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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Marilyn Medlock Amann. Todos los derechos reservados.

PASIONES PROHIBIDAS, Nº 76 - agosto 2017

Título original: Unauthorized Passion

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.Este título

fue publicado originalmente en español en 2005 .

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-010-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Acerca de la autora

Personajes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Acerca de la autora

 

Amanda Stevens es autora de éxito de unas treinta novelas románticas de suspense. Finalista del Premio de las Escritoras Románticas de América, ha recibido también varios importantes galardones de la revista Romantic Times. Actualmente reside en Texas con su marido y sus hijos.

Personajes

 

Cassie Beaudreaux: Su inocente engaño acabará convirtiéndose en una farsa mortal.

 

Jack Fury: Antiguo policía reconvertido en investigador privado, se consagra a proteger a una actriz cargada de glamour

 

Celeste Fortune: ¿Es víctima o cómplice de asesinato?

 

Max Tripp: ¿Alberga acaso una secreta motivación para encargar a Jack el caso de Celeste?

 

Evelyn Ambrose-Pritchard: Cassie no es la única huésped con secretos en el selecto hotel Mirabelle.

 

Ethan Gold: ¿Tiene el reputado profesor las manos manchadas de sangre?

 

Olivia D’Arby: Una actriz de segunda fila con ambiciones de primera clase.

 

Margo Fleming: Una mujer despechada.

 

Owen Fleming: Su afición a las jóvenes estrellas podría acarrearle la muerte.

 

Lyle Lester: ¿Está enamorado de Celeste?

 

Danny Cantrell: Se ha jurado a sí mismo recuperar a su novia… a cualquier precio.

Capítulo 1

 

Jack Fury se dijo que rebuscar en un contenedor de basuras era una acertada metáfora de la vida, sobre todo de la suya: una actividad tan imprevisible como engorrosa. Además de que el hedor podía permanecer impregnado en la piel durante horas.

Como le estaba ocurriendo aquel día. O, mejor dicho, aquel año. Se calzó las botas de goma y barrió la zona con la mirada, preparado para la ingrata tarea. Era un tranquila noche de jueves. Podía escuchar el ruido del tráfico a una pocas manzanas de allí, en Main Street, pero en el callejón que se abría detrás del selecto Hotel Mirabelle en el distrito Museum, en Houston, no se movía ni un alma.

Descontados, por supuesto, los mosquitos y las gigantescas cucarachas volantes que daban fama a la Ciudad del Pantano. Sospechaba que también habría ratas. Grandes y gordas ratas urbanas que no retrocederían al ver un ser humano, sino que se lo quedarían mirando desafiándolo a que se atreviera a penetrar en sus dominios.

Después de rociarse con un fuerte repelente contra insectos, volvió a guardar el spray en la mochila. El sudor le corría por la frente mientras se acercaba a los contenedores de basura de color azul oscuro. Aunque ya era noche cerrada, la temperatura rebasaba todavía los treinta grados y la humedad no podía ser más alta. Tampoco soplaba la más ligera brisa. Algunos decían que agosto en Houston era como vivir en el infierno, pero se equivocaban. Era como elevar al infierno a la enésima potencia. Y sin embargo era la ciudad de Jack. Y la quería.

¿El hedor procedía únicamente de los contenedores de los barrios pobres? Para nada. Si algo había aprendido en sus casi diez años como policía en Houston, había sido que la basura de la gente rica olía igual o peor que la de la gente pobre, pensó mientras se inclinaba para rebuscar en uno de los cubos con un palo. La basura era simplemente basura, fuera cual fuera su origen. Por cierto que aquella sucia labor no le había importado gran cosa durante su época de simple policía. En aquel entonces habría sido capaz de arrastrarse por una montaña de residuos con tal de encontrar alguna prueba que incriminara a un asesino, o una pista que ayudara a localizar a un niño desaparecido. Tan profundamente se había sumergido en la tarea que en ocasiones incluso le había pasado desapercibido el mal olor.

Pero ahora las cosas habían cambiado. Buscar recetas, cartas, facturas, cualquier cosa que pudiera servirle a un pazguato millonario para acercarse a la chica con la que se había obsesionado no era ciertamente un trabajo muy satisfactorio. De hecho, era sumamente desagradable, una suerte de acecho legal. De manera que mientras seguía rebuscando en los desechos, se preguntó una vez más si realmente había estado tan desesperado como para aceptar aquel trabajo.

Sí que lo había estado, ya que para entonces había vendido sus muebles y empeñado hasta su aparato de música. Lo único que no había empeñado había sido su portátil y tampoco pensaba hacerlo. Sin un ordenador jamás podría avanzar en el caso Casanova. Para el departamento de policía de Houston, en cambio, el caso llevaba ya tiempo cerrado. Incluso con un sospechoso juzgado y condenado por el brutal asesinato de cinco mujeres en Huntsville.

Jack había sido uno de los primeros inspectores asignados al equipo encargado de rastrear a Casanova: un psicópata que seducía a sus víctimas antes de matarlas, y que presuntamente había resultado por fin detenido. Al principio se había mostrado tan contento como los demás, pero luego habían empezado a inquietarle ciertas cosas. La detención no había dejado atados todos los cabos. Y cuando los jefes se enteraron de que Jack seguía haciendo preguntas por su propia cuenta, fue expulsado del cuerpo por investigación no autorizada.

Así, sin más. Después de diez años de trabajo, de repente se vio en la calle. Sin suspensión, sin revisión de caso: nada. Incluso el sindicato se había negado a ayudarlo porque, según le dijeron, los políticos eran los políticos. El alcalde había accedido a respaldar las demandas sindicales a cambio del apoyo del departamento a su sensacionalista campaña de lucha contra la delincuencia. Y después de presentar la candidatura a sede olímpica, la noticia de un asesino en serie paseando por la ciudad no encajaba precisamente con la imagen que deseaba proyectar el alcalde.

Además, los asesinatos se habían interrumpido, las cosas estaban volviendo a la normalidad y nadie en el ayuntamiento o en la policía quería ver a un policía indisciplinado olfateando problemas. Por eso lo habían echado. Pero Jack no había terminado con Casanova. Seguía teniendo una cuenta pendiente con un asesino, y si mientras tanto su propia supervivencia dependía de espiar a la caprichosa estrella de Hollywood, no tenía más remedio que resignarse.

—Se llama Celeste Fortune —le había dicho su antiguo socio, Max Tripp, el primer día que Jack había aceptado entrevistarse con él.

Max había dejado el departamento de policía cinco años antes para abrir su propia agencia de investigación privada. Con el tiempo los dos compañeros habían perdido el contacto, hasta que sorpresivamente Jack recibió su llamada poco después de que lo despidieran. Max sostenía que había sido una simple casualidad, pero Jack sabía que su amigo seguía conservando contactos en el cuerpo. Otra razón para aceptar su encargo, ya que sabía que los iba a necesitar. Además de que para entonces había invertido buena parte de sus propios ahorros en una investigación que no estaba rindiendo ningún fruto.

Y sin embargo, cuando su amigo le explicó aquel día los detalles de la misión, se había sentido ciertamente incómodo.

—Quieres que aceche a esa mujer —había comentado, incrédulo—. ¿He oído bien o me lo he imaginado?

—No. No se trata de eso —había replicado Max, alisándose su corbata de seda—. No te estoy pidiendo nada delictivo. Es un asunto perfectamente legal…

—Ya, bueno, pues yo tengo la impresión de que estás caminando por una línea demasiado fina.— Así que será mejor que me pongas al tanto de los detalles.

—Muy bien: no tengo nada que esconder. Y te contaré todo lo que haga falta con tal de convencerte. Eres uno de los mejores investigadores con los que he trabajado. En la agencia necesitamos un hombre de tu talento, y si juegas bien tus cartas, aquí tendrás mucho futuro. Piensa en ello, Jack. De momento te daré un anticipo para que te compres un traje decente. Y un buen corte de pelo.

O para pagar las facturas atrasadas del alquiler de la casa, pensó mientras lo veía sacar un expediente de un cajón del escritorio.

—Como te dije antes, contamos con una clientela selecta. El hombre que ha recurrido a nosotros es una especie de millonario hecho a sí mismo, un tipo que ha triunfado en el campo de la alta tecnología. Tiene treinta y tantos años, es extremadamente inteligente, bastante atractivo y físicamente se mantiene en forma. Posee todo lo que suele tener un rico: coches caros, casas lujosas… Lo único que le falta es una mujer perfecta.

«¿Y a quién no?», se había preguntado Jack en aquel instante, irónico.

—Pero la ha visto —había continuado Max—. Sabe quién es —se había levantado para servirse una copa y le ofreció una a Jack, que rechazó. El whisky escocés con el estómago vacío siempre le había sentado mal—. Tal vez la vio un día subiendo a un taxi. O sus miradas se encontraron en un restaurante o en un ascensor atestado de gente. Lo ignoro. El caso es que sabe que es la mujer adecuada. Porque es especial: tiene clase, belleza, elegancia. Los hombres se rinden ante ella. Hombres atractivos, triunfadores, en ocasiones hasta millonarios como nuestro cliente. Entonces… ¿cómo podría destacar nuestro hombre ante ella y diferenciarse de los demás? Aquí es donde intervienes tú. Tenemos que prepararle el terreno. Hablar con sus amigos, con su familia, con sus compañeros de trabajo… con cualquiera que pueda darnos alguna idea de sus gustos y aficiones. De sus sueños y esperanzas. De sus más íntimos y oscuros secretos.

Jack lo escuchaba interesado. Y algo sorprendido.

—Tenemos que localizar a viejos compañeros de colegio y antiguos novios… todo ello muy discretamente, por supuesto. Descubrir sus libros favoritos, su restaurante preferido, la música que escucha. Luego, cuando hayamos reunido toda la información necesaria, tendremos que organizar un encuentro casual entre nuestro cliente y ella. Haremos que se sienten juntos en un estadio de fútbol… o en un teatro de la ciudad, dependiendo de cuáles sean sus gustos. En resumidas cuentas: dotaremos a nuestro cliente de la información necesaria para estimular su interés, encenderemos la chispa inicial y… el resto será cosa suya. Y de la naturaleza.

—Es sencillamente deshonesto —había sentenciado Jack, rotundo—. Puede que no sea ilegal, pero ético tampoco.

—Míralo de esta manera. Si esos dos están destinados a acabar juntos, entonces lo único que estaremos haciendo será darle un pequeño empujón al destino. Y si la cosa no funciona, cada uno seguirá por su lado. Ella no tendrá ninguna obligación de verlo. Nadie saldrá perjudicado y el juego será limpio.

—¿Pero y si ella quiere volver a verlo? ¿Y si se enamora de él? Ese tipo la habrá estafado simulando ser alguien que no es.

—¿Me estás diciendo que tú nunca has simulado ser alguien que no eres sólo para conseguir la atención de una mujer? —había replicado Max—. Conoces a una chica en un bar. Ella te dice que le ha encantado una película que acaba de ver. Tú también la has visto y la odias. Pero esa mujer… te gusta. Así que serías capaz hasta de decirle que te gusta Tom Hanks con tal de estimular su conversación.

—Eso es diferente…

—Sí que lo es, porque con esa mujer a la que acabas de conocer en un bar… no buscas nada más serio que pasar un buen rato. Sin compromisos. Sólo una relación fugaz. Quizá simplemente una aventura de una sola noche. Pero nuestro cliente está buscando a la mujer de sus sueños. Alguien con quien compartir su vida… y su dinero, añadiría yo. Dadas esas condiciones, casi le estaríamos haciendo un favor a esa mujer…

Jack no se había quedado muy convencido, pero no había tenido otra opción. Las ofertas no le habían llovido precisamente desde que lo despidieron del cuerpo. Mientras tanto, Casanova seguía en alguna parte, suelto. Sin dinero, no tenía ninguna posibilidad de encontrarlo y de pararle los pies antes de que volviese a matar. Porque volvería a matar. Sólo era una cuestión de tiempo.

—Cuéntame más cosas de esa mujer —le había pedido a su amigo, pasándose una mano por el pelo.

—Echa un vistazo tú mismo. Hay una foto aquí dentro.

Reacio, Jack había abierto el expediente para sacar la foto. Mientras la estudiaba, algo lo hizo estremecerse por dentro. Fue una reacción puramente visceral, una respuesta física a la ostensible sexualidad de aquella mujer. Prácticamente irradiaba sexo, glamour, desde su despeinado cabello rubio hasta sus ojos azules de párpados entornados, pasando por aquellos labios llenos que parecían hechos para..

—¿Jack?

Había alzado la mirada, distraído. Max le estaba sonriendo.

—Tiene algo, ¿verdad? ¿La reconoces?

—No —volvió a mirar la foto—. ¿Acaso debería?

—Ha participado en unas cuentas películas y anuncios de televisión. Era relativamente poco conocida, aunque sus últimos papeles habían sido muy bien recibidos por la crítica. Parecía encontrarse a las puertas del éxito cuando un escándalo acaba de dar al traste con su carrera.

—¿Qué clase de escándalo?

—Estuvo enredada con un gran productor llamado Owen Fleming, de Los Ángeles. ¿Has oído hablar alguna vez de él?

Jack había negado con la cabeza. Las películas no le interesaban gran cosa, a no ser que le sirvieran para impresionar a una mujer.

—Se las arreglaron para mantener la aventura en secreto durante varios meses —le había explicado Max—. Luego él le compró un anillo de diamantes que se dedicó a lucir por Los Ángeles y la esposa se enteró. Todo el asunto salió a la luz en la prensa más amarilla y sensacionalista, y al parecer Celeste decidió desaparecer de la ciudad hasta que la cosa se enfriara. Me imagino que por eso ha vuelto a Houston.

—¿Qué quieres decir con que «ha vuelto»?

—Bueno, ella estudió aquí. Por lo que he podido averiguar, estuvo muy enamorada de su profesor de teatro en la universidad. Incluso vivieron juntos por un tiempo antes de que ella se largara a Los Ángeles. Puede que en algún momento necesites hablar con el tipo, así como con su actual compañera de apartamento —Max había recogido el expediente para sacar una ficha—. Aquí está: Olivia D´Arby. También actriz, aunque sus papeles son escasos y espaciados.

—¿Qué me dices del cliente? ¿Quién es? —¿quién sería el tipo que estaba dispuesto a pagar setenta y cinco mil dólares por un encuentro casual con Celeste Fortune?

—No puedo decirte nada. Mantenemos en secreto la identidad de nuestros clientes. Incluso a la gente que trabaja para nosotros. ¿Y bien? ¿Cuál es tu respuesta? ¿Aceptas el encargo o no?

Sí, lo había aceptado. Pero no llevaba ni una semana en su nuevo trabajo cuando se había dado cuenta de que no tenía estómago para ese tipo de cosas: le disgustaban profundamente. Aunque tenía que reconocer que era dinero fácil. La mayor parte de la gente se habría quedado sorprendida de la cantidad de información personal que podía conseguirse con poco más que una llamada de teléfono o una simple búsqueda por Internet.

Celeste Fortune no era una excepción. Dado que Jack había aceptado el encargo, se había enterado de todo tipo de chismes y rumores sobre ella, pero la interpretación más factible de su trayectoria era la de una chica de provincias buscando el amor y la fama en los lugares equivocados. La historia era vieja como la vida misma, y cuando terminó con el primer contenedor de basura, Jack se preguntó un vez más por qué una chica de su belleza y talento había podido seguir un camino tan trillado.

Para colmo, ahora un hombre se había encaprichado de ella. Un hombre dispuesto a pagar una fortuna para poseerla. Y lo curioso era que durante la semana que llevaba investigándola… él mismo parecía haber caído también bajo su hechizo.

 

 

Se hallaba frente al espejo de cuerpo entero del dormitorio de su suite, con la mirada viajando constantemente entre su imagen y la de la portada de la revista que tenía encima del tocador. Suspiró. ¿A quién estaba intentando engañar? Jamás podría aspirar a encarnar aquella fantasía. Tenía que haber perdido el juicio cuando creyó que podría aspirar a algo más, y no resignarse a lo que era: una chica de provincias aficionada a soñar y con una peligrosa inclinación a meterse en problemas.

Sólo tenía que ver lo que había hecho hasta ese momento, y eso que sólo tenía veintiocho años. A buen seguro, cuando cumpliera treinta, habría terminado de estropear del todo su vida. Y no era huyendo como conseguiría resolver su situación. Eso, en todo caso, sólo conseguiría prolongar su sufrimiento.

Aun así, en aquel entonces, marcharse de su pueblo se le había antojado una buena idea.

—Si no puedes soportar el calor, sal entonces de la cocina —le había aconsejado siempre su madre, y siguiendo aquella advertencia, había huido de madrugada. Y allí estaba, encerrada en un lujoso hotel de Houston… volviéndose loca por momentos.

Sinceramente: ¿de qué podía servirle estar en la ciudad de sus sueños, intentando comenzar una nueva vida, cuando ni siquiera podía abandonar aquella suite? ¿Qué mal podría hacer a nadie saliendo a pasear por el parque Hermann o por el bulevar Montrose? ¿O a visitar un par de museos, para no hablar de comer en algún restaurante de moda?

Emocionada, había planeado hacer todas aquellas cosas hasta que su prima Sissy se las había quitado de la cabeza. Sissy Fontenot, alias Celeste Fortune.

—En estos tiempos, todas las estrellas del mundo del espectáculo utilizan dobles —le había explicado por teléfono unos días atrás—. Así que cuando mi representante me sugirió que utilizara una hasta que todo este escándalo se haya serenado un poco, pensé inmediatamente en ti, Cassie. ¿Recuerdas que de pequeña la gente siempre nos tomaba por gemelas?

—Bueno, somos primas —había murmurado Cassie, todavía atónita por su propuesta. ¿Podría ella, Cassie Beaudreaux, hacerse pasar por una sensual actriz de cine y televisión? ¿Podría conseguirlo? ¿Se atrevería siquiera a intentarlo?

Vaya pregunta. Por supuesto que se habría atrevido si ello hubiera significado salir de Manville, Louisiana, lejos de las miradas de odio, para no hablar de los conjuros de vudú, del clan Cantrell. Porque dejar a Danny plantado en el altar no le había granjeado precisamente las simpatías de su familia.

—Hace años que no te veo —había señalado Celeste—. ¿No habrás engordado demasiado, verdad?

Cassie suspiró agradecida por los cinco kilos que había perdido desde su ruptura con Danny.

—Oh, no. Sigo pesando más o menos lo mismo que cuando estaba en el instituto.

—¿Seguro? Porque da la casualidad de que una vez vi la foto de tu compromiso en la Manville Gazette, y pensé… no vayas a tomártelo a mal… que a lo mejor estabas empezando a parecerte un poco a la abuela Beaudreaux.

Cassie intentó dominar su indignación. Ella no se parecía a aquella maligna anciana en nada, ni física ni espiritualmente. Su abuela no sólo tenía un temperamento detestable, sino que había llegado a pesar más de cien kilos en el momento de su muerte. En consecuencia, la familia había tenido que elegir muy bien a los portadores del ataúd.

—Esa foto fue tomada desde un mal ángulo —había insistido Cassie—. Además, las cámaras añaden por lo menos cinco kilos.

—Ya se me había ocurrido eso —fue la despreocupada réplica de Celeste—. En cualquier caso, me sorprendió ver lo mucho que te seguías pareciendo a mí. En la cara, quiero decir. Necesitarás aclararte un poco más el color de pelo, pero por el amor de Dios, no te hagas nada allí… Yo te reservaré un salón en Houston. Te harán también la manicura y te enseñarán a maquillarte. Ah, y empieza a controlar tu peso desde ya, ¿de acuerdo? Por lo que pude ver en esa foto, te sobra un poco, y nunca es demasiado tarde para perder unas cuantas calorías. Todavía disponemos de unos días. Si vigilas tus carbohidratos, podrás perder cinco kilos antes de que nos veamos en Houston.

¿Perder cinco kilos en cuestión de días? Quizás en el País de las Maravillas, había pensado Cassie, irónica. En el mundo real era más difícil. Incluso había tenido que renunciar a sus paseos matutinos después de que Earl Cantrell, el tío de Danny, hubiera intentado atropellarla una mañana.

—No esperes que siga una dieta de hambre sólo para poder ponerme tu ropa. Me gusta mi aspecto actual.

—Y yo estoy segura de que estarás muy bien.. —«para tu gusto», parecía insinuar su tono—. Mira, en cualquier caso eso no importa. Después de todo lo que ha pasado, ¿quién se sorprendería de que no estuviera en la mejor forma? Y, además, la gente apenas te verá más que de lejos. No tendrás que abandonar el hotel más que para sacar a pasear a Mister Bogart.

—¿Mister Bogart?

—Mi chihuahua. Detesto dejarlo solo. Podría parecer extraño que te vieran sin él. Va a todas partes conmigo, ¿verdad, corazón?

Cassie escuchó una especie de gimoteo al otro lado de la línea.

—Lo cuidarás bien, ¿verdad? Le gusta salir a primera hora de la mañana y por las noches antes de dormir. Tiene que comer tres veces al día porque…

—No te preocupes —la había interrumpido Cassie, esbozando una mueca—. Lo trataré como si fuera mío —lo cual no era gran cosa, teniendo en cuenta que no era precisamente una amante de los animales—. Mira, Sissy…

—Celeste.

—Mira, Celeste, ¿me estás diciendo que sólo podré abandonar el hotel para sacar a pasear al perro? Te recuerdo que la idea era pasarme un mes entero allí.

—Un mes entero en un hotel lujosísimo. Tendrás una suite con jacuzzi y sauna, para no hablar del servicio de habitaciones las veinticuatro horas.

—Ya lo sé, pero… ¿un mes entero?

—Ya. Supongo que tienes razón —había suspirado Celeste—. Es mucho pedir, incluso a un familiar…

Ya de niña, su prima había sido una experta en proyectar complejos de culpa. Pero esa vez Cassie no estaba dispuesta a dejarse engañar. Al ver que seguía sin decir nada, Celeste soltó otro teatral suspiro:

—De acuerdo, haremos una cosa. Te programaré unas cuantas salidas. Yo me encargaré de todos los preparativos. De esa manera, si algún paparazzi descubre dónde estás… es decir, dónde estoy yo… eso servirá para convencer a la prensa de que tú… es decir, de que yo me he escapado sola a Houston durante esos días.

En otras palabras: sin Owen Fleming.

—Por cierto, ¿dónde estarás tú? —no pudo evitar preguntarle, aunque lo sospechaba. ¿Por qué habría de complicarse tanto la vida para montar una farsa tan elaborada… si no era para concertar una cita con su amante casado?

—Tú no te preocupes de eso y concéntrate en convencer a todo el mundo de que Celeste Fortune se ha escapado a Houston para encerrarse en un hotel como una ermitaña, con el corazón destrozado de dolor.

La evasiva respuesta de su prima poco hizo para aliviar las dudas de Cassie. Si Margo Fleming llegaba a enterarse de aquella cita secreta entre su marido y Celeste, rodarían cabezas. A Owen le costaría una fortuna y a Celeste quizá el resto de su carrera artística.

A juzgar por lo que Cassie había leído acerca del escándalo, que era bastante, Margo Fleming era una figura poderosa en la industria del cine. Había financiado las primeras producciones de Owen, y tenía capacidad para crear a una joven estrella o destruirla. Su prima estaba jugando con fuego. Pero, al fin y al cabo… ¿no era eso lo que los Beaudreaux habían hecho siempre?

 

 

Jack acababa de terminar de rebuscar en el último contenedor cuando un sonido le advirtió que no estaba solo en el callejón. Era un ruido sutil, como un gemido, un gimoteo. Era curioso: jamás había sospechado que las ratas gimotearan.

Ni que llevaran correa, pensó mientras observaba a la minúscula criatura que se acercaba hacia él, surgiendo de las sombras. Cuando el chihuahua estuvo lo bastante cerca, Jack se arrodilló y extendió una mano hacia él. El perrillo vaciló, desconfiado

—¿Te has perdido? —fue a agarrarlo del collar, pero dio un respingo cuando el animal intentó morderle—. De acuerdo, de acuerdo —se incorporó lentamente—. No te gusta que te toquen. Lo entiendo.

Una voz femenina resonó de pronto a la entrada del callejón.