intr59b.jpg

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Debra Webb. Todos los derechos reservados.

VERDAD ESCONDIDA, N.º 59 - julio 2017

Título original: Her Hidden Truth

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-006-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

1

 

Vincent Ferrelli rara vez buscaba problemas y, sin embargo, de algún modo, los problemas siempre acababan encontrándolo a él. Tal vez fuera por su Harley, o tal vez fuera tan sólo por su cara bonita, que, según se mirara, podía ser una bendición o un castigo de Dios. Fuera cual fuese la razón, Vince nunca se arredraba ante un desafío, ya fuera personal o profesional.

Aquellos condenados moscardones de la base de la Fuerza Aérea de Langley no sabían con quién estaban tratando. Ninguno de los tres, ni los tres juntos, para el caso, tenía posibilidad alguna de vencer a un chico italiano nacido y criado en las calles de Trenton, Nueva Jersey.

Aquellos tres se la estaban jugando, pensó Vince.

—Puede que quieras que resolvamos esto a puñetazos —sugirió el más alto de los tres, que parecía ser el jefe.

No había modo de saber su rango porque iba vestido de civil. Pero, a juzgar por su edad, veintidós o veintitrés años, y por las «alas» de las que había alardeado, quizá fuera teniente primero. Seguramente acababa de ganarse los galones y se creía el dueño del mundo. Los otros dos eran más o menos del mismo tipo. Recién salidos de los cursos de entrenamiento para pilotos de combate y listos para hacer su particular versión de Top Gun en la Fuerza Aérea.

Pero esa noche no iban a tener suerte.

—Será un placer —dijo Vince, conteniendo apenas una sonrisa mientras por sus venas corría la adrenalina.

Aquello iba a ser pan comido. Casey le echaría la bronca a la mañana siguiente, pero esa noche Vince pensaba enseñarles a aquellos tipos que no hacían falta unas alas en los galones para hacerse el duro.

En más de una ocasión se había dicho de él que era un tipo duro. Duro hasta la médula. ¿Y por qué no? Se había ganado aquella fama. Antes había sido buzo de la Marina de Estados Unidos, y ahora trabajaba como especialista en una agencia gubernamental de alto secreto.

Sí, qué demonios, era un tipo duro. Y le apetecía desfogarse un poco.

Vince siguió a los tres fuera de la discoteca Lady Liberty. La puerta sofocó al cerrarse una ráfaga de música rock que salió con ellos. El aire quieto y pegajoso parecía suspendido en la noche de julio como un trémulo espectro.

Había dos cosas con las que podía contarse en una noche de verano en Washington D.C.: la humedad sofocante y el jaleo. Aquella parte de la ciudad vibraba literalmente de noche, cobrando vida de una forma que resultaba al mismo tiempo atrayente y peligrosa. Esa noche, el aburrimiento había arrastrado a Vince a aquel tugurio. El deseo de hacer cualquier cosa que no fuera ver otro episodio de una telecomedia. El impulso de descubrir los secretos que encerraba la oscuridad.

Debería haberse quedado en casa. Si lo hubiera hecho, no estaría a punto de liarse a puñetazos con aquellos pesos pluma. No había nada que odiara más que esperar su siguiente misión.

La luz débil de las farolas apenas traspasaba la oscuridad, alumbrando lo justo para que vislumbrara la expresión facial y los gestos de sus oponentes. El aparcamiento estaba lleno de coches de clientes, pero completamente desierto de gente. Todos estaban dentro, bailando rock clásico, pidiendo copas e inflamando la tensión sexual. Nadie presenciaría el escarmiento que Vince estaba a punto de darles a aquellos caballeros recién salidos del cascarón. Lo cual seguramente le convenía.

El más grande y grueso de los tres se adelantó. Por el modo en que se desviaba su nariz hacia la izquierda, saltaba a la vista que estaba acostumbrado a las jaranas de bar.

—¿Sabes qué te digo, vejestorio? —dijo con chulería—. Para no abusar, ¿por qué no echamos tú y yo un uno contra uno?

Bueno, sí, Vince acababa de cumplir treinta años, pero eso no significaba que fuera un vejestorio, ni mucho menos. Vince se encogió de hombros. Ni siquiera se molestó en contestar al grandullón. En lugar de hacerlo, observó un momento a aquellos tres tipos repeinados y bien vestidos. Se apostaría un buen pedazo de la tarta de cerezas de su madre a que toda su ropa, hasta los calzoncillos, era de diseño y comprada en el economato de la base. Aquellos tipos estaban verdes en todos los sentidos de la expresión.

Después de darles un buen repaso, dijo Vince:

—A mí me da igual, chaval.

La furia se apoderó de la expresión del grandullón.

—Me lo voy a pasar en grande quitándote esa sonrisa de la cara —amenazó.

—Inténtalo —sugirió Vince, haciéndole señas con las dos manos para que se acercara.

Ya que estaba, lo mejor era acabar cuanto antes. Quería volver a por la cerveza que se había dejado en la barra, junto a la llamativa rubia que había plantado a aquellos moscardones para irse con él, razón por la cual se había iniciado aquella pequeña refriega. Definitivamente, Vince debería haberse quedado en casa esa noche. Había estado dándole vueltas al pasado otra vez, señal clara de que no tenía la mente muy despejada.

Antes de que el gorila hiciera su primer movimiento, un coche se detuvo detrás de Vince. Éste miró por encima del hombro mientras intentaba no perder de vista a los otros tres. Al ver una larga limusina quedó desconcertado. Luego, una de las ventanillas bajó suavemente.

Era su jefe. El director Thomas Casey.

Estupendo. Genial.

—Sube al coche —ordenó Casey, que no parecía muy contento.

—Tenemos un asunto pendiente —dijo el grandullón, impaciente y hostil—. No va a ir a ninguna parte hasta que acabemos con él.

Los tres comenzaron a acercarse. Vince estaba a punto de decirle a Casey que sólo tardaría un minuto cuando la voz de Lucas Camp lo detuvo.

—Atrás —ordenó Lucas—. Odiaría tener que usar esto.

Esperando ver a Lucas empuñando un arma, Vince miró a su supervisor, el director adjunto de la Unidad Especial de Misiones de Rescate, por encima del techo del automóvil. Para su sorpresa, Lucas sostenía un simple teléfono móvil en la mano derecha.

—Estoy seguro de que al general Fielding no le hará ninguna gracia que lo despierte a estas horas de la noche por una niñería. Y, dado que es amigo mío, estoy convencido de que no le costará ningún trabajo ocuparse de que ustedes, caballeros, sean trasladados de inmediato a Minot.

El silencio se adueñó de la noche durante unos cinco segundos.

—Hemos acabado aquí, señor —se apresuró a decir el más alto, que evidentemente no quería arriesgarse a acabar en medio de ninguna parte, en Dakota del Norte. Se puso delante del grandullón y sacudió la cabeza—. Mañana tenemos que levantarnos temprano para la instrucción.

Vince dejó escapar un suspiro de fastidio mientras los tres jóvenes regresaban al bar no sin antes lanzarle una mirada fugaz.

—Dos minutos máximo —le dijo Vince a Lucas—. Era lo único que necesitaba. No podíais esperar dos minutos.

—Sube al coche, Ferrelli —gruñó Lucas.

Vince obedeció con desgana. A medida que remitía la adrenalina se sentía más enfadado. Pero sabía que no debía insistir.

—¿Qué pasa? —preguntó en cuanto se hubo acomodado en el asiento del coche, frente a los mandamases de la Unidad Especial de Misiones de Rescate.

La limusina echó a rodar sin previo aviso. Vince tendría que volver a recoger su Harley cuando acabara aquella reunión improvisada. Se sentía excitado. Tenía que ser algo importante. Si no, no se habrían molestado en ir a buscarlo a aquellas horas.

—Tenemos una misión para ti —explicó Casey—. Tendrás que irte a primera hora de la mañana.

Como ya era prácticamente de día, Vince pensó que aquello le convenía. Al menos no se pasaría las horas muertas paseándose por su exiguo apartamento. Tenía una misión. Ya era hora.

—Estoy listo. ¿Qué he de hacer?

—Hay un agente de la CIA en peligro —le dijo Lucas—. Una mujer. Lleva un mes infiltrada en un grupo de extremistas que creen trabajar para la ASM, la Agencia para la Seguridad Mundial.

Vince frunció el entrecejo.

—¿La Agencia para la Seguridad Mundial?

—No existe —le aclaró Lucas.

Casey retomó el relato.

—La CIA lleva casi un año siguiéndole la pista a la ASM. Esa gente recluta jóvenes en todo el país para apoyar su causa, convenciéndolos de que están cumpliendo con su deber patriótico. Hasta el momento, la ASM ha conseguido dar dos golpes.

—La bomba del LAX, hace seis meses —terció Lucas— y la intentona contra el edificio de las Naciones Unidas hace dos. Captan a cuatro o cinco individuos y todos ellos mueren cuando se completa la misión, aunque no haya tenido éxito.

—¿Cómo consiguió infiltrar a alguien la CIA? —preguntó Vince.

—Hubo un tipo que sobrevivió al ataque contra la ONU —continuó Lucas—. Philip Yu. La CIA lo está ha estado vigilando desde entonces. No sabemos por qué a él se le permitió seguir con vida mientras que los otros fueron asesinados, pero fue una suerte para nosotros.

—Así que ¿la CIA ha metido a alguien dentro para acercarse a Yu? —aventuró Vince.

—Exacto. Yu reclutó a otras tres personas antes que a la agente de la CIA. Si siguen el mismo modus operandi, creemos que intentarán algo muy pronto. No tenemos mucho tiempo.

—Y vais a dejar que lleguen hasta el final con la esperanza de atrapar al cerebro de la operación —concluyó Vince por él. No era una pregunta. Parecía la clase de misión que solían asignarle.

Lucas asintió con la cabeza.

—Nunca los detendremos si no decapitamos la organización.

—Por mí, vale —Vince consideró la única cosa que no encajaba—. ¿Por qué no se encarga el FBI de esto?

—Lo estaba haciendo —dijo Casey—. Hasta que los servicios secretos identificaron a David Kovner como el cabecilla de la ASM.

—¿Un israelí?

Casey asintió con la cabeza.

—La CIA se hizo cargo del asunto desde entonces. Ese tipo no sólo es peligroso. También es un enorme estorbo para nuestros aliados, los israelíes. Quieren pararle los pies, pero necesitan nuestra ayuda para conseguirlo.

—Entonces, ¿quién soy y adónde tengo que ir?

Lucas y Casey intercambiaron una mirada. Vince sintió una leve tensión en el estómago que rápidamente se extendió por su espalda, hasta los hombros. No le gustaba aquella mirada. Sólo podía significar que habría complicaciones desde el principio. En aquel negocio, empezar con mal pie o dar un paso en falso podía ser fatal.

—Port Charlotte, Virginia —dijo Lucas en respuesta a su segunda pregunta—. Es una ciudad universitaria situada junto a la Autopista 1, entre Woodbridge y Fredericksburg. Yu y su equipo tienen allí una casa alquilada. Tres del grupo están matriculados en la universidad. En su tiempo libre se han estado ejercitando en los rudimentos de la demolición controlada. Sabemos cómo recibe Yu las órdenes. Sólo queremos atrapar a Kovner con las manos en la masa. Es preciso demostrar su relación con la ASM.

Vince era un buen experto en misiones de rescate, pero no el mejor. Tenía que haber alguna otra razón que explicara su elección. Las siguientes palabras del director lo convencieron de que tenía la pregunta escrita en la cara.

—Te hemos elegido para esta misión —dijo Casey—porque, en el caso de que las cosas se pongan feas, necesitaremos a alguien que hable varias lenguas, y que cuente además con una tapadera perfecta.

Vince hablaba con fluidez siete idiomas. Pero sabía que ésa no era la razón de que lo hubieran elegido a él. Todos los especialistas eran políglotas. La tensión que irradiaba entre los dos hombres era demasiado intensa para que las cosas fueran tan sencillas.

—La agente de la CIA involucrada en la misión es la primera a la que se le ha realizado experimentalmente un implante de memoria artificial —prosiguió Lucas—. El propósito del implante es proteger al agente en caso de que peligre su tapadera. Cuando el implante se activa, la memoria personal del agente queda suspendida temporalmente y es reemplazada por la falsa identidad codificada en el implante. Nada, ni drogas ni tortura, inducirá al agente a confesar, dado que él o ella asume por completo su identidad falsa.

—Eso sí que es nuevo —Vince conocía la reputación de los proyectos experimentales de la CIA—. Así que, si el implante se activa, ¿la CIA sabe que la agente está en peligro? —Vince sabía también que los agentes de la CIA eran sometidos a un seguimiento exhaustivo.

Lucas asintió con la cabeza.

—Dado que ésta es la primera vez que logran infiltrarse en la presunta Agencia para la Seguridad Mundial, no quieren perder a su agente. Quieren que se complete la misión, si es posible salvarla. Pero, si no, nuestro trabajo consiste en poner a la agente a salvo. Si todo va bien, el implante sólo funcionará temporalmente. Nos queda muy poco tiempo.

Vince asintió con la cabeza.

—Parece bastante fácil. Habladme de la agente.

—Es Katrina Moore. Edad: veintisiete —Lucas resumió los datos—. Está en la CIA desde que, hace cuatro años, fue rechazada por el Cuerpo de Buzos de la Marina.

Kat. Vince sintió un extraño silencio en su interior cuando los recuerdos de cuatro años atrás se apoderaron de él como una oleada. Se sentía dividido entre emociones en conflicto que reavivaban sus remordimientos.

—¿La conoces? —preguntó Casey, advirtiendo la expresión perpleja de Vince, o sabiéndolo quizá desde el principio. Pero eso era imposible. Nadie sabía que…

Reacio a hablar de un asunto tan íntimo, Vince asintió con la cabeza.

—Sí, un poco. Fui instructor suyo en el GDS.

Ambos hombres sabían que el GDS, el Grupo de Demoliciones Subacuáticas del Cuerpo de Buzos del Ejercito, era la unidad más rigurosa de la Marina en lo que se refería a pruebas de acceso y entrenamiento.

—Ella suspendió —comentó Lucas.

No, «suspender» no era la palabra adecuada. A Kat la habían echado sin contemplaciones. La élite de los buzos del Ejército no quería mujeres en sus filas. Daba igual que Kat fuera buenísima. Era tan eficiente como cualquier hombre, mejor que muchos incluso, pero eso no cambiaba nada. Los peces gordos se habían inventado una excusa verosímil para rechazar su solicitud de ingreso, y dicho y hecho. Ella se había sentido traicionada al no pasar el corte.

Se había sentido traicionada por Vince.

Y con toda razón. Aunque el voto de Vince por sí solo no habría podido cambiar las cosas, él se había limitado a seguir sin rechistar aquellas normas implícitas y anticuadas. Había votado contra Kat, a pesar de sus convicciones. Y a pesar de lo que había entre ellos.

—Sí, suspendió —dijo—. Pero no porque no fuera buena —aclaró rápidamente—. Era una mujer. Ésa fue la única razón.

—¿Crees que te guarda rencor por eso? —preguntó Casey.

—No sólo —reconoció él al cabo de un momento de tensión—. Ella sabe que no fue únicamente decisión mía —miró a Casey directamente a los ojos—. Pero tiene razones mucho más personales para guardarme rencor.

Lucas se echó a reír, aunque no parecía divertido.

—¿Tuvisteis un lío durante el curso de entrenamiento y tú la traicionaste? —sacudió la cabeza—. Hijo, ¿no has oído nunca el término «confraternizar»? Podían haberte colgado por eso. Esa chica podía haber arruinado tu carrera.

Pero no lo había hecho. La cruda realidad se hundió hasta los huesos de Vince. Kat podía haberse tomado la revancha. Lo que él había hecho estaba mal en más de un sentido. Se había envilecido, aunque nadie más lo supiera. Se había permitido una debilidad. Por esa razón había dejado aquel trabajo que tanto esfuerzo le había costado conseguir. Porque ya no era digno de él.

Un año después, Lucas Camp había llamado a su puerta para ofrecerle un modo de redimirse profesionalmente. Pero, en lo tocante a Kat, nada había conseguido aliviar su conciencia. Aquello no había modo de arreglarlo.

Hasta ahora, quizá.

—Así es —dijo secamente—. Yo la fastidié, y mucho, y ella me odia —tragó saliva con dificultad. Aquellos fantasmas lo perseguían, le causaban más remordimientos que cualquier fracaso profesional—. No puedo reprochárselo, pero lo hecho, hecho está. Ahora ya no puedo dar marcha atrás. Y no hizo falta que ella arruinara mi carrera. Cometí un error imperdonable. Por eso renuncié.

—De modo que los motivos personales que adujiste para abandonar tu carrera militar eran mucho más íntimos de lo que nos hiciste creer. Parece que esto va a ponerse interesante —dijo Lucas mientras hojeaba lo que parecía ser el currículum de Kat.

—Tal vez sea mejor que escojáis a otro para esta misión —sugirió Vince, crispado—. No es que no quiera hacerlo, pero puede que Kat, es decir, la señorita Moore, se muestre más receptiva tratándose de otra persona. En realidad, mi presencia podría ponerla en mayor peligro. Y no me gustaría que eso pasara.

No haría nada que pudiera perjudicar a Kat. Ni pensarlo.

—Eso es imposible —dijo Lucas sucintamente.

La tensión en las entrañas de Vince se hizo más intensa.

—¿Por qué? —preguntó con aspereza—. Mandarme a mí podría ser un grave error.

—El implante tiene, por decirlo de algún modo, una salida de emergencia —explicó Lucas secamente—. Para este tipo de situaciones. A fin de facilitar el rescate de la agente, el implante fue diseñado con lo que la CIA llama «la opción Romeo». Lo único que tienes que hacer es pronunciar la contraseña y Katrina te reconocerá al instante como a un ex novio del que todavía está enamorada.

Vince extendió ambas manos en un gesto de rechazo.

—Esperad un momento —bajó las manos y exhaló un profundo suspiro—. Os estoy diciendo que esa mujer me odia. No creo que ningún implante vaya a cambiar una emoción tan arraigada. En cuanto vea mi cara, la misión se irá al infierno.

Lucas le lanzó una mirada expeditiva.

—Puede que te odie, en efecto. Pero eso no importa, Ferrelli. El caso es que te utilizó a ti para su perfil de Romeo. Tú eres el único que puede cumplir esta misión. Si Katrina Moore estaba dispuesta a poner su vida en tus manos, ¿quién va a discutírselo? —Vince se quedó pasmado. Lucas se inclinó hacia delante ligeramente—. Te describió hasta el último detalle —alzó una ceja, escéptico—. Aunque creo que tal vez le falló un poco la memoria en ciertos aspectos.

A Vince aquello no le hizo ninguna gracia. Su preocupación por la seguridad de Kat aumentaba al mismo tiempo que su temor, pero no hizo ni una sola pregunta mientras Lucas le resumía el resto de los pormenores de la misión. Todo aquello le parecía un sueño. No necesariamente un mal sueño, pero sí uno bastante inquietante.

Venganza, decidió. No podía ser otra cosa. Aquélla era la ocasión perfecta para que Kat se las hiciera pagar todas juntas. Una parte de él quería convencerse de lo contrario, pero sabía que se equivocaba. Le había hecho demasiado daño a aquella mujer. Nunca olvidaría la expresión de los grandes ojos verdes de Kat cuando se enteró de que la habían suspendido sin razón aparente.

Vince no había vuelto a verla desde entonces. Pero pensaba en ella de vez en cuando… o más bien siempre.

Llevaba cuatro años pensando en ella cada día, pero había dejado de intentar seguirle el rastro al enterarse de que había ingresado en la CIA.

De un modo o de otro, esta vez no le fallaría.

 

 

Casi una hora después, la limusina se detuvo junto a la Harley de Vince en el aparcamiento de la discoteca Lady Liberty. El local seguía lleno, el aparcamiento estaba a rebosar y la música retumbaba a todo volumen, traspasando las finas paredes exteriores del edificio. Vince se preguntó vagamente si la rubia se habría reconciliado con los moscardones.

Durante los cincuenta minutos anteriores, habían hecho un repaso pormenorizado de todos los miembros de la célula en la que se había infiltrado Kat. Vince tenía ya una clara idea de quién era cada cuál. Sólo había uno, Philip Yu, que lo preocupaba.

—¿Alguna pregunta? —dijo Lucas, observando atentamente a Vince.

Lucas era muy listo y calaba enseguida a la gente. Era consciente de que aquella misión le planteaba serios problemas a Vince, pero sabía también que éste cumpliría con su deber.

Recuperar a Kat era el objetivo principal de la misión. Sin embargo, y a pesar de que técnicamente la meta era salvar la misión, para Vince aquello era algo personal. Hasta Casey tenía que darse cuenta. No podían esperar otra cosa, dadas las circunstancias. Casey no precisaba decirlo, y no lo haría. Thomas Casey era hombre de pocas palabras. Nadie lo conocía en realidad, salvo Lucas, quizá.

—Creo que lo he entendido —Vince extendió la mano hacia el manillar de la puerta. Haría el equipaje y se pondría en camino antes del amanecer. Quería asegurarse lo antes posible de que Kat estaba a salvo.

—No intentes contactar con ella hasta que esté sola —dijo Casey—. No hay modo de saber cuál es su estado actual. Puede que haya llegado a creerse que es el enemigo al que debía espiar. Eso, en el mejor de los casos —continuó ásperamente—. Si el implante no ha funcionado bien y la contraseña no produce la reacción esperada, puede que te veas en serio peligro.

Vince miró aquellos intensos ojos azules.

—No me acercaré a ella mientras esté con los otros, a no ser que no me quede más remedio.

Casey agachó la cabeza, asintiendo.

—Si es demasiado arriesgado, retírate. Enviaremos a un equipo. A la CIA no le hará ninguna gracia, pero tendrán que aguantarse.

—Sí, señor —Vince saludó a Lucas inclinando la cabeza y salió del vehículo. Antes de darse la vuelta llamó a la ventanilla cerrada y esperó a que bajara dejando al descubierto la cara expectante de Lucas—. ¿Quién va a cubrirme las espaldas esta vez? —preguntó.

—Callahan.

Perfecto. Blue Callahan era el mejor francotirador del equipo… aunque fuera una chica. Vince no pudo evitar sonreír ante la ironía de la situación.

—Estupendo —le dijo a Lucas.

—Me alegro de que apruebes la elección —Lucas empezó a subir la ventanilla, pero vaciló—. Aunque, de todos modos, hubiera dado igual —añadió maliciosamente antes de acabar de subir el cristal tintado.

Vince vio desaparecer la limusina calle abajo. Resultaba fácil trabajar para Lucas Camp. Era un tipo franco y sincero. El director, en cambio, era otra historia. Vince nunca entendería a Thomas Casey. Justo cuando creía haberlo calado, Casey iba y decía algo totalmente inesperado. Como si realmente le importara la gente que trabajaba para él.

Tal vez así fuera. Claro que quizá sólo quería salvar la cara delante de los peces gordos de la CIA, que seguramente lo estaban controlando de cerca en esa misión.

Vince sacudió la cabeza y se montó en su Harley. Insertó la llave y la giró. El motor cobró vida, rugiendo. Vince podía pasarse la vida entera observando a un tipo como Casey sin llegar a entenderlo. Pero en ese momento tenía algo mucho más importante que hacer.

Tenía que acercarse a Kat. Tenía que mantenerla a salvo, aunque ella no quisiera.

Si Kat lo aceptaba, sólo sería por causa del implante, se dijo. Lo más probable era que la verdadera Kat se hubiera olvidado de él hacía siglos.

Vince arrancó y se dirigió hacia la calle. Tal vez Kat lo hubiera olvidado, pero él nunca podría borrarla a ella de su memoria.

2

 

El dolor de cabeza había empeorado.

Kat cerró los ojos con fuerza e intentó ahuyentar el dolor, pero no se iba. No recordaba cuándo había empezado. ¿Hacía dos días? ¿Una semana? Cada vez era peor. Los accesos eran cada vez más frecuentes. Y más intensos.

Se obligó a abrir los ojos y miró su reflejo en el espejo del cuarto de baño. Las aspirinas no le hacían nada. Nada la aliviaba. Dejó escapar un lento y largo suspiro. Debía rehacerse. Tenía que estar lista para actuar tres minutos después.

Se mojó la cara con agua fría, confiando en despejar el aturdimiento que acompañaba al persistente martilleo de su cerebro. Pero aquel intento también fue en vano. Buscó a tientas una toalla de papel. El contenedor estaba vacío. Kat masculló su taco preferido y se secó la cara lo mejor que pudo con el dorso de las manos. Eso era lo malo de los aseos públicos. Nunca podía contarse con el papel necesario para acabar la tarea.

Giró la cabeza de un lado a otro para inspeccionar el recogido recién hecho, agarró un rizo rojo que se le había escapado, se lo puso detrás de la oreja y se pasó las palmas húmedas por el pelo. Se miró un momento más de lo necesario. Algo en la persona que le devolvía la miraba no acababa de encajar, pero Kat no alcanzaba a saber por qué.

Se encogió de hombros. De todos modos, tampoco podía hacer nada al respecto. Se miró otra vez y, dándose por satisfecha, se puso las grandes gafas de montura negra que formaban parte de su disfraz. Se pasó una mano por la chaqueta del traje gris y se sintió reconfortada al notar un pequeño abultamiento en la cinturilla de su falda, sólo disponible en caso de emergencia. Ella prefería una nueve milímetros, pero la calibre 38 era más fácil de esconder.

Ese día no debía morir nadie. Aun así, no pensaba meterse allí indefensa, por si las cosas se ponían feas en el último momento. Y eso podía ocurrir. Otra de esas cosas que sabía sin comprender por qué.

Inhaló, exhaló un suspiro profundo, recogió su maletín de cuero marrón y salió del aseo de señoras.

Dos minutos y contando.

A las doce y cuarto, Union Station estaba abarrotada. Esa mañana, al llegar a la famosa estación de tren de Washington D.C., había tenido tiempo de fijarse en la fachada neoclásica. Dentro del vestíbulo de suelos de mármol había sentido el retumbar sordo de los trenes. Era todo tan familiar, tan reconfortante… Se sentía en casa, a pesar de que ignoraba el porqué. ¿Había vivido cerca de allí en el pasado? ¿Había frecuentado la estación en otro tiempo? Sacudió la cabeza. Estaba comportándose como una idiota. Una persona recordaba los sitios donde había vivido. Paranoia, eso era todo. Se estaba volviendo paranoica.

El sonido de los altavoces anunciando la inminente salida de un tren hizo que se concentrara de nuevo en su tarea. Una parte de su ser que no comprendía y que era puro instinto de supervivencia mantenía el dolor a raya mientras procuraba concentrarse. Se abrió paso entre el gentío que iba y venía en dirección al ascensor de bajada.

Aunque no recordaba cuándo en concreto, había hecho aquello otras veces, durante años. Estaba tan segura de ello como de su nombre, pero no sabía exactamente por qué. Sabía perfectamente cómo se seguía a un objetivo humano. Lo había hecho un millón de veces. Pero ignoraba la razón. Sencillamente, era como una segunda naturaleza.

Cielos, ¿qué le pasaba últimamente? Sabía quién era y lo que era. Y, sin embargo, nada acababa de encajar. Era como si un muro de ladrillo se interpusiera entre ella y las respuestas que ansiaba desesperadamente. Era extraño. Muy extraño.

Pero no podía pararse a pensar en ello en ese momento. No podía permitir que sus compañeros advirtieran la lucha que tenía lugar dentro de ella. Había muchos que la querían fuera del grupo. Y, por desgracia, «fuera» significaba «muerta».

Su objetivo se dirigió al andén donde pensaba tomar el tren hacia la Penn Station de Nueva York. Kat se acercó a él. Una vez en Manhattan, aquel hombre se reuniría con sus superiores en las nuevas oficinas de la CIA. Llevaba en el maletín documentos que confundirían a quienes los leyeran y harían que una misión muy importante en proceso de desarrollo les estallara en las narices.

Kat tenía que impedir que eso sucediera. Ella era de los buenos. Se contaba entre los salvadores invisibles de su país. En todos los países los había, todos ellos al servicio de la Agencia para la Seguridad Mundial.

Los salvadores del mundo.

Kat frunció el ceño al sentir que algo en su interior se removía, inquietándola. Como todo lo demás, no podía ponerle nombre, ni comprenderlo.

El hombre del traje azul a rayas, que estaba solamente a unos pasos de Kat, también era de los buenos. Pero ignoraba que su ayudante era un topo de uno de los archienemigos de la CIA. Kat debía interceptar los documentos secretos que aquel hombre llevaba en el maletín, evitando así la catástrofe inminente sin derramamiento de sangre, ni violencia. Antes de que el topo pudiera hacer un segundo intento, sería desenmascarado y quitado de en medio.

El maletín que llevaba Kat era una réplica exacta del que llevaba su objetivo. Caro y elegante. Como el traje de mil dólares que lucía él. Kat observó los gestos del hombre. Era seguro de sí mismo, impaciente. Tenía prisa por llegar a su destino y acabar cuanto antes. El fracaso sería un duro golpe no sólo para sus superiores, sino también para él. Pero él lo superaría. Al final, acabaría considerando aquel día como un simple bache en su carrera.

Kat tenía solamente noventa segundos para hacer el cambio antes de que él tomara el tren que llegaba.

Una chirriante ráfaga de aire que pareció llenar la zona de espera anunció la llegada del tren, que frenó hasta detenerse junto al andén. Unos segundos después, los viajeros que esperaban podrían subir a los vagones.

Kat debía actuar de inmediato. Dándose ánimos, apretó el paso. Chocó de lleno contra el objetivo. Él retrocedió varios pasos. El maletín que llevaba en la mano cayó al suelo. Kat soltó el suyo y se agarró al hombre para recuperar el equilibrio.

—¡Oh, lo siento mucho! —exclamó.

Él extendió el brazo para sujetarla y preguntó al mismo tiempo:

—¿Se encuentra bien?

Kat sonrió amablemente, haciendo el papel de la pasajera apresurada.