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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Kim Lawrence

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cautivo del pasado, n.º 2559 - julio 2017

Título original: Surrendering to the Italian’s Command

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9999-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

TESS apoyó la frente en el frigorífico e hizo un esfuerzo por mostrarse animada.

–Estoy bien –mintió con voz ronca–. Estoy mucho mejor.

–No sabes mentir –replicó Fiona.

Tess se irguió y se llevó una mano a la cabeza. Le dolía bastante, pero respondió con una sonrisa débil al afecto de su amiga.

–Claro que sé. Soy una gran mentirosa.

Por mucho que negara la verdad, Tess era consciente de que no sonaba tan creíble como el día anterior, cuando le había dicho a la secretaria de su madre que no podría asistir a la apertura del centro que su madre iba a inaugurar. Evidentemente, la gripe tenía sus ventajas. Pero no se podía decir que hubiera mentido a Fiona. Era cierto que estaba mejor, aunque no tanto como para no sentirse fatal.

–Si hubiera podido, te habría llevado a casa al salir del trabajo, pero tenía muchas cosas que hacer. No eres la única que se ha resfriado. Media oficina está enferma –declaró su amiga–. Volveré mañana por la mañana, cuando deje a Sally y a las chicas en la estación. ¿Necesitas algo?

–No hace falta que…

–Vendré de todas formas –la interrumpió.

–De acuerdo, pero no te quejes si te pego la gripe.

–Nunca he tenido una gripe.

–No tientes a la suerte –le advirtió.

Tess se apoyó en la encimera. Estaba tan débil que el simple hecho de salir del dormitorio y dirigirse a la cocina la había agotado.

–Entre tanto, hazme el favor de tomar suficientes líquidos –dijo Fiona–. Por cierto, ¿has cambiado las cerraduras?

–He hecho todo lo que la policía sugirió.

Tess miró las cerrojos nuevos de la puerta principal y pensó que se empezaba a sentir prisionera en su propia casa.

–Deberían haber detenido a ese psicópata.

–Bueno, mencionaron la posibilidad de pedir una orden de alejamiento.

–Y entonces, ¿por qué no han… ? –Fiona gimió de repente y dejó la frase sin terminar–. Ah, ya lo entiendo. Tu madre.

Tess no dijo nada. No era necesario. Fiona era una de las pocas personas que lo entendían. Estaba con ella cuando su madre puso su cara en unos carteles y la convirtió en vanguardia de su cruzada contra el acoso escolar, aunque solo tenía diez años. Y también estaba con ella cuando aprovechó su tristeza en el entierro de su padre para ganarse el corazón de los electores y conseguir un puesto de concejal.

–Tiene buenas intenciones –replicó, sintiéndose en la obligación de defenderla.

Tess fue sincera en su afirmación. Era cierto que Beth Tracy estaba obsesionada por promocionarse a sí misma, pero no lo hacía por ambiciones personales, sino por las causas que defendía.

–Me han dicho que quiere presentarse a la alcaldía –dijo Fiona.

–Sí, yo también lo he oído –declaró Tess–. Pero, volviendo a lo que estábamos hablando, no había garantía alguna de que los tribunales hubieran emitido una orden de alejamiento. Ese hombre parece incapaz de hacer daño a nadie. Y, por otra parte, ni se llevó nada del piso ni tengo pruebas de que estuviera en él.

–Puede que no se llevara nada, pero se metió en tu casa.

Tess se sentó en el suelo, contenta de que su amiga no hubiera visto que le temblaban las piernas. El allanamiento de su casa había sido la gota que colmaba el vaso. Hasta entonces, había optado por hacer caso omiso del problema, pensando que aquel individuo se aburriría y la dejaría en paz. Pero ahora sabía que era peligroso.

El hombre que la acosaba había estado mirando su ropa interior y le había dejado una botella de champán y un par de copas en la mesilla de noche, además de esparcir pétalos de rosa sobre la cama. Evidentemente, quería que supiera que había estado allí. Aunque se había tomado muchas molestias para no dejar ninguna huella dactilar.

–Lo sé –dijo Tess, que carraspeó–. Pero supongo que una botella de champán y unos pétalos de rosa no son agresión suficiente.

–¿Y qué pasa con el acoso? ¿Les hablaste de los mensajes de correo electrónico que te ha estado enviando?

–No contienen nada amenazador. De hecho, la policía simpatiza con él.

Tess sabía que los agentes no la tomarían muy en serio, teniendo en cuenta que no había pasado gran cosa; pero le pareció indignante que justificaran la actitud de Ben Morgan, quien creía que mantenía una relación amorosa con ella solo porque habían coincidido unas cuantas veces en la parada del autobús.

–¿Que simpatiza con él? –bramó Fiona, enfadada–. ¿Y qué pasará si te apuñala una noche, cuando estés dormida?

Tess soltó un grito ahogado, y Fiona se apresuró a tranquilizarla.

–No te va a apuñalar. Ese tipo es un perdedor, un simple cretino –afirmó, arrepentida de lo que había dicho–. Oh, ¿por qué seré tan bocazas…? ¿Te encuentras bien?

–Sí, por supuesto. No es nada que no se pueda curar con un par de aspirinas y una taza de té.

Justo entonces, se oyó un estruendo.

–¡Como no bajéis el volumen, apagaré la televisión! –exclamó Fiona–. Lo siento, Tess… Mi hermana me ha dejado a las gemelas para que se las cuide, y no las podía dejar en casa. Será mejor que me las lleve.

–No tiene importancia, Fi.

–¿Seguro que estás bien? Tienes la voz tomada.

–Mi aspecto me preocupa más que mi voz. Debe de ser terrible –ironizó.

Tess se echó el pelo hacia atrás y miró su reflejo en la reluciente superficie de la tetera, para ver si estaba tan pálida y ojerosa como se había levantado. Y lo estaba.

–Qué horror –dijo–. Pensándolo bien, me tomaré esa taza de té y me iré a la cama.

–Una idea excelente. Hasta mañana, Tess.

–Hasta mañana.

 

 

Tess llenó la tetera y abrió el frigorífico para sacar un cartón de leche; pero no le quedaba, y le apetecía tanto que decidió ir a comprar. Por desgracia, la tienda más cercana estaba a doscientos metros de allí. Y eso, si atajaba por el callejón.

Como no podía salir en pijama, se detuvo un momento en la puerta y alcanzó la gabardina que se había dejado el novio de Fiona la última vez que fueron a cenar. Era un hombre delgado, pero no tardó en descubrir que la prenda le quedaba demasiado grande.

Ya se encontraba a mitad de camino cuando se acordó de las recomendaciones que le había hecho una de las agentes de policía: además de sugerirle que desactivara sus cuentas en las redes sociales, le había aconsejado que no saliera sola a la calle y que, si se veía obligada a salir, evitara los lugares oscuros y poco concurridos. Es decir, lugares como aquel.

Tess se quedó helada, súbitamente consciente de la oscuridad del callejón. Estaba haciendo lo contrario de lo que le había pedido la agente de policía.

Nerviosa, respiró hondo con intención de tranquilizarse; pero solo sirvió para que sufriera un acceso de tos, que resonó en las paredes mientras su razón le decía que diera media vuelta y huyera a toda prisa. Sin embargo, no tenía fuerzas para correr. Y, por otra parte, estaba más lejos de su casa que de la calle de la tienda, siempre bien iluminada y llena de gente.

–No te pasará nada, no te pasará nada –se repitió–. Tú no eres una víctima.

En ese momento, un hombre se detuvo en el extremo del callejón y empezó a caminar hacia ella. Tess abrió la boca para gritar, pero no pudo. Se había quedado paralizada. No podía ni respirar. Era como si tuviera un peso enorme sobre el pecho.

–Tranquila –dijo él–. Vengo a cuidar de ti, cariño.

Ella intentó gritar de nuevo. Y, esta vez, emitió algo parecido a un grito.

 

 

–No puedo decir gran cosa sin conocer más detalles sobre el estado de su hermana. Pero, por lo que me ha contado, tengo la sensación de que ese tratamiento no funcionaría.

Danilo sacudió la cabeza y suspiró sin decir nada.

–Ahora bien, si quiere que la examine… –continuó el médico–. Aunque supongo que, antes, querrá discutirlo con ella.

–¿Con quién?

–Con su hermana, naturalmente. Ha dicho que ya se ha sometido a varios tratamientos, y que ninguno ha tenido éxito.

Por alguna razón, Danilo se acordó de las palabras que le había dedicado un chico el mes anterior, después de que él intentara alejarlo de su hermana. Le había dicho que se querían, que Nat lo quería a su lado y que no tenía derecho a entrometerse en su vida.

–Mi hermana quiere caminar, doctor.

El médico asintió, se levantó y dijo, antes de marcharse:

–Estaremos en contacto.

Danilo se puso a pensar en su conversación con el chico. Nunca había tenido intención de entrometerse en la vida de Nat, salvo para conseguir que tuviera exactamente eso, una vida. Iba de cirujano en cirujano, buscando alguno que la pudiera curar. Y ni él ni ella estaban dispuestos a rendirse.

Cuando llegó a su limusina, el conductor salió del vehículo y le abrió la puerta. Pero Danilo se lo pensó mejor.

–Iré dando un paseo.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar. Estaba tan concentrado en sus pensamientos que ni siquiera notaba el granizo que había empezado a caer. Era verano, pero los veranos británicos tenían esas cosas.

Danilo estaba en Londres la noche del accidente. Se había quedado en compañía de una rubia preciosa, y no dejaba de pensar que, si él hubiera estado al volante, sus padres no habrían fallecido y su hermana no habría terminado en una silla de ruedas. Pero, en cualquier caso, se sentía culpable. Se había quedado con una mujer y, cuando la policía italiana lo localizó, Nat llevaba siete horas en un quirófano de Roma.

¿Habría cambiado algo si hubiera estado en aquel coche? ¿Habría sido capaz de impedir que se estrellaran? No lo sabría nunca, y ese era su castigo. Un castigo incomparablemente más llevadero que la desgracia de su hermana.

Cabizbajo, se preguntó si estaba haciendo bien al insistir en encontrar una cura. Nat era muy fuerte, pero se había sometido a tantos tratamientos que empezaba a perder la esperanza. Y Danilo no quería que se volviera a llevar una decepción.

Aún seguía dando vueltas al asunto cuando oyó un grito, procedente de uno de los callejones laterales. Era un grito de terror, así que corrió a la entrada y se asomó. El lugar estaba a oscuras, pero las farolas de la calle iluminaban lo suficiente como para ver que una mujer intentaba escapar de un hombre que la agarraba.

Danilo sintió una furia inmensa. No soportaba a los tipos que abusaban de los más débiles. Los había sufrido en carne propia durante su adolescencia, antes de pegar el estirón y de desarrollar la musculatura que lo puso a salvo. Y no iba a permitir que uno de esos canallas se saliera con la suya.

 

 

El hombre no vio a Danilo hasta el último segundo, cuando lo agarró del cuello y lo apartó de una joven tan bonita como pálida. Era de ojos grandes, pómulos marcados y labios pecaminosos. Le recordó un poco a Nat, aunque su parecido terminaba ahí. Su hermana le sacaba varios centímetros de altura, y era más exuberante.

–¿Qué diablos…?

La expresión de ira del acosador flaqueó significativamente cuando Danilo le pegó un puñetazo que le hizo retroceder varios metros. Por lo visto, ya no se sentía tan fuerte. Pero, a pesar de ello, intentó acercarse otra vez a la asustada Tess.

–Ha interpretado mal la situación –continuó–. Esto es un malentendido.

–Lo dudo mucho –replicó Danilo–. ¿Quiere que llame a la policía, señorita?

–Solo quiero ir a casa.

–¿Llamar a la policía? –preguntó el acosador con una carcajada–. Eso no tiene ni pies ni cabeza, amigo. Es una simple discusión de enamorados.

Tess sintió pánico. ¿Qué pasaría si su salvador creía al lunático de Ben? ¿Qué ocurriría si la dejaba a solas con él?

Por suerte, Danilo no se dejó engañar.

–Ni yo soy su amigo ni eso era una simple discusión de enamorados, como dice. Lo he visto todo. Ha intentado abusar de esta mujer.

–No he intentado abusar de nadie. Tess es mía.

Ella sacudió la cabeza y cerró los ojos, incapaz de mirar. Se acordaba del día en que uno de los novios de su madre la acorraló en la habitación, cerró la puerta y le dijo que se iban a divertir un poco. Solo tenía dieciséis años por entonces, pero no llegó a conocer su concepto de la diversión: el tipo salió huyendo a toda prisa cuando le empezó a lanzar todos sus zapatos nuevos.

–Mire, no estoy de humor para debatir con nadie –dijo Danilo–. O se va ahora mismo o continuamos esta discusión en la comisaría más cercana. Usted decide.

Tess oyó pasos que se alejaban y se concentró en el aroma del hombre que estaba a su lado, el hombre que la había sacado de una situación extraordinariamente difícil.

–Ya puede mirar. Se ha ido.

Ella abrió los ojos y miró al alto desconocido, que le habría parecido impresionante en cualquier situación.

–Le aseguro que lo besaría de buena gana. Pero no se preocupe, no lo voy a besar. Me temo que tengo la gripe –dijo.

Él sonrió, y Tess pensó que no había visto una sonrisa tan sexy en toda su vida. De hecho, era el hombre más sexy que había visto nunca. Llevaba escrito su origen mediterráneo en el negro azabache de su pelo, el tono tostado de su piel y los rasgos angulosos y bien definidos de su cara, de nariz recta y labios asombrosamente sensuales.

–Sé que no es asunto mío, pero ¿no cree que debería elegir mejor a sus novios? –preguntó él con desaprobación.

Ella lo miró con sorpresa, y Danilo se sintió tan incómodo como se sentía cuando daba consejos amorosos a Nat. Pero, a diferencia de Nat, no se burló de él ni puso en duda su experiencia en ese tipo de cuestiones, de las que sabía bastante: al fin y al cabo, había sido uno de esos hombres que ningún hermano querría para su hermana.

–No, lo ha entendido mal, no es mi novio.

Las palabras de Tess sonaron tan débiles que Danilo tuvo miedo de que perdiera el conocimiento, así que le pasó un brazo alrededor de la cintura. Y, entonces, descubrió dos cosas relevantes: que estaba temblando y que, bajo la enorme gabardina que llevaba, había un cuerpo femenino con todas las curvas que debía tener.

–No se irá a desmayar, ¿verdad?

–No –dijo ella, aún asombrada con la belleza de su salvador–. Me encuentro bien.

A Danilo no le pareció una afirmación precisamente sincera, porque estaba muy pálida. Pero se alegró de que tuviera una actitud positiva: no quería terminar con una mujer desmayada entre los brazos.

–Respire hondo. Inspire, espire…

Mientras ella intentaba tranquilizarse, él sacó el teléfono móvil y llamó a su chófer, preguntándose si aún tendría tiempo de volar a Roma.

–Ya estoy mejor –afirmó ella.

Tess lo miró a los ojos. Hasta ese momento, había pensado que los tenía de color castaño oscuro; pero eran de color negro azulado, como un cielo nocturno, con pequeñas motas plateadas que brillaban como estrellas.

–Mi coche llegará en cualquier instante. ¿Quiere que la lleve a algún sitio?

Ella sacudió la cabeza.

–No, gracias. Vivo aquí mismo, en la esquina.

En cuanto pronunció la frase, Tess se dio cuenta de que su casa no era necesariamente lo único que estaba en la esquina. Cabía la posibilidad de que Ben se hubiera escondido entre las sombras. Cabía la posibilidad de que siguiera allí. Y sintió pánico.

–Bueno, me pilla de camino –dijo él.

–¿En serio?

Tess supo que intentaba ser caballeroso, y se sintió agradecida. La idea de encontrarse otra vez con su acosador era tan inquietante que le arrancó un escalofrío.

–No se preocupe. Ya está a salvo.

La amabilidad de Danilo la puso al borde de las lágrimas.

–No sea tan bueno conmigo, por favor –le rogó–. Estoy muy alterada y, si insiste, me pondré a llorar. No suelo ser tan patética, pero…

–¿Sí?

–Ben no es mi novio. Aunque él cree que lo es.

Danilo se encogió de hombros.

–No es necesario que me dé explicaciones, señorita. No es asunto mío –declaró–. La he ayudado porque era lo correcto, y porque tengo una hermana no mucho más joven que usted. Espero que Nat no se encuentre nunca en esa situación; pero, si alguna vez se encuentra, me gustaría que le echaran una mano.

Tess volvió a respirar hondo, intentando recuperar el aplomo. Sin embargo, estaba tan tensa que, al soltar el aire, se estremeció de la cabeza a los pies. Y, por si eso fuera poco, se le escapó una solitaria lágrima.

Danilo se encontró atrapado entre la irritación y la admiración. Irritación, porque no quería que su instinto protector lo dominara y admiración, porque sus ojos le parecieron sencillamente extraordinarios. Eran de color ámbar, tirando a dorado. Y con unas largas y rizadas pestañas negras.

–Le agradezco que haya intervenido en mi defensa, pero no se preocupe por mí. Estoy bien.

Ella le lanzó una mirada tan lastimera que él se acordó de lo que había pasado cuando la golden retriever de la familia tuvo cachorros. Su padre le había prometido que podría elegir antes que nadie y, contra los consejos de todo el mundo, Danilo eligió una perrita de aspecto enfermizo que no parecía tener posibilidades de sobrevivir.

Sin embargo, su mascota sobrevivió. Y aún le demostraba su inmenso afecto y agradecimiento, aunque ya era vieja y no estaba para demasiados trotes.

–Pero si pudiera acompañarme a casa… –continuó Tess–. Siempre que no suponga una molestia, por supuesto.

Tess se estremeció de nuevo. Se sentía muy débil, y no rechazó la ayuda de Danilo cuando el le puso una mano en la espalda. Era consciente de que se estaba comportando como el tipo de mujeres que despreciaba: débiles, dóciles y siempre necesitadas de ayuda masculina. Sin embargo, se acababa de encontrar con su acosador en un callejón oscuro. Y, para empeorar las cosas, tenía la gripe.