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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En los brazos del jefe, n.º 8 - agosto 2017

Título original: Falling for the Boss

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-012-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

QUE le preguntara si estaba realmente segura de que quería hacerlo hizo que lo amara aún más; ¿qué chico de dieciocho años con una libido normal sería tan considerado? Meredith Waters sabía con certeza que, si le hubiera dicho a Evan que no estaba lista, que se había echado atrás, a pesar de que llevaban cinco semanas planeando aquella noche romántica, él lo habría aceptado.

Quizás habría tenido que darse una larga ducha fría, pero se habría conformado sin las típicas protestas masculinas, que iban desde las promesas rotas hasta las graves consecuencias médicas del deseo insatisfecho. La mayoría de los chicos eran unos auténticos idiotas.

Pero Evan Hanson no: él era la prueba de que los príncipes encantados existían realmente, aunque fueran escasos. Evan era su alma gemela, estaba segura. Aunque no se parecían en nada… él era alocado y ella conservadora, pero se complementaban el uno al otro. Además, coincidían en muchas de sus opiniones, tenían los mismos valores y las mismas metas.

Y, lo más importante, Meredith sabía que podía contar con Evan pasara lo que pasase. Los demás podían pensar que él era un irresponsable, pero ella sabía que siempre estaría allí para ella. Por eso estaba completamente convencida de que no se arrepentiría de lo que iban a hacer; tenía mucha suerte de que su primera vez fuera con un chico como Evan.

–¿Estás segura? –volvió a preguntar él, mientras acariciaba su brazo.

Yacían en la cama con dosel de ella, el uno frente al otro; los padres de Meredith estarían fuera cuatro días más, de modo que el escenario también era perfecto. Ella le sonrió, saboreando la visión de su atractivo rostro moreno como si él fuera un vaso de agua fría en un día de verano. La temperatura de la habitación era muy alta.

–Estoy segura –dijo, e inclinó la cabeza juguetonamente–. Pero me parece que no lo estás.

–Oh, yo estoy muy seguro –contestó él.

Evan la atrajo hacia sí, la besó profundamente y rodó sobre su espalda hasta colocarla encima de él; la envolvió con los brazos con tanta fuerza, que Meredith casi no sabía dónde acababa su propio cuerpo y empezaba el de él. Era una sensación maravillosa. Se besaron una y otra vez, como siempre hacían; a aquellas alturas, eran unos expertos. Él movía la boca hacia allí, ella hacia allá, sus lenguas se tocaban, y… ¡zas! Magia.

–Te quiero, Mer –susurró Evan, tumbándola lentamente sobre las sábanas de seda que la chica había comprado el mes anterior para la ocasión.

–Yo también te quiero –contestó ella automáticamente, sin rastro de duda–. Más de lo que podrías imaginar.

Él la miró con aquella sonrisa pícara que ella adoraba y apagó la lámpara de la mesita de noche; los ojos de Meredith tardaron un momento en acostumbrarse, pero cuando lo hicieron se dio cuenta de que un rayo de luna entraba por las cortinas y bañaba la cama. Todo era ideal.

Y así fue. Fue… simplemente perfecto

 

 

Después, tumbada mientras contemplaba cómo la luna ascendía y cruzaba el cielo como un gran balón plateado, Meredith se sintió más feliz que nunca. Sonrió en la oscuridad mientras Evan le susurraba lo hermosa que era, que quería pasar el resto de su vida junto a ella, y que si no iba a comprar algo para comer al Silver Car Diner enseguida le iba a dar algo.

Meredith pensó que aquella era la felicidad completa. Lo que no sabía en aquellos últimos instantes de bendita ignorancia, era que en dos meses Evan estaría a miles de kilómetros de distancia sin siquiera despedirse de ella, y que él no volvería la vista atrás en más de una década.

Capítulo 1

 

–Y CON esto finaliza la lectura del testamento de George Arthur Hanson.

Evan Hanson permanecía inmóvil en la rígida silla de cuero, sintiéndose como una caricatura del hijo pródigo, dibujado con tinta invisible. Había regresado al redil, consciente de que era un error; algo en su interior le había advertido que aquello no podía acarrearle más que problemas, pero había ignorado a su instinto.

Se había equivocado al hacerlo.

Su tío, David Hanson, se había mostrado inusualmente persuasivo al convencerlo de que fuera a la lectura del testamento; David sabía que Evan había tenido una mala relación con su padre durante años, y que George no había vuelto a hablar con su hijo desde que este se fue. Sin embargo, David le había dicho que, aunque era tarde para arreglar las cosas con su padre, podía ir al menos a oír el último mensaje que su padre le había dejado, para intentar tener algo de paz.

Desde luego, todo había sido muy pacífico; de hecho, el mensaje de su padre había sido un rotundo silencio. George Hanson no había mencionado a su hijo en el testamento, ni siquiera para decir algo así como:

«Y a mi segundo hijo, Evan, no le dejo absolutamente nada. Cero. Ni una cuchara de acero inoxidable».

Era como si no hubiera existido para su padre… no, era aún peor; Evan conocía lo suficiente a su progenitor para saber que había dejado de existir para él cuando abandonó el país doce años atrás. O, más exactamente, cuando el mismo George hizo que se marchara, al someterlo a un terrible chantaje emocional. Desde entonces, cuando al parecer había conseguido lo que quería, George había borrado a Evan completamente de su vida.

Ignorar a alguien era un insulto peor que enfrentarse a él, y George había ignorado a su hijo con saña: no habían hablado en doce años. Evan admitía que parte de la culpa era de él, pero solo tenía dieciocho años cuando se fue, y su padre sabía perfectamente que había creado una situación por la que su hijo creía que le era imposible regresar.

George debería haberse dado cuenta de la crisis en la que había metido a su hijo adolescente, debería haber hecho algo paro ayudarlo, pero no estaba en su temperamento extender una rama de olivo en son de paz; sin embargo, incluso bombardear a Evan con aceitunas hubiera sido preferible al terrible silencio que había habido.

George no se había molestado en hacer nada, probablemente no había vuelto a pensar en su hijo mediano más de una o dos veces en aquellos doce años. Ojalá él pudiera tener el mismo control sobre sus sentimientos; habría querido olvidarse de su padre, y de lo difícil que había sido perder a su madre a los diecisiete años. Habría querido dejar atrás uno o dos desengaños amorosos… bueno, uno en particular, que lo habían moldeado en la persona que era: un hombre que no quería saber nada de su familia ni de relaciones íntimas de ninguna clase.

El abogado guardó los documentos y los familiares de Evan empezaron a comentar el testamento, manifestando su indignación por lo que habían recibido o dejado de recibir, y porque George había dejado a su joven esposa el control total de su empresa, el grupo de comunicación Hanson Media Group. Pero a Evan no le importaba, nada de aquello era problema suyo; con la intención de dejarlo todo atrás, respiró hondo, se levantó de la silla y salió con paso firme de la habitación, decidido a no parar hasta llegar al aeropuerto y abandonar suelo norteamericano.

Debía de haberse convencido a sí mismo de que nadie se había dado cuenta de su presencia, porque cuando alguien lo llamó, no se dio cuenta.

–¡Evan!

Era una voz femenina que no reconocía, aunque aquello no era extraño; hacía más de una década que no oía las voces de las personas que había en aquella sala.

–Por favor, Evan, detente –insistió la mujer–; me gustaría hablar contigo un momento.

Evan se detuvo y se volvió; la mujer de su padre avanzaba por el pasillo hacia él, con expresión preocupada. Su cabello dorado enmarcaba su rostro como si hubiera sido pintado por Vermeer, y sus ojos verdes eran claros y vivaces. Obviamente, Helen Hanson era una esposa trofeo; solo faltaba que la colocaran en un pedestal de mármol. No la conocía, ya que su padre se había casado poco después de que él se fuera, pero dadas las circunstancias, era difícil sentir calidez alguna hacia ella.

–Sé que estarás enfadado por lo que ha sucedido hoy –dijo ella.

–No estoy enfadado –para su disgusto, Evan se dio cuenta de que su propio tono frío era parecido al de su padre; señalando hacia la sala, añadió–: lo que ha pasado ahí no ha sido una sorpresa; de hecho, es típico de tu marido.

–Entiendo que pienses así, pero no olvides que era tu padre, Evan, aunque creas que te ha rechazado.

Pensaba que no podía sentirse más dolido, pero las palabras de Helen se clavaron muy hondo.

–No creo que me haya rechazado, sé que lo ha hecho. Pero no te preocupes, no es la primera vez; y sabiendo lo malicioso que podía ser el viejo malnacido, probablemente no sea la última.

–Evan…

–Siempre encontraba la forma de expresar su disgusto hacia su familia –Evan soltó una risa seca–, será mejor que tengas cuidado, aunque la verdad es que no tienes nada de qué preocuparte; has heredado la empresa.

Helen dio un pequeño respingo y dudó antes de responder.

–Evan, la compañía pertenece a la familia Hanson, a todos, no solo a mí; siempre será así.

Él se rio con sarcasmo y miró hacia la sala de reuniones de las oficinas del Grupo Hanson, donde todo el mundo seguía discutiendo sobre el contenido del testamento.

–Intenta decírselo a ellos.

–Se darán cuenta con el tiempo –contestó Helen, quitándole importancia al asunto, pero observaba a Evan con atención–. Pero tú… bueno, parece que no vas a quedarte en Chicago el tiempo suficiente para que te des cuenta, a menos que alguien te detenga.

Él miró a Helen Hanson de arriba abajo; era una mujer hermosa, lo cual no era ninguna sorpresa, pero también tenía agallas.

–¿Es eso lo que crees que estás haciendo, detenerme?

–Eso espero –contestó ella, irguiéndose y mirándolo a los ojos.

–No malgastes tus esfuerzos –dijo él, moviendo la cabeza–. No me interesa lo más mínimo lo que le pase a esta maldita empresa.

–Pero debería –lo instó Helen–, no olvides que el testamento estipula que el veinte por ciento de la compañía o de sus ingresos pasarán a los nietos en veinte años.

Evan abrió los brazos y se encogió de hombros.

–Supongo que mi padre no te contó mucho sobre mí, así que quizás no sepas que no tengo hijos.

–Ya lo sé –dijo Helen; su expresión se había suavizado–. Pero solo tienes treinta años, Evan, no sabes qué pasará en el futuro; a lo mejor cambias de opinión.

Estuvo a punto de contradecirla, pero había visto cómo muchos incautos cometían el error de confiar en su soltería, y de repente la vida los sorprendía con algún giro inesperado.

–De acuerdo –dijo–, es verdad que no sé lo que va a pasar; pero si en el futuro tengo hijos, no necesitarán la fortuna contaminada de George Hanson.

–No permitas que los pecados de tu padre perjudiquen a tu hijo –dijo ella, y sonrió; a pesar de que fue un gesto breve y cargado de tristeza, el efecto fue deslumbrante–. O a tu hija.

Evan no creía probable que aquello sucediera, y le incomodó oír las palabras de Helen; sin embargo, no la contradijo, ya que no servía de nada.

–Me las arreglaré –dijo, y añadió reticente–: y mis hijos también.

–Por favor, reconsidéralo; no se trata solo del negocio, hablamos de tu familia, de tus hermanos. Existe una gran brecha que no pueden cerrar sin ti, eres parte de ellos.

Evan sabía que debería irse, pero la desesperación de la mujer lo intrigó. ¿Por qué le importaba tanto que un hombre al que no conocía se quedara o no? Seguramente, su marido le había dicho lo inútil que era su hijo mediano.

–¿Qué me estás pidiendo? –le preguntó.

–Querría que te quedaras –dijo Helen con voz sincera–; sé que te sonará raro, ya que no nos conocemos, pero me transmites buenas vibraciones. Me gustaría que me ayudaras… de hecho, necesito que me ayudes a devolverle a la empresa su antigua gloria.

Aquello fue totalmente inesperado. Si la mujer no se hubiera mostrado tan seria, Evan se habría echado a reír; en vez de eso, formuló la pregunta lógica:

–¿Por qué yo? Cuentas con todo el equipo –señaló hacia la sala de reuniones–, cada uno de ellos tiene más experiencia con la empresa que yo.

Helen echó una mirada hacia atrás y se acercó a Evan. Su delicado perfume la envolvía como una barrera protectora de… flores.

–No sé si van a quedarse después de saber las estipulaciones de tu padre. George era muy hábil manipulando las cosas.

Sí, Evan lo sabía muy bien.

–En fin –continuó ella rápidamente, como si se hubiera dado cuenta de que no debería haber dicho aquello–, no sé por qué, pero sé que puedo confiar en ti, Evan.

Él miró por encima del hombro de ella, pero allí no había nadie. Casi deseó que no estuvieran solos, porque no estaba seguro de querer la confianza de Helen Hanson.

–Mira –le dijo un tanto inquieto–, no sé lo que tienes en mente, pero no puedo prometer que pueda ayudarte.

Ella lo observó con detenimiento por unos segundos antes de decir:

–Me preocupo por tus hermanos y por ti, me importa toda tu familia. ¿Me crees?

–Supongo que no tengo razones para no hacerlo –contestó él, encogiéndose de hombros.

Después de todo, Helen llevaba todas las de ganar; poseía el control de la empresa, así que no tenía necesidad de tratar con los Hanson. Si lo hacía, era por decisión propia. Ella sonrió y dijo:

–Bien. Entonces, confía en mí cuando te digo que la compañía te necesita.

–A la compañía le ha ido muy bien sin mí durante mucho tiempo.

–Lo cierto es que no –dijo Helen–. De hecho, el balance de los últimos años ha sido muy flojo.

–¿Las cosas han ido mal? –preguntó Evan, frunciendo el ceño.

–Lo suficientemente mal para que el escándalo del porno en la página web nos pusiera en números rojos.

Jack le había mandado un e-mail… ¿cuándo, hacía un mes, dos meses?, en el que decía que la familia debería involucrarse más en el negocio, pero Evan había pensado que se trataba de una artimaña para que volviera al redil. Nunca habría imaginado que su padre dejaría que la empresa se precipitara hacia la bancarrota. Aun así, ¿qué podía hacer él? Solo había trabajado en un pequeño bar de playa en Mallorca.

–Siento oír eso, de verdad –se encogió de hombros–, pero si quieres que la empresa resucite, no estás hablando con la persona adecuada, porque no soy un hombre de negocios. No es que no quiera ayudar, pero no tengo nada que ofrecer, de verdad.

–A lo mejor no, pero según tu padre, te gustan los riesgos. Y también me dijo que eres un hombre honesto. Eso es lo que Hanson Media necesita en estos momentos.

–¿Mi padre te dijo eso? –dijo Evan, atónito, y sonrió con ironía–. Sabes que mi padre era George Hanson, ¿no?

–Te quería más de lo que crees –dijo Helen, y su voz revelaba que creía lo que decía–. Hablaba bastante de ti, me dijo que te habías marchado muy joven y que vivías en el extranjero.

–¿Te dijo eso? –preguntó Evan, y la vio asentir.

–Él creía que volverías; durante años pensó que vendrías arrastrándote a pedir dinero, y cuando no fue así, se sintió impresionado.

Evan se avergonzó del nudo que se le formó en la garganta. Aún despreciaba a aquel hombre y lo que le había hecho, pero aunque solo fuera por su propia tranquilidad, quería creer que su padre no había sido tan indiferente, que no se había olvidado de él.

–No estaba tan impresionado como para intentar contactar conmigo.

–No –la mujer adoptó una mirada distante, y movió la cabeza–. Pero sabes tan bien como yo que el que no lo hiciera no tenía nada que ver con lo orgulloso que estuviera de ti. Se trataba de su propio orgullo, todo giraba en torno a su orgullo –añadió con voz suave.

Evan miró a la mujer de su padre con nuevos ojos. La mayoría de las mujeres en su situación habrían permitido que la familia se disolviera para quedarse con el dinero y el poder, pero Helen les estaba tendiendo una mano. Él tenía que elegir; llevaba hablando cinco minutos con ella, aún no se había liberado de la familia Hanson, y estaba considerando seriamente acceder a quedarse. Evan no estaba seguro de que aquello fuera una buena idea.

–Helen, ¿qué pasa exactamente?, ¿qué quieres que haga?

Ella respiró hondo, haciendo acopio de valor.

–De acuerdo, vamos directos al grano –dijo, y lo miró a los ojos–; la empresa está mal, pero aún no está acabada. Por muchas razones, que no son de tu incumbencia, quiero impedir que se derrumbe; tú tendrás tus propios motivos para quedarte. Es tu legado, y si alguna vez tienes hijos, será el suyo. Ahora es el momento de arreglar las cosas, y tengo un plan; si no funciona… –se encogió de hombros–, al menos no podrás decir que no lo intentaste.

–¿Y qué propones que haga un tipo como yo, sin experiencia en el sector?

–Muy fácil –se apresuró a contestar Helen–; eres inteligente, tienes conciencia social y has visto mucho mundo. Y, además, eres un Hanson.

Él se limitaba a escuchar, incapaz de darle la razón, temeroso a comprometerse.

–Así que te propongo que te hagas cargo de la sección de radio de Hanson Media Group.

Él lanzó una carcajada antes de darse cuenta de que ella hablaba en serio.

–La sección de radio –repitió, mientras pensaba en Rush Limbaugh y Howard Stern–. Yo.

–Sí –asintió ella, con sus ojos verdes fijos en él–. Creo que serías perfecto para el puesto.

–Sabes que no tengo ninguna experiencia en ese campo –dijo, y no pudo evitar volver a reír–. No sabría ni por dónde empezar.

–Teniendo en cuenta el reciente escándalo, creo que tu falta de experiencia sería una ventaja –Helen sonrió, pero sus ojos lo miraron suplicantes–; solo te pido que te quedes unos tres meses, que lo intentes. ¿Lo harás, Evan? Por favor.

Él consideró la oferta. Mallorca, Fiji o dondequiera que quisiera ir estarían en el mismo lugar en tres meses. Había ganado bastante al vender el bar de playa, su padre se habría sorprendido de saber que el inútil de su hijo era lo suficientemente listo para invertir sus ganancias. En todo caso, podía permitirse quedarse una temporada, al menos desde el punto de vista monetario.

La cuestión era si podía permitirse el precio emocional que tendría que pagar si se quedaba. De repente, recordó las palabras de su tío; David Hanson había intentado convencerlo de que volviera y arreglara las cosas con su padre meses atrás, antes de que fuera demasiado tarde.

«Piénsalo, Evan», había dicho David, «no tienes que hacerlo por George, sino por ti».

Aquellas palabras habían hecho que volviera, aunque demasiado tarde, y habían resonado en su mente al pensar en ver a su familia. ¿Quién sabía lo que sería de ellos? En ese momento estaban todos allí, trabajando juntos por un mismo objetivo, y él podía ayudar. Quizás fracasara, pero podía hacer las cosas lo mejor que supiera. Y si alguien no podía aceptarlo, no era su problema.

–De acuerdo –se oyó decir, aunque su instinto le decía que no lo hiciera, que echara a correr y que no volviera a mirar atrás–. Lo haré.