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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

PASIÓN PELIGROSA, N.º 61 - agosto 2017

Título original: Secret Sanctuary

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2002.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-007-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

El cielo había estado despejado todo el día. Pero, a medida que caía la tarde, llegaron desde la costa grandes nubes de tormenta que ocultaron la luz de la luna y extendieron sus sombras amenazadoras sobre un paisaje inhóspito e inquietante. También se había levantado el viento, que arrastraba las hojas caídas sobre el cementerio.

Elizabeth Douglas sintió un escalofrío. Había algo extraño en el aire, algo diabólico. Miró la esfera luminosa de su reloj. Era casi medianoche. La hora en que los espíritus salían de sus refugios…

Acurrucada al lado de sus amigas junto a la tapia del cementerio observaron las extrañas formas de las lápidas y los mausoleos, en un estado de extrema agitación. Recortadas contra la oscuridad de la noche se erigían las figuras esculpidas en bronce de los ángeles custodios, las cabezas bajas y las alas recogidas, centinelas celestiales tan fríos y callados como las tumbas que vigilaban.

Elizabeth no quería estar allí. Hubiera preferido encontrarse en cualquier otro sitio. La idea de pasar la noche en el Cementerio de St. John formaba parte de las pruebas de iniciación para entrar en la fraternidad. Pero, además de tratarse de una auténtica locura, iba contra las reglas. Se meterían en un buen lío si la escuela se enteraba de lo que estaban haciendo.

—¿Crees que veremos al fantasma de Leary esta noche? —preguntó Claire Cavendish con voz trémula.

Era una chica muy pálida, delgada y estaba todavía más asustada que Elizabeth ante la noche que se avecinaba. Un golpe de viento agitó las grandes puertas de hierro forjado. El sonido metálico, sordo y carente de eco hizo que Claire diera un brinco.

—Dicen que aparece cada cinco años —añadió.

—¡Vamos, por favor! —se burló Kat Ridgemont—. No creerás en serio todas esas historias de brujas y fantasmas, ¿verdad? No es más que una invención para atraer a los turistas. No hay nada de cierto en todo eso.

—¿Y qué me dices de esas mujeres que murieron asesinadas en Moriah’ s Landing hace quince años? —indicó Claire en tono desafiante—. ¿También se inventaron eso?

—¡Claire! —le reprendió en voz baja Brie Dudley.

—¡Oh, Dios mío, Kat! —Claire se llevó la mano a la boca—. Lo siento mucho. Lo había olvidado.

—No te preocupes —Kat le quitó importancia—. Yo misma lo olvido algunas veces.

Pero Elizabeth no creía que eso fuera verdad. La madre de Kat había sido la primera víctima de un asesino en serie que había aterrorizado a la población de Moriah’ s Landing quince años atrás. Antes de que su reino de terror finalizara, el asesino había acabado con la vida de tres mujeres más. Elizabeth sabía que, aunque Kat fingiera indiferencia, la obsesionaba el recuerdo de la muerte de su madre. Los asesinatos todavía angustiaban al pueblo porque el asesino nunca había sido detenido.

Elizabeth sintió cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Deseaba creer con todas sus fuerzas que no tenían nada que temer, ni por parte del asesino ni por parte del espíritu de Leary, pero no lograba librarse de la congoja que la atenazaba.

A sus quince años, era la más pequeña del grupo. El resto de las chicas ya habían cumplido los dieciocho y Elizabeth era consciente en todo momento de la diferencia de edad. No tenía intención de ser la primera en proponer que dieran media vuelta.

—¿Elizabeth?

Parpadeó al recibir el haz de luz de una linterna sobre los ojos.

—¿Estás bien? —preguntó Brie con cierta preocupación—. Estás más callada que un muerto. No has dicho una palabra desde que hemos llegado.

—Solo estaba pensando —contestó Elizabeth.

—¿Pensabas en McFarland Leary? —la atormentó Kat, que la miraba por encima del hombro.

—¿Y en quién si no? —replicó en un tono ligeramente defensivo.

—Tú también crees en los fantasmas, ¿verdad? —le susurró al oído Claire.

Elizabeth tenía muchas dudas. No estaba muy segura de sus propias creencias. Pero tenía la absoluta certeza de que ocurrían cosas en el mundo que no tenían explicación.

—¡Mirad! —dijo Tasha Pierce en un susurro ahogado—. ¡Ahí está!

Tasha y Kat iban a la cabeza del grupo. Se pararon en seco y Tasha iluminó con su linterna la tumba de Leary. El paso del tiempo y el clima habían limado la superficie de la lápida. Apenas se apreciaba la huella de las letras talladas sobre la piedra, pero todas sabían que se trataba de la tumba de Leary.

Los rayos centelleaban sobre sus cabezas y el viento racheado barría el cementerio. Tasha, con las manos temblorosas, se recogió la melena rubia con una pinza.

—Será mejor que nos pongamos manos a la obra antes de que estalle la tormenta —dijo.

Las chicas se arrodillaron y formaron un círculo alrededor de la lápida. Tasha colocó su linterna en el centro. Después sacó una caja de madera de su mochila y la sostuvo en alto sobre la luz.

—Dentro de esta caja hay cinco rollos de papel —entonó solemnemente elevando su voz sobre el viento—. Todos están en blanco excepto uno. Quien elija la imagen de McFarland Leary deberá entrar en el mausoleo encantado. Sola.

Elizabeth era la última y no tuvo elección. El resto había aguardado por ella y ahora todas se disponían a desenrollar los rollos de papel que habían seleccionado.

A su lado, Claire lanzó aullido de terror. Sostuvo en alto la tira de papel frente al resto de las chicas para que todas pudieran ver el grabado de McFarland Leary.

De todas ellas, Claire era la que estaba menos preparada para entrar sola en la cripta embrujada. Era la más sensible y la más asustadiza.

—Yo iré en tu lugar, Claire —se ofreció Elizabeth haciendo acopio de todo su valor.

—No —intervino Brie—. Eres la más joven, Elizabeth. No voy a permitir que vayas sola a ninguna parte. Iré yo.

—Yo lo haré —apuntó Tasha, que arrugó su papel y lo guardó en el bolsillo—. Este cementerio está habitado por todos mis antepasados. Ellos me protegerán.

—Ninguna de nosotras irá —dijo Kat, cerró la caja de madera y miró al resto de las chicas. El viento le azotaba el rostro y le apartaba el pelo negro de la cara hasta conferirle un aspecto sobrenatural—. No pueden obligarnos a hacerlo. Las novatadas son propias de la Edad Media.

Hubo murmullos de asentimiento entre las chicas, pero Claire sacudió la cabeza y se puso en pie.

—No se trata realmente de una novatada. Al menos, no en el mal sentido. Es una tradición. Además, no quiero que nos expulsen de la fraternidad por mi culpa.

—¿Y a quién demonios le importa…? —apuntó Kat con enojo.

—A mí —afirmó Claire en voz baja—. Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo. Estaré bien.

Ignorando las quejas del grupo, Claire tomó su linterna y avanzó hacia el viejo mausoleo. Cada vez que un rayo iluminaba el cielo Elizabeth podía ver el perfil de una cruz rota recortado contra un cielo de tormenta.

Lentamente, Claire subió los escalones de piedra, empujó la puerta y, tras girarse una sola vez hacia el grupo, se adentró en la oscuridad. Por un momento, sus amigas pudieron seguir con la mirada el haz de luz de la linterna rebotado contra las paredes. Pero, de súbito, la puerta se cerró a su espalda con un chasquido.

—Voy a ir a buscarla —dijo Kat.

Hizo intención de levantarse, pero Tasha la sujetó de la mano.

—No, espera. Quizá sea algo que realmente quiera hacer por sí misma. Además, estaremos aquí por si nos necesita.

—Entonces tenemos que llevar a cabo nuestra parte —señaló Brie—. ¿Estamos todas de acuerdo?

—De acuerdo —susurró Elizabeth.

Pero se sentía culpable porque, si bien estaba muy asustada por Claire, también se sentía muy aliviada por no encontrarse en su lugar.

—Una vez que juntemos nuestras manos, el círculo no debe romperse —advirtió Tasha—. Ni física ni mentalmente.

Elizabeth cerró los ojos con fuerza mientras las chicas se daban las manos y cerraban el círculo. Dispuestas de ese modo convocaron a las fuerzas de la Naturaleza para que protegieran a Claire del espíritu de McFarland Leary o de cualquier criatura maligna que vagara por la noche.

Pero, durante una fracción de segundo, la mente de Elizabeth rompió la promesa y acudió a su mente la imagen de Cullen Ryan, un chico del que había estado enamorada durante años. Debido a sus problemas con la justicia, había dejado la escuela el año anterior y había abandonado el pueblo en medio de la noche. Elizabeth no tenía la menor idea de adónde habría ido ni si lo volvería a ver. Pero rezó para que, allá donde estuviera, también se encontrara a salvo.

Y en el instante preciso en que su concentración se había debilitado y el círculo se había roto, un trueno estalló sobre sus cabezas y un grito rasgó la noche.

¡Claire!

Las chicas se levantaron atropelladamente y corrieron hacia la cripta. La puerta parecía atrancada, pero Kat consiguió abrirla de un empujón. La luz de su linterna alejó las sombras y despidió destellos de las telarañas, suspendidas sobre el techo. El olor a muerte y decadencia impregnaba el aire, pero no había señal de Claire.

El corazón de Elizabeth empezó a latir con fuerza, presa de una terrible sospecha. Sabía lo que había ocurrido. El círculo protector se había roto cuando ella había pensado en Cullen. Ella había abierto la puerta al Mal y ahora Claire había desaparecido.

Y ella había tenido la culpa.

Uno

 

Cinco años después…

 

Elizabeth aguzó la vista a través del parabrisas salpicado de una intensa lluvia para adivinar el trazado de la carretera llena de curvas mientras conducía hacia la mansión iluminada. En pleno mes de febrero, las ramas desnudas de los robles se cernían sobre la estrecha calzada hasta entrecruzarse y formar una suerte de armadura natural que apenas permitía el paso de la luz. Era noche cerrada.

La finca de la familia Pierce, que constaba de más de cien acres de tierra y que permanecía oculta a los curiosos gracias a un muro de piedra cubierto de hiedra de más de dos metros y medio y una hilera de encinas, era una obra maestra de diseño y privacidad. El centro neurálgico era una espléndida mansión de estilo colonial, propiedad de William y Maureen Pierce, que eran los ciudadanos más destacados de la ciudad.

Un antepasado de la familia Pierce había fundado Moriah’s Landing en 1652 y sus descendientes habían vivido allí desde entonces. La familia mantenía una presencia activa en varios frentes, en especial en la política y las ciencias. Los rumores señalaban que el baile de disfraces que ofrecía el matrimonio Pierce en su lujosa mansión esa noche no respondía tan solo al hecho de continuar la tradición iniciada en Año Nuevo para conmemorar el trescientos cincuenta aniversario de la fundación de la ciudad, sino también para ayudar financieramente a la primera campaña política de su primogénito.

A Elizabeth le gustaba Drew Pierce y estaba convencida de que sería un buen alcalde, sobre todo si pensaba en lo poco que le importaba Frederick Thane, que ocupaba el cargo por el momento. Pero a pesar de los chismorreos que circulaban entre los asistentes, Elizabeth no estaba demasiado emocionada con el baile. Nunca se había sentido muy a gusto en esa clase de acontecimientos y un baile de máscaras era algo que le resultaba bastante ajeno. Pero había decidido que disfrazarse y aparentar ser otra persona distinta a ella podría no ser tan malo. Una aristócrata del siglo XVII, vestida con un deslumbrante vestido dorado y un atrevido escote, tal vez sabría cómo manejar la situación y aprovechar sus oportunidades, si se presentaba alguna. Algo que nunca habría podido acometer Elizabeth Douglas. Se miró el escote, desconcertada por la amplitud del mismo, y suspiró.

Un relámpago repentino la cegó por un momento y redujo la marcha de su coche. Nubes negras y plomizas ensombrecían la línea del horizonte y podía escucharse, por encima del ruido del motor, el terrible sonido de los truenos.

A última hora de la tarde, cuando las primeras gotas golpearon el techo de su acogedor chalé, había abierto a la ventana comprendiendo, mientras un escalofrío recorría su cuerpo, que esa noche habría tormenta. Siempre estallaba una tormenta en Moriah’s Landing en los momentos más trascendentales. Así había ocurrido, tal y como le habían contado, veinte años atrás la noche en que asesinaron a la madre de Kat Ridgemont. Y así también había ocurrido quince años después la noche en que Claire Cavendish desapareció dentro de la cripta embrujada.

Encontraron a Claire vagando por el cementerio al cabo de varios días. Tenía el cuerpo magullado y estaba tan trastornada que se mostró incapaz de relatar lo sucedido. Fue internada en un hospital psiquiátrico, ciento cincuenta kilómetros al oeste de Moriah’s Landing. Cada vez que Elizabeth había acudido a visitarla su sentido de la culpabilidad se había agudizado.

Sabía que ese comportamiento no era racional. Ella no habría podido hacer nada para salvar a Claire aquella noche. Ni ella ni el resto de las chicas habían visto quién se había llevado a Claire. Hasta ese día, las autoridades no habían podido desentrañar el misterio. Nadie comprendía cómo el asaltante había logrado entrar en el mausoleo, reducir a Claire y llevársela sin ser visto. Al principio, las chicas habían resultado sospechosas. La ceremonia de iniciación para entrar en la fraternidad podría haber derivado en algo terrible. Pero todas se habían mostrado tan destrozadas, tan aterrorizadas, que la policía había terminado por aceptar su versión.

La sola idea de que cualquiera de ellas hubiera podido hacer algo semejante a la pobre Claire era sencillamente…

El coche tomó una curva cerrada a la derecha y, por un momento, Elizabeth se situó en dirección este. En la distancia atisbó The Bluffs, un castillo de piedra sobre un acantilado muy escarpado que terminaba en el mar. Fue en aquel lugar, sobre las rocas abruptas que rodeaban el castillo, donde Tasha Pierce había encontrado su fatal destino, apenas un mes después de que hubiera aparecido Claire. También había ocurrido en una noche tormentosa.

Primero había sido Claire y después Tasha.

Tan solo quedaban tres con vida. Kat, Brie y ella. Y la pobre Brie no había gozado de una vida especialmente dichosa. Había tenido que abandonar la universidad después de quedarse embarazada. Y desde entonces había luchado a brazo partido para sacar adelante a su hijo, que nunca había conocido a su padre, y cuidar de su madre enferma. Elizabeth frunció el ceño. A veces no podía evitar pensar que aquella noche había desatado algo terrible, un poder maligno. Y a veces se preguntaba si ella y Kat no serían las siguientes en la lista.

Pero entonces pensó que Kat ya había sufrido. Su madre había sido asesinada cuando ella tenía tan solo tres años y nunca habían detenido al responsable. Eso dejaba a Elizabeth como única víctima posible.

Los rayos resplandecieron sobre el cielo negro y, por un segundo, la silueta del castillo se recortó contra la noche oscura. Se encontraba a varios kilómetros de distancia, pero Elizabeth habría jurado que había visto una figura acechante sobre una de las torres. Estremecida, pensó en David Bryson. El hombre que quizá había asesinado a su amiga Tasha.

Detuvo el coche frente a la mansión de los Pierce y esperó a que dos sirvientes acudieran a su encuentro. Uno de ellos llevaba un paraguas para protegerla de la lluvia mientras bajaba del coche. El otro subió al asiento del conductor para aparcarle su nuevo y flamante Audi. Elizabeth hizo una mueca de disgusto al escuchar el chirrido de las ruedas contra el pavimento mojado, pero no se volvió. Al contrario, se envolvió en su chal de terciopelo y subió los escalones de granito. Las enormes puertas de madera de roble se abrieron a su paso y Elizabeth hizo su entrada en el vestíbulo. Alguien le quitó el chal de los hombros a la entrada. Elizabeth se tomó un momento para arreglar los pliegues dorados de su vestido. Al levantar la vista se quedó sin aire.

Había estado en la mansión en el pasado, antes de la muerte de Tasha. Elizabeth había olvidado la elegancia y la opulencia del lugar.

Unos escalones de mármol con incrustaciones daban paso a un inmenso vestíbulo, a un nivel más bajo que la entrada, presidido por un suelo de tablero de ajedrez. Justo al otro lado, una magnífica escalera conducía al piso superior y estaba coronada por una inmensa vidriera que, durante el día, filtraría los rayos del sol. Esa noche, sin embargo, solo se escuchaba el golpeo constante de la lluvia contra el cristal. Bajo la vidriera, la escalera se dividía en dos brazos que desembocaban en una amplia galería, profusamente iluminada con candelabros de pared y lámparas de araña.

A la izquierda del vestíbulo otra puerta de doble hoja se abría al salón de baile. Elizabeth echó un vistazo. Apreció el murmullo del roce de los vestidos mientras los cuerpos livianos giraban en el aire igual que si estuvieran flotando. Elizabeth tuvo la impresión de adentrarse en otra época. Las mujeres lucían joyas y vestidos de seda sacados de otra época, de otro siglo. Y los hombres estaban engalanados de las más variadas formas, desde los uniformes militares hasta las togas de magistrados, incluidas las pelucas.

¡Y qué decir de las flores! Seguramente habían vaciado todas las floristerías y todos los invernaderos desde Moriah’s Landing hasta Boston para preparar unos arreglos tan suntuosos. Casi todos los adornos florales estaban hechos en blanco y rojo, en honor al Día de San Valentín, aunque la celebración no tuviera mucho que ver con el baile. Había ciclámenes rojos y rosas que sobrevolaban como mariposas una fuente, dispuesta con mucho colorido junto a las mesas del bufé. Velas en forma de corazón flotaban en el agua entre pétalos de rosa y capullos de gardenia.

Elizabeth no podía pensar en un entorno más romántico, pero había acudido sola.

Mientras permanecía de pie en el vestíbulo, reacia a sumarse a la multitud, una mujer vestida con un deslumbrante vestido azul y una máscara elaborada a partir de plumas de pavo real emergió de entre la muchedumbre y acudió a su encuentro. La mujer se quitó la máscara y Elizabeth sonrió, contenta al reconocer una cara amiga.

Aunque no la conocía demasiado, se habían encontrado en Threads, la tienda de ropa de diseño regentada por Rebecca Smith, donde había ido a buscar su vestido. Becca, amable pero muy firme, la había alejado de los diseños más austeros, hacia los que se había dirigido de forma automática. Muy al contrario, la convenció para que eligiera un vestido de fantasía, bordado en oro, compuesto por un corpiño ajustado en la espalda y una falda larga hasta los tobillos.

Elizabeth se quitó su máscara de cisne e hizo una reverencia ante Becca.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué tal estoy?

—Deslumbrante —respondió una voz masculina que surgió tras ella.

Elizabeth se giró y su mirada se posó directamente sobre el hombre que estaba en lo alto de los escalones de la entrada. Acababa de entrar y los hombros de su capa negra brillaban debido a la lluvia atrapada en la tela. Se deshizo de la esclavina y se la tendió al mayordomo sin mirarlo,con la vista fija en las dos mujeres que aguardaban en el vestíbulo. Vestía todo de negro, igual que un fantasma, y la máscara dorada que le tapaba la mitad del rostro resultaba a un tiempo terrorífica y atractiva.

Descendió lentamente los escalones y Elizabeth tuvo que reprimir el impulso de alejarse de él. Había algo sobre ese hombre que…

—Mi nombre es Lucian LeCroix —se presentó con una voz tan lúgubre como la noche, y antes de que Elizabeth pudiera reaccionar, tomó su mano y la besó.

—¿Profesor Lecroix? —acertó a balbucear finalmente.

—Sí, en efecto —y arqueó la ceja que no ocultaba la máscara—. ¿Nos conocemos? Estoy convencido de que la recordaría.

—No, no nos conocemos —aseguró Elizabeth—. Pero sabía que vendría esta noche. Lo hemos estado esperando.

—¿Quiénes? —preguntó, desconcertado.

—El equipo del Instituto Heathrow. Ha venido a sustituir al Doctor Vinter, ¿verdad?

Ernst Vinter, director del Departamento de Inglés, había fallecido repentinamente de un infarto hacía varias semanas. En vez de nombrar a alguno de los adjuntos, el Profesor Barloft, director del Instituto, habían contratado al protegido de un antiguo amigo de la familia. El Profesor LeCroix traía unas referencias inmejorables, pero Elizabeth un pudo evitar sentir un cierto resentimiento hacia él. Tenía amigos entre los profesores de la facultad que habrían merecido ese puesto.

El Profesor Lecroix todavía sostenía su mano y Elizabeth la retiró. Levantó ligeramente la barbilla antes de hablar.

—Me llamo Elizabeth Douglas. Soy profesora de Criminología en Heathrow.

—Doctora Douglas —añadió Becca.

Si lo sorprendió el título y la edad de Elizabeth, el Profesor LeCroix lo ocultó.

—Entonces seguro de que esta es mi noche de suerte. Confiaba en coincidir con algún colega esta noche y resulta que usted es la primera persona que me encuentro. Si pudiera convencerla para que se apiadara de mí y me enseñara el campus mañana, entonces sería un hombre afortunado.

Elizabeth vaciló un momento y el profesor se apresuró a tomar la delantera.

—Siempre que esté libre, por supuesto —añadió—. Creo que he sido un poco presuntuoso, pero he llegado hoy mismo desde Boston y todavía no he tenido tiempo para orientarme.

Elizabeth todavía dudaba. No quería destinar toda la jornada del sábado a un perfecto desconocido, si bien la cortesía profesional la obligaba a cumplir con un colega. Además, ¿acaso tenía algo mejor que hacer ese fin de semana? Tendría que poner la lavadora y corregir exámenes.

Y Elizabeth tenía que admitir que Lucian LeCroix, a tenor de lo que dejaba ver la máscara, era un hombre muy atractivo. Aparentaba unos treinta años, diez más que ella, y era moreno. Sus ojos eran negros y muy penetrantes.

Decidió que no sería tan mala idea recorrer el campus en compañía de un hombre tan apuesto. Quizá de ese modo sus alumnos dejarían de llamarla «Hermana Elizabeth», una referencia a su falta de experiencia en el campo de los placeres terrenales más que a sus cualidades de santa. Para Elizabeth era un misterio el modo en que las adolescentes podían calar con tanta precisión a sus profesores.

Pero la verdad era que gran parte de la vida seguía siendo un misterio para Elizabeth.

Dos

 

Cullen Ryan miró por encima de su hombro y vio cómo la lluvia azotaba el ventanal del restaurante Beachway mientras Brie Dudley le llenaba la taza de café.

—Gracias —murmuró con tono ausente y se giró hacia la barra al escuchar la voz de Brie—. ¿Disculpa?

Sostenía la jarra de café hirviendo en una mano y miraba por la ventana hacia la calle. Era una mujer delgada, atractiva, pelirroja, de pelo rizado y con los ojos verdes más deslumbrantes que Cullen había visto en toda su vida.

—Estaba hablando del tiempo —señaló.

—Sí —admitió con tristeza—. Es una auténtica noche de perros.

—Ha sido un invierno muy extraño —reflexionó Brie—. No ha nevado, tan solo ha llovido. Y ahora esta tormenta. Pero ¿qué otra cosa se podía esperar en el trescientos cincuenta aniversario de la fundación de este lugar?

Cullen se encogió de hombros. No era supersticioso y nunca había concedido mucho crédito a las historias sobrenaturales que habían pasado de una generación a otra en Moriah’s Landing. A pesar de todo se alegraba por haber rechazado el puesto de guarda de seguridad en la fiesta que esa noche celebraban en la mansión Pierce. No tenía miedo de los fantasmas, pero hubiera odiado tener que recorrer el perímetro de la finca para expulsar a intrusos, mirones o enfrentarse a algunos de los gorilas del pueblo que habrían intentado aguar la fiesta al no haber sido invitados.

Y él sabría reconocerlos perfectamente porque había sido como ellos en el pasado. Había sido miembro fundador de la pandilla de inadaptados que solían deambular por los muelles, cubiertos de tatuajes, provistos de cadenas y siempre en busca de alguna bronca. Había incluso llegado a lucir una de aquellas insignias, símbolo de rebeldía, con un inoportuno orgullo que casi le había costado su futuro. Pero ahora llevaba otra clase de insignia. Y nadie estaba más sorprendido del rumbo que había tomado su vida que el propio Cullen.

Pensó con cierta ironía que era curioso cómo una noche a la intemperie podía cambiar la perspectiva de un hombre. Había aprendido mucho durante sus años en Boston, algunos de los cuales lo habían cambiado para siempre y otros de los que prefería no acordarse. Trató de pensar que lo único importante era el presente.

—Antes solíamos llamar a esta clase de tormenta una «creaviudas» —dijo Shamus Mcmanus mientras se giraba hacia la ventana.

Shamus era un marinero de temporada que una vez había coincidido en el mismo barco con el padre de Cullen. Hacía años que Cullen conocía al viejo McManus. Además de ellos dos, el único cliente del restaurante era Marley Glasgow. Vestido con un impermeable amarillo, estaba sentado al final de la barra, encorvado sobre su taza de café. Parecía totalmente absorto en sus propios pensamientos. Glasgow debía de rondar los cuarenta, pero parecía mucho mayor. Era un tipo grande y fuerte, de carácter bastante agrio y sin otros ingresos conocidos que los esporádicos trabajos que conseguía en el embarcadero.

—Perdimos a muchos hombres buenos en el mar en noches como esta —estaba diciendo Shamus, e hizo una pausa—. Una noche así podría sacar de su tumba a McFarland Leary.

—¡Vamos, Shamus! —y Cullen soltó una carcajada—. No me digas que crees en ese viejo cuento de fantasmas.

—Tengo sesenta y cinco años, muchacho —indicó con absoluta seriedad—. Cuando un hombre ha vivido tanto como yo, ve cosas.

—¿Has visto al espectro de Leary? —preguntó Cullen desafiante.

—Es posible —señaló con indiferencia—. Dicen que se levanta cada cinco años. Y ya ha pasado ese tiempo desde la última vez.

Levantó la vista hacia el exterior como si esperase que el fantasma de Leary se asomara a la ventana. Por primera vez durante toda la noche, Glasgow levantó los ojos de su café. Su mirada era tan intensa que Cullen se preguntó si aquel tipo no habría perdido el juicio.

—Leary cayó presa del demonio y esa ha sido la perdición de los hombres desde el principio de los tiempos —dijo.

—¿Y qué clase de demonio? —preguntó Cullen con escepticismo.

—Fue seducido por una mujer.

—Confío en que no estarás insinuando que todas las mujeres son diabólicas —apuntó Brie desde detrás de la barra con cierto resentimiento. Al ver que Glasgow no rectificaba, continuó—. Si las mujeres somos tan malas, ¿por qué son los hombres responsables de las mayores atrocidades de este mundo? ¿Por qué la mayoría de los asesinos en serie son casi siempre hombres? ¿Puedes explicármelo?

—La mayor parte de los hombres matan por culpa de una mujer —dijo Glasgow.

—¡Eso es ridículo! —exclamó Brie, que miró a Cullen para buscar su apoyo.

—Leary era sospechoso de ser un brujo y se lo colgó —apuntó Shamus—. Regresa cada cinco años porque tiene un trabajo pendiente en este pueblo.

—Sí —murmuró Glasgow—. Venganza.

—No es venganza —explicó Shamus con el ceño fruncido—. Está buscando al hijo de su impía unión con una bruja. Y a los descendientes de su hijo.

—Creo que me he perdido, Shamus —Cullen sacudió la cabeza—. ¿El espíritu de Leary acecha nuestro pueblo cada cinco años porque está buscando a sus «ta-ta-ta-ta-taranietos»?

—Así es, y no es el único que busca su estirpe —dijo Shamus—. ¿Nunca te has parado a pensar por qué tantos científicos se instalan en Moriah’s Landing?

—No, la verdad es que no —admitió, divertido por los chismes del viejo, y movió el taburete para sentarse de cara a Shamus—. ¿Sugieres que tiene algo que ver con los descendientes de McFarland Leary?

—Y de la bruja —recordó.

—Ten cuidado, viejo —advirtió Glasgow—. Si sigues metiendo las narices donde nadie te llama puede que te lleves un disgusto.

—¿Eso es una amenaza, Marley Glasgow?

Shamus se cuadró, preparado para recoger el guante lanzado por Glasgow. Pero este era al menos veinte años más joven y mucho más pesado, por lo que Cullen decidió intervenir antes de que las cosas se le escaparan de las manos.

—La tormenta está empeorando —comentó—. Quizá deberíamos retirarnos.

—Creo que tienes razón, Cullen —Brie le dirigió una sonrisa agradecida—. Estaba pensando en pedir permiso al jefe para cerrar antes esta noche.

—¿Vas a echarnos a la calle en una noche como esta? —Glasgow la miró ceñudo.

—Solo falta una hora para el cierre —apuntó Brie—. A las diez tendrías que marcharte de todas formas.

—¿Y si me niego?

Cullen se levantó, avanzó hasta él y le puso una mano en el hombro.

—En ese caso, tengo una bonita y acogedora celda que quizá encuentres de tu agrado —señaló Cullen.