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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Dinah Dinwiddie

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Placer prohibido, n.º 124 - abril 2017

Título original: The Scoundrel and the Debutante

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9730-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Blackwood Hall, 1816

 

Nadie lo decía en voz alta, pero se daba por sentado que, cuando una mujer llegaba a su vigésimo segundo cumpleaños sin haber conseguido que un solo caballero considerara la posibilidad de casarse con ella, estaba condenada a ser una solterona. Y ser una solterona consistía esencialmente en el tedio de ejercer de acompañante de viudas entradas en años durante sus paseos por el campo.

La alta sociedad desconfiaba de todas las mujeres sin perspectivas que hubieran cumplido los veintidós. Tenía que haber algo malo en ella. No podían pensar otra cosa, porque ¿cómo era posible que una mujer con dote, contactos y presentada debidamente en sociedad fuera incapaz de atraer pretendientes?

Solo podía ser por tres motivos: Era imperdonablemente sosa, estaba espantosamente enferma o tenía hermanas mayores cuyos escándalos pasados habían destrozado completamente la reputación de su familia.

Prudence Cabot estaba convencida de que se encontraba en el tercer caso y, pocos días después de cumplir los veintidós, se lo hizo saber a sus hermanas mayores, la señora Honor Easton y Grace, lady Merryton. Por supuesto, sus hermanas pusieron el grito en el cielo, y lo pusieron con tanto ahínco y sonoridad que Mercy, la más pequeña de las cuatro hermanas Cabot, les silbó como si fueran perritos que se peleaban a los pies de lord Merryton.

Sin embargo, las vehementes protestas de Honor y Grace no sirvieron para que Prudence cambiara de opinión. A fin de cuentas, sus dos hermanas mayores se habían dedicado a escandalizar a todo el mundo desde la muerte de su padrastro, que había fallecido cuatro años antes.

Honor le había propuesto el matrimonio a un rufián que, además, era bastardo de un duque y, para empeorar las cosas, se lo habría propuesto en un lugar tan público como un antro donde se jugaba a las cartas. Y Grace se había convertido en la comidilla de todo Londres cuando, decidida a salvar a las cuatro de la ruina económica, tendió una trampa a un aristócrata y atrapó a otro.

Prudence no tenía nada contra sus maridos. Adoraba a George y a lord Merryton, esposos respectivamente de Honor y Grace. Pero los dos escándalos habían dañado la reputación de las Cabot, un problema al que también contribuía su hermana pequeña, Mercy, cuyo carácter era tan rebelde e irreverente que habían llegado a sopesar la posibilidad de meterla en un internado para domar a la bestia que llevaba dentro.

Además, la situación familiar de Prudence no era precisamente envidiable. Siempre había sido la educada, obediente, aburrida y explotada hermanita de en medio. Era una mujer práctica en un grupo de mujeres irreflexivas. Era la chica responsable que había estudiado música con tanta dedicación como la que había dedicado al cuidado de su madre y su padrastro mientras las demás se divertían por ahí.

¿Y adónde le había llevado su buen comportamiento? Había hecho todo lo que se esperaba de una debutante; no había causado el menor problema y, en más de un sentido, era la quintaesencia de la buena educación. Sin embargo, era la única con quien nadie se quería casar. O casi la única, porque Mercy tampoco era precisamente casable. Pero a Mercy no le importaba en absoluto.

–La palabra casable no existe y, por mucho que te empeñes, tampoco existe su contraria, incasable –dijo Mercy cuando Prudence terminó su disertación.

–Por no mencionar que estás diciendo tonterías –intervino Grace, irritada–. ¿Se puede saber qué te pasa, Pru? ¿Tanto te disgusta la vida de Blackwood Hall? ¿No te divertiste el otro día, en el festival que organizamos?

Prudence respondió a sus comentarios con unas notas de piano tan fuertes que hasta el perro de Grace, un chucho de tres patas al que había rescatado de una muerte segura, pegó un salto. Y luego, interpretó una pieza de un modo tan hábil y ruidoso que ahogó todo lo que dijeron con posterioridad.

Días más tarde, Honor se presentó en Blackwood Hall en compañía de su gallardo esposo y sus tres hijos. Cuando la mayor de las Cabot se enteró de la discusión que habían mantenido, intentó convencer a Prudence de que su situación no se debía al comportamiento de las demás, y de que la ausencia de ofertas matrimoniales no significaba en modo alguno que la suya fuera una causa perdida.

–Fíjate en Mercy –dijo como conclusión–. ¿Quién iba a imaginar que la aceptarían en la prestigiosa Escuela de Bellas Artes de Lisson Grove?

–Yo –respondió Mercy–. Es lógico que me hayan aceptado. Tengo mucho talento.

–Si no recuerdo mal, lord Merryton pagó una importante suma de dinero para que la aceptaran –puntualizó Prudence.

–Recuerdas bien –dijo Grace–. Pero si fuera verdad que nuestros escándalos os han dejado marcadas, no la habrían aceptado en ningún caso.

Prudence rompió a reír.

–Oh, vamos, habrían aceptado lo que fuera a cambio del dinero de lord Merryton. A fin de cuentas, no se tenían que casar con ella.

–¡Cómo os atrevéis a decir eso! –protestó Mercy–. ¡Me han aceptado por mi talento!

–Cállate –dijeron Grace y Prudence al unísono.

Mercy se puso bien las gafas y salió de la habitación, ofendida; pero sus hermanas no le hicieron ningún caso.

El debate siguió durante días, para horror de la propia Prudence. Y una mañana, durante el desayuno, Honor se puso particularmente condescendiente:

–Tienes que confiar en tu suerte, querida. Más tarde o más temprano, algún caballero te pedirá en matrimonio. Y te reirás de ti misma por haberte preocupado tanto.

–Honor, te ruego… no, no te lo ruego, te imploro que cierres la boca –replicó Prudence.

Honor soltó un grito ahogado y, tras levantarse repentinamente, pasó junto a Prudence tan deprisa que le dio un golpe en el hombro.

–¡Ay!

–Honor solo te quiere ayudar –intervino Grace, en tono de recriminación.

–No, no se trata solo de eso –dijo Honor–. Es que empiezo a estar harta de tus berrinches, Pru. Son tan irritantes como impropios de una dama.

–No son berrinches –protestó Prudence.

–Por supuesto que lo son –afirmó Mercy–. Siempre estás enfurruñada.

–Y deprimida –declaró Grace.

Honor se inclinó sobre Prudence y la miró a los ojos.

–Te voy a decir algo que solo te diría una hermana que te quiere de verdad: eres una verdadera lata.

Prudence se quedó muy sorprendida, pero Honor sonrió, se incorporó de nuevo y añadió:

–Cassandra Bulworth ha escrito para decir que le gustaría que fueras a ver a su bebé. Si yo estuviera en tu lugar, no me lo pensaría. Creo que te vendría bien el aire del campo.

–¿Que me vendría bien? Te recuerdo que ya estoy en el campo –dijo Prudence con sorna.

–Sí, pero el aire del norte es muy distinto.

Grace y Mercy asintieron con energía, dando la razón a Honor.

Prudence pensó que ir a Himple a ver a su amiga Cassandra era lo último que necesitaba en ese momento. Acababa de tener su primer hijo, y estaría tan insufriblemente ufana que ella se sentiría aún peor.

–¡Que vaya Mercy! –dijo.

–¿Yo? ¡Yo no puedo ir! –exclamó la menor de las Cabot–. Tengo que prepararme para la escuela de Bellas Artes. Todos los alumnos tienen que llevar una pequeña colección de dibujos, y aún no he terminado la mía.

–De todas formas, no podría ir aunque quisiera –insistió Prudence, haciendo caso omiso del comentario de Mercy–. Si me voy, ¿quién cuidará de mamá?

–Eso no es un problema –contestó Grace–. La cuidará Hannah, su doncella; y cuando Hannah no esté, se lo pediremos a la señora Pettigrew o la dejaremos con Mercy.

–¿Yo? Pero si acabo de decir que…

–Sí, sí, ya nos hemos enterado de que tienes que ir a esa escuela, Mercy. Cualquiera diría que eres la única persona a la que han aceptado en una escuela. Pero no te irás hasta el mes que viene, así que tienes tiempo de sobra –observó Grace, que se giró después hacia Prudence y sonrió–. Solo queremos lo mejor para ti, Pru.

–Lo dudo mucho –dijo Prudence–. Pero resulta que yo también estoy aburrida de vosotras.

–¿Significa eso que irás a verla? –preguntó Honor.

–Es posible –respondió Prudence–. Si me quedo en Blackwood Hall, terminaré tan loca como mamá.

–¡Excelente! –dijo Grace, encantada–. Es una gran noticia.

–No creo que sea para tanto, la verdad.

–¡Por supuesto que lo es! ¡No sabes cuánto nos alegra que te vayas! –exclamó Honor.

–¿Cómo? –dijo Prudence, ofendida.

–No me malinterpretes. Me refería a que nos alegramos mucho por ti, querida –Honor se acercó a ella y la abrazó–. Creo que tu humor mejorará ostensiblemente en cuanto veas un poco de mundo.

Prudence ya no estaba tan segura de eso. Su fracaso social la había convertido en una envidiosa y, por mucho que intentara refrenar su envidia, había terminado por no soportar la felicidad de ese mundo que anhelaba. El asunto llegaba a tal extremo que hasta la luz del sol le parecía un cruel y mortificante recordatorio de su situación.

Pero, justo entonces, sucedió algo que la convenció de la necesidad de marcharse: Mercy se empezó a quejar de que todas las conversaciones giraban sobre ella, lo cual acabó con su paciencia. Pensándolo bien, viajar a Himple era mucho mejor que seguir soportando el alegre parloteo de sus hermanas.

 

 

Grace lo organizó todo y, un buen día, anunció pomposamente que Prudence viajaría con el doctor Linford y su esposa, aprovechando que iban al norte a ver a la madre del médico. Los Linford la dejarían en la localidad de Himple y, una vez allí, la recogería uno de los lacayos del señor Bulworth y la llevaría a la mansión.

–Qué espanto –dijo Mercy, frunciendo el ceño junto a su nuevo caballete, donde estaba pintando un bodegón–. El carruaje de los Linford es muy pequeño y, por si eso fuera poco, se verá obligada a darles conversación durante horas.

–¿Y qué tienen de malo las conversaciones? –preguntó Honor, que estaba haciendo una trenza a Edith, su hija.

–Nada, siempre que estés obsesionada con el clima. El doctor Linford no habla de otra cosa. Y a Pru no le interesa la meteorología… ¿Verdad, Pru?

Prudence se encogió de hombros. En ese momento, no le interesaba nada en absoluto.

El día de su partida sacaron el equipaje de Prudence y lo cargaron en la calesa que la iba a llevar a Ashton Down, donde se debía reunir con los Linford. Llevaba un baúl y una maleta donde había metido unas cintas para el pelo, una camisa de seda que Honor le había regalado, unas pantuflas y una muda de ropa.

Tras despedirse de sus animadas hermanas, se subió a la calesa y se pusieron en marcha. Había quedado a la una, y solo eran las doce menos cuarto, así que tenía tiempo de sobra. Además, el siempre eficaz cochero de Blackwood Hall fue tan hábil que llegaron a Ashton Down a las doce y diez.

–No es necesario que se quede, James –dijo Prudence–. Los Linford llegarán dentro de poco.

El cochero no pareció muy convencido.

–Lord Merryton se enfadaría si supiera que la he dejado sola, señorita. Le disgusta que las damas se queden sin compañía.

–Pues dígale que insistí en que se marchara –replicó, molesta–. Y ahora, si tuviera la bondad de bajar mi equipaje…

–¿Dónde quiere que lo deje?

–Aquí mismo, en la acera.

Prudence bajó de la calesa, se ajustó el sombrero y entró en una pastelería, donde compró dulces para el viaje. Cuando volvió a la calle, su equipaje estaba en la acera y la calesa se había ido.

Por fin era libre.

Encantada, alzó la cabeza hacia el sol de finales de verano. Hacía un día precioso, y decidió esperar en un parque que se encontraba a pocos metros de distancia. Se sentó en un banco, cruzó sus enguantadas manos sobre el paquete de dulces y observó las flores que había a su alrededor. Le parecieron tan mustias como ella misma.

Momentos después, oyó un carruaje y se levantó, pensando que sería el de los Linford; pero no era un carruaje, sino una de las dos diligencias que pasaban todos los días por Ashton Down, así que se volvió a sentar.

La diligencia se detuvo, y dos jóvenes saltaron del pescante. El primero de ellos abrió la portezuela, por donde salió una mujer con un niño y un caballero de hombros anchos, que se puso el sombrero inmediatamente. El caballero parecía salido de una excavación arqueológica: llevaba pantalones de ante, una camisa de linón, un guardapolvos oscuro que le llegaba a los pies y unas botas con aspecto de no haber visto betún en mucho tiempo.

Mientras los jóvenes cambiaban el tiro de caballos y bajaban el equipaje, el caballero giró lentamente en mitad de la calle y, a continuación, se puso a gritar al cochero. A Prudence le pareció de lo más interesante. ¿Qué habría pasado para que perdiera los papeles de ese modo? Como no oía la conversación desde el banco, se levantó y se acercó subrepticiamente, fingiendo que admiraba los macizos de flores.

–Ya se lo he dicho, señor. Wesleigh está por ese camino, a una media hora de paseo.

–Y yo le he entendido, pero no parece que usted me haya entendido a mí –replicó el caballero, que tenía acento extranjero–. Wesleigh es una mansión, no una aldea. ¡Una mansión! Ya sabe, una casa grande con varios edificios menores y un montón de gente que va de un sitio para otro, haciendo lo que hagan ustedes aquí, en Inglaterra.

El cochero se encogió de hombros.

–Yo voy adonde me dicen mis jefes, y no me pagan para que vaya a Wesleigh. Por no mencionar que allí no hay ninguna mansión.

–¡Esto es indignante! ¡Yo he pagado para que me llevaran al lugar correcto!

El cochero hizo caso omiso. El caballero se quitó el sombrero y lo tiró con tanta fuerza que acabó a los pies de Prudence, quien se asustó e hizo ademán de huir.

–No, por favor, no se vaya –dijo el indignado extranjero–. Quizá me pueda ayudar a convencer a este hombre de que me tiene que llevar a Wesleigh.

–¿Wesleigh? ¿No será Weslay?

El caballero entrecerró sus ojos de color topacio, como si no estuviera seguro de poder confiar en ella. Pero, tras un momento de duda, se le acercó y le enseñó un papel donde alguien había escrito: «West Lee, Penfors».

–Ah –dijo ella–. Sospecho que se refiere al vizconde de Penfors, que vive en Howston Hall, a las afueras de Weslay.

–Sí, claro, eso es lo que pone ahí.

–No, no pone Weslay, pone West Lee.

–¿Y no es lo mismo?

–No, no es lo mismo. Una cosa es Weslay y otra cosa es West Lee –insistió, pronunciándolo lentamente, para que notara la sutil diferencia–. Y, por desgracia, se ha equivocado y ha terminado en Wesleigh, que no tiene nada que ver.

El desconocido se quedó perplejo.

–Discúlpeme, señorita, pero a mí me suena igual. ¿Me está tomando el pelo?

–De ninguna manera –respondió, horrorizada ante el hecho de que dudaran de ella.

–Pues si no me está tomando el pelo, ¿a qué está jugando?

–¿Jugando? Yo no estoy jugando a nada –Prudence no tuvo más remedio que sonreír, porque la situación no podía ser más absurda–. No sé qué quiere decir con eso, pero le aseguro que no formo parte de ninguna conspiración destinada a impedir que llegue a Weslay.

El caballero frunció el ceño.

–Mire, señorita, me alegra que me encuentre tan divertido, pero le agradecería que me indicara la dirección de al menos uno de los tres West Lee que ha pronunciado hasta ahora. Y, preferiblemente, el que corresponda al domicilio de lord Penfors.

–Hum.

–¿Hum? ¿Qué quiere decir hum? ¿Y por qué me mira como si yo le diera pena?

–Porque se ha equivocado de dirección.

–No me diga –gruñó.

–Verá… Wesleigh es una aldea que está en ese camino. Pero Weslay está bastante más lejos, en el norte.

–¿A qué distancia?

–No estoy del todo segura. Yo diría que a unos dos días de viaje.

El caballero apretó los dientes. Parecía a punto de estallar.

–¿En el norte, ha dicho?

–Sí, en efecto.

El extranjero se giró lentamente, como si tuviera intención de marcharse; pero fue un giro de trescientos sesenta grados, y acabó en la misma posición, mirándola.

–Si no es ninguna molestia, ¿se le ocurre alguna forma de llegar a ese West Lee que, según usted, se encuentra a dos días de viaje?

–No es West Lee, es… Bueno, olvídelo –Prudence sacudió la cabeza–. Puede tomar la diligencia del norte, que pasa dos veces al día. La primera debe de estar a punto de llegar.

–Comprendo.

–También puede ir en el coche de Correos, pero es más caro y solo pasa una vez al día.

–¿Tarda lo mismo?

Prudence asintió.

–Me temo que sí.

Él se pasó una mano por su frondosa mata de pelo, de color castaño.

–¿Y dónde puedo comprar un pasaje?

–En el despacho de billetes. Está en el patio de la taberna de enfrente –contestó–. Si quiere, se lo puedo enseñar.

–Se lo agradecería mucho.

Prudence cruzó la calle, y se detuvo a esperarlo mientras él le decía al cochero que dejara su equipaje en la acera, porque iba a tomar la diligencia del norte. Luego, ella entró en el patio de la taberna y se dirigió al pequeño despacho, que estaba junto a los establos. La puerta era tan baja que tuvo que inclinar la cabeza, aunque para él fue bastante peor: como medía más de un metro ochenta y cinco, tuvo que entrar medio doblado.

–¿En qué les puedo servir? –preguntó el hombre de la taquilla.

–Quiero un pasaje a West Lee –contestó el caballero.

–Weslay –le corrigió Prudence.

El caballero suspiró y dijo:

–Sí, eso.

–Serán tres pavos –declaró el taquillero.

El caballero sacó su cartera y examinó las monedas que contenía, como buscando alguna que tuviera un pavo. Prudence se dio cuenta de lo que pasaba y señaló tres de las monedas.

–Ah –dijo él, que las sacó y las dejó en el mostrador.

El taquillero le dio el billete y anunció con naturalidad:

–El conductor cobra una corona y el guardia, media.

–Pero si le acabo de dar tres libras esterlinas…

–Ese es el precio del pasaje. El conductor y el guardia cobran de los pasajeros.

–Menuda estafa –protestó.

El taquillero se encogió de hombros.

–Si quiere viajar a Weslay, tendrá que pagar.

–Está bien, de acuerdo.

Prudence y el caballero salieron al patio, donde él la miró y sonrió. Era la primera vez que sonreía, y ella pensó que estaba sorprendentemente atractivo cuando no se comportaba como un chiflado.

–Muchas gracias, señorita…

–Cabot, Prudence Cabot.

–Es un placer –dijo–. Yo soy Roan Matheson.

Él inclinó la cabeza y le ofreció una mano, que ella miró con inseguridad.

–¿Qué ocurre? ¿Es que mis guantes están manchados? Ah, vaya, sí que lo están… Le ruego que me disculpe. He hecho un viaje muy largo, y no he tenido ocasión de asearme.

–No, no se trata de eso –dijo ella, sacudiendo la cabeza.

Él se quitó el guante derecho y le volvió a ofrecer la mano. Era grande y fuerte, de dedos largos y nudillos con rasguños. La mano de un hombre que no tenía miedo de trabajar.

–Le aseguro que está limpia –dijo con impaciencia.

–¿Cómo? No, es que es tan poco habitual…

–¿Mi mano es poco habitual? –preguntó él, estupefacto.

–Ni muchísimo menos –replicó ella, incómoda.

Prudence miró sus ojos de color topacio y su oscuro cabello castaño, más largo de lo que estaba de moda en Londres. Todo en él resultaba encantadoramente extranjero y viril. Tan viril, que su pulso se aceleró.

–Entonces, ¿qué pasa?

–Que no es habitual que un hombre ofrezca la mano a una dama para que se la estreche.

–¿Y para qué se la iba a ofrecer, si no es para eso? –preguntó–. No veo qué tiene de raro. Es un gesto de cortesía, de…

Prudence no quiso dar más explicaciones que, por lo visto, solo servirían para complicar las cosas, así que le ofreció la mano a su vez.

–¿Es que le doy miedo, señorita?

–¿Qué? No, en modo alguno –contestó, ruborizada.

Él le estrechó por fin la mano y, al sentir su contacto, ella dejó escapar un monosílabo con tono de gemido.

–Ah…

–¿He apretado demasiado?

–En absoluto –respondió Prudence, claramente nerviosa–. Es que no estoy acostumbrada a este tipo de situaciones. Los hombres británicos no estrechan la mano a las mujeres.

–¿Ah, no? –dijo, confundido–. ¿Y qué debo hacer cuando me presenten a una dama?

–Una pequeña reverencia, igual que ellas.

Roan sacudió la cabeza.

–Lo siento, no estaba al tanto de las costumbres del lugar –dijo–. ¿Puedo ser sincero con usted, señorita Cabot?

–Por supuesto.

–Acabo de llegar de los Estados Unidos, por un asunto de cierta urgencia. Tengo que recoger a mi hermana y llevarla de vuelta a casa –explicó–. Pero, con toda franqueza, este país me parece de lo más desconcertante.

Justo entonces, se oyó sonido de ruedas. Era la diligencia del norte, que se detuvo enfrente de la taberna. Prudence vio que estaba prácticamente llena y sintió lástima de él, porque era demasiado grande para viajar con tantas estrecheces.

–Bueno, ya ha llegado –dijo Roan, que dio dos pasos antes de darse cuenta de que Prudence no lo seguía–. ¿Usted no viene?

Prudence abrió la boca para decir que no estaba esperando la diligencia, sino el carruaje de unos amigos; pero, de repente, se sintió dominada por una emoción cálida, excitante y peligrosa: una emoción tan irresistible que la dejó muda.

¿Estaba segura de que quería viajar con los Linford y condenarse a una interminable conversación sobre el clima? Viajar con el viril y gallardo Roan Matheson era una posibilidad mucho más interesante e igualmente útil para ella, teniendo en cuenta que también se dirigía al norte. No necesitaba a los Linford para llegar a su destino. Tenía su equipaje, tenía dinero y sabía cómo llegar a la mansión de Cassandra Bulworth.

Entonces, ¿qué se lo impedía? ¿Su sentido del decoro? ¿El mismo sentido del decoro que había mantenido durante años y que la había condenado a ser una solterona?

Volvió a mirar a Roan Matheson. No podía negar que era de lo más atractivo, aunque en un sentido agreste, típico del Nuevo Mundo; o, por lo menos, del Nuevo Mundo que ella imaginaba, un mundo rebelde, lleno de fuerza y sin demasiado respeto por las estrictas normas aristocráticas. Era toda una tentación. Y estaba tan perdido que hasta se podía engañar a sí misma diciéndose que se iba con él por caridad, en un acto de buena samaritana.

–Oh, lo siento mucho, señorita –dijo él, malinterpretando su expresión dubitativa–. No pretendía apurarla.

Roan se ruborizó ligeramente, y Prudence comprendió lo que pasaba: había creído que necesitaba ir al servicio.

–La esperaré en la diligencia –continuó.

Prudence sonrió y dijo, con más entusiasmo de la cuenta:

–¡Sí! ¡Espéreme en la diligencia!

Él se quedó un poco desconcertado, pero inclinó la cabeza y se dirigió al carruaje mientras Prudence volvía rápidamente al despacho de billetes. Estaba entusiasmada y aterrorizada al mismo tiempo por lo que se disponía a hacer.

–Deme un pasaje a Himple, por favor.

–¿A Himple? –preguntó el taquillero, mirándola con curiosidad.

–Sí, en efecto –contestó–. ¿Me podría dar una hoja de papel? Necesito escribir una nota.

–Por supuesto.

Prudence pagó las dos libras del billete y, acto seguido, escribió una nota apresurada al doctor Linford. Empezó con los saludos de cortesía habituales y terminó con una explicación que decía así:

 

Espero no causarle ningún inconveniente, pero me acabo de encontrar con una amiga que también se dirige a Himple, y he decidido viajar en su carruaje. Gracias por haberse ofrecido a llevarme. Y no se preocupe por mí; le aseguro que estoy en buenas manos.

 

Prudence se despidió, firmó la nota, salió del despacho de billetes y entregó la misiva a uno de los mozos de cuadra, con instrucciones precisas para que se la diera al doctor Linford cuando llegara a Ashton Down.

Su corazón latía con fuerza redoblada. No podía creer que se estuviera comportando de un modo tan temerario y audaz. Era impropio de ella. Pero, por primera vez en muchos años, tuvo la sensación de que estaba a punto de vivir una gran aventura. Y no se preguntó si acabaría bien o acabaría mal. Solo le importaba una cosa: que era algo nuevo, algo diferente.

Capítulo 2

 

El interior de la diligencia estaba pensado para cuatro personas, y ya había cuatro cuando Roan llegó. Pero en el exterior no quedaba sitio, así que no tuvo más remedio que entrar y hacerse un hueco.

En el asiento de enfrente, viajaban un anciano de ojos negros que lo miró con descaro y un mozalbete de unos trece o catorce años de edad, con una maleta pequeña sobre las piernas. A su lado había dos mujeres robustas que, por su aspecto, debían de ser hermanas. De hecho, tenían el mismo pelo rizado y llevaban sombreros iguales y vestidos iguales, de muselina gris y volantes de encaje.

Sin embargo, la característica más notable de las dos mujeres era su impresionante capacidad parlanchina. Hablaban entre ellas sin respirar, y se daban pie con tanta rapidez y acento tan cerrado que Roan no entendía nada de lo que decían.

Al cabo de unos momentos, notó que los mozos de cuadra estaban cambiando el tiro de caballos. Se llevó la mano al bolsillo del chaleco, sacó el reloj con cuidado de no dar un codazo a nadie y miró la hora. Eran las doce y media pasadas. Faltaba poco para que emprendieran viaje, y se preguntó dónde se habría metido la preciosa mujer de ojos brillantes que había tenido la amabilidad de ayudarlo.

La señorita Cabot era la única cosa buena del día, y la mujer más hermosa que había visto desde que tomó el barco en Nueva York; de hecho, era lo más bonito que había visto en toda Inglaterra desde que desembarcó en Liverpool, una ciudad que, estéticamente, dejaba bastante que desear. Tenía una figura arrebatadora, unos labios grandes y exquisitos y unas pestañas larguísimas que enmarcaban unos ojos almendrados de color pardo, más verdes que marrones.

Mientras pensaba en ella, la mujer que estaba a su lado cambió súbitamente de posición y lo empujó contra la esquina del duro asiento. ¿Dónde se iba a sentar su nueva amiga? Allí no cabía nadie más.

Justo entonces, la señorita Cabot abrió la portezuela y se asomó.

–Vaya –dijo–. No parece que quede sitio para sentarse.

–Tonterías. Por supuesto que queda –declaró una de las mujeres–. Si el caballero tiene la amabilidad de apartarse un poco, le haremos un hueco. Iremos un poco estrechas, pero nos las arreglaremos.

Roan comprendió que el caballero en cuestión era él, y se quedó atónito. Estaba contra la mampara de la diligencia, sin un milímetro de espacio libre.

–Discúlpeme, pero no me puedo apartar más –objetó.

–Oh, vamos, haga un esfuerzo.

La mujer se apartó lo justo para hacer sitio a Prudence, que entró en el habitáculo y se sentó en el borde del asiento, dejando un rastro de perfume a su paso.

–No se puede decir que vayamos muy cómodas –dijo una de las mujeres–. Pero usted es delgada. Estará bien.

–Sí, bueno… –dijo Prudence con incertidumbre.

Roan sonrió para sus adentros al darse cuenta de que sus rodillas chocaban con las del mozalbete, que se había ruborizado al sentir su contacto. Él había sido igual de jovencito: se sentía tan atraído por las mujeres como aterrorizado ante ellas.

–No puede ir sentada en el borde, como si fuera un pájaro en una rama. Se cansará enseguida –declaró Roan–. Échese hacia atrás, por favor.

Prudence lo miró un momento con escepticismo y, a continuación, se echó un par de centímetros hacia atrás. La mujer del otro lado se apartó a duras penas, y Prudence ganó otro par de centímetros, sacudiendo las caderas para hacerse sitio. Cuando por fin se quedó inmóvil, Roan la tenía tan pegada a él y era tan consciente de sus redondeces traseras que solo podía pensar en una cosa: llevar las manos a sus nalgas y morderlas.

Pero, ¿qué estaba haciendo? No podía tener pensamientos lascivos con una joven que debía de tener los mismos años que su hermana.

Apretó los dientes y apartó el brazo para no tocarla, pero las deliciosas curvas de Prudence seguían pegadas a sus duras rectas. Y, como aquel cuerpo inmensamente apetecible volvía una y otra vez a su imaginación, intentó convencerse de que no se debía a que él fuera un granuja y un bribón, sino al hecho de que no había tenido el placer de estar con una mujer desde que la señorita Susannah Pratt, que vivía en Filadelfia, había aparecido en Nueva York.

–Espero que las carreteras sean buenas –dijo Prudence–. Vamos tan apretados que saldría disparada con un simple bache.

Nadie dijo nada; sin duda, porque todos tenían miedo de que pasara exactamente eso. El jovencito se hundió en el asiento de enfrente y bajó la cabeza. El anciano, que no había dejado de mirar a Roan en ningún momento, entrecerró los ojos como si fuera consciente de la naturaleza erótica sus pensamientos.

–No obstante, hace un día espléndido para viajar –continuó Prudence–. ¿No creen?

–Sí, es un día precioso –dijo una de las dos hermanas, antes de lanzarse a un discurso tan rápido que Roan no entendió ni una sola palabra.

Mientras ella hablaba, él se dedicó a mirar subrepticiamente a Prudence. A simple vista, tenía todas las virtudes que había creído que tendría Susannah Pratt: elegancia, aplomo y una figura capaz de despertar los deseos más tórridos de un hombre. Pero Susannah había resultado ser morena y un poco rechoncha.

Momentos después, la diligencia se puso en marcha con una sacudida. Y Prudence cayó sobre él sin poder evitarlo.

–Oh, lo siento mucho…

Prudence recuperó rápidamente su postura anterior, e hizo lo posible por mantenerla. Pero fue inútil. Cada vez que tomaban una curva, se encontraba en la misma situación; con el agravante de que, si la curva era muy cerrada, no tenía más remedio que ponerle una mano en la pierna para no perder el equilibrio.

Mientras tanto, Roan se dedicaba a mirar por la ventanilla y a hacer verdaderos esfuerzos por no imaginarla desnuda, cosa que solo conseguía cuando, cansado de fracasar, se fijaba en el anciano de enfrente. Al cabo de una hora, estaba tan desesperado con el contacto constante de Prudence que casi no podía cerrar los ojos sin verla en una cama de sábanas blancas, con su dorada melena rozándole los pechos.

Y entonces, pasó algo inesperado.

–¡Ya sé quién es! –gritó una de las dos hermanas–. Estaba segura de haberla visto en alguna parte… ¡Usted es lady Merryton!

Todos se giraron hacia Prudence.

–¡Yo no soy lady Merryton!

–¿Ah, no?

–¡Por supuesto que no! Si lo fuera, viajaría en un carruaje privado.

–Sí, claro, supongo que sí –dijo la mujer, decepcionada–. Discúlpeme.

Roan no sabía nada de la aristocracia británica. Solo sabía que Inglaterra estaba llena de gente con títulos nobiliarios, y solo porque lo había deducido de las conversaciones de sus tíos, que se habían ido a Londres el verano anterior y habían regresado a los Estados Unidos sin Aurora, su hermana. Cada vez que abrían la boca, era para hablar de los condes y vizcondes que habían bailado o cenado con ella.

Pero, en todo caso, le extrañó que la parlanchina mujer hubiera cometido un error tan absurdo. ¿Realmente creía que las damas de la alta sociedad viajaban en diligencias públicas? Era una idea de lo más extravagante. ¿O no?

Roan la volvió a mirar. Todo lo que llevaba era caro, desde el sombrero hasta el vestido azul, pasando por su chaquetilla; y todo, de buena calidad. Lo sabía porque se había visto en la obligación de pagar la ropa de Aurora, así que estaba familiarizado con los precios de la seda, la muselina, los brocados y la lana.

¿Quién era aquella mujer?

–No hay nada que disculpar –dijo Prudence en ese momento–. De hecho, lady Merryton es de mi familia.

Roan se quedó asombrado. ¿Era familiar de lady Merryton? Y, si lo era, ¿con quién estaba viajando? ¿Con una condesa, o algo así? ¿Con la hija de un rey o de una reina? ¿Con alguien que frecuentaba los salones de palacio?

–Bueno, mientras no sea la propia lady Merryton… –replicó la mujer, sacudiendo la cabeza–. Su matrimonio fue todo un escándalo.

–Y que lo digas –afirmó su hermana.

Roan notó que Prudence se había ruborizado, y sintió curiosidad. Pero se quedó con ganas de saber más cosas sobre su compañera de viaje, porque la diligencia se detuvo en ese preciso momento.

Estaban en un pueblecito de casas blancas y ventanas con tiestos de flores. Roan lo reconoció porque había pasado por él de camino a Ashton Down, y sabía que no había mucho que ver; pero estaba ansioso por bajarse del carruaje, así que olvidó sus buenos modales y salió disparado. Necesitaba estirar las piernas, respirar aire puro y olvidar el contacto de las curvas de Prudence Cabot.

Segundos después, el cochero ayudó a las dos hermanas a salir del carruaje mientras el jovencito llevaba al anciano a un banco. En cuanto estuvieron fuera, las dos robustas mujeres de ropa idéntica se pusieron a hacer lo que habían estado haciendo desde el principio: hablar sin parar. Sin embargo, Prudence se apartó de los demás. Llevaba un paquetito en la mano, y parecía fresca como una rosa.

–¡Discúlpenme un momento, damas y caballeros! –declaró el cochero grandiosamente–. Partiremos a las dos y cuarto.

Roan echó un vistazo al pueblo. Había una herrería y una taberna, pero poco más. Miró la segunda y pensó que le vendrían bien un par de pintas; pero, en lugar de saciar su sed, se fue camino abajo. Tenía que caminar un poco y liberar su tensión. Llevaba una hora y media pegado al cuerpo de una mujer increíblemente hermosa y, por muy exquisita que fuera esa tortura, empezaba a perder el aplomo.

Nunca había sido un hombre nervioso; de hecho, casi todo el mundo lo consideraba un remanso de paz en mitad de la tormenta. Pero su experiencia en las islas Británicas estaba resultando de lo más frustrante.

Tras pasar un mes entero en el mar, había desembarcado en Liverpool y había descubierto que las gentes de allí parecían hablar un idioma completamente distinto al suyo. Tardó un buen rato en comprender lo que le decía el grupo de hombres al que se dirigió para pedirles ayuda; y, cuando por fin desentrañó su jerigonza, se vio condenado a viajar por caminos lamentables y en carruajes piojosos.

Ahora, dos días después, había descubierto que los compadres de Liverpool le habían indicado mal la dirección, y que lo habían enviado al sur en lugar de enviarlo al norte.

Dejó de caminar y respiró hondo. El corto paseo no había mejorado sustancialmente su estado de ánimo, de modo que alzó la cabeza, miró el cielo azul y, aprovechando que no había nadie en los alrededores, soltó un grito de rabia contra su hermana, sus propios tropiezos y la vida en general.

Más tranquilo, dio media vuelta y regresó al pueblo.

La señorita Cabot se había encaramado a una valla y había abierto el misterioso paquete, que aparentemente contenía comida. Las dos hermanas se habían sentado a pocos metros, y también estaban comiendo.

Roan se acercó a la primera e intentó no clavar la vista en el paquete. Pero llevaba veinticuatro horas sin llevarse nada a la boca, y no se pudo resistir.

–Ah, señor Matheson –dijo ella al verlo.

–Señorita Cabot…

Ella alzó el paquete y preguntó:

–¿Le apetece un dulce?

Roan observó el contenido. Se parecían a las galletitas que preparaba Nella, la vieja cocinera de su familia.

–No, gracias. No la quiero dejar sin su comida.

–¿Seguro que no? –Prudence se llevó una a la boca–. Hum. Están deliciosas.

Roan se relamió.

–Venga, pruebe una –insistió ella.

–¿No le importa?

–Claro que no.