Portada

Si te ha gustado este libro, también te gustará esta apasionante historia que te atrapará desde la primera hasta la última página.

Pincha aquí y descubre un nuevo romance.

Portada

www.harlequinibericaebooks.com

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Linda Susan Meier.

Todos los derechos reservados.

EL RETO DE AMAR, N.º 60 - octubre 2011

Título original: The Baby Project

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-023-3

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

EPÍLOGO

Promoción

CAPÍTULO 1

–ACABAN de llegar los hermanos Andreas.

La joven abogada Whitney Ross, que estaba de pie frente a la ventana del despacho de su padre, se volvió al oír a la secretaria de su padre anunciar aquello por el interfono. Los nubarrones grises que estaban cubriendo el cielo sobre los rascacielos de Nueva York eran el preludio de una tormenta, y esa visita de los hermanos Andreas no iba a ser menos tumultuosa.

Gerard Ross apretó el botón del interfono para responder:

–Diles que los atenderé en cinco minutos.

–Estás disfrutando con esto, ¿eh? –murmuró Whitney.

Su padre, sentado ante su escritorio, hizo una mueca.

–«Disfrutar» no es exactamente la palabra –contestó inclinando su orondo cuerpo hacia delante. Tamborileó con los dedos en la mesa–. Digamos que algunas de las disposiciones que se recogen en el testamento de Stephone tienen la intención de impulsar ciertos cambios.

Aunque Whitney no conocía a los hijos de Stephone Andreas, aquel hombre había sido muy amigo de su padre. Había ido a cenar a su casa al menos una vez al mes desde que ella tenía seis años, y había oído hablar de sus «chicos» sin cesar. Por eso, tenía la sospecha de que sabía de qué iba todo aquello. Stephone Andreas siempre había creído que sus hijos necesitaban un buen puntapié en el trasero, y parecía que antes de morir había dado con la forma de hacerlo.

–Ya. Persuadiste a Stephone de que utilizara el testamento para obligar a sus hijos a crecer.

–Se trata de algo más que de crecer. Los tres son inteligentes, y saben cómo llevar un negocio. Cualquiera de ellos podría hacerse cargo de las propiedades de la familia, pero ninguno de ellos sabe lo que es la lealtad ni la familia.

–¿Y es ahí donde entra el testamento?

–Sí. En él Stephone designa a su hijo mayor, Darius, presidente de la empresa familiar, y le lega la propiedad de Montauk. Depende de él, de que asuma las riendas como un auténtico líder, que esto los divida a sus hermanos y a él para siempre, o que les haga unir fuerzas.

Gerard se levantó y se dirigió al sofá de cuero negro en un rincón de su enorme despacho, donde recibía a las visitas. Después de sentarse dio una palmada en el sofá, indicándole a Whitney que tomara asiento junto a él.

–Sin embargo, antes de que pasen hay algo que debes saber. Missy dispuso en su testamento algo que te concierne a ti, algo que acordó con Stephone y que él también incluyó en su testamento.

Whitney se sentó. No era que la sorprendiera, porque Missy y ella habían sido muy amigas, pero no imaginaba de qué podía tratarse. Missy Harrington había sido su compañera de cuarto en la universidad y, por sus circunstancias personales, una madre alcohólica y una padre que las había abandonado cuando ella era muy niña, su familia prácticamente la había adoptado. Durante siete años Missy había pasado con ellos las vacaciones y, aunque apenas se habían visto después de que Missy se casara con Stephone, los lazos de su amistad no se habían debilitado.

–¿Missy me ha dejado algo?

–No exactamente. En su testamento Stephone y Missy os nombran a Darius y a ti tutores legales de su hijo, Gino.

A Whitney se le encogió el estómago.

–¿Qué?

–Ya han pasado tres años del accidente que se cobró las vidas de Burn y de Layla, hija –le dijo su padre–. Y aunque cuando preparé los testamentos de Stephone y de Missy no podía imaginar que nos dejarían tan pronto, creo que ya va siendo hora de que abandones el luto y vuelvas al mundo de los vivos –sacó un sobre pequeño de entre una pila de archivos que había sobre la mesita que tenían en frente–. Dejó esta nota para ti.

Whitney palideció, pero tomó el sobre.

–Stephone quería que, en caso de que ellos murieran, Darius criara a su hijo, pero Missy insistió en que tú compartieses la custodia con él. Los hermanos Andreas son unos niños ricos y malcriados. Ni siquiera saben que su padre había tenido otro hijo. A saber cómo reaccionarán cuando se lo diga. Creo que al nombrarte tutora legal de Gino junto con Darius Missy quería asegurarse de que Gino quedaría en las manos de alguien capaz que se preocuparía por su bebé.

–¡Pero si ni siquiera conozco a ese niño! Cuando Missy y Stephone se fueron a vivir a Grecia, prácticamente perdimos el contacto. No seré mejor tutora que su hermano.

Gerard tomó la mano de su hija.

–Missy sabía que entre tus valores está la importancia de la familia, que tienes sentido del deber. Tú has sido madre, y Gino se acostumbrará a ti. Además, esto vendrá bien; lo necesitas.

Whitney intentó levantarse, pero su padre la retuvo. Lo miró furiosa.

–¡No! ¡No lo necesito! ¡Estoy bien!

–No, no lo estás. Si lo estuvieras no te estarías poniendo así –replicó su padre. Se inclinó hacia delante para apretar el botón del interfono en el teléfono que había sobre la mesita–. Cynthia, trae a Gino, por favor.

A Whitney se le paró el corazón y el estómago le dio un vuelco. En los tres últimos años había hecho todo lo posible para evitar estar cerca de un bebé. Temía que cosas como el olor a talco, el ver a un ser tan pequeñito e indefenso la harían derrumbarse. ¿Y ahora su padre quería que se hiciese cargo de un bebé?

La puerta lateral del despacho se abrió y entró por ella Cynthia, la secretaria de su padre, con el pequeño Gino Andreas en un Maxi-Cosi, una bolsa de pañales y un petate de tela colgados del hombro.

Gerard le apretó la mano a su hija.

–Tu madre y yo hemos estado cuidándolo desde el funeral de Stephone y Missy, pero es a ti a quien te corresponde ocuparte de él por expreso deseo de Missy –se levantó y tomó el Maxi-Cosi con el bebé–. Gracias, Cyn.

Cuando Cynthia se hubo marchado, Gerard regresó junto a Whitney. Colocó el Maxi-Cosi sobre el sofá, tomó al bebé y se lo acercó a su hija, que se había levantado.

–Tómalo; es tuyo.

Sabiendo que no le serviría de nada discutir con su padre, Whitney se guardó el sobre en el bolsillo de la chaqueta y tomó con manos temblorosas a Gino, que empezó a llorar de inmediato.

–No llores, cariño –lo arrulló ella, presionando la cabecita del pequeño contra su hombro para calmarlo–. No pasa nada.

Aquella reacción instintiva la sorprendió, pero no el dolor punzante que la sacudió, acompañado de un torrente de recuerdos de su hijita de cabello rubio y grandes ojos azules. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en el estómago. No podía hacer aquello. ¿Tal vez necesitaba más sesiones con su terapeuta, el doctor Miller?

Sin embargo, antes de que pudiera decirle nada a su padre, se abrió la puerta del despacho. El primero en entrar, vestido con vaqueros, botas y un jersey de punto, fue Cade Andreas. Detrás de él iba Nick, el que más se parecía al difunto Stephone, y por último Darius, más alto que su padre y de pelo negro y ojos castaños como él y sus hermanos. Ataviado con un caro traje de ejecutivo, resultaba evidente que era el líder del grupo.

La expresión de los hermanos era solemne y casi arrogante. Ahora que el cabeza de familia había muerto, controlarían una de las compañías navieras más grandes del mundo. O eso pensaban.

Whitney miró al pequeño en sus brazos y sintió la clase de impulso protector que sólo siente una madre, y comprendió por qué Missy había querido que compartiese la custodia con Darius. Los hermanos Andreas eran hombres rudos, hombres de negocios, y los bebés necesitaban cariño. La pregunta era… ¿le quedaba a ella algún amor que dar?

–Será una broma, ¿no?

Darius Andreas se quedó mirando boquiabierto a Gerard Ross, el abogado de su difunto padre, y luego posó sus ojos en su hija, Whitney Ross, una rubia alta, sofisticada y de ojos de color azul grisáceo que no se parecía en nada a su padre, bajo y orondo.

Los dos estaban sentados en un sofá, Cade y él frente a ellos en otro, y Nick a un lado, en un sillón orejero tapizado también en cuero negro. El bebé que estaba en el Maxi-Cosi que había junto a Whitney Ross tenía el pelo negro y los ojos castaños de los Andreas, pero aun así…

–Te aseguro que no es ninguna broma –replicó Gerard. Se echó hacia atrás en su asiento, poniéndose cómodo–. Este niño es hijo de vuestro padre y, por tanto, hermano vuestro –tomó el testamento y comentó a leerlo de nuevo–. «Es mi deseo que los dos tercios restantes de las acciones de mi compañía, Andreas Holdings, sean divididos a partes iguales entre mis cuatro hijos: Darius, Cade, Nick y Gino».

¡Un bebé! Darius no podía dar crédito. ¡Tenía otro medio hermano que era un bebé! Nick y Cade parecían haberse quedado en estado de shock, igual que él. Luego, sin embargo, el hombre de negocios que había en él prevaleció, y dijo:

–Quiero que se le haga una prueba de ADN.

Gerard se inclinó hacia delante y se quedó mirando un momento sus dedos entrelazados antes de alzar la vista hacia Darius.

–Puede que vuestro padre no se casara con Missy Harrington, pero en el certificado de nacimiento de Gino él figura como el padre. De hecho, si Missy no hubiera fallecido con vuestro padre, ahora mismo estaríais disputándoos la compañía con ella.

–Aun así, quiero una prueba de ADN.

–Comprendo que esto os haya sorprendido, pero…

–¿Que nos haya sorprendido? –repitió Darius–. Creo que decir que estamos atónitos sería más correcto. Primero, después del accidente, nuestro padre nos pide que vayamos al hospital para decirnos que le ha dado un tercio de las acciones de la compañía a otra persona, lo cual significa que la compañía nunca será del todo nuestra. Luego nos echa en cara que la familia no nos importa nada, y nos sermonea diciéndonos que, a menos que nos unamos, perderemos todo lo que él construyó. Y luego va y se muere; así, sin más –añadió chasqueando los dedos–. ¿Y ahora resulta que tenemos otro hermano?

–Darius, el hecho de que no supierais que vuestro padre había tenido otro hijo demuestra que vuestro sentido de la familia deja bastante que desear –le respondió Gerard con franqueza.

Darius casi soltó una palabrota. Su padre había sido un mujeriego, y aun así se había permitido el lujo de echarles en cara lo poco que les importaba la familia. Su padre, que había abandonado a su madre. Su padre, del que no había vuelto a saber nada hasta su adolescencia. ¿Y por qué? Porque su padre quería asegurarse de que fuera a una buena universidad para prepararlo para trabajar a sus órdenes en Andreas Holdings.

–Durante años nuestro padre no hizo más que repetirnos que no debíamos implicar a extraños en los problemas de la familia –dijo levantándose–, pero eso es justamente lo que él ha hecho.

Miró al bebé. No necesitaba una prueba de ADN para saber que era hermano suyo. Su padre había estado viviendo con una mujer de treinta años; no era de extrañar que se hubiera quedado embarazada. Además, el niño tenía los rasgos de los Andreas, y si el nombre de su padre figuraba en su partida de nacimiento, era parte de la familia.

Su padre quería que cuidara de él; bien, pues lo haría. Al contrario que sus dos hermanos, él siempre había hecho lo que su padre le había pedido.

–De acuerdo, nos llevaremos a nuestro hermano y nos iremos –dijo rodeando la mesa para tomar el Maxi-Cosi.

Whitney lo agarró por el asa para impedírselo.

–¿Papá?

–Hay algo más –dijo Gerard.

Darius controló a duras penas la ira que estaba apoderándose de él.

–¿Aún más?

–Tu padre te nombró en su testamento tutor de Gino, pero tendrás que compartir la custodia con mi hija Whitney.

Darius posó su mirada furibunda en ella. Su cabello rubio parecía bonito, pero lo llevaba recogido en un adusto moño, y el traje gris oscuro que llevaba no dejaba entrever si tenía curvas o no. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron con los ojos grises de ella, sintió que una chispa de atracción saltaba entre ellos.

–De vosotros depende cómo queráis dividir el tiempo que a cada uno le corresponda para haceros cargo de Gino –dijo Gerard–. Si quieres tenerlo tres días a la semana y que Whitney lo tenga los otros cuatro, o si prefieres tenerlo dos semanas al mes y Whitney otras dos… en fin, es cosa vuestra. Pero cuando haya una reunión de la junta directiva, Whitney votará en nombre de Gino.

Esa vez Darius sí soltó una palabrota, aunque de inmediato inspiró para poner freno a su temperamento y, cuando volvió a mirar a Whitney, la chispa de atracción que había sentido antes se convirtió en una especie de corriente que pareció cargar el ambiente de electricidad estática.

Si estuviera en otro lugar, y las circunstancias fueran distintas, habría intentado ligar con ella. Le habría encantado llevarla a algún sitio donde tuvieran privacidad, quitarle la ropa, deshacerle el moño… Sin embargo, aquellos ojos felinos parecían estar diciéndole que lo olvidara.

***

Whitney permaneció muy quieta mientras los oscuros ojos de Darius la escrutaban, a pesar de la inesperada atracción que había despertado en ella, y que debía ignorar. No podía negar que era guapísimo, ni lo bien que le sentaba ese traje que llevaba y que parecía hecho a medida, pero cualquier mujer en su lugar reaccionaría como estaba reaccionando ella. El simple hecho de que ninguno de sus dos hermanos había hablado, salvo para presentarse, ponía de relieve que él era quien estaba al mando, y aquello resultaba muy sexy.

Bajo ningún concepto podía dejarse llevar por esa atracción. Una atracción mutua podía desembocar en una relación, y las relaciones hacía que la gente se volviese vulnerable. El dolor que le había provocado la pérdida de su marido había sido insoportable y no quería volver a pasar por eso.

Darius cerró los ojos un momento y resopló irritado.

–Muy bien, vámonos –le dijo a Whitney, haciéndole un señal para que lo siguiese. –¿Irnos? –Si el bebé va a tener voto en las juntas, tendrá que arrimar el hombro.

El padre de Whitney se rió.

–Muy gracioso, Darius.

–Yo no me estoy riendo. Mi padre dejó la compa-ñía en un estado penoso. Hay mucho trabajo por hacer y nadie está excusado. Y ya que su hija tiene el voto de ese niño, se hará cargo de sus obligaciones.

–Pero eso es ridículo… –protestó Gerard.

–Papá –lo interrumpió Whitney–. Déjalo, está bien. Nunca me he echado atrás ante las responsabilidades –irguió los hombros y miró a Darius a los ojos, aceptando el reto. Si creía que iba a intimidarla el primera día, estaba muy equivocado–. Si todos vamos a trabajar para sacar la compañía adelante, yo también. Y si es necesario empezar hoy mismo, lo haré.

–De acuerdo –dijo su padre–, pero antes de que se vaya nadie hay otra cosa que debéis saber.

Cuando Darius se volvió hacia él, sus ojos llameaban.

El padre de Whitney lo miró, luego miró a Cade, después a Nick, y finalmente de nuevo a él.

–Teniendo en cuenta que hay una persona ajena a la familia en posesión de una tercera parte de las acciones de Andreas Holdings, y que vosotros tres y Gino compartís las otras dos terceras partes, no hace falta ser un genio para darse cuenta de que ninguno de vosotros por sí solo puede aspirar a tener el control de la compañía –volvió a mirar a los tres hermanos–. Esa persona a la que vuestro padre le dio un tercio de las acciones desea permanecer en el anonimato hasta que decida qué va a hacer con ellas. Ya pasa de los setenta años, así que puede que simplemente quiera mantenerse al margen y disfrutar de las ganancias. Pero si decide que quiere participar activamente en la compañía, más vale que os mantengáis unidos, o Andreas Holdings acabará bajo el control de alguien que no lleva el apellido Andreas.

***

–Mis hermanos y yo necesitamos unos minutos a solas para hablar de esto si es posible –le dijo Darius a Gerard.

Gerard Ross se levantó.

–Claro. Whitney y yo nos llevaremos a Gino a su despacho. Cuando hayáis acabado pedidle a mi secretaria que nos avise.

Gerard y Whitney salieron por una puerta lateral y Darius se volvió hacia sus hermanos. –Bueno, no era esto con lo que esperábamos encontrarnos en la lectura del testamento, ¿no? –dijo.

Nick resopló por la nariz y Cade se levantó.

–Pues qué quieres que te diga. Con la excepción de lo de ese bebé, nada de lo que acaba de leernos el bueno de Gerard me sorprende en lo más mínimo. En el reparto te ha tocado casi todo a ti: la propiedad de Montauk, la dirección de la compañía… Pero se compensa con el hecho de que también te ha tocado cargar con el crío –le hizo un saludo militar y se dirigió hacia la puerta–. Que tengas suerte.

Cómo no. Cade el rebelde… Debería haber imaginado que no estaría dispuesto a echarle una mano, y que probablemente Nick tampoco. Entre ellos no había cariño ni lealtad, ni estaban unidos. Los tres habían tomado caminos distintos hacía años, labrándose su propia fortuna con el dinero del fondo fiduciario que su padre les había dejado a cada uno.

Después de lo que Gerard Ross les había dicho sobre esa mujer misteriosa que tenía una tercera parte de las acciones de la compañía, Darius estaba empezando a comprender algunas de las cosas que su padre había balbuceado en su lecho de muerte. Si no se mantenían unidos cuando esa accionista decidiese enseñar sus cartas, podían acabar trabajando en uno de los astilleros de la compañía.

–Vamos, no podéis iros y cargarme a mí con todo –le dijo a Cade, asiéndolo por el brazo para detenerlo.

Sin embargo, Nick se levantó también.

–Ya lo creo que podemos –replicó Cade–. Tú eres el presidente de la compañía; eres tú quien tiene que ocuparse de su gestión. Puede que hayas conseguido convencer a la hija de Ross para que trabaje para ti, pero nosotros no estamos dispuestos a hacer el primo. Aunque, naturalmente, iremos a las juntas de accionistas y queremos nuestra parte de los beneficios.

–¿Así que os vais a ir así, sin más? ¿Después de que nuestro padre dijera que quería que nos mantuviésemos unidos? ¿Después de que nos hayamos enterado de que hay otra persona que tiene un tercio de las acciones?

–Confiamos en ti para ocuparte de todo.

–Pero la compañía nos pertenece a todos. Creía que queríais formar parte de esto.

–Sí, bueno, cuando era niño yo creía que mi padre estaría a mi lado, pero nunca lo estuvo –le espetó Nick–. Además, tú siempre fuiste su ojito derecho. Así que la compañía, el bebé y todos los problemas son para ti.

Y, dicho eso, salió del despacho detrás de Cade.

Darius se dejó caer en el sofá. Durante toda su vida había maldecido a su padre por haber sido un mujeriego y haber tenido tres hijos –cuatro para ser exactos– de madres distintas. En ese momento, sin embargo, empezaba a comprender la angustia que había sentido durante los últimos diez años de su vida.

Sus hermanos y él no eran una familia. El ser hijos de madres distintas y ser de tres partes distintas de los Estados Unidos no había ayudado a estrechar el vínculo de sangre entre ellos. Tenían el mismo pelo oscuro y los mismos ojos castaños, y los tres eran hombre de negocios, pero aparte de eso no tenían nada en común.

Allí sentado, en medio del silencio que se había hecho en el despacho del abogado, Darius pensó en su madre, que también había muerto ya. No tenía primos ni tíos. Sólo tenía dos hermanos adultos por parte de padre que no querían tener nada con él.

Pensó en las Navidades, unas semanas atrás. Había ido a un montón de fiestas, pero el día de Navidad se había levantado completamente solo, y sus pisadas habían resonado en el frío y vacío apartamento. A menos que lo hiciera mejor con Gino de lo que lo había hecho su padre con Nick, con Cade y con él, aquél sería el único sonido que lo acompañaría durante el resto de su vida: el silencio.

Por extraño que pareciese, se alegraba de que su padre lo hubiese nombrado tutor legal del pequeño. Ahora Gino era su familia. Bueno, suya y de Whitney Ross.

Un cosquilleo de excitación lo recorrió al recordar la atracción que había notado entre los dos. No podía negar que era una mujer muy tentadora. Un auténtico reto. Un regalo que parecía estar pidiendo a gritos ser desenvuelto. Sin embargo, eso no le acarrearía más que problemas, y tenían a un bebé al que criar.

Entendía por qué Missy Harrington había pensado que Gino necesitaba una figura materna. Cualquiera que pasase dos minutos con sus hermanos o con él se daría cuenta de que no eran del tipo de hombres que un día se casaba y sentaba la cabeza.

Claro que no estaba seguro de que aquello de la custodia compartida fuese a funcionar. ¿Sería como estar casados? ¿O quizá como estar divorciados? ¿Iban a pasarse al pobre crío el uno al otro como si fuese una pelota?

Se frotó el rostro con las manos. No tenía ni idea de cómo iba a hacer aquello, y lo que era aún peor, puesto que su padre había estado ausente de su vida hasta bien entrada su adolescencia, no tenía ni la más remota idea de cómo ejercer de padre. Whitney iba a tener que enseñarle.

CAPÍTULO 2

CUANDO Whitney y su padre salieron del despacho de éste, Cynthia, su secretaria, se levantó y le dijo:

–Te necesitan en la sala de reuniones.

–Pero si estoy con los hermanos Andreas…

–Parece que es algo importante. Las palabras exactas de Roger fueron: «el caso Mahoney se va a ir a hacer gárgaras; en cuanto Gerry salga dile que venga de inmediato».

Gerard miró a su hija.

–¿Podrás apañártelas con ellos sin mí?

Whitney se obligó a esbozar una sonrisa.

–Pues claro. Anda, ve. Cuando los hermanos Andreas hayan acabado con su reunión en petit comité haré que Cyn te llame si te necesitamos.

–Gracias, hija –dijo Gerard.

La besó en la mejilla, le entregó la bolsa de los pañales y el petate de tela y se alejó.

Camino de su despacho, Whitney bajó la mirada a Gino, al que llevaba en el Maxi-Cosi. El pequeño, que estaba entretenido con su chupete, alzó la vista hacia ella y, cuando sus ojos se encontraron, el corazón de Whitney dio un vuelco. Los ojos de Layla, su pequeña, habían sido azules claros, una mezcla de los ojos de su padre, del color del cielo en un día soleado y de los suyos, azules grisáceos. Y su pelo había sido rubio, y muy fino…

Sintió una punzada en el pecho al recordarla. Daría todo lo que tenía, cada día del resto de su vida, por poder verla sólo una vez más. Apenas había cerrado tras de sí la puerta de su despacho cuando Gino escupió su chupete y rompió a llorar.

Whitney fue hasta el sofá que había en el rincón y depositó el Maxi-Cosi sobre él antes de dejar la bolsa de los pañales y el petate en el suelo.

–No llores, cariño –le dijo, llevada por el instinto maternal, y en el instante en que las palabras cruzaron sus labios se le hizo un nudo en la garganta.

Cuidar a un bebé era algo parecido a montar en bicicleta; no se olvidaba nunca. Pero por desgracia, todas esas habilidades que creía olvidadas también hacían que afloraran los recuerdos de la hija a la que había perdido.

«Deja de llorar, por favor…».