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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1983 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mágicos momentos, n.º 48 - agosto 2017

Título original: This Magic Moment

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-193-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

I

 

Había elegido la casa por el entorno. Ryan lo supo nada más verla sobre el acantilado. Era una casa de piedra gris, solitaria. Daba la espalda al océano Pacífico. No tenía una estructura simétrica, sino irregular, con diversas alturas que subían aquí y allá confiriéndole cierta elegancia salvaje. Situada en lo alto de una carretera sinuosa, y con un cielo enfurecido de fondo, la casa resultaba majestuosa y tétrica al mismo tiempo.

«Como salida de una película antigua», decidió Ryan mientras ponía primera para iniciar el ascenso. Tenía entendido que Pierce Atkins era excéntrico. Y la casa parecía confirmarlo.

Ryan pensó que sólo le faltaban un trueno, un poco de niebla y el aullido de un lobo: nada más que un par de efectos especiales sencillos. Permaneció entretenida con tal idea hasta que paró el coche y miró la casa de nuevo. No sería sencillo encontrar muchas casas así a tan sólo doscientos kilómetros al norte de Los Ángeles. De hecho, se corrigió en silencio, no sería sencillo encontrar muchas casas así en ningún lado.

Nada más salir del coche, un golpe de viento tiró de su falda y le sacudió el cabello, levantándoselo alrededor de la cara. Tuvo ganas de acercarse al dique y mirar el mar, pero echó a andar hacia las escaleras que subían. No había ido allí a contemplar el paisaje.

El llamador era viejo y pesado. Cuando lo golpeó contra la puerta, hizo un sonido sobrecogedor. Ryan se dijo que no estaba nerviosa en absoluto, pero se cambió el maletín de una mano a otra mientras esperaba. Su padre se pondría furioso si volvía sin que Pierce Atkins le hubiese firmado el contrato que llevaba. Aunque no, no se pondría furioso, matizó. Se quedaría en silencio. Nadie utilizaba el silencio con tanta eficacia como Bennett Swan.

«No pienso marcharme con las manos vacías», se aseguró. Sabía manejarse con artistas temperamentales. Se había pasado años viendo cómo tratarlos y…

El pensamiento quedó interrumpido al abrirse la puerta. Los ojos de Ryan se agrandaron. Ante ella apareció el hombre más grande que jamás había visto. Medía cerca de dos metros y sus hombros cubrían la puerta de un extremo a otro. Y la cara. Ryan decidió que era, sin la menor duda, la persona más fea que había visto en toda su vida. Tenía una cara tan ancha como pálida. Era evidente que se había roto la nariz. Los ojos, pequeños, eran de un color marrón apagado como su densa mata de pelo. «Para dar ambiente», pensó Ryan. Atkins debía de haber elegido a aquel hombre para remarcar el ambiente tétrico que envolvía la casa.

–Buenas tardes –acertó a saludar–. Ryan Swan. Tengo cita con el señor Atkins.

–Señorita Swan –respondió con una voz ronca y profunda, perfectamente a juego con él. Cuando el hombre se retiró para invitarla a pasar, Ryan descubrió que se sentía algo inquieta. Nubes tormentosas, un mayordomo gigante y una casa oscura en un acantilado. Desde luego, decidió Ryan, Atkins sabía cómo crear un ambiente tenebroso.

Entró. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, Ryan echó un vistazo fugaz alrededor.

–Espere aquí –le ordenó el lacónico mayordomo justo antes de echar a andar pasillo abajo, a paso ligero para un hombre tan grande.

–Por supuesto, muchas gracias –murmuró ella, hablando ya a la espalda del mayordomo.

Las paredes eran blancas y estaban cubiertas de tapices. El más cercano ilustraba una escena medieval en la que podía verse al joven Arturo sacando la espada de la piedra y al mago Merlín destacado en segundo plano. Ryan asintió con la cabeza. Era una obra de arte exquisita, propia de un hombre como Atkins. Se dio la vuelta y se encontró con su propio reflejo en un espejo ornado.

Le disgustó ver que tenía el pelo enredado. Representaba a Producciones Swan. Ryan se apartó un par de cabellos rubios que le caían sobre la cara. El verde de sus ojos se había oscurecido debido a una mezcla de ansiedad y emoción. Tenía las mejillas encendidas. Respiró profundamente y se obligó a relajarse. Se estiró la chaqueta.

Al oír unas pisadas, se apartó corriendo del espejo. No quería que la sorprendieran mirándose ni con retoques de último momento. Era el mayordomo de nuevo, solo. Ryan contuvo su fastidio.

–La verá abajo.

–Ah –Ryan abrió la boca para añadir algo, pero él ya estaba yéndose. Tuvo que acelerar para darle alcance.

El pasillo doblaba hacia la derecha. Los tacones de Ryan resonaban a toda velocidad mientras trataba de seguir el paso del mayordomo. De pronto, éste se detuvo con tal brusquedad que Ryan estuvo a punto de chocar contra su espalda.

–Ahí –dijo él tras abrir una puerta, para marcharse acto seguido.

–Pero… –Ryan lo miró con el ceño fruncido y luego empezó a bajar una escalera tenuemente iluminada. Era absurdo, pensó. Una reunión de trabajo debía tener lugar en un despacho o, por lo menos, en un restaurante adecuado. Pero el mundo del espectáculo era especial, se dijo con sarcasmo.

El eco de sus pasos sonaba con cada escalón. De la habitación de abajo no se oía el menor ruido. Sí, era obvio que Atkins sabía cómo crear un ambiente tenebroso. Estaba empezando a caerle rematadamente mal. El corazón le martilleaba con nerviosismo mientras cubría la última curva de la escalera de caracol.

La planta de abajo era amplia, una pieza desordenada, llena de cajas, baúles y trastos por todas partes. Las paredes estaban empapeladas; el suelo, embaldosado. Pero nadie se había molestado en decorarla más. Ryan miró a su alrededor con el entrecejo arrugado al tiempo que bajaba el último escalón.

 

 

Él la observaba. Tenía la habilidad de permanecer totalmente callado, totalmente concentrado. Era crucial para su arte. También tenía la habilidad de formarse una idea muy aproximada de las personas enseguida. Era una mujer más joven de lo que había esperado, de aspecto frágil, baja de estatura, de constitución fina, cabello rubio y una carita delicada. De barbilla firme.

Estaba irritada, podía notarlo, y no poco inquieta. Esbozó una sonrisa. Ni siquiera cuando la mujer empezó a dar vueltas por la sala, salió a su encuentro. Muy profesional, se dijo, con aquel traje a medida bien planchado, zapatos sobrios, maletín caro y unas manos muy femeninas. Interesante.

–Señorita Swan.

Ryan dio un respingo y maldijo para sus adentros. Al girarse hacia el lugar de donde había procedido la voz, sólo vio sombras.

–Llega pronto –añadió él.

Entonces se movió. Ryan lo localizó. Estaba de pie sobre un pequeño escenario. Iba vestido de negro y su figura se fundía con las sombras.

–Señor Atkins –saludó ella con irritación contenida. Luego dio un paso al frente y esbozó una sonrisa ensayada–. Tiene usted toda una casa.

–Gracias.

En vez de bajar junto a ella, permaneció sobre el escenario. A Ryan no le quedó más remedio que levantar la cara para mirarlo. La sorprendió observar que resultaba más dramático en persona que por televisión. Por lo general, ocurría todo lo contrario. Había visto sus espectáculos. De hecho, tras ponerse enfermo su padre y, de mala gana, cederle a ella la negociación del contrato con Atkins, Ryan se había pasado dos tardes enteras viendo todos los vídeos disponibles de las actuaciones de Pierce Atkins.

Sí, tenía un aire dramático, decidió mientras contemplaba aquel rostro de facciones angulosas con una mata tupida de pelo negro. Una cicatriz pequeña le recorría la mandíbula y tenía una boca larga y fina. Sus cejas estaban arqueadas, formando un ligero ángulo hacia arriba en las puntas. Pero eran los ojos lo que más llamativo le resultaba. Nunca había visto unos ojos tan oscuros, una mirada tan profunda. ¿Eran grises?, ¿o negros? Aunque no era el color lo que la desconcertaba, sino la concentración absoluta con que la miraban. Ryan notó que se le secaba la garganta y trató de tragar saliva en una reacción instintiva de autodefensa. Tenía la sensación de que aquel hombre podía estar leyéndole el pensamiento.

Decían que era el mejor mago de la década; algunos llegaban a afirmar que era el mejor del último medio siglo. Sus espectáculos eran un desafío para el espectador, fascinantes e inexplicables. No era extraño oír referirse a él como si fuera un brujo. Y allí, mirándolo a los ojos, Ryan empezaba a entender por qué.

Se arrancó del trance en que se había sumido y comenzó de nuevo. Ella no creía en la magia.

–Señor Atkins, mi padre le pide disculpas por no haber venido en persona. Espero…

–Ya se encuentra mejor.

–Sí… –dijo Ryan confundida–. Ya está mejor –añadió al tiempo que volvía a fijarse en la mirada de Pierce.

Éste sonrió mientras bajaba del escenario.

–Me ha llamado hace una hora, señorita Swan. Una simple conferencia, nada de telepatía –comentó en tono burlón. Ryan no pudo evitar lanzarle una mirada hostil, pero ésta no hizo sino agrandar la sonrisa de Pierce–. ¿Ha tenido un buen viaje?

–Sí, gracias.

–Pero son muchos kilómetros –dijo Pierce–. Siéntese –la invitó apuntando hacia una mesa. Retiró una silla y Ryan se sentó frente a él.

–Señor Atkins –arrancó, sintiéndose más cómoda toda vez que las negociaciones estaban en marcha–. Sé que mi padre les ha expuesto ampliamente a usted y a su representante la oferta de Producciones Swan; pero quizá quiera repasar los detalles de nuevo. Si tiene alguna duda, estaré encantada de resolvérsela –agregó tras poner el maletín sobre la mesa.

–¿Hace mucho que trabaja para Producciones Swan, señorita Swan?

La pregunta interrumpió su línea de presentación, pero Ryan se adaptó a la situación. Sabía por experiencia que, a menudo, convenía seguirles un poco la corriente a los artistas.

–Cinco años, señor Atkins. Le aseguro que estoy capacitada para contestar sus preguntas y negociar las condiciones del contrato en caso necesario.

Aunque había hablado con suavidad, en el fondo estaba nerviosa. Pierce lo notaba por el cuidado con el que había entrelazado las manos sobre la mesa.

–Estoy seguro de que estará capacitada, señorita Swan –convino él–. Su padre no es un hombre fácil de complacer.

Una mezcla de sorpresa y recelo asomó a los ojos de Ryan.

–No lo es –contestó con calma–. Razón por la que puede estar seguro de que le ofreceremos la mejor promoción, el mejor equipo de producción y el mejor contrato posible. Tres especiales de televisión de una hora de duración tres años consecutivos, en horario de máxima audiencia, con un presupuesto generoso para garantizar la calidad del espectáculo. Un acuerdo beneficioso para usted y para Producciones Swan –finalizó después de hacer una pausa breve.

–Puede.

La estaba observando con demasiada intensidad. Ryan se obligó a mantenerle la mirada. Grises, concluyó. Sus ojos eran grises… lo más oscuros que era posible, sin llegar a ser negros.

–Por supuesto, somos conscientes de que se ha ganado su prestigio en actuaciones en vivo, en teatros y pubs. En Las Vegas, Tahoe o el London Palladium, entre otros.

–Mis espectáculos no tienen el mismo valor por televisión, señorita Swan. Las imágenes se pueden trucar.

–Sin duda. Entiendo que los trucos hay que hacerlos en directo para que tengan fuerza.

–Magia –corrigió Pierce–. Yo no hago trucos.

Ryan abrió la boca, pero no llegó a decir nada. Aquellos ojos tan grises la estaban penetrando.

–Magia –repitió ella asintiendo con la cabeza–. Pero el espectáculo sería en vivo. Aunque se emita por televisión, actuará en un escenario con público. Los…

–No cree en la magia, ¿verdad, señorita Swan? –dijo Pierce. Una leve sonrisa curvó sus labios. Un leve tono divertido tiñó su voz.

–Señor Atkins, tiene usted mucho talento –contestó Ryan con cautela–. Admiro su trabajo.

–Diplomática –comentó él al tiempo que se recostaba sobre el respaldo de la silla–. Y cínica. Me gusta.

Ryan no se sintió halagada. Se estaba riendo de ella sin hacer el menor propósito por ocultarlo. El trabajo, se recordó apretando los dientes. Tenía que centrarse en el trabajo.

–Señor Atkins, si no le importa que repasemos los términos del contrato…

–Yo no hago negocios con nadie hasta saber cómo es.

–Mi padre…

–No estoy hablando con su padre –interrumpió él con suavidad.

–Pues lo siento, pero no he caído en que tenía que escribirle mi biografía –espetó Ryan. Enseguida se mordió la lengua. Maldita fuera. No podía permitirse aquellos arrebatos de genio. Pero Pierce sonrió, complacido.

–No creo que sea necesario –dijo y le agarró una mano antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo.

–Nunca más.

La voz que sonó a sus espaldas sobresaltó a Ryan.

–Es Merlín –explicó Pierce mientras ella giraba la cabeza.

A su derecha había un papagayo enorme dentro de una jaula. Ryan respiró hondo y trató de serenar los nervios. El papagayo estaba mirándola.

–¿Le ha enseñado usted a hablar? –preguntó sin dejar de mirar al pájaro de reojo.

–Digamos…

–¿Quieres una copa, muñeca?

Ryan contuvo una risotada al tiempo que se giraba hacia Pierce. Éste se limitó a lanzar una mirada indiferente hacia el papagayo.

–Lo que no le he enseñado son modales.

Ella se obligó a no dejarse distraer.

–Señor Atkins, si pudiéramos…

–Su padre quería un hijo –atajó Pierce. Ryan se olvidó de lo que había estado a punto de decir y lo miró. Él la observaba con atención al tiempo que le sujetaba la mano con delicadeza–. Y eso le ha hecho las cosas difíciles. No está casada, vive sola. Es una mujer realista que se considera muy práctica. Le cuesta controlar su genio, pero va consiguiéndolo. Es una mujer muy precavida, señorita Swan. No es fácil ganarse su confianza, tiene cuidado con sus relaciones. Está impaciente porque tiene algo que demostrar… a su padre y a usted misma.

La mirada perdió parte de su intensidad cuando le sonrió.

–¿Capacidad adivinatoria?, ¿telepatía? –prosiguió Pierce. Cuando le soltó la mano, Ryan la retiró y la colocó sobre su regazo. Él continuó, satisfecho por la expresión de asombro de Ryan. Luego explicó–: Conozco a su padre, entiendo el lenguaje corporal. Además, no son más que conjeturas. ¿He acertado?

Ryan entrelazó las manos con fuerza sobre el regazo. La palma derecha seguía caliente del contacto con la de Pierce.

–No he venido a jugar a las adivinanzas, señor Atkins.

–No –Pierce esbozó una sonrisa encantadora–. Ha venido a cerrar un trato, pero yo hago las cosas a mi manera, a mi ritmo. Los artistas tenemos fama de excéntricos, señorita Ryan. Complázcame.

–Lo intento –contestó Ryan. Luego tomó aire y se recostó sobre la silla–. Pero creo que no me equivoco si digo que los dos nos tomamos en serio nuestro trabajo.

–Cierto.

–Entonces entenderá que mi trabajo consiste en conseguir que firme para Swan, señor Atkins –dijo ella. Quizá funcionara un poco de adulación, pensó–. Queremos que firme con nosotros porque sabemos que es el mejor en su campo.

–Lo sé –contestó Pierce sin pestañear.

–¿Sabe que queremos que firme con nosotros o que es el mejor en su campo? –se sorprendió replicando Ryan.

–Las dos cosas –dijo él sonriente.

Ryan respiró hondo y se recordó que los artistas podían ser imposibles.

–Señor Atkins –arrancó.

Tras estirar las alas, Merlín salió volando de la jaula y aterrizó sobre el hombro izquierdo de Ryan. Se quedó helada, sin respiración.

–Dios… –murmuró. Ya era demasiado, pensó nerviosa. Más que demasiado.

Pierce miró al papagayo con el ceño fruncido.

–Curioso: nunca había hecho algo así con nadie.

–Suerte que tengo –murmuró Ryan, sin moverse lo más mínimo de la silla. ¿Los papagayos mordían?, se preguntó. Decidió que no le importaba esperar a descubrirlo–. ¿Cree que podría… sugerirle que se posara en otro lado?

Pierce hizo un ligero movimiento con la mano y Merlin levantó el vuelo.

–Señor Atkins, por favor, entiendo que los magos se sientan cómodos en lugares… con ambiente –Ryan tomó aire para intentar calmarse, en vano–. Pero me resulta muy difícil hablar de negocios en… una mazmorra. Y con un papagayo revoloteando alrededor –añadió al tiempo que sacudía un brazo.

La risotada de Pierce la dejó sin palabras. Apoyado sobre su hombro izquierdo, el papagayo escudriñaba a Ryan con la mirada.

–Ryan Swan, creo que me va a caer muy bien. Yo trabajo en esta mazmorra –dijo él de buen humor–. Es un lugar retirado y tranquilo. La magia necesita algo más que destreza; requiere mucha preparación y concentración.

–Lo entiendo, señor Atkins, pero…

–Hablaremos de negocios más convencionalmente durante la cena –interrumpió Pierce.

Ryan se levantó con él. No había previsto quedarse allí más de una hora o dos. Había media hora larga de curvas por la carretera de la colina hasta el hotel.

–Pasará aquí la noche –añadió él como si, en efecto, le hubiese leído el pensamiento.

–Aprecio su hospitalidad, señor Atkins –dijo Ryan mientras seguía a Pierce, con el papagayo aún sobre el hombro, de vuelta hacia las escaleras–. Pero tengo una reserva en un hotel. Mañana…

–¿Ha traído equipaje? –Pierce se paró a tomarla del brazo antes de subir las escaleras.

–Está en el coche, pero…

–Link cancelará su reserva, señorita Swan. Se avecina una tormenta –dijo él, girándose para mirarla a los ojos–. No me quedaría tranquilo pensando que puede ocurrirle algo en la carretera.

Como dando énfasis a sus palabras, un trueno estalló cuando llegaban al final de las escaleras. Ryan murmuró algo. No estaba segura de querer pensar en la perspectiva de pasar la noche en aquella casa.

–Nada debajo de la manga –dijo Merlín.

Ryan lo miró con cierta desconfianza.

II

 

La cena la ayudó a tranquilizarse. El salón era muy grande, con una chimenea enorme en un extremo y una vajilla antigua de peltre en el otro. Porcelana de Sèvres y cubertería de Georgia adornaban la larga mesa.

–Link cocina de maravilla –dijo Pierce mientras el gigantón servía una gallina rellena. Ryan miró con disimulo sus enormes manos antes de que Link abandonara la pieza.

–Es muy callado –comentó después de agarrar el tenedor.

Pierce sonrió y le sirvió un vino blanco exquisito en la copa.

–Link sólo habla cuando tiene algo que decir. Dígame, señorita Swan, ¿le gusta vivir en Los Ángeles?

Ryan lo miró. Los ojos de Pierce resultaban cálidos de pronto, no inquisitivos y penetrantes como antes. Se permitió el lujo de relajarse.

–Sí, supongo. Es adecuado para mi trabajo.

–¿Mucha gente? –Pierce cortó la gallina.

–Sí, claro; pero estoy acostumbrada.

–¿Siempre ha vivido en Los Ángeles?

–Menos durante los estudios.

Pierce advirtió un ligero cambio en el tono de voz, un levísimo deje de resentimiento que nadie más habría captado. Siguió comiendo.

–¿Dónde estudiaba?

–En Suiza.

–Bonito país –dijo él antes de dar un sorbo de vino–. ¿Fue entonces cuando empezó a trabajar para Producciones Swan?

Ryan miró hacia la chimenea con el ceño fruncido.

–Cuando mi padre se dio cuenta de que estaba decidida, accedió.

–Y usted es una mujer muy decidida –comentó Pierce.

–Sí. El primer año no hacía más que fotocopias y preparar café a los empleados. Nada que pudiera considerar un desafío –dijo ella. El ceño había desaparecido de su frente y, de pronto, un destello alegre le iluminaba los ojos–. Un día me encontré con un contrato en mi mesa; los habían puesto ahí por error. Mi padre estaba intentando contratar a Mildred Chase para una miniserie, pero ella no cooperaba. Me documenté un poco y fui a verla… Eso sí que fue una experiencia. Vive en una casa fabulosa, con guardias de seguridad y un montón de perros. Como muy diva de Hollywood. Creo que me dejó entrar por curiosidad.

–¿Qué impresión le causó? –preguntó Pierce, más que nada para que siguiera hablando, para que siguiera sonriendo.

–Me pareció maravillosa. Toda una dama de verdad. Si no me hubieran temblado tanto las rodillas, estoy segura de que le habría hecho una reverencia –bromeó ella–. Y cuando me fui dos horas después, tenía su firma en el contrato –añadió en tono triunfal.

–¿Cómo reaccionó su padre?

–Se puso hecho una furia –Ryan tomó su copa. La llama de la chimenea proyectaba un juego de brillos y sombras sobre su piel. Se dijo que ya tendría tiempo de pensar más adelante en aquella conversación y en lo abierta y espontánea que estaba siendo–. Me echó una bronca de una hora. Y al día siguiente me había ascendido y tenía un despacho nuevo. A Bennett Swan le gusta la gente resolutiva –finalizó dejando la copa sobre la mesa.

–Y a usted no le faltan recursos –murmuró Pierce.

–Se me dan bien los negocios.

–¿Y las personas?

Ryan dudó. Los ojos de Pierce volvían a resultar inquisitivos.

–La mayoría de las personas.

Él sonrió, pero siguió mirándola con intensidad.

–¿Qué tal la cena?

–La… –Ryan giró la cabeza para romper el hechizo de su mirada y bajó la vista hacia el plato. La sorprendió descubrir que ya se había terminado buena parte de la suculenta ración de gallina que le habían servido–. Muy rica. Su… –dejó la frase en el aire y volvió a mirar a Pierce sin saber muy bien cómo llamar a Link. ¿Sería su criado?, ¿su esclavo?

–Mi amigo –dijo Pierce con suavidad para dar un sorbo de vino a continuación.

Ryan trató de olvidarse de la desagradable sensación de que Pierce era capaz de ver el interior de su cerebro.

–Su amigo cocina de maravilla.

–Las apariencias suelen engañar –comentó él con aire divertido–. Ambos trabajamos en profesiones que muestran al público cosas que no son reales. Producciones Swan hace series de ficción, yo hago magia –Pierce se inclinó hacia Ryan, la cual se echó hacia el respaldo de inmediato. En la mano de Pierce apareció una rosa roja de tallo largo.

–¡Oh! –exclamó ella, sorprendida y halagada. La agarró por el tallo y se la llevó a la nariz. La rosa tenía un olor dulce y penetrante–. Supongo que es la clase de cosas que debe esperarse de una cena con un mago –añadió sonriendo por encima de los pétalos.

–Las mujeres bonitas y las flores hacen buena pareja –comentó Pierce y le bastó mirarla a los ojos para ver que Ryan se retraía. Una mujer muy precavida, se dijo de nuevo. Y a él le gustaban las personas precavidas. Las respetaba. También le gustaba observar las reacciones de los demás–. Es una mujer bonita, Ryan Swan.

–Gracias –respondió ella casi con pudor.

–¿Más vino? –la invitó Pierce sonriente.

–No, gracias. Estoy bien –rehusó Ryan. Pero el pulso le latía un poco más rápido. Puso la flor junto al plato y volvió a concentrarse en la comida–. No suelo venir por esta parte de la costa. ¿Vive aquí hace mucho, señor Atkins? –preguntó para entablar una conversación.

–Desde hace unos años –Pierce se llevó la copa a los labios, pero Ryan notó que apenas bebió vino–. No me gustan las multitudes –explicó.

–Salvo en los espectáculos –apuntó ella con una sonrisa.

–Naturalmente.

De pronto, cuando Pierce se levantó y sugirió ir a sentarse a la salita de estar, Ryan cayó en la cuenta de que no habían hablado del contrato. Tendría que reconducir la conversación de vuelta al tema que la había llevado a visitarlo.

–Señor Atkins –arrancó justo mientras entraban en la salita–. ¡Qué habitación más bonita!

Era como retroceder al siglo XVIII. Pero no había telarañas, no había signos del paso del tiempo. Los muebles relucían y las flores estaban recién cortadas. Un pequeño piano con un cuaderno de partituras abierto adornaba una esquina. Sobre la repisa de la chimenea podían verse diversas figuritas de cristal. Todas de animales, advirtió Ryan tras un segundo vistazo con más detenimiento: unicornios, caballos alados, centauros, un perro de tres cabezas. La colección de Pierce Atkins no podía incluir animales convencionales. Y, sin embargo, el fuego de la chimenea crepitaba con sosiego y la lámpara que embellecía una de las mesitas era sin duda una Tiffany. Se trataba de la clase de habitación que Ryan habría esperado encontrar en una acogedora casa de campo inglesa.

–Me alegro de que le guste –dijo Pierce, de pie junto a ella–. Parece sorprendida.

–Sí, por fuera parece una casa de una película de terror de 1945, pero… –Ryan frenó, horrorizada–. Oh, lo siento. No pretendía…

Pero Pierce sonreía, obviamente encantado con el comentario.

–La usaron justo para eso en más de una ocasión. La compré por esa razón.

Ryan volvió a relajarse mientras paseaba por la salita.

–Había pensado que quizá la había elegido por el entorno –dijo ella y Pierce enarcó una ceja.

–Tengo cierta… inclinación por cosas que la mayoría no aprecia –comentó al tiempo que se acercaba a una mesa donde ya había un par de tazas–. Me temo que no puedo ofrecerle café. No tomo cafeína. El té es más sano –añadió llenando la taza de Ryan y mientras ésta se dirigía al piano.

–Un té está bien –dijo en tono distraído. El cuaderno no tenía las partituras impresas, sino que estaban escritas a mano. Automáticamente, empezó a descifrar las notas. Era una melodía muy romántica–. Preciosa. Es preciosa. No sabía que compusiera música –añadió tras girarse hacia Pierce.

–No soy yo. Es Link –contestó después de poner la tetera en la mesa. Miró los ojos asombrados de Ryan–. Ya digo que valoro lo que otros no logran apreciar. Si uno se queda en la apariencia, corre el riesgo de perderse muchos tesoros ocultos.

–Hace que me sienta avergonzada –dijo ella bajando la mirada.

–Nada más lejos de mi intención –Pierce se acercó a Ryan y le agarró una mano de nuevo–. La mayoría de las personas nos sentimos atraídos por la belleza.

–¿Y usted no?

–La belleza externa me atrae, señorita Swan –aseguró él al tiempo que estudiaba el rostro de Ryan con detalle–. Luego sigo buscando.

Algo en el contacto de sus manos la hizo sentirse rara. La voz no le salió con la fuerza que hubiera debido.

–¿Y si no encuentra nada más?

–Lo descarto –contestó con sencillez–. Vamos, el té se enfría.

–Señor Atkins –Ryan dejó que Pierce la llevara hasta una silla–. No quisiera ofenderlo. No puedo permitirme ofenderlo, pero… creo que es un hombre muy extraño –finalizó tras exhalar un suspiro de frustración.

Sonrió. A Ryan le encantó que los ojos de Pierce sonrieran un instante antes de que lo hiciera su boca.

–Me ofendería si no creyera que soy extraño, señorita Swan. No deseo que me consideren una persona corriente.

Empezaba a fascinarla. Ryan siempre había tenido cuidado de mantener la objetividad en las negociaciones con clientes de talento. Era importante no dejarse impresionar. Si se dejaba impresionar, podía acabar añadiendo cláusulas en los contratos y haciendo promesas precipitadas.

–Señor Atkins, respecto a nuestra oferta…

–Lo he estado pensando mucho –interrumpió él. Un trueno hizo retemblar las ventanas. Ryan levantó la vista mientras Pierce se llevaba la taza de té a los labios–. La carretera estará muy traicionera esta noche… ¿La asustan las tormentas, señorita Swan? –añadió mirándola a los ojos tras observar que Ryan había apretado los puños después del trueno.

–No, la verdad es que no. Aunque le agradezco su hospitalidad. No me gusta conducir con mal tiempo –contestó ella. Muy despacio, relajó los dedos. Agarró su taza y trató de no prestar atención a los relámpagos–. Si tiene alguna pregunta sobre las condiciones, estaré encantada de repasarlas con usted.

–Creo que está todo muy claro –Pierce dio un sorbo de té–. Mi agente está ansioso por que acepte el contrato.

–Ah –Ryan tuvo que contener el impulso de hacer algún gesto triunfal. Sería un error precipitarse.

–Nunca firmo nada hasta estar seguro de que me conviene. Mañana le diré mi decisión.

Ella aceptó asintiendo con la cabeza. Tenía la sensación de que Pierce no estaba jugando. Hablaba totalmente en serio y ningún agente o representante influiría hasta más allá de cierto punto en sus decisiones. Él era su propio dueño y tenía la primera y la última palabra.

–¿Sabe jugar al ajedrez, señorita Swan?

–¿Qué? –preguntó Ryan distraída–. ¿Cómo ha dicho?

–¿Sabe jugar al ajedrez? –repitió.

–Pues sí. Sé jugar, sí.

–Eso pensaba. Sabe cuándo hay que mover y cuándo hay que esperar. ¿Le gustaría echar una partida?

–Sí –contestó Ryan sin dudarlo–. Encantada.

Pierce se puso de pie, le tendió una mano y la condujo hasta una mesa pegada a las ventanas. Afuera, la lluvia golpeteaba contra el cristal. Pero cuando Ryan vio el tablero de ajedrez ya preparado, se olvidó de la tormenta.

–¡Qué maravilla! –exclamó. Levantó el rey blanco. Era una pieza grande, esculpida en mármol, del rey Arturo. A su lado estaba la reina Ginebra, el caballo Lancelot, Merlín de alfil y, cómo no, Camelot. Ryan acarició la torre en la palma de la mano–. Es el ajedrez más bonito que he visto en mi vida.

–Le dejo las blancas –Pierce la invitó a tomar asiento al tiempo que se situaba tras las negras–. ¿Juega usted a ganar, señorita Swan?

–Sí, como todo el mundo, ¿no? –respondió ella mientras se sentaba.

–No –dijo Pierce después de lanzarle una mirada prolongada e indescifrable–. Hay quien juega por jugar.

Diez minutos después, Ryan ya no oía la lluvia al otro lado de las ventanas. Pierce era un jugador sagaz y silencioso. Se sorprendió mirándole las manos mientras deslizaban las piezas sobre el tablero. Eran grandes, anchas y de dedos ágiles. De violinista, pensó Ryan al tiempo que tomaba nota de un anillo de oro con un símbolo que no identificaba. Cuando levantó la vista, lo encontró mirándola con una sonrisa segura y divertida. Centró su atención en su estrategia.

Ryan atacó, Pierce se defendió. Cuando él avanzó, ella contraatacó. A Pierce le gustó comprobar que se hallaba ante una rival que estaba a su altura. Ryan era una jugadora cautelosa, aunque a veces cedía a algún arrebato impulsivo. Pierce pensó que su forma de jugar reflejaba su carácter. No era una adversaria a la que pudiera ganar o engañar con facilidad. Admiraba tanto el ingenio como la fortaleza que intuía en ella. Hacía que su belleza resultase mucho más atractiva.

Tenía manos suaves. Cuando le comió el alfil, se preguntó vagamente si también lo sería su boca, y cuánto tardaría en descubrirlo. Porque ya había decidido que iba a descubrirlo. Sólo era cuestión de tiempo. Pierce era consciente de la incalculable importancia de saber elegir el momento adecuado.

–Jaque mate –dijo él con suavidad y oyó cómo Ryan contenía el aliento, sorprendida.

Estudió el tablero un momento y luego sonrió a Pierce.

–No había visto ese ataque. ¿Está seguro de que no esconde un par de piezas debajo de la manga?

–Nada debajo de la manga –repitió Merlín desde el otro lado de la salita. Ryan se giró a mirarlo y se preguntó en qué momento se habría unido a ellos.

–No recurro a la magia si puedo arreglármelas pensando –dijo Pierce, sin hacer caso al papagayo–. Ha jugado una buena partida, señorita Swan.

–La suya ha sido mejor, señor Atkins.

–Esta vez –concedió él–. Es una mujer interesante.

–¿En qué sentido? –contestó Ryan manteniéndole la mirada.

–En muchos –Pierce acarició la figura de la reina negra–. Juega para ganar, pero tiene buen perder. ¿Siempre es así?

–No –Ryan rió, pero se levantó de la mesa. La estaba poniendo nerviosa otra vez–. ¿Y usted?, ¿tiene buen perder, señor Atkins?

–No suelo perder.

Cuando volvió a mirarlo, Pierce estaba de pie frente a otra mesa, con una baraja de cartas. Ryan no lo había oído moverse y eso la ponía nerviosa.

–¿Conoce las cartas del Tarot?

–No. O sea –se corrigió Ryan–, sé que son para decir la buenaventura o algo así, ¿no?

–O algo así –Pierce soltó una risilla y barajó el mazo con suavidad.

–Pero usted no cree en eso –dijo ella acercándose a Pierce–. Sabe que no puede adivinar el futuro con unos cartones de colores y unas figuras bonitas.