglés).

Y, claro está, cursé literatura sin leer una sola obra en su integridad. Como mucho, pequeños fragmentos salpicados a tresbolillo, entre una innumerable retahíla de autores, movimientos, argumentos y estilos, que, como nunca —no me pregunten por qué— éramos capaces de llegar a la contemporaneidad, se convertía en un continuo ejercicio funerario, cuando no, en un pugilato, al que asistíamos sin siquiera haber solicitado localidad: el mester de juglaría contra el mester de clerecía; Quevedo versus Góngora; Lope frente a Cervantes; realistas contra románticos... A la postre, un campo regado de cadáveres literarios y un insufrible aburrimiento.

Por eso le debo tanto a Guillermo y al loro Kiki, a Marcelino y al capitán Haddock, a Carpanta y al Nautilus, a Sandokán y a esa pandilla de niños que, soltando amarras, zarparon una noche para vivir dos años inacabables de vacaciones.

Con ellos descubrí que había otra forma de leer. De vivir cobijado en el palpitar de los textos, mecido por el rumor de las voces que resuenan en ese tiempo de silencio, en esa soledad sonora que toda lectura significa. Gracias a ellos me supe feliz habitante del bosque de las palabras. Pero...

«... esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión».

 

LECTURAS DE LECTURA

A.tif 

 

Quizá no hay días de nuestra infancia que hayamos vivido con tanta plenitud como aquellos que creímos dejar sin vivir, aquellos que pasamos con un libro preferido. Todo lo que parecía llenarlos para los demás y que nosotros apartábamos como un obstáculo vulgar para un placer divino: el juego para el que un amigo venía a buscarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, las provisiones de merienda que nos habían hecho llevar y que dejábamos a nuestro lado en el banco, sin tocarlas, mientras sobre nuestra cabeza el sol iba menguando su fuerza en el cielo azul, la cena por la que habíamos tenido que volver y durante la cual solo pensábamos en subir inmediatamente después y acabar el capítulo interrumpido, todo eso, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir algo más que su importunidad, grababa en cambio en nosotros un recuerdo tan dulce, mucho más precioso para nuestro juicio actual que lo que entonces leíamos con tanto amor, que, si hoy llegamos a hojear esos libros de antaño, solo sería como los únicos calendarios que hayamos conservado de los días idos, y con la esperanza de ver reflejadas en sus páginas moradas y estanques que ya no existen.

MARCEL PROUST, Sobre la lectura

 

 

 

B.tif 

 

Después de haber relatado aquí unos recuerdos más o menos inconexos, quisiera consignar el de un milagro trivial, del que uno no se da cuenta hasta después que ha pasado: el descubrimiento de la lectura. El día en que los veintiséis signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos, en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales constituye, en lo sucesivo, una puerta de entrada, da a otros siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de los que veremos en toda nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer.

MARGUERITE YOURCENAR, ¿Qué? La Eternidad

 

 

 

C.tif 

 

Es que el poema en sí no existe. El poema en sí existe cuando es escrito y cuando es leído. Existe si el autor obra bien y si el libro da con el lector para el cual fue escrito. Yo no creo que pueda juzgárselo de otro modo, ya que, si no, ¿qué es un poema? Una serie de símbolos arbitrarios escritos en una página, y ciertamente el poema no es eso. El poema es la emoción que produce...

JORGE LUIS BORGES,
Sobre la escritura: Conversaciones en el taller literario

 

 

 

D.tif 

 

Quien no haya pasado tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado... Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito... Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acaba y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido. Quien no conozca todo esto por propia experiencia no podrá comprender probablemente lo que Bastián hizo entonces.

MICHAEL ENDE, La historia interminable